Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres Jean-Jacques Rousseau Advertencia del autor sobre las notas Siguiendo mi perezosa costumbre de trabajar a ratos perdidos, he a�adido algunas notas a esta obra. Estas notas se apartan bastante del asunto algunas veces, por lo cual no son a prop�sito para ser le�das al mismo tiempo que el texto. Por esta raz�n las he relegado al final del Discurso, en el cual he procurado seguir del mejor modo posible el camino m�s recto. Quienes tengan el valor de empezar por segunda vez la lectura pueden entretenerse en distraer su atenci�n hacia las notas, intentando una ojeada sobre ellas. En cuanto a los dem�s poco se perder�a si no las leyesen. Dedicatoria A la Rep�blica de Ginebra Magn�ficos, muy honorables y soberanos se�ores: Convencido de que s�lo al ciudadano virtuoso le es dado ofrecer a su patria aquellos honores que �sta pueda aceptar, trabajo hace treinta a�os para ser digno de ofreceros un homenaje p�blico; y supliendo en parte esta feliz ocasi�n lo que mis esfuerzos no han podido hacer, he cre�do que me ser�a permitido atender aqu� m�s al celo que me anima que al derecho que debiera autorizarme. Habiendo tenido la dicha de nacer entre vosotros, �c�mo podr�a meditar acerca de la igualdad que la naturaleza ha establecido entre los hombres y sobre la desigualdad creada por ellos, sin pensar al mismo tiempo en la profunda sabidur�a con que una y otra, felizmente combinadas en ese Estado, concurren, del modo m�s aproximado a la ley natural y m�s favorable para la sociedad, al mantenimiento del orden p�blico y a la felicidad de los particulares? Buscando las mejores m�ximas que pueda dictar el buen sentido sobre la constituci�n de un gobierno, he quedado tan asombrado al verlas todas puestas en ejecuci�n en el vuestro, que, aun cuando no hubiera nacido dentro de vuestros muros, hubiese cre�do no poder dispensarme de ofrecer este cuadro de la sociedad humana a aquel de entre todos los pueblos que par�ceme poseer las mayores ventajas y haber prevenido mejor los abusos. Si hubiera tenido que escoger el lugar de mi nacimiento, habr�a elegido una sociedad de una grandeza limitada por la extensi�n de las facultades humanas, es decir, por la posibilidad de ser bien gobernada, y en la cual, bast�ndose cada cual a s� mismo, nadie hubiera sido obligado a confiar a los dem�s las funciones de que hubiese sido encargado; un Estado en que, conoci�ndose entre s� todos los particulares, ni las obscuras maniobras del vicio ni la modestia de la virtud hubieran podido escapar a las miradas y al juicio del p�blico, y donde el dulce h�bito de verse y de tratarse hiciera del amor a la patria, m�s bien que el amor a la tierra, el amor a los ciudadanos. Hubiera querido nacer en un pa�s en el cual el soberano y el pueblo no tuviesen m�s que un solo y �nico inter�s, a fin de que los movimientos de la m�quina se encaminaran siempre al bien com�n, y como esto no podr�a suceder sino en el caso de que el pueblo y el soberano fuesen una misma persona, ded�cese que yo habr�a querido nacer bajo un gobierno democr�tico sabiamente moderado. Hubiera querido vivir y morir libre, es decir, de tal manera sometido a las leyes, que ni yo ni nadie hubiese podido sacudir el honroso yugo, ese yugo suave y ben�fico que las m�s altivas cabezas llevan tanto m�s d�cilmente cuanto que est�n hechas para no soportar otro alguno. Hubiera, pues, querido que nadie en el Estado pudiese pretender hallarse por encima de la ley, y que nadie desde fuera pudiera imponer al Estado su reconocimiento; porque, cualquiera que sea la constituci�n de un gobierno, si se encuentra un solo hombre que no est� sometido a la ley, todos los dem�s h�llanse necesariamente a su merced (1); y si hay un jefe nacional y otro extranjero, cualquiera que sea la divisi�n que hagan de su autoridad, es imposible que uno y otro sean obedecidos y que el Estado est� bien gobernado. Yo no hubiera querido vivir en una rep�blica de reciente instituci�n, por buenas que fuesen sus leyes, temiendo que, no conviniendo a los ciudadanos el gobierno, tal vez constituido de modo distinto al necesario por el momento, o no conviniendo los ciudadanos al nuevo gobierno, el Estado quedase sujeto a quebranto y destrucci�n casi desde su nacimiento; pues sucede con la libertad como con los alimentos s�lidos y suculentos o los vinos generosos, que son propios para nutrir y fortificar los temperamentos robustos a ellos habituados, pero que abruman, da�an y embriagan a los d�biles y delicados que no est�n acostumbrados a ellos. Los pueblos, una vez habituados a los amos, no pueden ya pasarse sin ellos. Si intentan sacudir el yugo, se alejan tanto m�s de la libertad cuanto que, confundiendo con ella una licencia completamente opuesta, sus revoluciones los entregan casi siempre a seductores que no hacen sino recargar sus cadenas. El mismo pueblo romano, modelo de todos los pueblos libres, no se hall� en situaci�n de gobernarse a s� mismo al sacudir la opresi�n de los Tarquinos (2). Envilecido por la esclavitud y los ignominiosos trabajos que �stos le hab�an impuesto, el pueblo romano no fue al principio sino un populacho est�pido, que fue necesario conducir y gobernar con much�sima prudencia a fin de que, acostumbr�ndose poco a poco a respirar el aire saludable de la libertad, aquellas almas enervadas, o mejor dicho embrutecidas bajo la tiran�a, fuesen adquiriendo gradualmente aquella severidad de costumbres y aquella firmeza de car�cter que hicieron del romano el m�s respetable de todos los pueblos. Hubiera, pues, buscado para patria m�a una feliz y tranquila rep�blica cuya antig�edad se perdiera, en cierto modo, en la noche de los tiempos; que no hubiese sufrido otras alteraciones que aquellas a prop�sito para revelar y arraigar en sus habitantes el valor y el amor a la patria, y donde los ciudadanos, desde largo tiempo acostumbrados a una sabia independencia, no solamente fuesen libres, mas tambi�n dignos de serlo. Hubiera querido una patria disuadida, por una feliz impotencia, del feroz esp�ritu de conquista, y a cubierto, por una posici�n todav�a m�s afortunada, del temor de poder ser ella misma la conquista de otro Estado; una ciudad libre colocada entre varios pueblos que no tuvieran inter�s en invadirla, sino, al contrario, que cada uno lo tuviese en impedir a los dem�s que la invadieran; una rep�blica, en fin, que no despertara la ambici�n de sus vecinos y que pudiese fundadamente contar con su ayuda en caso necesario. S�guese de esto que, en tan feliz situaci�n, nada habr�a de temer sino de s� misma, y que si sus ciudadanos se hubieran ejercitado en el uso de las armas, hubiese sido m�s bien para mantener en ellos ese ardor guerrero y ese firme valor que tan bien sientan a la libertad y que alimentan su gusto, que por la necesidad de proveer a su propia defensa. Hubiera buscado un pa�s donde el derecho de legislar fuese com�n a todos los ciudadanos, porque �qui�n puede saber mejor que ellos mismos en qu� condiciones les conviene vivir juntos en una misma sociedad? Pero no hubiera aprobado plebiscitos semejantes a los usados por el pueblo romano, en el cual los jefes del Estado y los m�s interesados en su conservaci�n estaban excluidos de las deliberaciones, de las que frecuentemente depend�a la salud p�blica, y donde, por una absurda inconsecuencia, los magistrados hall�banse privados de los derechos de que disfrutaban los simples ciudadanos. Hubiera deseado, al contrario, que, para impedir los proyectos interesados y mal concebidos y las innovaciones peligrosas que perdieron por fin a los atenienses, no tuviera cualquiera el derecho de preponer caprichosamente nuevas leyes; que este derecho perteneciera solamente a los magistrados; que �stos usasen de �l con tanta circunspecci�n, que el pueblo, por su parte, no fuera menos reservado para otorgar su consentimiento; y que la promulgaci�n se hiciera con tanta solemnidad, que antes de que la constituci�n fuese alterada hubiera tiempo para convencerse de que es sobre todo la gran antig�edad de las leyes lo que las hace santas y venerables; que el pueblo menosprecia r�pidamente las leyes que ve cambiar a diario, y que, acostumbr�ndose a descuidar las antiguas costumbres so pretexto de mejores usos, se introducen frecuentemente grandes males queriendo corregir otros menores. Hubiera huido, sobre todo, por estar necesariamente mal gobernada, de una rep�blica donde el pueblo, creyendo poder prescindir de sus magistrados, o concedi�ndoles s�lo una autoridad precaria, hubiese guardado para s�, con notoria imprudencia, la administraci�n de sus asuntos civiles y la ejecuci�n de sus propias leyes. Tal debi� de ser la grosera constituci�n de los primeros gobiernos al salir inmediatamente del estado de naturaleza; y �se fue uno de los vicios que perdieron a la rep�blica de Atenas. Pero hubiera elegido la rep�blica en donde los particulares, content�ndose con otorgar la sanci�n de las leyes y con decidir, constituidos en cuerpo y previo informe de los jefes, los asuntos p�blicos m�s importantes, estableciesen Tribunales respetados, distinguiesen con cuidado las diferentes jurisdicciones y eligiesen anualmente para administrar la justicia y gobernar el Estado a los m�s capaces y a los m�s �ntegros de sus conciudadanos; aquella donde, sirviendo de testimonio de la sabidur�a del pueblo la virtud de los magistrados, unos y otros se honrasen mutuamente, de suerte que s� alguna vez viniesen a turbar la concordia p�blica funestas desavenencias, aun esos tiempos de ceguedad y de error quedasen se�alados con testimonios de moderaci�n, de estima rec�proca, de un com�n respeto hacia las leyes, presagios y garant�as de una reconciliaci�n sincera y perpetua. Tales son, magn�ficos, muy honorables y soberanos se�ores, las ventajas que hubiera deseado en la patria de mi elecci�n. Y si la Providencia hubiese a�adido adem�s una posici�n encantadora, un clima moderado, una tierra f�rtil y el paisaje m�s delicioso que existiera bajo el cielo, s�lo habr�a deseado ya, para colmar mi ventura, poder gozar de todos estos bienes en el seno de esa patria afortunada, viviendo apaciblemente en dulce sociedad con mis conciudadanos y ejerciendo con ellos, a su ejemplo, la humanidad, la amistad y todas las dem�s virtudes, para dejar tras m� el honroso recuerdo de un hombre de bien y de un honesto y virtuoso patriota. Si, menos afortunado o tard�amente discreto, me hubiera visto reducido a terminar en otros climas una carrera l�nguida y enfermiza, lamentando vanamente el reposo y la paz de que me hab�a privado una imprudente juventud, hubiese al menos alimentado en mi alma esos mismos sentimientos de los cuales no hubiera podido hacer uso en mi pa�s, y, pose�do de un afecto tierno y desinteresado hacia mis lejanos conciudadanos, les habr�a dirigido desde el fondo de mi coraz�n, poco m�s o menos, el siguiente discurso: �Queridos conciudadanos, o mejor, hermanos m�os, puesto que as� los lazos de la sangre como las leyes nos unen a casi todos: Dulce es para m� no poder pensar en vosotros sin pensar al mismo tiempo en todos los bienes de que disfrut�is, y cuyo valor acaso ninguno de vosotros estima tanto como yo que los he perdido. Cuanto m�s reflexiono sobre vuestro estado pol�tico y civil, m�s dif�cil me parece que la naturaleza de las cosas humanas pueda permitir la existencia de otro mejor. En todos los dem�s gobiernos, cuando se trata de asegurar el mayor bien del Estado, todo se limita siempre a proyectos abstractos o, cuando m�s, a meras posibilidades; para vosotros, en cambio, vuestra felicidad ya est� hecha: no ten�is mas que disfrutarla, y para ser perfectamente felices no necesit�is sino conformaros con serlo. Vuestra soberan�a, conquistada o recobrada con la punta de la espada y conservada durante dos siglos a fuerza de valor y de prudencia, es por fin plena y universalmente reconocida. Honrosos tratados fijan vuestros l�mites, aseguran vuestros derechos y fortalecen vuestra tranquilidad. Vuestra Constituci�n es excelente, dictada por la raz�n m�s sublime y garantida por potencias amigas y respetables; vuestro Estado es tranquilo; no ten�is guerras ni conquistadores que temer; no ten�is otros amos que las sabias leyes que vosotros mismos hab�is hecho, administradas por �ntegros magistrados por vosotros elegidos; no sois ni demasiado ricos para enervaros en la molicie y perder en vanos deleites el gusto de la verdadera felicidad y de las s�lidas virtudes, ni demasiado pobres para que teng�is necesidad de m�s socorros extra�os de los que os procura vuestra industria; y esa preciosa libertad, que no se mantiene en las grandes naciones sino a costa de exorbitantes impuestos, casi nada os cuesta conservarla. ��Que pueda durar siempre, para dicha de sus conciudadanos y ejemplo de los pueblos, una rep�blica tan sabia y afortunadamente constituida! He aqu� el �nico voto que ten�is que hacer, el �nico cuidado que os queda. En adelante, a vosotros incumbe, no el hacer vuestra felicidad -vuestros antepasados os han evitado ese trabajo-, sino el conservarla duraderamente mediante un sabio uso. De vuestra uni�n perpetua, de vuestra obediencia a las leyes y de vuestro respeto a sus ministros depende vuestra conservaci�n. Si queda entre vosotros el menor germen de acritud o desconfianza, apresuraos a destruirlo como levadura funesta de donde resultar�an tarde o temprano vuestras desgracias y la ruina del Estado. Os conjuro a todos vosotros a replegaros en el fondo de vuestro coraz�n y a consultar la voz secreta de vuestra conciencia. �Conoce alguno de vosotros en el mundo un cuerpo m�s �ntegro, m�s esclarecido, m�s respetable que vuestra magistratura? �No os dan todos sus miembros ejemplo de moderaci�n, de sencillez de costumbres, de respeto a las leyes y de la m�s sincera armon�a? Otorgad, pues, sin reservas a tan discretos jefes esa saludable confianza que la raz�n debe a la virtud; pensad que vosotros los hab�is elegido, que justifican vuestra elecci�n y que los honores debidos a aquellos que hab�is investido de dignidad recaen necesariamente sobre vosotros mismos. Ninguno de vosotros es tan poco ilustrado que pueda ignorar que donde se extingue el vigor de las leyes y la autoridad de sus defensores no puede haber ni seguridad ni libertad para nadie. �De qu� se trata, pues, entre vosotros sino de hacer de buen grado y con justa confianza lo que estar�ais siempre obligados a hacer por verdadera conveniencia, por deber y por raz�n? Que una culpable y funesta indiferencia por el mantenimiento de la Constituci�n no os haga descuidar nunca en caso necesario las sabias advertencias de los m�s esclarecidos y de los m�s discretos, sino que la equidad, la moderaci�n, la firmeza m�s respetuosa sigan regulando vuestros pasos y muestren en vosotros al mundo entero el ejemplo de un pueblo altivo y modesto, tan celoso de su gloria como de su libertad. Guardaos sobre todo, y �ste ser� mi �ltimo consejo, de escuchar perniciosas interpretaciones y discursos envenenados, cuyos m�viles secretos son frecuentemente m�s peligrosos que las acciones mismas. Una casa entera despi�rtase y se sobresalta a los primeros ladridos de un buen y fiel guardi�n que s�lo ladra cuando se aproximan los ladrones; pero todos odian la impertinencia de esos ruidosos animales que turban sin cesar el reposo p�blico y cuyas advertencias continuas y fuera de lugar no se dejan o�r precisamente cuando son necesarias.� Y vosotros, magn�ficos y honorabil�simos se�ores; vosotros, dignos y respetables magistrados de un pueblo libre, permitidme que os ofrezca en particular mis respetos y atenciones. Si existe en el mundo un rango que pueda enaltecer a quienes lo ocupen, es, sin duda, el que dan el talento y la virtud, aquel de que os hab�is hecho dignos y al cual os han elevado vuestros conciudadanos. Su propio m�rito a�ade al vuestro un nuevo brillo, y, elegidos por hombres capaces de gobernar a otros para que los gobern�is a ellos mismos, os considero tan por encima de los dem�s magistrados, como un pueblo libre, y sobre todo el que vosotros ten�is el honor de dirigir, se halla, por sus luces y su raz�n, por encima del populacho de los otros Estados. S�ame permitido citar un ejemplo del que debieran quedar m�s firmes huellas y que siempre vivir� en mi coraz�n. No recuerdo nunca sin sentir la m�s dulce emoci�n al virtuoso ciudadano que me dio el ser y que aleccion� a menudo mi infancia con el respeto que os era debido. Aun le veo, viviendo del trabajo de sus manos y alimentando su alma con las verdades m�s sublimes. Delante de �l, mezclados con las herramientas de su oficio, veo a T�cito, a Plutarco y a Grocio. Veo a su lado a un hijo amado recibiendo con poco fruto las tiernas ense�anzas del mejor de los padres. Pero si los extrav�os de una loca juventud me hicieron olvidar un tiempo sus sabias lecciones, al fin tengo la dicha de experimentar que, por grande que sea la inclinaci�n hac�a el vicio, es dif�cil que una educaci�n en la cual interviene el coraz�n se pierda para siempre. Tales son, magn�ficos y honorabil�simos se�ores, los ciudadanos y aun los simples habitantes nacidos en el Estado que gobern�is; tales, son esos hombres instruidos y sensatos sobre los cuales, bajo el nombre de obreros y de pueblo, se tienen en las otras naciones ideas tan bajas y tan falsas. Mi padre, lo confieso con alegr�a, no ocupaba entre sus conciudadanos un lugar distinguido; era lo que todos son, y tal como era, no hay pa�s en que no hubiese sido solicitado y cultivado su trato, y aun con fruto, por las personas m�s honorables. No me incumbe, y gracias al cielo no es necesario, hablaros de las atenciones que de vosotros pueden esperar hombres de semejante excelencia, vuestros iguales as� por la educaci�n como por los derechos de su nacimiento y de la naturaleza; vuestros inferiores por su voluntad, por la preferencia que deben a vuestros merecimientos, y que ellos han reconocido, por la cual, a vuestra vez, les deb�is una especie de reconocimiento. Veo con viva satisfacci�n con cu�nta moderaci�n y condescendencia us�is con ellos de la gravedad propia de los ministros de las leyes, c�mo les devolv�is en estima y consideraci�n la obediencia y el respeto que ellos os deben; conducta llena de justicia y sabidur�a, a prop�sito para alejar cada vez m�s el recuerdo de dolorosos acontecimientos que es preciso olvidar para no volverlos a ver nunca; conducta tanto m�s discreta cuanto que ese pueblo justo y generoso se complace en su deber y ama naturalmente honraros, y que los m�s fogosos en sostener sus derechos son los m�s inclinados a respetar los vuestros. No debe sorprender que los jefes de una sociedad civil amen la gloria y la felicidad; mas ya es bastante para la tranquilidad de los hombres que aquellos que se consideran como magistrados o, m�s bien, como se�ores de una patria m�s santa y sublime, den pruebas de alg�n amor a la patria terrenal que los alimenta. �Qu� dulce es para m� se�alar en nuestro favor una excepci�n tan rara y colocar en el rango de nuestros ciudadanos m�s excelentes a esos celosos depositarios de los dogmas sagrados autorizados por las leyes, a esos venerables pastores de almas, cuya viva y suave elocuencia hace penetrar tanto mejor en los corazones las m�ximas del Evangelio, cuanto que ellos mismos empiezan por ponerlas en pr�ctica. Todo el mundo sabe con cu�nto �xito se cultiva en Ginebra el gran arte de la elocuencia sagrada. Pero harto habituados a o�r predicar de un modo y ver practicar de otro, pocas gentes saben hasta qu� punto reinan en nuestro cuerpo sacerdotal el esp�ritu del cristianismo, la santidad de las costumbres, la severidad consigo mismo y la dulzura con los dem�s. Tal vez le est� reservado a la ciudad de Ginebra presentar el ejemplo edificante de una uni�n tan perfecta en una sociedad de te�logos y de gentes de letras. Sobre su sabidur�a y su moderaci�n, sobre su celoso cuidado por la prosperidad del Estado fundamento en gran parte la esperanza de su eterna tranquilidad, y, sintiendo un placer mezclado de asombro y de respeto, observo cu�nto horror manifiestan ante las m�ximas espantosas de esos hombres sagrados y b�rbaros -de los cuales la Historia ofrece m�s de un ejemplo- que, para sostener los pretendidos derechos de Dios, es decir, sus propios intereses, eran tanto menos avaros de sangre humana cuanto m�s se envanec�an de que la suya ser�a siempre respetada. �Pod�a olvidarme de esa encantadora mitad de la Rep�blica que hace la felicidad de la otra y cuya dulzura y prudencia mantienen la paz y las buenas costumbres? Amables y virtuosas ciudadanas: el sino de vuestro sexo ser� siempre gobernar el nuestro. �Felices cuando vuestro casto poder, ejercido solamente en la uni�n conyugal, no se hace sentir m�s que para gloria del Estado y a favor del bienestar p�blico! As� es como gobernaban las mujeres de Esparta, y as� merec�is vosotras gobernar en Ginebra. �Qu� hombre b�rbaro podr�a resistir a la voz del honor y de la raz�n en boca de una tierna esposa? �Y qui�n no despreciar�a un vano lujo viendo la sencillez y modestia de vuestra compostura, que parece ser, por el brillo que recibe de vosotras, la m�s favorable a la hermosura? A vosotras corresponde mantener vivo siempre, por vuestro amable o inocente imperio y vuestro esp�ritu insinuante, el amor de las leyes en el Estado y la concordia entre los ciudadanos; unir por medio de afortunados matrimonios las familias divididas, y, sobre todo, corregir con la persuasiva dulzura de vuestras lecciones y la gracia sencilla de vuestro trato las extravagancias que nuestros j�venes aprenden en el extranjero, de donde, en lugar de tantas cosas que podr�an aprovecharles, s�lo traen consigo, con un tono pueril y rid�culos aires aprendidos entre mujeres perdidas, la admiraci�n de no s� qu� grandezas, fr�volo desquito de la servidumbre que no valdr� nunca tanto como la augusta libertad. Permaneced, pues, siempre las mismas: castas guardadoras de las costumbres y de los dulces v�nculos de la paz, y continuad haciendo valer en toda ocasi�n los derechos del coraz�n y de la naturaleza en beneficio del deber y de la virtud. Me envanezco de no ser desmentido por los resultados fundando en tales garant�as la esperanza de la felicidad com�n de los ciudadanos y la gloria de la rep�blica. Confieso que, con todas esas ventajas, no brillar� con ese resplandor con que se alucinan la mayor parte de los ojos, y cuya predilecci�n pueril y funesta es el mayor y mortal enemigo de la felicidad y de la libertad. Que la juventud disoluta vaya a buscar en otras partes los placeres f�ciles y los largos arrepentimientos; que las pretendidas personas de buen gusto admiren en otros lugares la grandeza de los palacios, la ostentaci�n de los trenes, los soberbios ajuares, la pompa de los espect�culos y todos los refinamientos de la molicie y el lujo. En Ginebra s�lo se hallar�n hombres; sin embargo, este espect�culo tambi�n tiene su precio, y aquellos que lo busquen bien podr�n parangonarse con los admiradores de esas otras cosas. Dignaos, magn�ficos, muy honorables y soberanos se�ores, recibir todos con igual bondad el respetuoso testimonio del cuidado que me tomo por vuestra com�n prosperidad. Si fuese tan desgraciado que apareciera culpable de alg�n arrebato indiscreto en esta viva efusi�n de mi coraz�n, yo os suplico que lo disculp�is en gracia al tierno afecto de un verdadero patriota y al celo ardoroso y leg�timo de un hombre que no aspira a mayor felicidad para s� que la de veros a todos dichosos. Soy con el m�s profundo respeto, magn�ficos, muy honorables y soberanos se�ores, vuestro muy humilde y muy obediente servidor y conciudadano, J. J. ROUSSEAU. Chamber�, 12 de junio de 1754. Prefacio El conocimiento del hombre me parece el m�s �til y el menos adelantado de todos los conocimientos humanos (3) , y me atrevo a decir que la inscripci�n del templo de Delfos conten�a por s� sola un precepto m�s importante y m�s dif�cil que todos los gruesos vol�menes de los moralistas. As�, considero el asunto de este DISCURSO (4) como una de las cuestiones m�s interesantes que la Filosof�a pueda proponer a la meditaci�n, y, desgraciadamente para nosotros, como uno de los problemas m�s espinosos que hayan de resolver los fil�sofos; porque �c�mo conocer el origen de la desigualdad entre los hombres si no se empieza por conocer a los hombres mismos? �Y c�mo podr� llegar el hombre a verse tal como lo ha formado la naturaleza, a trav�s de todos los cambios que la sucesi�n de los tiempos y de las cosas ha debido producir en su constituci�n original, y a distinguir lo que tiene de su propio fondo de lo que las circunstancias y sus progresos han cambiado o a�adido a su estado primitivo? Semejante a la estatua de Glaucos, que el tiempo, el mar y las tempestades hab�an desfigurado de tal modo que menos se parec�a a un dios que a una bestia salvaje, el alma humana, modificada en el seno de la sociedad por mil causas que renacen sin cesar, por la adquisici�n de una multitud de conocimientos y de errores, por las transformaciones ocurridas en la constituci�n de los cuerpos y por el continuo choque de las pasiones, ha cambiado, por as� decir, de apariencia, hasta el punto de que apenas puede ser reconocida, y no se encuentra ya, en lugar de un ser obrando siempre conforme a principios ciertos e invariables, en lugar de la celestial y majestuosa simplicidad de que su Autor la hab�a dotado, sino el disforme contraste de la pasi�n que cree razonar y del entendimiento en delirio. Pero lo m�s cruel a�n es que todos los progresos de la especie humana le alejan sin cesar del estado primitivo; cuantos m�s conocimientos nuevos acumulamos, m�s nos privamos de los medios de adquirir el m�s importante de todos, y es, en cierto sentido, a causa de estudiar al hombre por lo que nos hemos colocado en la imposibilidad de conocerlo. Echase de ver f�cilmente que es en estos cambios de la constituci�n humana donde precisa buscar el primer origen de las diferencias que separan a los hombres, los cuales, por com�n testimonio, son naturalmente tan iguales entre s� como lo eran los animales de cada especie antes de que diferentes causas f�sicas introdujeran en algunas las variaciones que en ellas observamos. No es concebible, en efecto, que esos primeros cambios, de cualquier modo que hayan ocurrido, hayan mudado a la vez y de semejante manera a todos los individuos de la especie, sino que, habi�ndose perfeccionado o degenerado unos, y habiendo adquirido cualidades diversas, buenas o malas, que no eran inherentes a su naturaleza, los otros permanecieron m�s tiempo en su estado original; y tal fue entre los hombres la fuente primera de la desigualdad, que es mucho m�s f�cil demostrarlo as�, en general, que se�alar con precisi�n las verdaderas causas. No piensen por esto mis lectores que me envanezco de haber visto lo que me parece, tan dif�cil de ver. Yo he comenzado algunos razonamientos, he aventurado algunas conjeturas, pero menos con la esperanza de resolver la cuesti�n que con la intenci�n de aclararla y reducirla a su verdadero estado. Otros podr�n f�cilmente ir m�s lejos por el mismo camino, sin que a nadie le sea f�cil llegar a su t�rmino; pues no es ligera empresa distinguir lo que hay de originario y lo que hay de artificial en la naturaleza actual del hombre, y conocer bien su estado, que no existe ya, que acaso no ha existido, que probablemente no existir� nunca, mas del cual es necesario sin embargo tener justas nociones para juzgar acertadamente nuestro estado presente. Har�a falta m�s filosof�a de lo que se piensa a quien emprendiera la tarea de determinar exactamente las precauciones necesarias para hacer s�lidas observaciones sobre este asunto; y no me parecer�a indigna de los Arist�teles y Plinios de nuestro siglo una buena soluci�n del problema siguiente: �Qu� experiencias ser�an necesarias para llegar a conocer al hombre natural, y cu�les son los medios de hacer estas experiencias en el seno de la sociedad? Lejos de emprender la soluci�n de este problema, me atrevo a responder por anticipado, despu�s de haber meditado bastante sobre esta cuesti�n, que los m�s grandes fil�sofos no ser�n bastante capaces para dirigir esas experiencias, ni los m�s poderosos soberanos para ponerlas, en pr�ctica, concurso que, por otra parte, no es razonable esperar, sobre todo con la perseverancia e, m�s bien con la continuidad de inteligencia y de buena voluntad necesaria de una y otra parte para, asegurar el �xito. Estas investigaciones tan dif�ciles de hacer y en las cuales tan poco se ha pensado hasta ahora son, sin embargo, los �nicos medios que nos quedan para resolver una multitud de dificultades que nos impiden el conocimiento de los fundamentos reales de la sociedad humana. Es esta ignorancia de la naturaleza del hombre lo que produce tanta incertidumbre y obscuridad sobre la verdadera definici�n del derecho natural, pues la idea del derecho, dice Burlamaqui, y m�s a�n la del derecho natural, son manifiestamente ideas relativas a la naturaleza del hombre. Por consiguiente, contin�a, de esta misma naturaleza del hombre, de su constituci�n y de su estado es necesario deducir los principios de esa ciencia. No sin sorpresa y esc�ndalo se observa el desacuerdo que reina sobre esta importante materia entre los diversos autores que de ella han tratado. Entre los escritores m�s serios, apenas si se encuentran dos que manifiesten la misma opini�n sobre este punto. Sin hablar de los fil�sofos antiguos, que parece se empe�aron en la tarea de contradecirse unos a otros sobre los principios m�s fundamentales, los jurisconsultos romanos someten indistintamente el hombre y los dem�s animales a la misma ley natural, porque consideran m�s bien bajo ese nombre la ley que la naturaleza se impone a s� misma que la prescrita por ella, o m�s bien a causa de la particular acepci�n con que interpretan esos jurisconsultos la palabra ley, que parece ser la han tomado en este punto como expresi�n de las relaciones generales establecidas por la naturaleza entre todos los seres animados para su conservaci�n. Los modernos, reconociendo solamente bajo el nombre de ley una regla prescrita a un ser moral, es decir, inteligente, libre y considerado en sus relaciones con otros seres semejantes, limitan consiguientemente la competencia de la ley natural tan s�lo al animal dotado de raz�n, es decir, al hombre. Pero como cada uno define esta ley a su modo y la fundamenta sobre principios en extremo metaf�sicos, ocurre que, aun entre nosotros, bien pocos se hallan en disposici�n de comprender esos principios, faltos de poder encontrarlos por s� mismos. De suerte que todas las definiciones de esos hombres sabios, por otra parte en perenne contradicci�n rec�proca, convienen solamente en una cosa: que es imposible comprender la ley natural, y por consiguiente obedecerla, sin ser un grand�simo razonador y un profundo metaf�sico; lo cual significa precisamente que los hombres han debido emplear para la constituci�n de la sociedad conocimientos que se desarrollan trabajosamente, y entre pocas personas, en el seno de la sociedad misma. Conociendo tan poco la naturaleza y discrepando de tal modo sobre el sentido de la palabra ley, dif�cil ser�a convenir en una buena definici�n de la ley natural. He aqu� por qu� las definiciones que se hallan en los libros, adem�s del defecto de no ser uniformes, tienen el de ser deducidas de diversos conocimientos que los hombres no poseen naturalmente y de una superioridad que no han podido concebir sino despu�s de haber salido del estado natural. Comi�nzase por buscar aquellas reglas que, por la utilidad com�n, ser�an buenas para que los hombres las reconociesen, y al conjunto de estas reglas se lo da el nombre de ley natural, sin otra prueba que el bien que se supone resultar�a de su aplicaci�n universal. He aqu� un sistema sumamente c�modo de componer definiciones y de explicar la naturaleza de las cosas por conveniencias casi arbitrarias. Pero en tanto no conozcamos al hombre natural, es vano que pretendamos determinar la ley que ha recibido o la que mejor conviene a su estado. Lo �nico que podemos ver muy claramente a prop�sito de esta ley es que no s�lo es necesario, para que sea ley, que la voluntad de aquel a quien obliga pueda someterse con conocimiento, sino que adem�s es preciso, para que sea ley natural, que hable inmediatamente por la voz de la naturaleza. Dejando, pues, todos los libros cient�ficos, que s�lo nos ense�an a ver a los hombres tal como ellos se han ido formando, y meditando sobre las primeras y las m�s simples operaciones del alma humana, creo advertir dos principios anteriores a la raz�n, uno de los cuales nos interesa vivamente para nuestro bienestar y el otro nos inspira una repugnancia natural si vemos sufrir o perecer a cualquier ser sensible, principalmente a nuestros semejantes. Del concurso y de la combinaci�n que nuestro esp�ritu sepa hacer de esos dos principios, sin que sea necesario a�adir el de la sociabilidad, me parece que se derivan todas las reglas del derecho natural, reglas que la raz�n se ve precisada a establecer sobre otros fundamentos cuando ha llegado, por sucesivos desenvolvimientos, a sofocar la naturaleza. De este modo, no es necesario hacer del hombre un fil�sofo antes de hacer de �l un hombre. Sus deberes hacia sus semejantes no le son dictados �nicamente por las tard�as lecciones de la sabidur�a, y mientras no resista a los �ntimos impulsos de la conmiseraci�n, nunca har� mal alguno a otro hombre, ni aun a cualquier ser sensible, salvo el leg�timo caso en que, hall�ndose comprometida su propia conservaci�n, se vea forzado a darse a s� mismo la preferencia. De esta manera se acaban las antiguas controversias sobre la participaci�n de los animales en la ley natural; pues es claro que, hall�ndose privados de entendimiento y de libertad, no pueden reconocer esta ley; m�s participando en cierto modo de nuestra naturaleza por la sensibilidad de que se hallan dotados, hay que pensar que tambi�n deben participar del derecho natural y que el hombre tiene hacia ellos alguna especie de obligaciones. Parece ser, en efecto, que si estoy obligado a no hacer ning�n mal a mis semejantes, es menos por su condici�n de ser razonable que por su cualidad de ser sensible, cualidad que, siendo com�n al animal y al hombre, debe al menos darlo a aqu�l el derecho de no ser maltratado in�tilmente por �ste. Este mismo estudio del hombre original, de sus necesidades verdaderas y de los principios fundamentales de sus deberes, es el �nico medio adecuado que pueda emplearse para resolver esa muchedumbre de dificultades que se presentan sobre el origen de la desigualdad moral, sobre los verdaderos fundamentos del cuerpo pol�tico, sobre los derechos rec�procos de sus miembros y sobre otras mil cuestiones parecidas, tan importantes como mal aclaradas. Considerando la sociedad humana con una mirada tranquila y desinteresada, parece al principio presentar solamente la violencia de los fuertes y la opresi�n de los d�biles. El esp�ritu se subleva contra la dureza de los unos o deplora la ceguedad de los otros; y como nada hay de tan poca estabilidad entre los hombres como esas relaciones exteriores llamadas debilidad o poder�o, riqueza o pobreza, producidas m�s frecuentemente por el azar que por la sabidur�a, parecen las instituciones humanas, a primera vista, fundadas sobre montones de arena movediza; s�lo examin�ndolas de cerca, despu�s de haber apartado el polvo y la arena que rodean el edificio, se advierte la base indestructible sobre que se alza y apr�ndese a respetar sus fundamentos. Ahora bien; sin un serio estudio del hombre, de sus facultades naturales y de sus desenvolvimientos sucesivos, no le llegar� nunca a hacer esa diferenciaci�n y a distinguir en el actual estado de las cosas lo que ha hecho la voluntad divina y lo que el arte humano ha pretendido hacer. Las investigaciones pol�ticas y morales a que da ocasi�n la importante cuesti�n que yo examino son �tiles de cualquier modo, y la historia hipot�tica de los gobiernos es para el hombre una lecci�n instructiva bajo todos conceptos. Considerando lo que hubi�ramos llegado a ser abandonados a nosotros mismos, debemos aprender a bendecir a aquel cuya mano bienhechora, corrigiendo nuestras instituciones y d�ndoles un fundamento indestructible, ha prevenido los des�rdenes que habr�an de resultar y hecho nacer nuestra felicidad de aquellos medios que parec�an iban a colmar nuestra miseria. Quem te Deus esse Jussit, et humana qua parte locatus es in re, Disce (5). PERSIO, s�t. III, v. 71. Discurso Voy a hablar del hombre, y el asunto que examino me indica que voy a hablar a los hombres; mas no se proponen cuestiones semejantes cuando se teme honrar la verdad. Defender�, pues, confiadamente la causa de la humanidad ante los sabios que me invitan, y no quedar� descontento de m� mismo si consigo ser digno de mi objeto y de mis jueces. Considero en la especie humana dos clases de desigualdades: una, que yo llamo natural o f�sica porque ha sido instituida por la naturaleza, y que consiste en las diferencias de edad, de salud, de las fuerzas del cuerpo y de las cualidades del esp�ritu o del alma; otra, que puede llamarse desigualdad moral o pol�tica porque depende de una especie de convenci�n y porque ha sido establecida, o al menos autorizada, con el consentimiento de los hombres. Esta consiste en los diferentes privilegios de que algunos disfrutan en perjuicio de otros, como el ser m�s ricos, m�s respetados, m�s poderosos, y hasta el hacerse obedecer. No puede preguntarse cu�l es la fuente de la desigualdad natural porque la respuesta se encontrar�a enunciada ya en la simple definici�n de la palabra. Menos a�n puede buscarse si no habr�a alg�n enlace esencial entre una y otra desigualdad, pues esto equivaldr�a a preguntar en otros t�rminos si los que mandan son necesariamente mejores que lo que obedecen, y si la fuerza del cuerpo o del esp�ritu, la sabidur�a o la virtud, se hallan siempre en los mismos individuos en proporci�n con su poder o su riqueza; cuesti�n a prop�sito quiz� para ser disentida entre esclavos en presencia de sus amos, pero que no conviene a hombres razonables y libres que buscan la verdad. �De qu� se trata, pues, exactamente en este DISCURSO? De se�alar en el progreso de las cosas el momento en que, sucediendo el derecho a la violencia, a naturaleza qued� sometida a la ley; de explicar por qu� encadenamiento de prodigios pudo el fuerte decidirse a servir al d�bil y el pueblo a comprar un reposo quim�rico al precio de una felicidad real. Todos los fil�sofos que han examinado los fundamentos de la sociedad han comprendido la necesidad de retrotraer la investigaci�n al estado de naturaleza, pero ninguno de ellos ha llegado hasta ah�. Unos no han titubeado en suponer en el hombre en tal estado la noci�n de justo e injusto, sin cuidarse de probar que pudiera haber existido esa noci�n, ni aun que lo fuera �til. Otros han hablado del derecho natural que tiene cada cual de conservar lo que le pertenece, sin explicar qu� entend�an por pertenecer. Otros, atribuyendo primero al m�s fuerte la autoridad sobre el m�s d�bil, han hecho nacer en seguida el gobierno, sin pensar en el tiempo que debi� transcurrir antes de que el sentido de las palabras autoridad y gobierno pudiera existir entre los hombres. Todos, en fin, hablando sin cesar de necesidad, de codicia, de opresi�n, de deseo y de orgullo, han transferido al estado de naturaleza ideas tomadas de la sociedad: hablaban del hombre salvaje, y describ�an al hombre civil. No ha despuntado siquiera en el esp�ritu de la mayor parte de nuestros fil�sofos la duda de que hubiera existido el estado natural, cuando es evidente, por la lectura de los libros sagrados, que el primer hombre, habiendo recibido directamente de Dios reglas y entendimiento, no se hallaba por consiguiente en ese estado, y que, concedi�ndose a las escrituras de Mois�s la fe que les debe todo fil�sofo cristiano, debe negarse que, aun antes del diluvio, se hayan encontrado nunca los hombres en el puro estado natural, a menos que no hubiesen reca�do en �l, paradoja muy dif�cil de defender y completamente imposible de probar. Empecemos, pues, por rechazar todos los hechos, dado que no se relacionan con la cuesti�n. No hay que tomar por verdades hist�ricas las investigaciones que puedan emprenderse sobre este asunto, sino solamente por razonamientos hipot�ticos y condicionales, m�s adecuados para esclarecer la naturaleza de las cosas que para demostrar su verdadero origen y parecidos a los que hacen a diario nuestros f�sicos sobre la formaci�n del mundo. La religi�n nos ordena creer que, habiendo Dios mismo sacado a los hombres del estado natural inmediatamente despu�s de la creaci�n, son desiguales porque �l ha querido que lo fuesen; pero no nos proh�be hacer conjeturas derivadas �nicamente de la naturaleza del hombre y de los animales que lo rodean acerca de lo que habr�a sido del g�nero humano si hubiera quedado abandonado a s� mismo. He aqu� lo que se me pide y lo que yo me propongo examinar en este DISCURSO. Como esta materia abarca al hombre en general, intentar� emplear un lenguaje adecuado para todas las naciones, o mejor, olvidando los tiempos y los lugares, para pensar tan s�lo en los hombres a quienes hablo, supondr� hallarme en el Liceo (6) de Atenas repitiendo las lecciones de mis maestros, teniendo por jueces a los Platones y Jen�crates, y al g�nero humano por auditorio. �Oh t�, hombre, de cualquier pa�s que seas, cualesquiera que sean tus opiniones, escucha! He aqu� tu historia tal como he cre�do leerla, no en los libros, de tus semejantes, que son mendaces, sino en la naturaleza, que jam�s miento. Todo lo que provenga de ella ser� verdadero; s�lo ser� falso lo que yo haya puesto de mi parte inadvertidamente. Los tiempos de que voy a hablar est�n muy lejos ya. �Cu�nto has cambiado! Por as� decir, es la vida de tu especie la que voy a describirte, seg�n las cualidades que has recibido, que tu educaci�n y tus costumbres han podido viciar pero no han podido destruir. Hay, yo lo comprendo, a una edad en la cual quisiera detenerse el hombre individual; t� buscar�s la edad en que desear�as se hubiese detenido tu especie. Disgustado de tu estado presente por razones que anuncian a tu posteridad desdichada desazones mayores todav�a, tal vez desear�as poder retroceder; este sentimiento debe servir de elogio a tus primeros antepasados, de cr�tica a tus contempor�neos, de espanto para aquellos que tengan la desgracia de vivir despu�s que t�. Primera parte Por importante que sea, para bien juzgar del estado natural del hombre, considerarla desde su origen y examinarle, por as� decir, en el primer embri�n de la especie, yo no seguir� su organizaci�n a trav�s de sus desenvolvimientos sucesivos ni me detendr� tampoco a buscar en el sistema animal lo que haya podido ser al principio para llegar por �ltimo a lo que es. No examinar� si, como piensa Arist�teles, sus prolongadas u�as fueron al principio garras ganchudas; si era velludo como un oso, y si, caminando a cuatro pies (7), su mirada, dirigida hacia la tierra y limitada a un horizonte de algunos pasos, no indicaba al mismo tiempo el car�cter y los l�mites de sus ideas. No podr�a hacer sobre esta materia sino conjeturas vagas y casi imaginarias. La anatom�a comparada no ha hecho todav�a suficientes progresos y las observaciones de los naturalistas son a�n demasiado inciertas para que pueda establecerse sobre fundamentos semejantes la base de un razonamiento s�lido; de modo que, sin recurrir a los conocimientos naturales que poseemos sobre este punto y sin parar atenci�n en los cambios que han debido tener lugar tanto en la conformaci�n interior como en la exterior del hombre a medida que aplicaba sus miembros a nuevos usos y se nutr�a con nuevos alimentos, le supondr� constituido de todo tiempo como le veo hoy d�a, andando en dos pies, sirvi�ndose de sus manos como nosotros de las nuestras y midiendo con la mirada la infinita extensi�n del cielo. Despojando a este ser as� constituido de todos los dones sobrenaturales que haya podido recibir y de todas las facultades artificiales que no ha podido adquirir sino mediando largos progresos; consider�ndole, en una palabra, tal como ha debido salir de manos de la naturaleza, veo un animal menos fuerte que unos, menos �gil que otros, pero, en conjunto, el m�s ventajosamente organizado de todos; le veo saci�ndose bajo una encina, aplacando su sed en el primer arroyo y hallando su lecho al pie del mismo �rbol que lo ha proporcionado el alimento; he ah� sus necesidades satisfechas. La tierra, abandonada a su fertilidad natural (8) y cubierta de bosques inmensos, que nunca mutil� el hacha, ofrece a cada paso almacenes y retiros a los animales de toda especie. Dispersos entre ellos, los hombres observan, imitan su industria, elev�ndose as� hasta el instinto de las bestias, con la ventaja de que, si cada especie s�lo posee el suyo propio, el hombre, no teniendo acaso ninguno que le pertenezca, se los apropia todos, se nutre igualmente con la mayor parte de los alimentos (9) que los otros animales se disputan, y encuentra, por consiguiente, su subsistencia con mayor facilidad que ninguno de ellos. Acostumbrados desde la infancia a la intemperie del tiempo y al rigor de las estaciones, ejercitados en la fatiga y forzados a defender desnudos y sin armas su vida y su presa contra las bestias feroces, o a escapar de ellas corriendo, f�rmanse los hombres un temperamento robusto y casi inalterable; los hijos, viniendo al mundo con la excelente constituci�n de sus padres y fortific�ndola con los mismos ejercicios que la han producido, adquieren de ese modo todo el vigor de que es capaz la especie humana. La naturaleza procede con ellos precisamente como la ley de Esparta con los hijos de los ciudadanos (10): hace fuertes y robustos a los bien constituidos y deja perecer a todos los dem�s, a diferencia de nuestras sociedades, donde, el Estado, haciendo que los hijos sean onerosos a los padres, los mata indistintamente antes de su nacimiento. Siendo el cuerpo del hombre salvaje el �nico instrumento de �l conocido, lo emplea en usos diversos, de que son incapaces los nuestros por falta de ejercicio, y es nuestra industria la que nos arrebata la agilidad y la fuerza que la necesidad lo obliga a adquirir. Si hubiera tenido hacha, �habr�a roto con el pu�o tan fuertes ramas? Si hubiese tenido honda, �lanzar�a a brazo con tanta fuerza las piedras? Si hubiera tenido escalera, �trepar�a con tanta ligereza por los �rboles? Si hubiese tenido caballos �ser�a tan r�pido en la carrera? Dad al hombre civilizado el tiempo preciso para reunir todas esas m�quinas a su derredor: no cabe duda que superar� f�cilmente al hombre salvaje. Mas si quer�is ver un combate a�n m�s desigual, ponedlos desnudos y desarmados frente a frente, y bien pronto reconocer�is cu�les son las ventajas de tener continuamente a su disposici�n todas sus fuerzas, de estar siempre preparado para cualquier contingencia y de conducirse siempre consigo, por as� decir, todo entero (11). Hobbes pretende que el hombre es naturalmente intr�pido y ama s�lo el ataque y el combate. Un fil�sofo ilustre piensa, al contrario, y Cumberland y Puffendorf as� lo aseguran, que nada hay tan t�mido como el hombre en el estado natural, y que se halla siempre atemorizado y presto a huir al menor ruido que oiga, al menor movimiento que perciba. Acaso suceda as� por lo que se refiere a los objetos que no conoce, y no dudo que no quede aterrado ante los nuevos espect�culos que se ofrecen a su vista cuando no puede discernir el bien y el mal f�sicos que de ellos debe esperar, ni comparar sus fuerzas con los peligros que tiene que correr; circunstancias raras en el estado de naturaleza, en el cual todas las cosas marchan de modo tan uniforme y en el que la faz de la tierra no se halla sujeta a esos cambios bruscos y continuos que en ella causan las pasiones y la inconstancia de los pueblos reunidos. Pero el hombre salvaje, viviendo disperso entre los animales y encontr�ndose desde temprano en situaciones de medirse con ellos, hace en seguida la comparaci�n, y viendo que si ellos le exceden en fuerza �l los supera en destreza, deja de temerlos ya. Poner a un oso o a un lobo en lucha con un salvaje robusto, �gil e intr�pido como lo son todos, armado de piedras y de un buen palo, y ver�is que el peligro ser� cuando menos rec�proco, y que despu�s de muchas experiencias parecidas, las bestias feroces, que no aman atacarse unas a otras, atacar�n con pocas ganas al hombre, que habr�n hallado tan feroz como ellas. Con respecto a los animales que tienen realmente m�s fuerza que �l destreza, encu�ntrase frente a ellos en el caso de otras especies m�s d�biles, que no por esto dejan de subsistir; con la ventaja para el hombre de que, no menos �gil que aqu�llos para correr y hallando en los �rboles refugio casi seguro, puede en todas partes afrontarlos o no, teniendo la elecci�n de la huida o de la lucha. A�adamos que parece ser que ning�n animal hace espont�neamente la guerra al hombre, salvo en caso de propia defensa o de un hambre extrema, ni manifiesta contra �l esas violentas antipat�as que parecen anunciar que una especie ha sido destinada por la naturaleza a servir de pasto a las otras. He aqu�, sin duda, la raz�n por la cual los negros y los salvajes se preocupan tan poco de los animales feroces que pueden encontrar en los bosques. Los caribes de Venezuela, entre otros, viven a este respecto en la m�s completa seguridad y sin el menor contratiempo. Aunque anden casi desnudos, dice Francisco Correal, no dejan de exponerse atrevidamente en los bosques, armados solamente de la flecha y el arco, sin que se haya o�do decir nunca que alguno fuera devorado por las fieras. Otros enemigos m�s temibles, contra los cuales no tiene el hombre los mismos medios de defensa, son los achaques naturales, la infancia, la vejez y las enfermedades de toda suerte, tristes signos de nuestra debilidad, cuyos dos primeros son comunes a todos los animales, mientras que el �ltimo es propio principalmente del hombre que vive en sociedad. Hasta observo, a prop�sito de la infancia, que la madre, llevando consigo a todas partes a su hijo, tiene mucha m�s facilidad para alimentarlos que las hembras de diversos animales, forzadas a ir y venir continua y fatigosamente, de un lado, para buscar su alimento; de otro, para amamantar o alimentar a sus cr�as. Es verdad que si la mujer perece, el ni�o corre bastante el riesgo de perecer con ella; pero este mismo peligro es com�n a otras cien especies, cuyos peque�uelos no se hallan por largo tiempo en situaci�n de buscar por s� mismos su alimento; y si la infancia es entre nosotros m�s larga, siendo la vida m�s larga tambi�n, todo viene a ser poco m�s o menos igual en este punto (12), aunque haya sobre la duraci�n de la primer edad y el n�mero de peque�uelos (13) otras reglas que no entran en mi objeto. Entre los viejos, que accionan y transpiran poco, la necesidad de alimentos disminuye con la facultad de adquirirlos, y como la vida salvaje aleja de ellos la gota y los reumatismos, y como la vejez es de todos los males el que menos alivio puede esperar de la ayuda humana, se extinguen en fin sin que se advierta que dejan de existir y casi sin darse cuenta ellos mismos. Respecto de las enfermedades, no repetir� las vanas y falsas declamaciones de las personas de buena salud contra la medicina; pero preguntar� si se puede probar con alguna observaci�n s�lida que la vida media del hombre es m�s corta en aquel pa�s donde ese arte se halla descuidado que donde es cultivado con m�s atenci�n. �C�mo podr�a suceder as� si nosotros nos procuramos m�s enfermedades que la medicina nos proporciona remedios? La extrema desigualdad en el modo de vivir, el exceso de ociosidad en unos y de trabajo en otros, la facilidad de excitar y de satisfacer nuestros apetitos y nuestra sensualidad, los alimentos tan apreciados de los ricos, que los nutren de substancias excitantes y los colman de indigestiones; la p�sima alimentaci�n de los pobres, de la cual hasta carecen frecuentemente, carencia que los impulsa, si la ocasi�n se presenta, a atracarse �vidamente; las vigilias, los excesos de toda especie, los transportes inmoderados de todas las pasiones, las fatigas y el agotamiento espiritual, los pesares y contrariedades que se sienten en todas las situaciones, los cuales corroen perpetuamente el alma: he ah� las pruebas funestas de que la mayor parte de nuestros males son obra nuestra, casi todos los cuales hubi�ramos evitado conservando la manera de vivir simple, uniforme y solitaria que nos fue prescrita por la naturaleza. Si ella nos ha destinado a ser sanos, me atrevo casi a asegurar que el estado de reflexi�n es un estado contra la naturaleza, y que el hombre que medita es un animal degenerado. Cuando se piensa en la excelente constituci�n de los salvajes, de aquellos al menos que no hemos echado a perder con nuestras bebidas fuertes; cuando se sabe que apenas conocen otras enfermedades que las heridas y la vejez, vese uno muy inclinado a creer que podr�a hacerse f�cilmente la historia de las enfermedades humanas siguiendo la de las sociedades civiles. Tal es por lo menos la opini�n de Plat�n, quien juzga, a prop�sito de ciertos remedios empleados o aprobados por Podaliro y Maca�n en el sitio de Troya, que diversas enfermedades que estos remedios hubieron de provocar no eran conocidas entonces entre los hombres, y Celso refiere que la dieta, tan necesaria hoy d�a, fue inventada por Hip�crates. Con tan contadas causas de males, el hombre, en el estado natural, apenas tiene necesidad de remedio y menos de medicina. La especie humana no es a este respecto de peor condici�n que todas las dem�s, y f�cil es saber por los cazadores si encuentran en sus correr�as muchos animales mal conformados. Algunos encuentran animales con grandes heridas perfectamente cicatrizadas, con huesos y aun miembros rotos curados sin m�s cirujano que la acci�n del tiempo, sin otro r�gimen que su vida ordinaria, y que no por no haber sido atormentados con incisiones, envenenados con drogas y extenuados con ayunos han dejado de quedar perfectamente curados. En fin; por muy �til que sea entre nosotros la medicina bien administrada, no es menos cierto que si el salvaje enfermo, abandonado a s� mismo, nada tiene que esperar sino de la naturaleza, nada tiene que temer, en cambio, sino de su mal, lo cual hace con frecuencia que su situaci�n sea preferible a la nuestra. Guard�monos, pues, de confundir al hombre salvaje con los que tenemos ante los ojos. La naturaleza trata a los animales abandonados a sus cuidados con una predilecci�n que parece mostrar cu�n celosa es de este derecho. El caballo, el gato, el toro y aun el asno mismo tienen la mayor parte una talla m�s alta y todos una constituci�n m�s robusta, m�s vigor, m�s fuerza y m�s valor en los bosques que en nuestras casas; pierden la mitad de estas cualidades siendo dom�sticos, y podr�a decirse que los cuidados que ponemos en tratarlos bien y alimentarlos no dan otro resultado que el de hacerlos degenerar. As� ocurre con el hombre mismo: al convertirse en sociable y esclavo, vu�lvese d�bil, temeroso, rastrero, y su vida blanda y afeminado acaba de enervar a la vez su valor y su fuerza. A�adamos que entre la condici�n salvaje y la dom�stica, la diferencia de hombre a hombre debe ser mucho mayor que de bestia a bestia, pues habiendo sido el animal y el hombre igualmente tratados por la naturaleza, todas las comodidades que el hombre se proporcione de m�s sobre los animales que domestica son otras tantas causas particulares que le hacen degenerar m�s sensiblemente. La desnudez, la falta de habitaci�n y la carencia de todas esas cosas in�tiles que tan necesarias creemos no constituyen, por consiguiente, una gran desdicha para esos primeros hombres ni un gran obst�culo para su conservaci�n. Si no tienen la piel velluda, para nada la necesitan en los pa�ses c�lidos; y en los climas fr�os bien pronto saben apropiarse las de las fieras vencidas; si s�lo tienen dos pies para correr, poseen dos brazos para atender a su defensa y a sus necesidades. Sus hijos tal vez andan tarde y penosamente, pero las madres los llevan con facilidad, ventaja de que carecen las dem�s especies, en las cuales la madre, cuando es perseguida, se ve obligada a dejar abandonados sus peque�uelos o a seguir a su paso (14). En fin, a menos de suponer el concurso singular y fortuito de circunstancias de que hablar� m�s adelante, y que podr�an muy bien no haber ocurrido nunca, es claro, en todo caso, que el primero que se hizo vestidos o construy� un alojamiento diose con ello cosas poco necesarias, puesto que hasta entonces se hab�a pasado sin ellas, y no se comprende por qu� no hubiera podido soportar siendo hombre el g�nero de vida que llevaba desde su infancia. Solo, ocioso y cerca sieinpre del peligro, el hombre salvaje debe gustar de dormir y tener el sue�o ligero como los animales, los cuales, como piensan poco, duermen, por as� decir, todo el tiempo que no piensan. Siendo su propia conservaci�n casi su �nico cuidado, las facultades que m�s debe ejercitar son las que tienen por principal objeto el ataque y la defensa, bien sea para dominar su presa, bien para guardarse de ser la presa de otro animal; y, por el contrario, aquellos �rganos que s�lo se perfeccionan por la pereza y la sensualidad deben permanecer en un estado rudimentario que excluya toda suerte de delicadeza. Hall�ndose divididos en este punto sus sentidos, el gusto y el tacto ser�n de una extrema rudeza; la vista, el olfato y el o�do, de una extraordinaria agudeza. Tal es el estado animal en general, y tambi�n, seg�n el testimonio de los viajeros, el de los pueblos salvajes. No es, por tanto, de extra�ar que los hotentotes del Cabo de Buena Esperanza descubran a simple vista los barcos en alta mar desde tanta distancia como los holandeses con sus anteojos; ni que los salvajes de Am�rica descubrieran a los espa�oles olfateando sus huellas, como hubiesen podido hacer los mejores perros; ni que todas esas naciones b�rbaras soporten sin molestia su desnudez, afinen su gusto a fuerza de pimienta y beban como agua los licores europeos. Hasta aqu� s�lo he hablado del hombre f�sico; tratemos ahora de considerarlo en su aspecto metaf�sico y moral. No veo en cada animal m�s que una m�quina ingeniosa dotada de sentidos por la naturaleza para elevarse ella misma y asegurarse hasta cierto punto contra todo aquello que tiende a destruirla o desordenarla. La misma cosa observo precisamente en la m�quina humana, con la diferencia de que s�lo la naturaleza lo ejecuta todo en las operaciones del animal, mientras que el hombre atiende las suyas en calidad de agente libre. Aqu�l escoge o rechaza por instinto; �ste, por un acto de libertad; lo que da por resultado que el animal no puede apartarse de la regla que le ha sido prescrita, aun en el caso de que fuese ventajoso para �l hacerlo, mientras que el hombre se aparta con frecuencia y en su perjuicio. As� sucede que un pich�n perecer� de hambre cerca de una fuente colinada de las mejores carnes y un gato sobre montones de frutas o de granos, aunque uno y otro podr�an muy bien nutrirse con los alimentos que desde�an, de intentar ensayarlo; as� ocurre que los hombres disolutos se entregan a excesos que les producen la fiebre o la muerte porque el esp�ritu corrompe los sentidos y la voluntad habla cuando calla la naturaleza. Todos los animales tienen ideas, puesto que tienen sentidos, y aun combinan sus ideas hasta cierto punto; el hombre no se distingue a este respecto del animal m�s que del m�s al menos; incluso ciertos fil�sofos han aventurado que hay algunas veces m�s diferencia entre dos hombres que entre un hombre y una bestia. No es, pues, tanto el entendimiento como su cualidad de agente libre lo que constituy� la distinci�n espec�fica del hombre entre los animales. La naturaleza manda a todos los animales, y la bestia obedece. El hombre experimenta la misma sensaci�n, pero se reconoce libre de someterse o de resistir, y es sobre todo en la conciencia de esta libertad donde se manifiesta la espiritualidad de su alma. La f�sica explica en cierto modo el mecanismo de los sentidos y la formaci�n de las ideas; pero en la facultad de querer o, mejor, de elegir, y en el sentimiento de este poder, s�lo se encuentran actos puramente espirituales, de los cuales nada se explica por las leyes de la mec�nica. Pero, aun cuando las dificultades que rodean estas cuestiones dieran lugar para discutir sobre esa diferencia entre el hombre y el animal, hay una cualidad muy espec�fica que los distingue y sobre la cual no puede haber discusi�n: es la facultad de perfeccionarse, facultad que, ayudada por las circunstancias, desarrolla sucesivamente todas las dem�s, facultad que posee tanto nuestra especie como el individuo; mientras que el animal es al cabo de algunos meses lo que ser� toda su vida, y su especie es al cabo de mil a�os lo mismo que era el primero de esos mil a�os. �Por qu� s�lo el hombre es susceptible de convertirse en imb�cil? �No es porque vuelve as� a su estado primitivo y porque, en tanto la bestia, que nada ha adquirido y que nada tiene que perder, permanece siempre con su instinto, el hombre, perdiendo por la vejez o por otros accidentes todo lo que su perfectibilidad lo ha proporcionado, cae m�s bajo que el animal mismo? Triste ser�a para nosotros vernos obligados a reconocer que esta facultad distintiva y casi ilimitada es la fuente de todas las desdichas del hombre; que ella es quien le saca a fuerza de tiempo de su condici�n original, en la cual pasar�a tranquilos e inocentes sus d�as; que ella, produciendo con los siglos sus luces y sus errores, sus vicios y virtudes, le hace al cabo tirano de s� mismo y de la naturaleza (15). Ser�a horrible verse obligado a alabar como bienhechor al primero que ense�� a los habitantes de las orillas del Orinoco el uso de esas tablillas de madera que aplican a las sienes de sus hijos y que les aseguran al menos una parte de su imbecilidad y de su felicidad original. El hombre salvaje, entregado por la naturaleza al solo instinto, o m�s bien compensado del que acaso le falta con facultades capaces de suplir primero a ese instinto y elevarle despu�s a �l mismo muy por encima de la propia naturaleza, comenzar�, pues, por las funciones puramente animales (16). Percibir y sentir ser� su primer estado, que le ser� com�n con todos los animales; querer y no querer, desear y tener, ser�n las primeras y casi las �nicas operaciones de su alma, hasta que nuevas circunstancias ocasionen en ella nuevos desenvolvimientos. Digan lo que quieran los moralistas, el entendimiento humano debe mucho a las pasiones, las cuales, seg�n el com�n sentir, le deben mucho tambi�n. Por su actividad se perfecciona nuestra raz�n; no queremos saber sino porque deseamos gozar, y no puede concebirse por qu� un hombre que careciera de deseos y temores habr�a de tomarse la molestia de pensar. A su vez, las pasiones se originan de nuestras necesidades, y su progreso, de nuestros conocimientos, pues no se puede desear o tener las cosas sino por las ideas que sobre ellas se tenga o por el nuevo impulso de la naturaleza. El hombre salvaje, privado de toda suerte de conocimiento, s�lo experimenta las pasiones de esta �ltima especie; sus deseos no pasan de sus necesidades f�sicas (17); los �nicos bienes que conoce en el mundo son el alimento, una hembra y el reposo; los �nicos males que teme son el dolor y el hambre. Digo el dolor y no la muerte, pues el animal nunca sabr� qu� cosa es morir; el conocimiento de la muerte y de sus terrores es una de las primeras adquisiciones hechas por el hombre al apartarse de su condici�n animal. Si fuera necesario, f�cil me ser�a apoyar con hechos este sentimiento y demostrar que en todas las naciones del mundo los progresos del esp�ritu han sido precisamente proporcionados a las necesidades que los pueblos hab�an recibido de la naturaleza o a las cuales les hab�an sometido las circunstancias, y, por consiguiente, a las pasiones que los llevaban a satisfacer esas necesidades. Mostrar�a las artes naciendo en Egipto y extendi�ndose con el desbordamiento del Nilo; seguir�a su progreso entre los griegos, donde se las vio brotar, crecer y elevarse hasta el cielo entre las arenas y las rocas del �tica, sin que pudieran echar ra�ces en las f�rtiles orillas del Eurotas (18). Se�alar�a que, en general, los pueblos del Norte son m�s industriosos que los del Mediod�a, porque no pueden por menos de serlo, como si la naturaleza quisiera de este modo igualar las cosas, dando a los esp�ritus la fertilidad que niega a la tierra. Pero, sin recurrir al testimonio de la Historia, �qui�n no ve que todo parece alejar del hombre salvaje la tentaci�n y los medios de dejar de serlo? Su imaginaci�n nada le pinta; su coraz�n nada le pide. Sus escasas necesidades se encuentran tan f�cilmente a su alcance, y se halla tan lejos del grado de conocimientos necesario para desear adquirir otras mayores, que no puede tener ni previsi�n ni curiosidad. El espect�culo de la naturaleza llega a serle indiferente a fuerza de serle familiar; es siempre el mismo orden, siempre son las mismas revoluciones. Carece de aptitud de esp�ritu para admirar las mayores maravillas, y no es en �l donde puede buscarse la filosof�a que el hombre necesita para saber observar una vez lo que ha visto todos los d�as. Su alma, que nada agita, se entrega al sentimiento �nico de su existencia actual, sin idea alguna sobre el porvenir, por cercano que pueda estar, y sus proyectos, limitados como sus miras, apenas se extienden hasta el fin de la jornada. Tal es a�n el grado de previsi�n del caribe: vende por la ma�ana su lecho de algod�n. y vuelve llorando al atardecer para recuperarlo, por no haber previsto que lo necesitar�a para la noche cercana. Cuanto m�s se medita sobre este asunto, m�s se ensancha a nuestros ojos la distancia entre las puras sensaciones y los simples conocimientos; se hace imposible concebir c�mo un hombre habr�a podido franquear tan gran intervalo con sus solas fuerzas, sin el concurso de la comunicaci�n y sin el aguij�n de la necesidad. �Cu�ntos siglos quiz� habr�n transcurrido antes de que los hombres hayan podido ver otro fuego que el del cielo! �Cu�ntos azares diversos habr�n necesitado para aprender los usos m�s comunes de ese elemento! �Cu�ntas veces le habr�n dejado extinguir antes de haber adquirido el arte de reproducirlo! �Y cu�ntas acaso habr� perecido con su descubridor cada uno de esos secretos! �Qu� diremos de la agricultura, arte que tanto trabajo y tanta previsi�n exige, que tanto tiene de otras artes, que evidentemente no es practicable sino en una sociedad al menos empezada, y que no nos sirve tanto a sacar de la tierra alimentos que ella producir�a muy bien sin esto como a forzarla a satisfacer las preferencias de nuestro gusto? Pero supongamos que los hombres se hubieran multiplicado de tal modo que los productos naturales no hubiesen bastado para alimentarlos, suposici�n que, por decirlo de paso, demostrar�a una gran ventaja para la especie humana en esta manera de vivir; supongamos que, sin fraguas y sin talleres, los instrumentos de labor hubiesen ca�do del cielo en manos de los salvajes; que estos hombres hubiesen vencido el odio mortal que todos sienten contra el trabajo continuo; que hubiesen aprendido a prever tan anticipadamente sus necesidades; que hubieran adivinado c�mo es necesario cultivar la tierra, sembrar los granos y plantar los �rboles; que hubiesen descubierto el arte de moler el trigo y de hacer fermentar la uva, cosas todas que les ha sido preciso fueran ense�adas por los dioses, a falta de concebir c�mo las habr�an aprendido por s� mismos; �qui�n ser�a despu�s de esto el hombre bastante insensato para fatigarse cultivando un campo que ser� despojado por el primer venido, hombre o bestia indistintamente, a quien conviniese la cosecha? �Y c�mo pod�a decidirse cada cual a consagrar su vida a un penoso trabajo, tanto m�s seguro de no recoger sus frutos cuanto m�s sentir�a su necesidad? En una palabra: �c�mo esta situaci�n pod�a decidir a los hombres a cultivar la tierra en tanto no estuviera repartida entre ellos, es decir, en tanto no hubiese sido destruido el estado natural? Aun cuando imagin�semos un hombre salvaje tan h�bil en el arte de pensar como lo presentan nuestros fil�sofos; aunque hici�ramos de �l, siguiendo ese ejemplo, un fil�sofo, descubriendo por s� solo las verdades m�s sublimes, componiendo por medio de razonamientos abstractos m�ximas de justicia y de raz�n sacadas del amor al orden en general o de la voluntad conocida de su creador, en una palabra: aunque supusi�ramos en su esp�ritu tantas luces y tanta inteligencia como torpeza y estupidez debe tener y tiene en efecto, �qu� utilidad sacar�a la especie de toda esta metaf�sica, que no pod�a comunicarse y que perecer�a con el individuo que la hubiera inventado? �Qu� progresar�a el g�nero humano disperso en los bosques entre los animales? �Y hasta qu� punto podr�an perfeccionarse e ilustrarse mutuamente unos hombres que, no teniendo domicilio fijo ni necesidad unos de otros, apenas se encontrar�an dos veces en su vida, sin conocerse y sin hablarse? Consid�rese cuantas ideas debemos al uso de la palabra; cu�nto ejercita y facilita la gram�tica las operaciones del esp�ritu; pi�nsese en las fatigas inconcebibles y en el infinito tiempo que ha debido costar la primera invenci�n de las lenguas; a��danse estas reflexiones a las precedentes, y se comprender� cu�ntos millares de siglos han debido necesitarse para desarrollar sucesivamente en el esp�ritu humano las operaciones de que era capaz. S�ame permitido considerar un instante los problemas del origen de las lenguas. Podr�a contentarme con citar o repetir las investigaciones que el abate de Condillac ha hecho sobre esta materia, puesto que todos confirman mi opini�n y acaso me han sugerido la primer idea. Pero el modo como este fil�sofo resuelve las dificultades que �l mismo se plantea sobre el origen de los signos instituidos demuestra que ha supuesto lo que yo discuto, a saber, una especie de sociedad ya establecida entre los inventores del lenguaje, y al referirme a sus reflexiones creo que debo a�adir las m�as para exponer las mis mas dificultades bajo el aspecto que conviene a mi objeto. La primera que se presenta es imaginar c�mo pudieron ser necesarias las lenguas, pues no teniendo los hombres ninguna comunicaci�n entre s� ni necesidad alguna de ella, no se concibe ni la necesidad de esa invenci�n ni su posibilidad si no fue indispensable. Y aun dir�a, como muchos otros, que las lenguas han nacido en el comercio dom�stico de padres, madres e hijos. Pero, adem�s de que esto no resolver�a las objeciones, ser�a cometer el error de quienes, razonando sobre el estado de naturaleza, transfieren a �ste ideas tomadas de la sociedad; ven a la familia reunida en una misma habitaci�n y a sus miembros observando entre s� una uni�n tan �ntima y tan permanente como entre nosotros, en que tantos intereses comunes los re�nen; cuando, al contrario, no habiendo en ese estado primitivo ni casas, ni caba�as, ni propiedades de ninguna especie, cada cual se alojaba al azar, y frecuentemente por una sola noche; los machos y las hembras se ayuntaban fortuitamente, al azar del encuentro, seg�n la ocasi�n y el deseo, sin que la palabra fuera un int�rprete muy necesario para las cosas que ten�an que decirse, y con la misma facilidad se separaban (19). La madre amamantaba a los hijos por propia necesidad; despu�s, habi�ndose encari�ado con ellos por la costumbre, los alimentaba por la suya; en cuanto ten�an la fuerza necesaria para buscar su alimento, no tardaban en abandonar a su madre misma, y como casi no hab�a otro medio de encontrarse que no perderse de vista, bien pronto se hallaban en estado de no reconocerse unos a otros. Observad tambi�n que teniendo el ni�o que explicar todas sus necesidades, y, por tanto, m�s cosas que decir a la madre que la madre al ni�o, debe correr con los mayores gastos de la invenci�n, y que el lenguaje que emplea tiene que ser en gran parte su propia obra, lo que multiplica tanto las lenguas como individuos hay para hablarlas, a lo cual contribuye tambi�n la vida errante y vagabunda, que no deja a ning�n idioma el tiempo de adquirir consistencia. Decir que la madre dicta al ni�o las palabras que habr� de emplear para pedirle tal o cual cosa demuestra c�mo se ense�an las lenguas ya formadas, pero no ense�a c�mo se forman. Supongamos vencida esta primera dificultad; franqueemos por un momento el espacio inmenso que debi� mediar entre el puro estado natural y la necesidad de las lenguas, y busquemos, suponi�ndolas necesarias (20), c�mo han podido empezar a establecerse. Nueva dificultad, mayor a�n que la precedente, porque si los hombres han necesitado de la palabra para aprender a pensar, mayor necesidad han tenido de saber pensar para descubrir el arte de la palabra; y aunque se comprendiera c�mo fueron tomados los sonidos de la voz por int�rpretes convencionales de nuestras ideas, siempre quedar�a por saber cu�les han podido ser los int�rpretes de esa convenci�n para las ideas que, careciendo de un objeto sensible, no pod�an ser indicadas ni por el gesto ni por la voz. De suerte que apenas se pueden formular conjeturas soportables sobre el nacimiento de este arte de comunicar los pensamientos y de establecer un comercio entre los esp�ritus, arte sublime que tan lejos se encuentra ya de su origen, pero que el fil�sofo ve todav�a a tan prodigiosa distancia de su perfecci�n, que no existe hombre alguno bastante atrevido para asegurar que �sta llegar� alg�n d�a, aunque fueran suspendidas en su favor las revoluciones que el tiempo aporta necesariamente, y los prejuicios salieran de las Academias o se callasen ante ellas, y �stas pudieran ocuparse de este espinoso asunto durante siglos enteros y sin interrupci�n. El primer lenguaje del hombre, el lenguaje m�s universal, m�s en�rgico, el �nico de que hubo necesidad antes de que fuese necesario persuadir a hombres reunidos, fue el grito de la naturaleza. Como este grito s�lo era arrancado por una especie de instinto en las ocasiones apremiantes para implorar ayuda en los grandes peligros o alivio en los dolores violentos, no era de uso frecuente en el uso ordinario de la vida, en el cual reinan sentimientos m�s moderados. Cuando las ideas de los hombres empezaron a desarrollarse y multiplicarse, estableci�ndose entre ellos una comunicaci�n m�s estrecha, buscaron signos m�s numerosos y un lenguaje m�s extenso; multiplicaron las inflexiones de la voz, acompa��ndolas de gestos, que, por su naturaleza, son m�s expresivos y cuyo sentido depende menos de una determinaci�n anterior. Expresaban, pues, los objetos visibles y m�viles por medio de gestos, y los que hieren el o�do, por sonidos imitativos; pero como el gesto s�lo indica los objetos presentes o f�ciles de escribir y las acciones visibles; como no es de uso universal, porque la obscuridad o la interposici�n de un cuerpo le hacen in�til, y exige m�s bien atenci�n que no la excita, se pens�, en fin, en substituir el gesto por las articulaciones de la voz, que, sin tener la misma relaci�n con ciertas ideas, son m�s adecuadas para representarlas todas como signos instituidos; esa substituci�n no pudo hacerse sino por com�n consentimiento y de modo muy dif�cil de practicar para unos hombres cuyos �rganos groseros no ten�an todav�a ning�n ejercicio, y m�s dif�cil a�n de concebir en s� misma, puesto que ese acuerdo un�nime debi� de ser razonado, y la palabra parece haber sido muy necesaria para establecer el uso de la palabra. Se debe pensar que las primeras palabras que usaron los hombres tuvieron en su esp�ritu una significaci�n mucho m�s extensa que las empleadas en las lenguas ya formadas, y que, ignorando la divisi�n de la oraci�n en sus partes constitutivas, dieron al principio a cada palabra el sentido de una proposici�n entera. Cuando empezaron a distinguir el sujeto del atributo y el verbo del nombre substantivo, no fue �ste un mediocre esfuerzo de genio. Los substantivos s�lo fueron al principio nombres propios; el presente de infinitivo fue el �nico tiempo verbal; en cuanto a los adjetivos, su noci�n debi� de desenvolverse muy dif�cilmente, porque todo adjetivo es un nombre abstracto y las abstracciones son operaciones penosas y poco naturales. Cada objeto recibi� al principio un nombre particular, sin considerar el g�nero y la especie, que esos primeros fundadores no pod�an distinguir. Todos los individuos aparecieron a su esp�ritu aisladamente, como se hallan en el cuadro de la naturaleza; si una encina se llamaba A, otra se llamaba B, pues la primer idea que se deduce de dos cosas es que son distintas, y hace falta con frecuencia mucho tiempo para observar lo que tienen de com�n; de suerte que cuanto m�s limitados eran los conocimientos, m�s extensi�n adquir�a el diccionario. Las dificultades de toda esta nomenclatura no pudieron ser vencidas f�cilmente, porque para clasificar a los seres bajo denominaciones comunes y gen�ricas era preciso conocer las propiedades y las diferencias; eran necesarias observaciones y definiciones; es decir, hac�a falta la historia natural y la metaf�sica, mucho m�s de lo que pod�an tener los hombres de ese tiempo. Por otra parte, las ideas generales no pueden introducirse en el esp�ritu sino con ayuda de las palabras, y el entendimiento no las comprende sino por medio de proposiciones. Esta es una de las razones por las cuales los animales no pueden formarse tales ideas ni adquirir nunca la perfectibilidad que de ellas se deriva. Cuando un mono se lanza sin vacilar de una nuez a otra, �se cree que tiene la idea general de esta clase de fruto y que compara su arquetipo a esos dos individuos? No, sin duda; pero la vista de una de esas nueces evoca en su memoria las sensaciones que ha recibido de la otra, y sus ojos, modificados de cierta manera, anuncian a su gusto la modificaci�n que va a recibir. Toda idea general es puramente intelectual; por poco que intervenga la imaginaci�n, la idea se convierte en seguida en particular. Intentad trazar la imagen de un �rbol en general: nunca lo conseguir�is; a pesar vuestro, ser� necesario ver uno, peque�o o grande, pobre o frondoso, claro u obscuro; y si dependiera de vosotros ver solamente lo que es com�n a todos los �rboles, esta imagen no se parecer�a a ning�n �rbol. Los seres puramente abstractos se ven de la misma manera o no se conciben sino por el razonamiento. La sola definici�n del tri�ngulo os da la verdadera idea; tan pronto como os figur�is uno en vuestro esp�ritu, es un tri�ngulo determinado y no otro alguno, y no pod�is evitar hacer sensibles sus l�neas o coloreada la superficie. Es, pues, necesario enunciar proporciones; es preciso hablar para tener ideas generales, porque tan pronto como la imaginaci�n se detiene, el esp�ritu no trabaja sino con ayuda del razonamiento. Si, por consiguiente, los primeros inventores del lenguaje no han podido dar nombres mas que a las ideas que ya ten�an, se deduce de aqu� que los primeros substantivos s�lo han podido ser nombres propios. Pero cuando, por medios que yo no concibo, nuestros nuevos gram�ticos empezaron a extender sus ideas y a generalizar sus palabras, la ignorancia de los inventores debi� de reducir este m�todo a l�mites muy estrechos, y as� como al principio hab�an multiplicado con exceso los nombres de los individuos por no conocer los g�neros y las especies, despu�s hicieron escaso n�mero de especies y de g�neros por no haber considerado a los seres en todas sus diferencias. Para dar mayor impulso a estas divisiones, hubiera hecho falta m�s experiencia y m�s cultura de las que pod�an tener, hubiera sido necesario m�s trabajo y m�s investigaciones que poder dedicar a esa tarea. Ahora bien; si a�n hoy se descubren cada d�a nuevas especies, que hab�an escapado hasta ahora a todas nuestras observaciones, j�zguese cu�ntas debieron substraerse al conocimiento de unos hombres que s�lo consideraban las cosas bajo el primer aspecto. En cuanto a las clases primitivas y a las nociones m�s generales, es superfluo a�adir que tambi�n debieron de escaparles. �C�mo, por ejemplo, habr�an imaginado o entendido las palabras materia, esp�ritu, substancia, modo, figura, movimiento, toda vez que a nuestros mismos fil�sofos, que se sirven de ellas desde tan largo tiempo, cu�stales trabajo entenderlas, y dado que, siendo metaf�sicas las ideas que se asocian a esas palabras, no hallar�an ning�n modelo en la naturaleza? Me detengo en estos primeros pasos y suplico a mis jueces suspendan en este punto la lectura para que consideren, solamente sobre la invenci�n de las substantivos f�sicos, es decir, sobre la parte de la lengua m�s f�cil de hallar, el camino que a�n le queda para expresar todos los pensamientos de los hombres, para tomar una forma constante, para poder ser hablada p�blicamente e influir sobre la sociedad; les suplico que reflexionen cu�nto tiempo y cu�ntos conocimientos han sido necesarios para descubrir los n�meros (21), los nombres abstractos, los aoristos (22) y todos los tiempos de los verbos, las part�culas, la sintaxis; para unir los razonamientos y construir la l�gica del discurso. En cuanto a m�, asustado por las dificultades, que se multiplican a cada paso, y convencido de la imposibilidad casi demostrada de que las lenguas hayan podido nacer y establecerse por medios puramente humanos, dejo a quien quiera emprenderla la discusi�n de este dif�cil problema: si ha sido m�s necesaria la sociedad ya establecida para la instituci�n de las lenguas, o las lenguas ya inventadas para la constituci�n de la sociedad. Sea lo que fuere de estos or�genes, se ve cuando menos, en el escaso cuidado puesto por la naturaleza para aproximar a los hombres mediante necesidades mutuas y facilitarles el uso de la palabra, cu�n poco ha preparado su sociabilidad y qu� poco ha puesto de su parte para que se establecieran sus relaciones. En efecto; es imposible imaginar por qu� en ese estado primitivo un hombre tendr� m�s necesidad de otro hombre que un mono o un lobo de sus semejantes; ni, suponiendo esa necesidad, qu� motivo podr�a inducir al otro a acceder; ni tampoco, en este �ltimo caso, c�mo podr�an convenir entre ellos las condiciones. Bien s� que se repite incesantemente que nada habr�a sido tan miserable como el hombre en ese estado; mas si es verdad, como creo haberos demostrado, que no pudo hasta muchos siglos despu�s tener el deseo y la ocasi�n de salir de aquel estado, habr�a que acusar a la naturaleza y no a quien ella hubiese constituido de ese modo. Pero, si yo comprendo bien ese t�rmino de miserable, es una palabra que, o no tiene ning�n sentido, o significa una privaci�n dolorosa o el sufrimiento del cuerpo o del alma. Ahora bien; desear�a que se me explicase cu�l puede ser el g�nero de miseria de un ser libre cuyo coraz�n se halla en paz y el cuerpo en salud. Yo pregunto: de la vida social o natural, �cu�l est� m�s sujeta a convertirse en insoportable para quienes las disfrutan? Alrededor nuestro casi s�lo vemos gentes lament�ndose de su existencia y aun algunos que se privan de ella en cuanto est� en su poder, no bastando apenas el concurso de la ley divina y de la humana para contener este desorden. Yo pregunto si alguna vez se ha o�do decir que un salvaje en libertad hubiera tan s�lo pensado en quejarse de la vida o en darse la muerte. J�zguese, pues, con menos orgullo de qu� lado se halla la verdadera miseria. Al contrario: nada habr�a sido m�s miserable que el hombre salvaje deslumbrado por los conocimientos, atormentado por las pasiones y razonando sobre un estado diferente al suyo. Por una sapient�sima providencia, las facultades que pose�a en potencia no deb�an desarrollarse sino en las ocasiones de ejercerlas, a fin de que no fueran para �l ni superfluas ni onerosas antes de tiempo, ni tard�as e in�tiles en caso necesario. Ten�a en su solo instinto cuanto necesitaba para vivir en el estado natural; en la raz�n cultivada s�lo tiene lo que necesita para vivir en sociedad. Parece a primera vista que en este estado, no teniendo los hombres entre s� ninguna clase de relaci�n moral ni de deberes conocidos, no podr�an ser ni buenos ni malos, ni ten�an vicios ni virtudes, a menos que, tomando estas palabras en un sentido f�sico, se llamen vicios del individuo las cualidades que pueden perjudicar su propia conservaci�n, y virtudes, las que a ella puedan contribuir; en este caso, habr�a que considerar como m�s virtuoso a quien menos resistiera los meros impulsos de la naturaleza. Pero, sin apartarnos de su sentido ordinario, conviene retener la opini�n que podr�amos manifestar sobre tal situaci�n y desconfiar de nuestros prejuicios hasta que, la balanza en la mano, se haya examinado si los hombres civilizados poseen m�s virtudes que vicios, o si sus virtudes son m�s ventajosas que funestos sus vicios, o si el progreso de sus conocimientos constituye una compensaci�n suficiente de los males que mutuamente se causan a medida que aprenden el bien que deb�an hacerse, o si, bien mirado, no se encontrar�an en una situaci�n m�s feliz no teniendo da�o que temer ni bien que esperar de nadie que hall�ndose sometidos a una dependencia universal y obligados a recibir todo de quienes no se obligan a darles nada. No saquemos la conclusi�n, como Hobbes, de que, no teniendo ninguna idea de la bondad, el hombre es naturalmente malo; vicioso, porque no conoce la virtud; que niega siempre a sus semejantes los servicios que cree no deberles; que, en virtud del derecho que se arroga sobre las cosas que necesita, se imagina insensatamente ser el propietario �nico del universo entero. Hobbes ha visto muy bien el defecto de todas las definiciones modernas del derecho natural; pero las consecuencias que deduce de la suya demuestran que la toma en un sentido no menos falso. Razonando sobre los principios que enuncia, este autor deb�a decir que, siendo el estado de naturaleza aquel en que el cuidado de nuestra conservaci�n es el menos perjudicial para la conservaci�n de nuestros semejantes, �ste era por consiguiente el estado m�s a prop�sito para la paz y el m�s conveniente para el g�nero humano. Pues dice precisamente lo contrario, por haber hecho entrar, con gran desacierto, en el cuidado de la conservaci�n del hombre salvaje la necesidad de satisfacer una multitud de pasiones que son producto de la sociedad y que han hecho necesarias las leyes. El malo, dice, es un ni�o fuerte. Falta saber si el hombre salvaje, es un ni�o fuerte. Aunque ello se concediera, �qu� se deducir�a? Que si, siendo fuerte, este hombre depend�a de los dem�s tanto como siendo d�bil, no hay ninguna clase de excesos a los que no se entregara; que pegar�a a su madre cuando tardase demasiado en darle de mamar; que estrangular�a a uno de sus peque�os hermanos cuando estuviese enojado; que morder�a al otro en la pierna cuando fuese tropezado o molestado. Pero ser fuerte y dependiente son supuestos contradictorios en el estado natural. El hombre es d�bil cuando est� sometido a dependencia, y es libre antes de ser fuerte. Hobbes no ha visto que la misma causa que impide a los salvajes el uso de raz�n, como pretenden nuestros jurisconsultos, les impide al mismo tiempo el abuso de sus facultades, como �l mismo pretende; de modo que podr�a decirse que los salvajes no son malos precisamente porque no saben qu� cosa es ser buenos, toda vez que no es el desenvolvimiento de la raz�n ni el freno de la ley, sino la ignorancia del vicio y la calma de las pasiones, lo que los impide hacer el mal: Tanto plus in illis proficit vitiorum ignoratio, quam in his cognitio virtutis (23). Hay adem�s otro principio que Hobbes no ha observado, el cual, habi�ndole sido dado al hombre para suavizar en ciertas circunstancias la ferocidad de su amor propio o su deseo de conservaci�n antes del nacimiento de este amor (24), modera el ardor que siente por su bienestar con una innata repugnancia a ver sufrir a sus semejantes. No creo que deba temer una contradicci�n concediendo al hombre la �nica virtud natural que se ha visto obligado a reconocer el m�s furioso detractor de las virtudes humanas. Me refiero a la piedad, disposici�n adecuada a seres tan d�biles y sujetos a tantos males como somos nosotros; virtud tanto m�s universal y tanto m�s �til al hombre cuanto que precede al uso de toda reflexi�n, y tan natural, que las bestias mismas dan de ella algunas veces sensibles muestras. Sin hablar de la ternura de las madres con sus peque�os y de los peligros que arrostran para protegerlos, obs�rvase a diario la repugnancia que experimentan los caballos a pisotear un cuerpo vivo. Un animal no pasa nunca al lado de otro de su especie muerto sin sentir cierta inquietud; hasta hay animales que les dan una suerte de sepultura, y los tristes mugidos del ganado entrando en el matadero anuncian la impresi�n que recibe ante el horrible espect�culo que contempla. Con placer se ve al autor de la f�bula Las abejas (25), obligado a reconocer al hombre como un ser compasivo y sensible, abandonar su estilo fr�o y sutil para ofrecernos la pat�tica imagen de un hombre encerrado que ve fuera a una bestia feroz arrancar a un ni�o de brazos de su madre, triturar con sus mort�feros dientes sus d�biles miembros y desgarrar con sus u�as las entra�as palpitantes de la criatura. �Qu� horribles estremecimientos experimenta ese testigo de un suceso en el cual no interviene su inter�s personal! �Qu� angustias sufro por no poder prestar auxilio alguno a la madre desvanecida y a la expirante criatura! Tal es el puro movimiento de la naturaleza, anterior a toda reflexi�n; tal la fuerza de la piedad natural, que las costumbres m�s depravadas dif�cilmente pueden destruirla, puesto que se ve a diario en nuestros espect�culos enternecerse y llorar ante las desventuras de un infortunado a un tal que, de hallarse en el lugar del tirano, agravar�a m�s a�n los tormentos de su enemigo, semejante al sanguinario Sila, tan sensible ante las desgracias que �l no hab�a causado, o a ese Alejandro de Feres, que no osaba asistir a la representaci�n de ninguna tragedia por temor de que se le viera llorar con Andr�maca y con Pr�amo, mientras escuchaba sin emocionarse los gritos de los ciudadanos que mandaba degollar todos los d�as. Mollissima corda Humano generi dare se natura fatetur, Quae lacrymas dedit (26). Mandeville ha comprendido perfectamente que los hombres, con toda su moral, hubieran sido siempre unos monstruos si la naturaleza no les hubiese dado la piedad en apoyo de la raz�n; pero no ha visto que de esta sola cualidad se derivan todas las virtudes sociales que pretende negar a los hombres. En efecto: �qu� es la generosidad, la clemencia, la humanidad, sino la piedad aplicada a los d�biles, a los culpables, o a la especie humana en general? La benevolencia y la misma amistad son, bien miradas, productos de una constante piedad fijada en un objeto particular; pues desear que alguien no sufra, �qu� es sino desear que sea feliz? Aun cuando fuera cierto que la conmiseraci�n es s�lo un sentimiento que nos pone en el lugar de quien sufre, sentimiento obscuro y vivo en el salvaje, desarrollado pero d�bil en el hombre civilizado, �qu� importar�a esto a la verdad de lo que afirmo, sino para darle m�s fuerza? En efecto: la conmiseraci�n ser� tanto m�s en�rgica cuanto m�s �ntimamente se identifique el animal espectador con el animal paciente. Ahora bien; es evidente que esta identificaci�n ha debido de ser infinitamente m�s estrecha en el estado de naturaleza que en el estado de razonamiento. Es la raz�n quien engendra el amor propio, y la reflexi�n lo fortifica; ella repliega al hombre sobre s� mismo; ella le aparta de todo lo que le molesta o le aflige. Es la filosof�a quien le a�sla; por ella dice en secreto, a la vista de un hombre que sufre: �Muere si quieres; yo estoy seguro.� S�lo los peligros de la sociedad entera turban el sue�o tranquilo del fil�sofo y le arrancan del lecho. Se puede degollar impunemente a un semejante suyo bajo sus ventanas; no tiene m�s que taparse los o�dos y razonar un poco para impedir a la naturaleza que se subleva dentro de �l identificarlo con aquel a quien se asesina (27). El hombre salvaje carece de este admirable talento; falto de raz�n y de prudencia, v�sele siempre entregarse aturdidamente al primer sentimiento de la humanidad. En los motines, en las contiendas callejeras, acude el populacho y el hombre prudente se aparta; es la canalla, son las mujeres del mercado quienes separan a los combatientes o impiden a la gente de bien su mutuo exterminio. Es, por tanto, perfectamente cierto que la piedad es un sentimiento natural que, moderando en cada individuo de su amor a s� mismo, concurre a la mutua conservaci�n de la especie. Ella nos impulsa sin previa reflexi�n al socorro de aquellos a quienes vemos sufrir; ella substituye en el estado natural a las leyes, a las costumbres y a la virtud, con la ventaja de que nadie se siente tentado de desobedecer su dulce voz; ella disuadir� a un salvaje fuerte de quitar a una d�bil criatura o a un viejo achacoso el alimento que han adquirido penosamente, si espera hallar el suyo en otra parte; ella inspira a todos los hombres, en lugar de la sublime m�xima de justicia razonada P�rtate con los dem�s como quieres que se porten contigo, esta otra de bondad natural, acaso menos perfecta, pero mucho m�s �til que la anterior: Haz tu bien con el menor da�o posible para otro. En una palabra: es en este sentimiento natural, m�s bien que en los sutiles argumentos, donde hay que buscar la causa de la repugnancia que todo hombre siente a obrar mal, aun independientemente de los preceptos de la educaci�n. Aunque S�crates y los esp�ritus de su tiempo puedan adquirir la virtud por medio del razonamiento, hace tiempo que habr�a desaparecido el g�nero humano si su conservaci�n hubiese dependido de quienes lo componen. Con pasiones tan poco activas y un freno tan saludable, los hombres, m�s bien feroces que malos, m�s atentos a ponerse a cubierto del mal que pod�an recibir que inclinados a hacer da�o a otros, no estaban expuestos a contiendas muy peligrosas. Como no ten�an entre s� ninguna especie de relaci�n; como por tanto, no conoc�an la vanidad, ni la consideraci�n, ni la estima, ni el desprecio; como no ten�an la menor noci�n del bien ni del mal, ni alguna idea verdadera de justicia; como miraban las violencias que pod�an recibir como da�o f�cil de reparar, y no como una injuria que debe ser castigada, y como ni siquiera pensaban en la venganza, a no ser tal vez maquinalmente y en el mismo momento, como el perro que muerde la piedra que se le arroja, sus disputas raramente hubieran tenido causa m�s importante que el alimento. Pero veo una m�s peligrosa y de la cual voy a tratar. Entre las pasiones que agitan el coraz�n humano hay una, ardiente, impetuosa, que hace a un sexo necesario al otro; terrible pasi�n que desaf�a todos los peligros, destruye todos los obst�culos y m�s parece, en su furor, propia para aniquilar el g�nero humano que no destinada a conservarlo. �Qu� ser�a de los hombres presa de esta rabia desenfrenada y brutal, sin pudor ni continencia, y disput�ndose cada d�a sus amores al precio de su sangre? Es preciso conceder desde luego que cuanto m�s violentas son las pasiones m�s necesarias son las leyes; pero, adem�s de que los des�rdenes y los cr�menes que a diario causan esas pasiones demuestran demasiado la insuficiencia de las leyes a este respecto, convendr�a examinar si estos des�rdenes no han nacido con las leyes mismas; porque entonces, aunque fueran capaces de reprimirlos, lo menos que podr�a exig�rseles es que detuviesen un mal que sin ellas no existir�a. Empecemos por distinguir en el sentimiento del amor lo moral y lo f�sico. Lo f�sico es ese deseo general que impulsa a un sexo a unirse con otro. Lo moral es lo que determina ese deseo y lo fija exclusivamente en un solo objeto, o que, por lo menos, le da hacia ese objeto preferido un mayor grado de energ�a. Ahora bien; es f�cil ver que lo moral del amor es un sentimiento facticio nacido del uso de la sociedad y elogiado por las mujeres con suma habilidad y cuidado para implantar su imperio y hacer dominante el sexo que deb�a obedecer. Como este sentimiento est� fundado sobre ciertas nociones del m�rito y de la belleza que un salvaje no se halla en estado de poseer, y sobre comparaciones que �ste no puede hacer, debe de ser casi nulo para �l; porque del mismo modo que su esp�ritu no ha podido forjar ideas abstractas de regularidad y de proporci�n, as� su coraz�n no es tampoco susceptible de sentimiento de admiraci�n y de amor, los cuales nacen, sin que uno se d� cuenta, de la aplicaci�n de esas ideas. �nicamente escucha al temperamento que la naturaleza le ha dado, no al gusto que no ha podido adquirir, y cualquier mujer le parece buena. Limitados a la parte f�sica del amor y bastante felices para ignorar esas preferencias que irritan el sentimiento amoroso y aumentan las dificultades, los hombres deben de sentir menos frecuentemente y con menor viveza los ardores del temperamento, y, por consiguiente, sus disputas deben de ser m�s raras y menos crueles. La imaginaci�n, que tantos estragos produce entre nosotros, no habla a esos corazones salvajes; cada uno espera tranquilamente los impulsos de la naturaleza, se entrega a ellos sin elecci�n, con mayor placer que furor, y, satisfecha su necesidad, el deseo queda extinguido. Es, pues, incontestable que as� el amor como las dem�s pasiones no han adquirido sino en la sociedad ese ardor impetuoso que tan funestos los hace ser con frecuencia para los hombres. De modo que es en extremo rid�culo representar a los salvajes extermin�ndose mutuamente y sin cesar por satisfacer su brutalidad, toda vez que esta opini�n est� en completa contradicci�n con la experiencia, pues los caribes, el pueblo que menos se ha apartado hasta aqu�, entre todos los existentes, del estado natural, son precisamente los m�s tranquilos en sus amores y los menos sujetos a los celos, aunque viven bajo un clima abrasador, que parece dar a sus pasiones una actividad mayor. Respecto a las consecuencias que podr�an deducirse, en ciertas especies animales, de las luchas entre machos que en todo tiempo ensangrientan nuestros corrales o hacen retumbar los bosques en la primavera con sus gritos disput�ndose la hembra, es necesario empezar por excluir a todas aquellas especies en que la naturaleza ha establecido manifiestamente, por lo que hace al poder relativo de los sexos, distintas relaciones que entre nosotros; as�, las peleas entre gallos no constituyen una inducci�n para la especie humana. En las especies en que la proporci�n est� mejor observada, estas luchas s�lo pueden tener por causa la escasez de hembras respecto al n�mero de machos o los intervalos durante los cuales la hembra reh�sa constantemente ayuntarse con el macho, lo que equivale a la primer causa; porque si la hembra s�lo admite al macho durante dos meses al a�o, es igual que si el n�mero de hembras fuese cinco sextas partes menor. Pero ninguno de estos dos casos es aplicable a la especie humana, en la cual el n�mero de las hembras excede generalmente al de varones, no habi�ndose observado nunca tampoco, ni aun entre los salvajes, que las hembras tengan, como en las otras especies, �pocas de celo y de abstenci�n. Adem�s, en muchas clases de animales, entrando la especie entera a la vez en mutua efervescencia, sobreviene un momento terrible de com�n ardor, de tumulto, desorden y combate; momento que no existe en la especie humana, porque el amor en ella no es peri�dico. No puede deducirse, por consiguiente, de los combates entre ciertos animales por la posesi�n de la hembra, que lo mismo suceder�a al hombre en el estado natural; y aunque se pudiera sacar esa conclusi�n, as� como esas luchas no destruyen esas especies, debe pensarse cuando menos que no ser�an m�s funestas para la nuestra; y aun parece que no causar�an tantos estragos como causan en la sociedad, sobre todo en aquellos pa�ses en que, por respetarse todav�a las costumbres, los celos de los amantes y la venganza de los maridos son diario motivo de duelos, cr�menes y peores cosas; sociedad en que el deber de una eterna fidelidad s�lo sirve para originar adulterios y donde las mismas leyes del honor y la continencia extienden necesariamente la corrupci�n y multiplican los abortos. Concluyamos que el hombre salvaje, errante en los bosques, sin industria, sin palabra, sin domicilio, sin guerra y sin relaciones, sin necesidad alguna de sus semejantes, as� como sin ning�n deseo de perjudicarlos, quiz� hasta sin reconocer nunca a ninguno individualmente; sujeto a pocas pasiones y bast�ndose a s� mismo, s�lo ten�a los sentimientos y las luces propias de este estado, s�lo sent�a sus verdaderas necesidades, s�lo miraba aquello que le interesaba ver, y su inteligencia no progresaba m�s que su vanidad. Si por casualidad hac�a alg�n descubrimiento, tanto menos pod�a comunicarlo cuanto que ni reconoc�a a sus hijos. El arte perec�a con el inventor. No hab�a educaci�n ni progreso; las generaciones se multiplicaban in�tilmente, y, partiendo siempre cada una del mismo punto, los siglos transcurr�an en la tosquedad de las primeras edades; la especie era ya vieja, y el hombre segu�a siendo siempre ni�o. Si me he extendido tanto tiempo sobre la suposici�n de esta condici�n primitiva es porque, siendo necesario destruir antiguos errores y prejuicios, he cre�do que deb�a ahondar hasta las ra�ces para demostrar en el cuadro del verdadero estado de naturaleza c�mo la desigualdad, aun natural, est� lejos de tener en ese estado la realidad y la influencia que pretenden nuestros escritores. En efecto: es f�cil ver que, entre las diferencias que distinguen a los hombres, pasan por naturales muchas que son �nicamente obra de la costumbre y de los diversos g�neros de vida que llevan los hombres en la sociedad. As�, un temperamento fuerte o delicado, la fuerza o la debilidad que de �ste dependen, proceden con frecuencia m�s de la manera ruda o afeminada con que uno ha sido criado que de la constituci�n primitiva del cuerpo. Lo mismo sucede con las fuerzas del esp�ritu, y no solamente la educaci�n establece diferencias entre los esp�ritus cultivados y los que no lo est�n, sino que aumenta la que existe entre los primeros en proporci�n con la cultura, pues si un gigante y un enano van por el mismo camino, cada paso que adelanten dar� una nueva ventaja al gigante. Ahora bien: si se compara la prodigiosa variedad de educaci�n y de g�neros de vida que reina en los diferentes �rdenes del estado civil con la simplicidad y la uniformidad de la vida animal o salvaje, en la cual todos se nutren con los mismos alimentos, viven del mismo modo y hacen exactamente las mismas cosas, se comprender� entonces c�mo la diferencia de hombre a hombre debe ser menor en el estado de naturaleza que en el de sociedad, y c�mo la desigualdad natural debe aumentar en la especie humana por la desigualdad de educaci�n. Pero aunque la naturaleza afectase en la distribuci�n de sus dones tantas diferencias como se pretende, �qu� ventajas gozar�an los m�s favorecidos en perjuicio de los dem�s en un estado de cosas que no admitir�a casi ninguna especie de relaci�n entre ellos? Donde no hay amor, �de qu� sirve la belleza? �De qu� sirve el ingenio a gentes que no hablan nunca, y la astucia a los que no tienen negocios? Oigo repetir a cada instante que los m�s fuertes oprimir�an a los d�biles; pero expl�queseme qu� se quiere decir con la palabra opresi�n. Unos dominar�an con violencia, otros gemir�an sometidos a su capricho. He aqu� precisamente lo que observo entre nosotros; pero no veo c�mo puede decirse esto de los hombres salvajes, a quienes dif�cilmente se har�a comprender qu� significan servidumbre y dominaci�n. Podr� un hombre apoderarse de los frutos que otro ha cogido, de la caza que ha matado, de la caverna que le serv�a de asilo; pero �c�mo conseguir�a nunca hacerse obedecer y cu�les podr�an ser las cadenas de la dependencia entre unos hombres que nada poseen? Si se me arroja de un �rbol, libre estoy para ir a otro; si alguien me molesta en un sitio, �qui�n me impedir� marcharme a otra parte? �Hay un hombre de fuerza superior a la m�a, y adem�s bastante depravado, bastante perezoso, bastante feroz para obligarme a proveer a su subsistencia mientras �l permanece ocioso? Pues es preciso que se resuelva a no perderme de vista un solo instante, a tenerme cuidadosamente atado durante su sue�o por temor a que me escape o le mate; es decir, que se ve obligado a exponerse voluntariamente a una fatiga mucho m�s grande que la que quiere evitarse y que la que a m� me causa. Despu�s de todo esto, si su vigilancia afloja un instante, si un ruido imprevisto le hace volver la cabeza, doy veinte pasos en el bosque, y mis cadenas quedan rotas y jam�s en su vida vuelve a verme. Sin necesidad de prolongar in�tilmente estos detalles, cada cual debe ver que, no siendo los lazos de la servidumbre sino la dependencia mutua de los hombres y de las necesidades rec�procas que los unen, es imposible esclavizar a un hombre si antes no se le ha puesto en el caso de no poder prescindir de otro; y como esta situaci�n no existe en el estado natural, todos se hallan libres del yugo, resultando, vana en �l la ley del m�s fuerte. Despu�s de haber demostrado que la desigualdad apenas se manifiesta en el estado natural y que su influencia es casi nula, me falta explicar su origen y sus progresos en los desenvolvimientos sucesivos del esp�ritu humano. Despu�s de haber demostrado que la perfectibilidad, las virtudes sociales y las dem�s facultades que el hombre natural hab�a recibido en potencia no pod�an desarrollarse nunca por s� mismas; que para ello necesitaban el concurso fortuito de diferentes causas externas que pod�an no haber nacido nunca y sin las cuales el hombre natural hubiera permanecido eternamente en su condici�n primitiva, me falta considerar y reunir los diferentes azares que han podido, echando a perder la especie, perfeccionar la raz�n humana; volver malos a los seres haci�ndolos sociables, y de un t�rmino tan lejano, traer al hombre y al mundo al punto en que los vemos. Los acontecimientos que voy a describir pueden haber ocurrido de diferentes maneras; confieso, pues, que s�lo me puedo decidir en su elecci�n por conjeturas; pero, adem�s de que estas conjeturas se convierten en razones cuando son las m�s probables conclusiones de la naturaleza de las cosas y los �nicos medios de que puede disponerse para descubrir la verdad, las consecuencias que quiero deducir de las m�as no ser�n por ello conjeturales, puesto que sobre los principios que he formulado no podr�a construirse ning�n otro sistema que me proporcione los mismos resultados y del cual pueda sacar las mismas conclusiones. Esto me dispensar� de extender mis reflexiones sobre el modo como el lapso de tiempo transcurrido compensa la escasa verosimilitud de los acontecimientos; sobre el sorprendente poder de las peque�as causas cuando obran sin descanso; sobre la imposibilidad en que nos hallamos, de un lado, de destruir ciertas hip�tesis, si del otro no se les puede dar el grado de certidumbre de los hechos; sobre que, dados dos hechos como reales y habiendo que unirlos por una serie de hechos intermediarios, desconocidos o considerados como tales, corresponde a la Historia, cuando existe, procurar los hechos que sirven de enlace, o a la Filosof�a, en su defecto, determinar los hechos an�logos que pueden enlazarlos; y, en fin, sobre que, en materia de acontecimientos, la analog�a reduce los hechos a un n�mero mucho m�s peque�o de clases diferentes de lo que se imagina. Tengo suficiente con ofrecer estos temas a la consideraci�n de mis jueces; me basta con haberme arreglado de modo que los lectores vulgares no tuvieran necesidad de considerarlos. Segunda parte El primer hombre a quien, cercando un terreno, se lo ocurri� decir esto es m�o y hall� gentes bastante simples para creerle fue el verdadero fundador de la sociedad civil. �Cu�ntos cr�menes, guerras, asesinatos; cu�ntas miserias y horrores habr�a evitado al g�nero humano aquel que hubiese gritado a sus semejantes, arrancando las estacas de la cerca o cubriendo el foso: ��Guardaos de escuchar a este impostor; est�is perdidos si olvid�is que los frutos son de todos y la tierra de nadie!� Pero parece que ya entonces las cosas hab�an llegado al punto de no poder seguir m�s como estaban, pues la idea de propiedad, dependiendo de muchas, otras ideas anteriores que s�lo pudieron nacer sucesivamente, no se form� de un golpe en el esp�ritu humano; fueron necesarios ciertos progresos, adquirir ciertos conocimientos y cierta industria, transmitirlos y aumentarlos de �poca en �poca, antes de llegar a ese �ltimo l�mite del estado natural. Tomemos, pues, las cosas desde m�s lejos y procuremos reunir en su solo punto de vista y en su orden m�s natural esa lenta sucesi�n de acontecimientos y conocimientos. El primer sentimiento del hombre fue el de su existencia; su primer cuidado, el de su conservaci�n. Los productos de la tierra le prove�an de todo, lo necesario; el instinto le llev� a usarlos. El hambre, otros deseos hac�anle experimentar sucesivamente diferentes modos de existir, y hubo uno que le invit� a perpetuar su especie; esta ciega inclinaci�n, desprovista de todo sentimiento del coraz�n, s�lo engendra un acto puramente animal; satisfecho el deseo, los dos sexos ya no se reconoc�an, y el hijo mismo nada era para la madre en cuanto pod�a prescindir de ella. Tal fue la condici�n del hombre al nacer; tal fue la vida de un animal limitado al principio a las puras sensaciones, aprovechando apenas los dones que le ofrec�a la naturaleza, lejos de pensar en arrancarle cosa alguna. Pero bien pronto surgieron dificultades; hubo que aprender a vencerlas. La altura de los �rboles, que le imped�a coger sus frutos; la concurrencia de los animales que intentaban arrebat�rselos para alimentarse, y la ferocidad de los que atacaban su propia vida, todo le oblig� a aplicarse a los ejercicios corporales; tuvo que hacerse �gil, r�pido en la carrera, fuerte en la lucha. Las armas naturales, que son las ramas de los �rboles y las piedras, pronto se hallaron en sus manos. Aprendi� a dominar los obst�culos de la naturaleza, a combatir en caso necesario con los dem�s animales, a disputar a los hombres mismos su subsistencia o a resarcirse de lo que era preciso ceder al m�s fuerte. A medida que se extendi� el g�nero humano, los trabajos se multiplicaron con los hombres. La diferencia de los terrenos, de los climas, de las estaciones, pudo forzarlos a establecerla en sus maneras de vivir. Los a�os est�riles, los inviernos largos y crudos, los ardientes est�os, que todo consumen, exigieron de ellos una nueva industria. En las orillas del mar y de los r�os inventaron el sedal y el anzuelo, y se hicieron pescadores e icti�fagos (28). En los bosques construy�ronse arcos y flechas, y fueron cazadores y guerreros. En los pa�ses fr�os se cubrieron con las pieles de los animales muertos a sus manos. El rayo, un volc�n o cualquier feliz azar les dio a conocer el fuego, nuevo recurso contra el rigor del invierno; aprendieron a conservar este elemento y despu�s a reproducirlo, y, por �ltimo, a preparar con �l la carne, que antes devoraban cruda. Esta reiterada aplicaci�n de seres distintos y de unos a otros debi� naturalmente de engendrar en el esp�ritu del hombre la percepci�n de ciertas relaciones. Esas relaciones, que nosotros expresamos con las palabras grande, peque�o, fuerte, d�bil, r�pido, lento, temeroso, arriesgado y otras ideas semejantes, produjeron al fin en �l una especie de reflexi�n o m�s bien una prudencia maquinal, que le indicaba las precauciones m�s necesarias a su seguridad. Las nuevas luces que resultaron de este desenvolvimiento aumentaron su superioridad sobre los dem�s animales haci�ndosela conocer. Se ejercit� en tenderles lazos, en enga�arlos de mil modos, y aunque muchos le superasen en fuerza en la lucha o en rapidez en la carrera, con el tiempo se hizo due�o de los que pod�an servirle y azote de los que pod�an perjudicarle. Y as�, la primer mirada que se dirigi� a s� mismo suscit� el primer movimiento de orgullo; y, sabiendo apenas distinguir las categor�as y vi�ndose en la primera por su especie, as� se preparaba de lejos a pretenderla por su individuo. Aunque sus semejantes no fueran para �l lo que son para nosotros, y aunque no tuviera con ellos mayor comercio que con los otros animales, no fueron olvidados en sus observaciones. Las semejanzas que pudo percibir con el tiempo entre ellos, su hembra y �l mismo, le hicieron juzgar las que no percib�a; viendo que todos se conduc�an como �l se hubiera conducido en iguales circunstancias, dedujo que su manera de pensar y de sentir era enteramente conforme con la suya, y esta importante verdad, una vez arraigaba en su esp�ritu, le hizo seguir, por un presentimiento tan seguro y m�s vivo que la dial�ctica, las reglas de conducta que, para ventaja y seguridad suya, m�s le conven�a observar con ellos. Instruido por la experiencia de que el amor del bienestar es el �nico m�vil de las acciones humanas, pudo distinguir las raras ocasiones en que, por inter�s com�n, deb�a contar con la ayuda de sus semejantes, y aquellas otras, m�s raras a�n, en que la concurrencia deb�a hacerle desconfiar de ellos. En el primer caso se un�a a ellos en informe reba�o, o cuando m�s por una especie de asociaci�n libre que a nadie obligaba y que s�lo duraba el tiempo que la pasajera necesidad que la hab�a formado; en el segundo, cada cual buscaba su provecho, bien a viva fuerza si cre�a ser m�s fuerte, bien por astucia y habilidad si sent�ase el m�s d�bil. He aqu� c�mo los hombres pudieron insensiblemente adquirir cierta idea rudimentaria de compromisos mutuos y de la ventaja de cumplirlos, pero s�lo en la medida que pod�a exigirlos el inter�s presente y sensible, pues la previsi�n nada era para ellos, y, lejos de preocuparse de un lejano futuro, ni siquiera pensaban en el d�a siguiente. �Trat�base de cazar un ciervo? Todos comprend�an que para ello deb�an guardar fielmente su puesto; pero si una liebre pasaba al alcance de uno de ellos, no cabe duda que la perseguir�a sin ning�n escr�pulo y que, cogida su presa, se cuidar�a muy poco de que no se les escapase la suya a sus compa�eros. F�cil es comprender que semejantes relaciones no exig�an un lenguaje mucho m�s refinado que el de las cornejas o los monos, que se agrupan poco m�s o menos del mismo modo. Durante mucho tiempo s�lo debieron de componer el lenguaje universal gritos inarticulados, muchos gestos y algunos ruidos imitativos; unidos a esto en cada regi�n algunos sonidos articulados y convencionales, cuyo origen, como ya he dicho, no es muy f�cil de explicar, form�ronse lenguas particulares, pero elementales, imperfectas, semejantes aproximadamente a las que a�n tienen diferentes naciones salvajes de hoy d�a. Atravieso como una flecha multitudes de siglos, forzado por el tiempo que transcurre, por la abundancia de cosas que he de decir y por el progreso casi imperceptible de los comienzos, pues tanto m�s lentos eran para sucederse, tanto m�s r�pidos son para describir. Estos primeros progresos pusieron en fin al hombre en estado de hacer otros m�s r�pidos. Cuanto m�s se esclarec�a el esp�ritu m�s se perfeccionaba la industria. Bien pronto los hombres, dejando de dormir bajo el primer �rbol o de guarecerse en cavernas, hallaron una especie de hachas de piedra duras y cortantes que sirvieron para cortar la madera, cavar la tierra y construir chozas con las ramas de los �rboles, que en seguida aprendieron a endurecer con barro y arcilla. Fue la �poca de una primera revoluci�n, que origin� el establecimiento y la diferenciaci�n de las familias e introdujo una especie de propiedad, de la cual quiz� nacieron ya entonces no pocas discordias y luchas. Sin embargo, como los m�s fuertes fueron con toda seguridad los primeros en construirse viviendas, porque sent�anse capaces de defenderlas, es de creer que los d�biles hallaron m�s f�cil y m�s seguro imitarlos que intentar desalojarlos de ellas; y en cuanto a los que ya pose�an caba�as, ninguno de ellos debi� de intentar apropiarse la de su vecino, menos porque no le perteneciera que porque no la necesitaba y porque, adem�s, no pod�a apoderarse de ella sin exponerse a una viva lucha con la familia que la ocupaba. Las primeras exteriorizaciones del coraz�n fueron el efecto de un nuevo estado de cosas que reun�a en una habitaci�n com�n a maridos y mujeres, a padres o hijos. El h�bito de vivir juntos hizo nacer los m�s dulces sentimientos conocidos de los hombres: el amor conyugal y el amor paternal. Cada familia fue una peque�a sociedad, tanto mejor unida cuanto que el afecto rec�proco y la libertad eran los �nicos v�nculos. Entonces fue cuando se estableci� la primer diferencia en el modo de vivir de los dos sexos, que hasta entonces hab�an vivido de la misma manera. Las mujeres hici�ronse m�s sedentarias y se acostumbraron a guardar la caba�a y a cuidar de los hijos mientras el hombre iba a buscar la com�n subsistencia. Con una vida un poco m�s blanda, los dos sexos empezaron a perder algo de su ferocidad y de su vigor; pero si cada individuo separadamente se hall� menos capaz de combatir a las fieras, fue en cambio m�s f�cil reunirse para una resistencia com�n. En este nuevo estado, llevando una vida simple y solitaria, con necesidades muy limitadas y los instrumentos que hab�an inventado para atenderlas, los hombres gozaban de una extremada ociosidad, que emplearon en procurarse diversas, comodidades que sus padres no hab�an conocido. Este fue el primer yugo que se impusieron sin pensar y la primer fuente de males que prepararon a sus descendientes; pues, adem�s de que as� continuaron debilitan de su cuerpo y su esp�ritu, y habiendo perdido esas comodidades, por la costumbre, todo su encanto y degenerado en verdaderas necesidades, la privaci�n de ellas fue mucho m�s cruel que agradable era su posesi�n, y, sin ser feliz posey�ndolas, perdi�ndolas �rase desgraciado. Se entrev� algo mejor en este punto c�mo el uso de la palabra se estableci� o se perfeccion� insensiblemente en el seno de cada familia, y aun se puede conjeturar c�mo diversas causas particulares pudieron extender el lenguaje y acelerar su progreso haci�ndole ser m�s necesario. Grandes inundaciones o temblores de tierra cercaron de aguas o de precipicios las regiones habitadas; revoluciones del globo desgarraron y cortaron en islas porciones del continente. Se concibe que entre hombres reunidos de ese modo y forzados a vivir juntos debi� de formarse un idioma com�n, m�s bien que entre los que erraban libremente en los bosques de la tierra firme. As�, es muy probable que, despu�s de sus primeros ensayos de navegaci�n, los insulares hayan introducido entre nosotros el uso de la palabra; por lo menos es muy veros�mil que la sociedad y las lenguas hayan nacido en las islas y en ellas se hayan perfeccionado antes de ser conocidas en el continente. Todo empieza a cambiar de aspecto. Errantes hasta aqu� en los bosques, los hombres, habiendo adquirido una situaci�n m�s estable, van relacion�ndose lentamente, se re�nen en diversos agrupamientos y forman en fin en cada regi�n una naci�n particular, unida en sus costumbres y caracteres, no por reglamentos y leyes, sino por el mismo g�nero de vida y de alimentaci�n y por la influencia del clima. Una permanente vecindad no puede dejar de engendrar en fin alguna relaci�n entre diferentes familias. J�venes de distinto sexo habitan en caba�as vecinas; el pasajero comercio que exige la naturaleza bien pronto origina otro no menos dulce y m�s permanente por la mutua frecuentaci�n. Habit�anse a considerar diversos objetos y a hacer comparaciones; insensiblemente adquieren ideas de m�rito y de belleza que producen sentimientos de preferencia. A fuerza de verse, no pueden pasar sin verse todav�a. Un sentimiento tierno y dulce se insin�a en el alma, que a la menor oposici�n se cambia en furor impetuoso; los celos se despiertan con el amor, triunfa la discordia, y la m�s dulce de las pasiones recibe sacrificios de sangre humana. A medida que se suceden las ideas y los sentimientos y el esp�ritu y el coraz�n se ejercitan, la especie humana sigue domestic�ndose, las relaciones se extienden y se estrechan los v�nculos. Los hombres se acostumbran a reunirse delante de las caba�as o, al pie de un gran �rbol; el canto y la danza, verdaderos hijos del amor y del ocio, constituyen la diversi�n o, mejor, la ocupaci�n de los hombres y de las mujeres agrupados y ociosos. Cada cual empez� a mirar a los dem�s y a querer ser mirado �l mismo, y la estimaci�n p�blica tuvo un precio. Aquel que mejor cantaba o bailaba, o el m�s hermoso, el m�s fuerte, el m�s diestro o el m�s elocuente, fue el m�s considerado; y �ste fue el primer paso hacia la desigualdad y hacia el vicio al mismo tiempo. De estas primeras preferencias nacieron, por una parte, la vanidad y el desprecio; por otro, la verg�enza y la envidia, y la fermentaci�n causada por esta nueva levadura produjo al fin compuestos fatales para la felicidad y la inocencia. Tan pronto como los hombres empezaron a apreciarse mutuamente y se form� en su esp�ritu la idea de la consideraci�n, todos pretendieron tener el mismo derecho, y no fue posible que faltase para nadie. De aqu� nacieron los primeros deberes de la cortes�a, aun entre los salvajes; y de aqu� que toda injusticia voluntaria fuera considerada como un ultraje, porque con el da�o que ocasionaba la injuria, el ofendido ve�a el desprecio de su persona, con frecuencia m�s insoportable que el da�o mismo. De este modo, como cada cual castigaba el desprecio que se lo hab�a inferido de modo proporcionado a la estima que ten�a de s� mismo, las venganzas fueron terribles, y los hombres, sanguinarios y crueles. He ah� precisamente el grado a que hab�a llegado la mayor�a de los pueblos salvajes que nos son conocidos. Mas, por no haber distinguido suficientemente las ideas y observado cu�n lejos se hallaban ya esos pueblos del estado natural, algunos se han precipitado a sacar la conclusi�n de que el hombre es naturalmente cruel y que es necesaria la autoridad para dulcificarlo, siendo as� que nada hay tan dulce como �l en su estado primitivo, cuando, colocado por la naturaleza a igual distancia de la estupidez de las bestias que de las nefastas luces del hombre civil, y limitado igualmente por el instinto y por la raz�n a defenderse del mal que le amenaza, la piedad natural le impide, sin ser impelido a ello por nada, hacer da�o a nadie, ni aun despu�s de haberlo �l recibido. Porque, seg�n el axioma del sabio Locke, no puede existir agravio donde no hay propiedad. Pero es preciso se�alar que la sociedad empezada y las relaciones ya establecidas entre los hombres exig�an de �stos cualidades diferentes de las que pose�an por su constituci�n primitiva; que, empezando a introducirse la moralidad en las acciones humanas y siendo cada uno, antes de las leyes, �nico juez y vengador de las ofensas recibidas, la bondad que conven�a al puro estado de naturaleza no era la que conven�a a la sociedad naciente; que era necesario que los castigos fueran m�s severos a medida que las ocasiones de ofender eran m�s frecuentes; que el terror de las venganzas ten�a que ocupar el lugar del freno de las leyes. As�, aunque los hombres fuesen ya menos sufridos y la piedad natural ya hubiera experimentado alguna alteraci�n, este per�odo del desenvolvimiento de las facultades humanas, ocupando un justo medio entre la indolencia del estado primitivo y la petulante actividad de nuestro amor propio, debi� de ser la �poca m�s feliz y duradera. Cuanto m�s se reflexiona, mejor se comprende que este estado era el menos sujeto a las revoluciones, el mejor para el hombre (29), del cual no ha debido salir sino por alg�n funesto azar, que, por el bien com�n, hubiera debido no acontecer nunca. El ejemplo de los salvajes, hallados casi todos en ese estado, parece confirmar que el g�nero humano estaba hecho para permanecer siempre en �l; que ese estado es la verdadera juventud del mundo, y que todos los progresos ulteriores han sido, en apariencia, otros tantos pasos hacia la perfecci�n del individuo; en realidad, hacia la decrepitud de la especie. Mientras los hombres se contentaron con sus r�sticas caba�as; mientras se limitaron a coser sus vestidos de pieles con espinas vegetales o de pescado, a adornarse con plumas y conchas, a pintarse el cuerpo de distintos colores, a perfeccionar y embellecer sus arcos y sus flechas, a tallar con piedras cortantes canoas de pescadores o rudimentarios instrumentos de m�sica; en una palabra, mientras s�lo se aplicaron a trabajos que uno solo pod�a hacer y a las artes que no requer�an el concurso de varias manos, vivieron libres, sanos, buenos y felices en la medida en que pod�an serlo por su naturaleza y siguieron disfrutando de las dulzuras de un trato independiente. Pero desde el instante en que mi hombre tuvo necesidad de la ayuda de otro; desde que se advirti� que era �til a uno solo poseer provisiones por dos, la igualdad desapareci�, se introdujo la propiedad, el trabajo fue necesario y los bosques inmensos se trocaron en rientes campi�as que fue necesario regar con el sudor de los hombres y en las cuales viose bien pronto germinar y crecer con las cosechas la esclavitud y la miseria. La metalurgia y la agricultura fueron las dos artes cuyo desenvolvimiento produjo esta gran revoluci�n. Para el poeta son el oro y la plata; m�s para el fil�sofo son el hierro y el trigo los que han civilizado a los hombres y perdido al g�nero humano. Uno y otro eran desconocidos de los salvajes de Am�rica, por lo cual han permanecido siempre los mismos; y los dem�s pueblos parece que siguieron b�rbaros mientras no practicaron m�s que una sola de estas artes. Precisamente, una de las mejores razones quiz� de que Europa haya sido, si no m�s pronto, mejor y m�s constantemente ordenada que las otras partes del mundo es que al mismo tiempo es la m�s abundante en hierro y la m�s f�rtil en trigo. Es dif�cil conjeturar de qu� modo han llegado los hombres a conocer y emplear el hierro, pues no es de creer que hayan imaginado por s� mismos extraer la materia de la mina y darle las preparaciones necesarias para su fusi�n antes de saber lo que resultar�a. Por otra parte, no puede atribuirse este descubrimiento a un incendio casual, puesto que las minas se forman en lugares �ridos y desprovistos de �rboles y plantas; de suerte que parece que la naturaleza ha tomado sus precauciones para ocultarnos el fatal secreto. S�lo queda la extraordinaria circunstancia de que un volc�n, vomitando materias met�licas en fusi�n, haya sugerido a los espectadores la idea de imitar esta operaci�n de la naturaleza; pero es necesario suponer mucho valor y previsi�n para emprender un trabajo tan penoso y calcular desde mucho antes las ventajas que pod�an obtenerse, y esto s�lo es admisible en esp�ritus m�s cultivados que lo deb�a estar el de los espectadores. En cuanto a la agricultura, el principio fue conocido mucho antes de que se estableciera la pr�ctica, pues no es probable que los hombres, siempre ocupados en sacar de los �rboles y las plantas su subsistencia, hayan tardado mucho tiempo en advertirlos caminos que sigue la naturaleza para la generaci�n de los vegetales; pero su industria no se inclin� probablemente hasta muy tarde de este lado, bien porque los �rboles, que con la caza y la pesca prove�an a su alimento, no necesitaban sus cuidados, sea por desconocer el uso del trigo, sea por falta de instrumentos para cultivarlo, bien por falta de previsi�n para las necesidades futuras, sea, en fin, por no haber medios para impedir a los dem�s que se apoderaran del fruto de su trabajo. Cuando ya fueron m�s industriosos, es de presumir que empezaron con piedras afiladas y palos puntiagudos a cultivar algunas legumbres o ra�ces en derredor de sus caba�as, mucho antes de saber trabajar el trigo y tener los instrumentos necesarios para el cultivo en grande; sin contar que para entregarse a esta labor y sembrar las tierras es preciso decidirse a perder alguna cosa primero para obtener mucho despu�s, previsi�n grandemente extra�a al esp�ritu del salvaje, que, como antes he dicho, tiene bastante con pensar por la ma�ana en sus necesidades de la tarde. La invenci�n de las otras artes fue, por tanto, necesaria para forzar al g�nero humano a dedicarse a la agricultura. En cuanto hubo necesidad de hombres para fundir y forjar el hierro, fueron necesarios otros que los alimentaran. Cuanto mayor fue el n�mero de obreros, menos manos hubo empleadas en proveer a la com�n subsistencia, sin haber por eso menos bocas que alimentar; y como unos necesitaron alimentos en cambio de su hierro, los otros descubrieron en fin el secreto de emplear el hierro para multiplicar los alimentos. De aqu� nacieron, por una parte, el cultivo y la agricultura; por otra, el arte de trabajar los metales y multiplicar sus usos. Del cultivo de las tierras result� necesariamente su reparto, y de la propiedad, una vez reconocida, las primeras reglas de justicia, porque para dar a cada cual lo suyo es necesario que cada uno pueda tener alguna cosa. Por otro lado, los hombres ya hab�an empezado a pensar en el porvenir, y como todos ten�an algo que perder, no hab�a ninguno que no tuviera que temer para s� la represalia de los da�os que pod�a causar a otro. Este origen es tanto m�s natural cuanto que es imposible concebir la idea de la propiedad naciente de otro modo que por la mano de obra, pues no se comprende que para apropiarse las cosas que no ha hecho pudiera el hombre poner m�s que su trabajo. Es el trabajo �nicamente el que, dando derecho al cultivador sobre el producto de la tierra que ha trabajado, le da consiguientemente ese mismo derecho sobre el suelo, por lo menos hasta la cosecha, y as� de a�o en a�o; lo que, constituyendo una posesi�n continua, se transforma f�cilmente en propiedad. Cuando los antiguos, dice Grocio, dieron a Ceres el ep�teto de legisladora y a una fiesta que se celebraba en su honor el nombre de Temosforia, dieron a entender que el reparto de las tierras hab�a producido una nueva especie de derecho, es decir, el derecho de propiedad, diferente del que resulta de la ley natural. En esta situaci�n, las cosas hubieran podido permanecer iguales si las aptitudes hubieran sido iguales, y si, por ejemplo, el empleo del hierro y el consumo de los productos alimenticios hubieran guardado un equilibrio exacto. Pero la proporci�n, que nada manten�a, bien pronto qued� rota; el m�s fuerte hac�a m�s obra; el m�s h�bil sacaba mejor partido de lo suyo; el m�s ingenioso hallaba los medios de abreviar su trabajo; el labrador necesitaba m�s hierro, o el herrero m�s trigo; y trabajando todos igualmente, unos ganaban m�s mientras otros, apenas pod�an vivir. De este modo, la desigualdad natural se desenvuelve insensiblemente con la de combinaci�n, y las diferencias entre los hombres, desarrolladas por las que originan las circunstancias, h�cense m�s sensibles, m�s permanentes en sus efectos y empiezan a influir en la misma proporci�n sobre la suerte de los particulares. En este punto las cosas, f�cil es imaginar el resto. No me detendr� a describir la invenci�n sucesiva de las otras artes, el progreso de las lenguas, la prueba y el empleo de las aptitudes, la desigualdad de las fortunas, el uso y el abuso de las riquezas, ni todos los detalles que siguen a �stos y que cada uno puede f�cilmente suponer. Me limitar� solamente a echar una ojeada sobre el g�nero humano colocado en ese nuevo orden de cosas. He aqu� todas nuestras facultades desarrolladas, la memoria y la imaginaci�n en juego, interesado el amor propio, la raz�n en actividad y el esp�ritu casi al t�rmino de la perfecci�n de que es susceptible. He aqu� todas las cualidades naturales puestas en acci�n, establecidas la condici�n y la suerte de cada hombre, no s�lo en lo que se refiere a la cantidad de bienes y al poder de servir o perjudicar, sino en cuanto al esp�ritu, la belleza, la fuerza o la destreza, el m�rito y las aptitudes. Siendo estas cualidades las �nicas que pod�an atraer la consideraci�n, bien pronto fue necesario o tenerlas o fingirlas; fue preciso, por el propio inter�s, aparecer distinto de lo que en verdad se era. Ser y parecer fueron dos cosas por completo diferentes, y de esta diferencia nacieron la ostentaci�n imponente, la astucia enga�osa y todos los vicios que forman su s�quito. Por otra parte, de libre e independiente que era antes el hombre, vedle, por una multitud de nuevas necesidades, sometido, por as� decir, a la naturaleza entera, y sobre todo a sus semejantes, de los cuales se convierte en esclavo aun siendo su se�or: rico, necesita de sus servicios; pobre; de su ayuda, y la mediocridad le impide prescindir de aqu�llos. Necesita, por tanto, buscar el modo de interesarlos en su suerte y hacerles hallar su propio inter�s, en realidad o en apariencia, trabajando en provecho suyo; lo cual le hace trapacero y artificioso con unos, imperioso y duro con otros, y le pone en la necesidad de enga�ar a todos aquellos que necesita, cuando no puede hacerse temer de ellos y no encuentra ning�n inter�s en servirlos �tilmente. En fin; la voraz ambici�n, la pasi�n por aumentar su relativa fortuna, menos por una verdadera necesidad que para elevarse por encima de los dem�s, inspira a todos los hombres una negra inclinaci�n a perjudicarse mutuamente, una secreta envidia, tanto m�s peligrosa cuanto que, para herir con m�s seguridad, toma con frecuencia la m�scara de la benevolencia; en una palabra: de un lado, competencia y rivalidad; de otro, oposici�n de intereses, y siempre el oculto deseo de buscar su provecho a expensas de los dem�s. Todos estos males son el primer efecto de la propiedad y la inseparable comitiva de la desigualdad naciente. Antes de haberse inventado los signos representativos de las riquezas, �stas no pod�an consistir sino en tierras y en ganados, �nicos bienes efectivos que los hombres pod�an poseer. Ahora bien; cuando las heredades crecieron en n�mero y en extensi�n, hasta el punto de cubrir el suelo entero y de tocarse unas con otras, ya no pudieron extenderse m�s sitio a expensas de las otras, y los que no pose�an ninguna porque la debilidad o la indolencia los hab�a impedido adquirirlas a tiempo, se vieron obligados a recibir o arrebatar de manos de los ricos su subsistencia; de aqu� empezaron a nacer, seg�n el car�cter de cada uno, la dominaci�n y la servidumbre, o la violencia y las rapi�as. Los ricos, por su parte, apenas conocieron el placer de dominar, r�pidamente desde�aron los dem�s, y, sirvi�ndose de sus antiguos esclavos para someter a otros hombres a la servidumbre, no pensaron m�s que en subyugar y esclavizar a sus vecinos, semejantes a esos lobos hambrientos que, habiendo gustado una vez la carne humana, rechazan todo otro alimento y s�lo quieren devorar hombres. De este modo, haciendo los m�s poderosos de sus fuerzas o los m�s miserables de sus necesidades una especie de derecho al bien ajeno, equivalente, seg�n ellos, al de propiedad, la igualdad deshecha fue seguida del m�s espantoso desorden; de este modo, las usurpaciones de los ricos, las depredaciones de los pobres, las pasiones desenfrenadas de todos, ahogando la piedad natural y la voz todav�a d�bil de la justicia, hicieron a los hombres avaros, ambiciosos y malvados. Entre el derecho del m�s fuerte y el del primer ocupante alz�base un perpetuo conflicto, que no se terminaba sino por combates y cr�menes (30). La naciente sociedad cedi� la plaza al m�s horrible estado de guerra; el g�nero humano, envilecido y desolado, no pudiendo volver sobre sus pasos ni renunciar a las desgraciadas adquisiciones que hab�a hecho, y no trabajando sino en su vilipendio, por el abuso de las facultades que le honran, se puso a s� mismo en v�speras de su ruina. Attonitus novitate mali, divesque, miserque, Effugere optat opes, et quae modo voverat odit (31). OVID., Metam., lib. XI, v. 127. No es posible que los hombres no se hayan detenido a reflexionar al cabo sobre una situaci�n tan miserable y sobre las calamidades que los agobiaban. Sobre todo los ricos debieron comprender cu�n desventajoso era para ellos una guerra perpetua con cuyas consecuencias s�lo ellos cargaban y en la cual el riesgo de la vida era com�n y el de los bienes particular. Por otra parte, cualquiera que fuera el pretexto que pudiesen dar a sus usurpaciones, demasiado sab�an que s�lo descansaban sobre un derecho, precario y abusivo, y que, adquiridas por la fuerza, la fuerza pod�a arrebat�rselas sin que tuvieran derecho a quejarse. Aquellos mismos que s�lo se hab�an enriquecido por la industria no pod�an tampoco ostentar sobre su propiedad mejores t�tulos. Podr�an decir: �Yo he construido este muro; he ganado este terreno con mi trabajo.� Pero se les pod�a contestar: ��Qui�n os ha dado las piedras? �Y en virtud de qu� pretend�is cobrar a nuestras expensas un trabajo que nosotros no os hemos impuesto? �Ignor�is que multitud de hermanos vuestros perece o sufre por carecer de lo que a vosotros os sobra, y que necesitabais el consentimiento expreso y un�nime del g�nero humano para apropiaros de la com�n subsistencia lo que excediese de la vuestra?� Desprovisto de razones verdaderas para justificarse y de fuerza suficiente para defenderse; venciendo f�cilmente a un particular, pero vencido �l mismo por cuadrillas de bandidos; solo contra todos, y no pudiendo, a causa de sus mutuas rivalidades, unirse a sus iguales contra los enemigos unidos por el ansia com�n del pillaje, el rico, apremiado por la necesidad, concibi� al fin el proyecto m�s premeditado que haya nacido jam�s en el esp�ritu humano: emplear en su provecho las mismas fuerzas de quienes le atacaban, hacer de sus enemigos sus defensores, inspirarles otras m�ximas y darles otras instituciones que fueran para �l tan favorables como adverso �rale el derecho natural. Con este fin, despu�s de exponer a sus vecinos el horror de una situaci�n que los armaba a todos contra todos, que hac�a tan onerosas sus propiedades como sus necesidades, y en la cual nadie pod�a hallar seguridad ni en la pobreza ni en la riqueza, invent� f�cilmente especiosas razones para conducirlos al fin que se propon�a. �Un�monos -les dijo- para proteger a los d�biles contra la opresi�n, contener a los ambiciosos y asegurar a cada uno la posesi�n de lo que le pertenece; hagamos reglamentos de justicia y de paz que todos est�n obligados a observar, que no hagan excepci�n de nadie y que reparen en cierto modo los caprichos de la fortuna sometiendo igualmente al poderoso y al d�bil a deberes rec�procos. En una palabra: en lugar de volver nuestras fuerzas contra nosotros mismos, concentr�moslas en un poder supremo que nos gobierna con sabias leyes, que proteja y defienda a todos los miembros de la asociaci�n, rechace a los enemigos comunes y nos mantenga en eterna concordia.� Mucho menos que la equivalencia de este discurso fue preciso para decidir a hombres toscos, f�ciles de seducir, que, por otra parte, ten�an demasiadas cuestiones entre ellos para poder prescindir de �rbitros, y demasiada avaricia y ambici�n para poderse pasar sin amos. Todos corrieron al encuentro de sus cadenas creyendo asegurar su libertad, pues, con bastante inteligencia para comprender las ventajas de una instituci�n pol�tica, carec�an de la experiencia necesaria para prevenir sus peligros; los m�s capaces de prever los abusos eran precisamente los que esperaban aprovecharse de ellos, y los mismos sabios vieron que era preciso resolverse a sacrificar una parte de su libertad para conservar la otra, del mismo modo que un herido se deja cortar un brazo para salvar el resto del cuerpo. Tal fue o debi� de ser el origen de la sociedad y de las leyes, que dieron nuevas trabas al d�bil y nuevas fuerzas al rico (32), aniquilaron para siempre la libertad natural, fijaron para todo tiempo la ley de la propiedad y de la desigualdad, hicieron de una astuta usurpaci�n un derecho irrevocable, y, para provecho de unos cuantos ambiciosos, sujetaron a todo el g�nero humano al trabajo, a la servidumbre y a la miseria. F�cilmente se ve c�mo el establecimiento de una sola sociedad hizo indispensable el de todas las dem�s, y de qu� manera, para hacer frente a fuerzas unidas, fue necesario unirse a la vez. Las sociedades, multiplic�ndose o extendi�ndose r�pidamente, cubrieron bien pronto toda la superficie de la tierra, y ya no fue posible hallar un solo rinc�n en el universo donde se pudiera evadir el yugo y sustraer la cabeza al filo de la espada, con frecuencia mal manejada, que cada hombre vio perpetuamente suspendida encima de su cabeza. Habi�ndose convertido as� el derecho civil en la regla com�n de todos los ciudadanos, la ley natural no se conserv� sino entre las diversas sociedades, donde, bajo el nombre de derecho de gentes, fue moderada por algunas convenciones t�citas para hacer posible el comercio y suplir a la conmiseraci�n natural, la cual, perdiendo de sociedad en sociedad casi toda la fuerza que ten�a de hombre a hombre, no reside ya sino en algunas grandes almas cosmopolitas que franquean las barreras imaginarias que separan a los pueblos y, a ejemplo del Ser soberano que las ha creado, abrazan en su benevolencia a todo el g�nero humano. Los cuerpos pol�ticos, que siguieron entre s� en el estado natural, no tardaron en sufrir los mismos inconvenientes que hab�an forzado a los particulares a salir de �l, y esta situaci�n fue m�s funesta a�n entre esos grandes cuerpos que antes entre los individuos que los compon�an. De aqu� salieron las guerras nacionales, las batallas, los asesinatos, las represalias, que hacen estremecerse a la naturaleza y ofenden a la raz�n, y todos esos prejuicios horribles que colocan en la categor�a de las virtudes el honor de derramar sangre humana. Las gentes m�s honorables aprendieron a contar entre sus deberes el de degollar a sus semejantes; viose en fin a los hombres exterminarse a millares sin saber por qu�, y en un solo d�a se comet�an m�s cr�menes, y m�s horrores en el asalto de una sola ciudad, que no se hubieran cometido en el estado de naturaleza durante siglos enteros y en toda la extensi�n de la tierra. Tales son los primeros efectos que se observan de la divisi�n del g�nero humano en diferentes sociedades. Volvamos a sus instituciones. Yo s� que otros han atribuido diferentes or�genes a las sociedades pol�ticas, como las conquistas del m�s fuerte o la uni�n de los d�biles; pero la elecci�n entre estas causas es indiferente para lo que quiero dejar asentado. Sin embargo, la que yo he expuesto me parece la m�s natural por las siguientes razones: Primera: Que, en el primer caso, el derecho de conquista, no siendo un derecho, no ha podido servir de fundamento a otro alguno, pues el conquistador y los pueblos sometidos permanec�an siempre en estado de guerra, a menos que la naci�n, recobrada su plena libertad, no escogiera voluntariamente a su vencedor por su jefe; hasta entonces, sean cualesquiera las capitulaciones que se hubiesen hecho, como s�lo descansan sobre la violencia y, por consiguiente, son nulas por ese mismo hecho, no puede haber, en esta hip�tesis, ni verdadera sociedad, ni cuerpo pol�tico, ni otra ley que la del m�s fuerte. Segunda: Que las palabras fuerte y d�bil son equ�vocas en el segundo caso; que en el intervalo entre el establecimiento del derecho de propiedad o del primer ocupante y la constituci�n de gobiernos pol�ticos, el sentido de esos t�rminos es mejor expresado por los de pobre y rico, porque, en efecto, un hombre no ten�a antes de la implantaci�n de las leyes otro medio de someter a sus iguales que el de atacar a sus bienes o el de darle parte de los suyos. Tercera: Que, no teniendo los pobres otra cosa que perder sino su libertad, hubieran cometido una gran locura priv�ndose voluntariamente del �nico bien que les quedaba para no ganar nada en el cambio; que, al contrario, sensibles los ricos, por as� decir, en todas las partes de sus bienes, era mucho m�s f�cil hacerles da�o, por lo cual ten�an que tomar muchas m�s precauciones para protegerse; y que, por �ltimo, es razonable creer que una cosa ha sido inventada m�s bien por aquellos a quienes beneficia que por los que con ella salen perjudicados. El naciente gobierno no tuvo forma regular y constante. La falta de filosof�a y de experiencia s�lo dejaba ver las dificultades presentes, y no se pensaba en remediar las otras sino a medida que se presentaban. A pesar de todos los esfuerzos de los m�s sabios legisladores, el estado pol�tico permaneci� siempre imperfecto porque era en gran parte la obra del azar, y, mal empezado, al descubrirse con el tiempo sus defectos y sugerir los remedios pertinentes, nunca pudieron corregirse los vicios de su constituci�n; se le reformaba sin cesar, cuando hubiera sido necesario empezar por renovar el aire y separar los viejos materiales, como hizo Licurgo en Esparta, para construir en su lugar un buen edificio. La sociedad no consisti� al principio m�s que en algunas convenciones generales que todos los particulares se compromet�an a observar, de cuyo cumplimiento respond�a la comunidad ante cada uno de ellos. Fue necesario que la experiencia demostrara cu�n d�bil era semejante constituci�n y cu�n f�cil a los infractores eludir la prueba o el castigo de las faltas de que el p�blico s�lo deb�a ser testigo y juez; fue preciso que los contratiempos y los des�rdenes menudeasen continuamente, para que al fin se pensara en confiar a algunos particulares el peligroso dep�sito de la autoridad p�blica y se encargara a ciertos magistrados el cuidado de hacer observar las deliberaciones del pueblo; pues decir que los jefes fueron elegidos antes de que la confederaci�n fuese hecha y que los ministros de la ley existieron antes que las leyes mismas, es una suposici�n que ni siquiera es permitido combatir seriamente. Tampoco ser�a muy razonable creer que los pueblos se arrojaron desde el primer momento en brazos de un amo absoluto, sin condiciones y para siempre, y que el primer medio de atender a la seguridad com�n imaginado por hombres arrogantes o ind�mitos haya sido precipitarse en la esclavitud. En efecto: �por qu� se han dado a s� mismos superiores si no es para que los defendieran contra la opresi�n y protegieran sus bienes, sus libertades y sus vidas, que son, por as� decir, los elementos constitutivos de su ser? Ahora bien en las relaciones entre los hombres, lo peor que puede sucederle a uno es verse a discreci�n de otro; �no hubiera sido, pues, contra el buen sentido abandonar entre las manos de un jefe las �nicas cosas para cuya conservaci�n necesitaban su auxilio? �Qu� equivalente hubiera podido ofrecer �ste por la concesi�n de tan magn�fico derecho? Y si hubiera osado exigirlo con el pretexto de defenderlos, �no hubiese recibido inmediatamente la respuesta del ap�logo: �Qu� mal nos har�a el enemigo? Es, pues, incontestable, y tal es el precepto fundamental de todo derecho pol�tico, que los pueblos se han dado jefes para defender su libertad y no para oprimirlos. Si tenemos un pr�ncipe -dec�a Plinio a Trajano- es con el fin de que nos preserve de tener un amo. Los pol�ticos hacen sobre el amor de la libertad los mismos sofismas que los fil�sofos sobre el estado de naturaleza. Por las cosas que ven juzgan cosas muy distintas que no han visto, y atribuyen a los hombres una inclinaci�n natural a la esclavitud por la paciencia con que soportan la suya aquellos que tienen ante los ojos, sin pensar que sucede con la libertad como con la inocencia y la virtud, cuyo valor no se conoce mientras no se gozan, el gusto de las cuales desaparece tan pronto como se han perdido. �Conozco las delicias de tu pa�s -dijo Brasidas a un s�trapa que comparaba la vida de Esparta con la de Pers�polis-, pero t� no puedes conocer los placeres del m�o.� Al modo como un ind�mito cerril eriza sus crines, hiere la tierra con sus cascos y se debate impetuoso con s�lo ver el freno, mientras un caballo domado sufre pacientemente el l�tigo y la espuela, el hombre b�rbaro no dobla la cabeza al yugo, que el hombre civilizado soporta sin murmurar, y prefiere la m�s agitada libertad a una tranquila sujeci�n. No es, pues, por envilecimiento de los pueblos sometidos por lo que hay que juzgar las disposiciones naturales de los hombres en pro o en contra de la servidumbre, sino por los prodigios que han hecho todos los pueblos libres para protegerse contra la opresi�n. Bien s� que los primeros no hacen m�s que alabar sin cesar la paz y el reposo de que gozan entre sus hierros y que miserrimam servitutens pacem appellant (33); pero cuando veo a los otros sacrificar los placeres, el reposo, las riquezas, el poder�o y hasta la vida misma para conservar ese bien �nico tan despreciado por los que lo han perdido; cuando veo a unos animales nacidos libres y aborreciendo la sumisi�n romperse la cabeza contra las rejas de su prisi�n; cuando veo a muchedumbres de salvajes completamente desnudos desde�ar las voluptuosidades europeas, desafiar el hambre, el fuego, el hierro y la muerte solamente por conservar su independencia, pienso que no corresponde a los esclavos razonar sobre la libertad. En cuanto a la autoridad paternal, de la cual han hecho derivar algunos el gobierno absoluto y aun la sociedad entera, sin recurrir a las pruebas contrarias de Locke y de Sidney, basta con indicar que nada hay en el mundo tan lejos del esp�ritu feroz del despotismo como la dulzura de esa autoridad, que atiende m�s al provecho de quien obedece que a la utilidad del que manda; que, por ley natural, el padre s�lo es due�o del hijo mientras �ste necesita su ayuda; que despu�s de este t�rmino son iguales, y que entonces el hijo, perfectamente independiente de su padre, s�lo le debe respeto, mas no obediencia; porque el reconocimiento es un deber que hay que cumplir, pero no un derecho que se pueda exigir. En lugar de decir que la sociedad civil se deriva del poder paternal, ser�a necesario decir, al contrario, que es de ella de quien ese poder tiene su principal fuerza. Un individuo no fue reconocido por el padre de varios sino cuando todos permanecieron a su lado. Los bienes del padre, de los cuales �l es el verdadero due�o, son los lazos que mantienen a los hijos bajo su dependencia, y �l puede no darles parte en la herencia sino en la medida en que lo hayan merecido por un contimio acatamiento de su voluntad. Ahora bien: lejos de poder esperar los s�bditos favor semejante de su d�spota, como le pertenecen ellos y las cosas que poseen, o al menos as� lo pretende aqu�l, se ven reducidos a recibir como un favor lo que les deja de sus propios bienes; hace justicia cuando los despoja; concede gracia cuando los deja vivir. Continuando el examen de los hechos desde el punto de vista del derecho, no se hallar�a m�s solidez que veracidad en la implantaci�n voluntaria de la tiran�a, y ser�a dif�cil demostrar la validez de un contrato que s�lo obligar�a a una de las partes, en el cual se pondr�a todo de un lado y nada del otro y que s�lo redundar�a en perjuicio del contrayente. Este odioso sistema est� muy lejos de ser; aun hoy d�a, el de los monarcas sabios y buenos, como puede verse en diversos pasajes de sus edictos, y particularmente en el siguiente, de un c�lebre escrito publicado en 1667 en nombre y por orden de Luis XIV: �No se diga, pues, que el soberano no se halla sujeto a las leyes de su Estado, puesto que la proposici�n contraria es una verdad del derecho de gentes, que la lisonja ha atacado algunas veces, pero que los buenos pr�ncipes han defendido siempre como una divinidad tutelar de su Estado. �Cu�nto m�s leg�timo es decir con el sabio Plat�n que la perfecta felicidad de un reino consiste en que el pr�ncipe sea obedecido de sus s�bditos, que �l obedezca a la ley y que la ley sea recta y encaminada siempre al bien p�blico!� (34). No me detendr� a averiguar si, siendo la libertad la m�s noble de las facultades del hombre, no es degradar su naturaleza ponerse al nivel de las bestias, esclavas de su instinto, y aun ofender al mismo Autor de sus d�as, el renunciar sin reserva al m�s precioso de todos sus dones, el someterse a cometer todos los cr�menes que El nos proh�be, por complacer a un amo feroz e insensato, y si aquel Obrero sublime debe sentirse m�s irritado al ver destruir o al ver deshonrar su obra m�s hermosa. No apelar�, si se quiere, a la autoridad de Barbeyrac, que declara netamente, seg�n Locke, que nadie puede vender su libertad hasta someterse a un poder arbitrario que lo trata a su capricho, porque -a�ade- ser�a vender su propia vida, de la cual uno no es due�o. Preguntar� solamente con qu� derecho aquellos que no temen envilecerse a s� mismos hasta ese punto han sometido su posteridad a la misma ignominia y han renunciado por ella a unos bienes que �sta no debe a su liberalidad y sin los cuales la vida misma es una carga para todos aquellos que son dignos de ella. Puffendorff (35) dice que, del mismo modo que una persona transfiere a otra sus bienes por medio de convenciones y contratos, de igual manera puede despojarse de su libertad en favor de alguno. Me parece un mal�simo razonamiento, porque, en primer lugar, los bienes que yo enajeno se convierten para m� en cosa completamente extra�a, cuyo abuso me es indiferente; pero me importa mucho que no se abuse de mi libertad, y yo no puedo, sin hacerme culpable del da�o que se me obligar� a hacer, exponerme a ser instrumento del crimen. En segundo lugar, siendo el derecho de propiedad de instituci�n humana, cada uno puede disponer a su antojo de aquello que posee; pero no sucede lo mismo con los dones esenciales de la naturaleza, como la vida y la libertad, de los cuales le est� permitido a cada uno gozar, mas de los que, al menos es dudoso, nadie tiene el derecho de despojarse. Renunciando a la libertad se degrada el ser; renunciando a la vida, se le aniquila en cuanto depende de uno mismo; y como ning�n bien temporal puede compensar la falta de una o de otra, ser�a ofender al mismo tiempo a la naturaleza y a la raz�n renunciar a aqu�llas a cualquier precio que fuera. Pero aunque se pudiera enajenar la libertad como los bienes propios, la diferencia ser�a muy grande en cuanto a los hijos, que no disfrutan de los bienes del padre sino por la transmisi�n de su derecho, mientras que siendo la libertad un don que han recibido de la naturaleza en su calidad de hombres, sus progenitores no tienen ning�n derecho a despojarlos de ella; de suerte que, de igual manera que hubo de violentarse a la naturaleza para implantar la esclavitud, as� ha sido preciso cambiarla para perpetuar ese derecho, y los jurisconsultos que decidieron gravemente que el hijo de una esclava nacer�a esclavo resolvieron, en otros t�rminos, que un hombre no nace hombre. Me parece cierto, pues, que no s�lo los gobiernos no han empezado por el poder arbitrario, que no es sino su corrupci�n, su �ltimo extremo, y que los lleva en fin a la ley �nica del m�s fuerte, de la cual fueron al principio su remedio, sino que, aunque hubieran efectivamente empezado de ese modo, tal poder, siendo por naturaleza ileg�timo, no ha podido servir de fundamento a las leyes de la sociedad ni, por consiguiente, a la desigualdad de estado. Sin entrar hoy en las investigaciones que est�n por hacer todav�a sobre la naturaleza del pacto fundarnental de todo gobierno, me limito, siguiendo la opini�n com�n, a considerar aqu� la fundaci�n del cuerpo pol�tico como un verdadero contrato entre los pueblos y los jefes que eligi� para su gobierno, contrato por el cual se obligan las dos partes a la observaci�n de las leyes que en �l se estipulan y que constituyen los v�nculos de su uni�n. Habiendo el pueblo, a prop�sito de las relaciones sociales, reunido todas sus voluntades en una sola, todos los art�culos en que se expresa esa voluntad son otras tantas leyes fundamentales que obligan a todos los miembros del Estado sin excepci�n, una de las cuales determina la elecci�n y el poder de los magistrados encargados de velar por la ejecuci�n de las otras. Este poder se extiende a todo lo que puede mantener la constituci�n, pero no alcanza a poder cambiarla. Se a�aden adem�s los honores que hacen respetables las leyes y los magistrados, y para �stos personalmente, prerrogativas que los compensan de los penosos trabajos que cuesta una buena administraci�n. El magistrado, a su vez, obligase a no usar el poder que le ha sido confiado sino conforme a la intenci�n de sus mandatarios, a mantener a cada uno en el tranquilo disfrute de aquello que le pertenece, y a anteponer en toda ocasi�n la �tilidad p�blica a su inter�s privado. Antes de que la experiencia hubiese demostrado o que el conocimiento del coraz�n humano hubiera hecho prever los inevitables abusos de semejante constituci�n, debi� parecer tanto m�s excelente cuanto que aquellos que estaban encargados de velar por su conservaci�n eran los m�s interesados en ello; pues como la magistratura y sus derechos descansaban solamente sobre las leyes fundamentales, si �stas eran destru�das los magistrados dejaban de ser leg�timos y el pueblo dejaba de deberles obediencia, y como la esencia del Estado no estar�a constituida por el magistrado, sino por la ley, cada cual recobrar�a de derecho su libertad natural. Por poco que se reflexionara atentamente, esto se hallar�a confirmado por nuevas razones, y por la naturaleza del contrato se ver�a que �ste no podr�a ser irrevocable; porque si no exist�a un poder superior que pudiera responder de la fidelidad de los contratantes ni forzarlos a cumplir sus compromisos rec�procos, las partes ser�an los �nicos jueces de su propia causa y cada una tendr�a siempre el derecho de rescindir el contrato tan pronto como advirtiera que la otra infring�a las condiciones, o bien cuando �stas dejaran de convenirle. Sobre este principio parece que puede estar fundado el derecho de abdicar. Ahora bien: a no considerar, como hacemos nosotros, m�s que la constituci�n humana, si el magistrado, que detenta, todo el poder y se apropia todas las ventajas del contrato, ten�a el derecho de renunciar a la autoridad, con mayor raz�n el pueblo, que paga todos los errores de sus jefes, deb�a tener el derecho de renunciar a la dependencia. Pero las terribles disensiones, los des�rdenes sin fin que traer�a consigo un poder tan peligroso, demuestran m�s que ningana otra cosa c�mo los gobiernos humanos necesitaban una base m�s s�lida que la sola raz�n y c�mo era necesario a la tranquilidad p�blica que interviniera la voluntad divina para dar a la autoridad soberana un car�cter sagrado e inviolable que privara a los s�bditos del funesto derecho de disponer de esa autoridad. Aunque la religi�n no hubiera producido a los hombres m�s que este bien, ser�a suficiente para que todos la amaran y la adoptaran, aun con sus abusos, puesto que ahorra mucha m�s sangre que la derramada por el fanatismo. Pero sigamos el hilo de nuestra hip�tesis. Las diversas formas de gobierno deben su origen a las diferencias m�s o menos grandes que exist�an entre los particulares en el momento de su instituci�n. �Hab�a un hombre eminente en poder, en virtud, en riqueza o en cr�dito? Ese solo fue elegido magistrado, y el Estado fue mon�rquico. �Hab�a algunos, aproximadamente iguales entre s�, que excedieran a todos los dem�s? Fueron elegidos conjuntamente, y hubo una aristocracia. Aquellos cuya fortuna o cuyos talentos eran menos desproporcionados y que menos se hab�an apartado del estado natural guardaron en com�n la administraci�n suprema y constituyeron una democracia. El tiempo experiment� cu�l de esas formas era la m�s ventajosa para los hombres. Unos quedaron sometidos �nicamente a las leyes; otros bien pronto obedecieron a los amos. Los ciudadanos quisieron guardar su libertad; los s�bditos s�lo pensaron en arrebat�rsela a sus vecinos no pudiendo sufrir que otros gozaran un bien que no disfrutaban ellos mismos. En una palabra: en un lado estuvieron las riquezas y las conquistas; en otro, la felicidad y la virtud. En estos diversos gobiernos todas las magistraturas fueron al principio electivas, y cuando la riqueza no la obten�a, la preferencia era otorgada al m�rito, que concede un ascendiente natural, y a la edad, que da la experiencia en los asuntos y la sangre fr�a en las deliberaciones. Los ancianos entre los hebreos, los gerontes de Esparta, el senado de Roma y la misma etimolog�a de nuestra palabra seigneur (36) demuestran cu�n respetada era en otro tiempo la vejez. Cuanto m�s reca�a el nombramiento en hombres de edad avanzada m�s frecuentes eran las elecciones y las dificultades se hac�an sentir m�s. Se introdujeron las intrigas, se formaron las facciones, se agriaron los partidos, se encendieron las guerras civiles; en fin, la sangre de los ciudadanos fue sacrificada al pretendido honor del Estado, y hall�ronse los hombres en v�speras de recaer en la anarqu�a de los tiempos pasados. La ambici�n de los poderosos aprovech� estas circunstancias para perpetuar sus cargos en sus familias; el pueblo, acostumbrado ya a la dependencia, al reposo y a las comodidades de la vida, incapacitado ya para romper sus hierros, consinti� la agravaci�n de su servidumbre para asegurar su tranquilidad. As�, los jefes, convertidos en hereditarios, empezaron a considerar su magistratura como un bien de familia, a mirarse a s� mismos como propietarios del Estado, del cual no eran al principio sino los empleados; a llamar esclavos a sus conciudadanos; a contarlos, como s� fueran animales, en el n�mero de las cosas que les pertenec�an, y a llamarse a s� mismos iguales de los dioses y reyes de reyes. Si seguimos el progreso de la desigualdad a trav�s de estas diversas revoluciones, hallaremos que el establecimiento de la ley y del derecho de propiedad fue su primer t�rmino; el segundo, la instituci�n de la magistratura; el tercero y �ltimo, la mudanza del poder leg�timo en poder arbitrario; de suerte que el estado de rico y de pobre fue autorizado por la primer �poca; el de poderoso y d�bil, por la segunda; y por la tercera, el de se�or y esclavo, que es el �ltimo grado de la desigualdad y el t�rmino a que conducen en fin todos los otros, hasta que nuevas renovaciones disuelven por completo el gobierno o le retrotraen a su forma leg�tima. Para comprender la necesidad de ese progreso no es necesario considerar tanto los motivos de la fundaci�n del cuerpo pol�tico como la forma que toma en su realizaci�n y los inconvenientes que despu�s suscita, pues los vicios que hacen necesarias las instituciones sociales son los mismos que hacen inevitable el abuso; y como, exceptuada solamente Esparta, donde la ley velaba principalmente por la educaci�n de los ni�os, donde Licurgo estableci� costumbres que casi le dispensaban de promulgar leyes, �stas, en general, menos fuertes que las pasiones, contienen a los hombres pero no los cambian, ser�a f�cil demostrar que todo gobierno que, sin corromperse ni alterarse, procediera siempre exactamente seg�n el fin de su existencia, habr�a sido instituido sin necesidad, y que un pa�s en que nadie eludiera el cumplimiento de las leyes ni nadie abusara de la magistratura no tendr�a necesidad ni de magistrados ni de leyes. Las distinciones pol�ticas engendran necesariamente las diferencias civiles. La desigualdad, creciendo entre el pueblo y sus jefes, bien pronto se deja sentir entre los particulares, modific�ndose de mil maneras, seg�n las pasiones, los talentos y las circunstancias. El magistrado no podr�a usurpar un poder ileg�timo sin rodearse de criaturas a su hechura, a las cuales tiene que ceder una parte. Por otro lado, los ciudadanos no se dejan oprimir sino arrastrados por una ciega ambici�n, y, mirando m�s hacia el suelo que hacia el cielo, la dominaci�n les parece mejor que la independencia, y consienten llevar cadenas para poder imponerlas a su vez. Es muy dif�cil someter a la obediencia a aquel que no busca mandar, y el pol�tico m�s astuto no hallar�a el modo de sojuzgar a unos hombres que s�lo quisieran conservar su libertad. Pero la desigualdad se extiende sin trabajo entre las almas ambiciosas y viles, dispuestas siempre a correr los riesgos de la fortuna y a dominar u obedecer casi indiferentemente, seg�n que la fortuna les sea favorable o adversa. As�, sucedi� que pudo llegar un tiempo en que el pueblo estaba de tal modo fascinado, que sus conductores no ten�an m�s que decir al m�s �nfimo de los hombres ��s� grande t� y toda tu raza!�, para que al instante pareciese grande a todo el mundo y a sus propios ojos y sus descendientes se elevaran a medida que se alejaban de �l; cuanto m�s lejana e incierta era la causa, m�s aumentaba el efecto; cuantos m�s holgazanes pod�an contarse en una familia, m�s ilustre era. Si fuera �ste el lugar de entrar en tales detalles, explicar�a f�cilmente c�mo, aunque no intervenga el gobierno, la desigualdad de consideraci�n y de autoridad es inevitable entre particulares (37) tan pronto como, reunidos en una sociedad, se ven forzados a compararse entre s� y a tener en cuenta las diferencias que encuentran en el trato continuo y rec�proco. Estas diferencias son de varias clases; pero como, en general, la riqueza, la nobleza, el rango, el poder�o o el m�rito personal son las distinciones principales por las cuales se mide a los hombres en la sociedad, probar�a que la armon�a o el choque de estas fuerzas diversas constituyen la indicaci�n m�s segura de un Estado bien o mal constituido; har�a ver que entre estas cuatro clases de desigualdad, como las cualidades personales son el origen de todas las dem�s, la riqueza es la �ltima y a la cual se reducen al cabo las otras, porque, como es la m�s inmediatamente �til al bienestar y la m�s f�cil de comunicar, de ella se sirven holgadamente los hombres para comprar las restantes, observaci�n que permite juzgar con bastante exactitud en qu� medida se ha apartado cada pueblo de su constituci�n primitiva y el camino que ha recorrido hacia el extremo l�mite de la corrupci�n. Se�alar�a de qu� manera ese deseo universal de reputaci�n, de honores y prerrogativas que a todos nos devora, ejercita y contrasta los talentos y las fuerzas, c�mo excita y multiplica las pasiones y c�mo al convertir a todos los hombres en concurrentes, rivales o, mejor, enemigos, origina a diario desgracias, triunfos y cat�strofes de toda especie haciendo correr la misma pista a tantos pretendientes. Demostrar�a que a este ardiente deseo de notabilidad, que a este furor de sobresalir que nos mantiene en continua excitaci�n, debemos lo que hay de mejor y peor entre los hombres, nuestras virtudes y nuestros vicios, nuestras ciencias y nuestros errores, nuestros conquistadores y fil�sofos; es decir, una multitud de cosas malas y un escaso n�mero de buenas. Probar�a, en fin, que si se ve a un pu�ado de poderosos y ricos en la cima de las grandezas y de la fortuna, mientras la muchedumbre se arrastra en la obscuridad y en la miseria, es porque los primeros no aprecian las cosas de que disfrutan sino porque los otros est�n privados de ellas, y que, sin cambiar de situaci�n, dejar�an de ser dichosos si el pueblo dejara de ser miserable. Pero todos estos detalles constituir�an por s� solos la materia de una obra considerable en la cual se pesaran las ventajas e inconvenientes de toda forma de gobierno con relaci�n al estado natural y en la que se descubrieran los diferentes aspectos bajo los cuales se ha manifestado hasta hoy la desigualdad y podr�a manifestarse en los siglos futuros seg�n la naturaleza de los gobiernos y las mudanzas que el tiempo introducir� en ellos necesariamente. Se ver�a a la multitud oprimida en el interior por una serie de medidas que ella misma hab�a adoptado para protegerse contra las amenazas del exterior; se ver�a agravarse continuamente la opresi�n sin que los oprimidos pudieran saber nunca cu�ndo tendr�a t�rmino ni qu� medio leg�timo les quedaba para detenerla; ver�anse los derechos de los ciudadanos y las libertades nacionales extinguirse poco a poco, y las reclamaciones de los d�biles tratadas de murmullos de sediciosos; ver�ase a la pol�tica restringir el honor de defender la causa com�n a una porci�n mercenaria del pueblo, de donde se ver�a salir la necesidad de impuestos, y al labrador agobiado abandonar su campo, aun en tiempo de paz, y dejar el arado para ce�ir la espada; ver�anse nacer las funestas y caprichosas reglas del honor; ver�anse a los defensores de la patria mudarse tarde o temprano en sus enemigos y tener sin cesar un pu�al alzado sobre sus conciudadanos, y llegar�a un tiempo en que se oir�a a �stos decir al opresor de su pa�s: Pectore si fratris gladium juguloque parentis Condere me jubeas, gravidaeque in viscera partu Conjugis, invita peragam tamen omnia dextra (38). LUCANO, lib. I, v. 376. De la extrema desigualdad de las condiciones y de las fortunas; de la diversidad de las pasiones y de los talentos; de las artes in�tiles, de las artes perniciosas, de las ciencias fr�volas, saldr�a muchedumbre de prejuicios igualmente contrarios a la raz�n, a la felicidad y a la virtud; ver�ase a los jefes fomentar, desuni�ndolos, todo lo que puede debilitar a hombres unidos, todo lo que puede dar a la sociedad un aspecto de concordia aparente y sembrar im germen de discordia real, todo cuanto puede inspirar a los diferentes �rdenes una desconfianza mutua y un odio rec�proco por la oposici�n de sus derechos y de sus intereses, y fortificar por consiguiente el poder que los contiene a todos. Del seno de estos des�rdenes y revoluciones, el despotismo, levantando por grados su odiosa cabeza y devorando cuanto percibiera de bueno y de sano en todas las partes del Estado, llegar�a en fin a pisotear las leyes y el pueblo y a establecerse sobre las ruinas de la rep�blica. Los tiempos que precedieran a esta �ltima mudanza ser�an tiempos de trastornos y, calamidades; mas al cabo todo ser�a devorado por el monstruo, y los pueblos ya no tendr�an ni jefes ni leyes, sino tiranos. Desde este instante dejar�a de hablarse de costumbres y de virtud, porque donde reina el despotismo, cui ex honesto nulla est spes (39) no sufre ning�n otro amo; tan pronto como habla, no hay probidad ni deber alguno que deba ser consultado, y la m�s ciega obediencia es la �nica virtud que les queda a los esclavos. �ste es el �ltimo t�rmino de la desigualdad, el punto extremo que cierra el c�rculo y toca el punto de donde hemos partido. Aqu� es donde los particulares vuelven a ser iguales, porque ya no son nada y porque, como los s�bditos no tienen m�s ley que la voluntad de su se�or, ni el se�or m�s regla que sus pasiones, las nociones del bien y los principios de la justicia se desvanecen de nuevo; aqu� todo se reduce a la sola ley del m�s fuerte, y, por consiguiente, a un nuevo estado de naturaleza diferente de aquel por el cual hemos empezado, en que este �ltimo era el estado natural en su pureza y otro es el fruto de un exceso de corrupci�n. Pero tan poca diferencia hay, por otra parte, entre estos dos estados, y de tal modo el contrato de gobierno ha sido aniquilado por el despotismo, que el d�spota s�lo es el amo mientras es el m�s fuerte, no pudiendo reclamar nada contra la violencia tan pronto como es expulsado. El mot�n que acaba por estrangular o destrozar al sult�n es un acto tan jur�dico como aquellos por los cuales �l dispon�a la v�spera misma de las vidas y de los bienes de sus s�bditos. S�lo la fuerza le sosten�a; la fuerza sola le arroja. Todo sucede de ese modo conforme al orden natural, y cualquiera que sea el suceso de estas cortas y frecuentes revoluciones, nadie puede quejarse de la injusticia de otro, sino solamente de su propia imprudencia o de su infortunio. Descubriendo y recorriendo los caminos olvidados que han debido de conducir al hombre del estado natural al estado civil; restableciendo, junto con las posiciones intermedias que acabo de se�alar, las que el tiempo que me apremia me ha hecho suprimir o la imaginaci�n no me ha sugerido, el lector atento quedar� asombrado del espacio inmenso que separa esos dos estados. En esta lenta sucesi�n de cosas hallar� la soluci�n de una infinidad de problemas de moral y de pol�tica que los fil�sofos no pueden resolver. Viendo que el g�nero humano de una �poca no era el mismo que el de otra, comprender� la raz�n por la cual Di�genes no encontraba al hombre que buscaba, y es porque buscaba un hombre de un tiempo que ya no exist�a. Cat�n, pensar�, pereci� con Roma y la libertad porque no era hombre de su siglo, y el m�s grande entre los hombres no hizo m�s que asombrar a un mundo que hubiera gobernado quinientos a�os antes. En una palabra: explicar� c�mo el alma y las pasiones humanas, alter�ndose insensiblemente, cambian, por as� decir, de naturaleza; por qu� nuestras necesidades y nuestros placeres mudan de objetos con el tiempo; por qu�, desapareciendo por grados el hombre natural, la sociedad no aparece a los ojos del sabio m�s que como un amontonamiento de hombres artificiales y pasiones ficticias, que son producto de todas esas nuevas relaciones y que carecen de un verdadero fundamento en la naturaleza. Lo que la reflexi�n nos ense�a sobre todo eso, la observaci�n lo confirma plenamente: el hombre salvaje y el hombre civilizado difieren de tal modo por el coraz�n y por las inclinaciones, que aquello que constituye la felicidad suprema de uno reducir�a al otro a la desesperaci�n. El primero s�lo disfruta del reposo y de la libertad, s�lo pretende vivir y permanecer ocioso, y la ataraxia misma del estoico no se aproxima a su profunda indiferencia por todo lo dem�s. El ciudadano, por el contrario, siempre activo, suda, se agita, se atormenta incesantemente buscando ocupaciones todav�a m�s laboriosas; trabaja hasta la muerte, y aun corre a ella para poder vivir, o renuncia a la vida para adquirir la inmortalidad; adula a los poderosos, a quienes odia, y a los ricos, a quienes desprecia, y nada excusa para conseguir el honor de servirlos; al�base altivamente de su protecci�n y se envanece de su bajeza; y, orgulloso de su esclavitud, habla con desprecio de aquellos que no tienen el honor de compartirla. �Qu� espect�culo para un caribe los trabajos penosos y envidiados de un ministro europeo! �Cu�ntas crueles muertes preferir�a este indolente salvaje al horror de semejante vida, que frecuentemente ni siquiera el placer de obrar bien dulcifica! Mas para que comprendiese el objeto de tantos cuidados ser�a necesario que estas palabras de poder�o y reputaci�n tuvieran en su esp�ritu cierto sentido; que supiera que hay una especie de hombres que tienen en mucha estima las miradas del resto del mundo, que saben ser felices y estar contentos de s� mismos gui�ndose m�s por la opini�n ajena que por la suya propia. Tal es, en efecto, la verdadera causa de todas esas diferencias; el salvaje vive en s� mismo; el hombre sociable, siempre fuera de s�, s�lo sabe vivir seg�n la opini�n de los dem�s, y, por as� decir, s�lo del juicio ajeno deduce el sentimiento de su propia existencia. No entra en mi objeto demostrar c�mo nace de tal disposici�n la indiferencia para el bien y para el mal, al tiempo que se hacen tan bellos discursos de moral; c�mo, reduci�ndose todo a guardar las apariencias, todo se convierte en cosa falsa y fingida: honor, amistad, virtud, y frecuentemente hasta los mismos vicios, de los cuales se halla al fin el secreto de glorificarse; c�mo, en una palabra, preguntando a los dem�s lo que somos y no atrevi�ndonos nunca a interrogarnos a nosotros mismos, en medio de tanta filosof�a, de tanta humanidad, de tanta civilizaci�n y m�ximas sublimes, s�lo tenemos un exterior fr�volo y enga�oso, honor sin virtud, raz�n sin sabidur�a y placer sin felicidad. Tengo suficiente con haber demostrado que �se no es el estado original del hombre y que s�lo el esp�ritu de la sociedad y la desigualdad que �sta engendra mudan y alteran todas nuestras inclinaciones naturales. He intentado explicar el origen y el desarrollo de la desigualdad, la fundaci�n y los abusos de las sociedades pol�ticas, en cuanto estas cosas pueden deducirse de la naturaleza del hombre por las solas luces de la raz�n e independientemente de los dogmas sagrados, que otorgan a la autoridad soberana la sanci�n del derecho divino. De esta exposici�n se deduce que la desigualdad, siendo casi nula en el estado de naturaleza, debe su fuerza y su acrecentamiento al desarrollo de nuestras facultades y a los progresos del esp�ritu humano y se hace al cabo leg�tima por la instituci�n de la propiedad y de las leyes. Ded�cese tambi�n que la desigualdad moral, autorizada �nicamente por el derecho positivo, es contraria al derecho natural siempre que no concuerda en igual proporci�n con la desigualdad f�sica, distinci�n que determina de modo suficiente lo que se debe pensar a este respecto de la desigualdad que reina en todos los pueblos civilizados, pues va manifiestamente contra la ley de la naturaleza, de cualquier manera que se la defina, que un ni�o mande sobre un viejo, que un imb�cil dirija a un hombre discreto y que un pu�ado de gentes rebose de cosas superfluas mientras la multitud hambrienta carece de lo necesario. Notas 1. Refiere Herodoto que despu�s del asesinato del falso Esmerdis, habi�ndose reunido los siete libertadores de Persia para deliberar sobre la forma de gobierno que dar�an al Estado, Otanes se manifest� decididamente por la rep�blica, opini�n extraordinaria en boca de un s�trapa, pues, aparte la pretensi�n que tuviera del trono, los poderosos temen m�s que a la muerte un sistema de gobierno que los fuerce a respetar a los hombres. Como puede suponerse, Otanes no fue escuchado, y viendo que se iba a proceder a la elecci�n de un monarca, �l, que no quer�a ni obedecer ni mandar, cedi� voluntariamente a los otros su derecho a la corona, pidiendo por toda compensaci�n ser libre e independiente, �l y toda su posteridad, lo que le fue concedido. Aunque Herodoto no nos dijera cu�l fue la restricci�n que se le puso a ese privilegio, ser�a necesario suponerla; de otro modo, Otanes, no reconociendo ninguna especie de ley y no teniendo que rendir cuentas a nadie, habr�a sido omnipotente y m�s poderoso que el mismo rey. Pero no es presumible que un hombre capaz de contentarse en tal caso con semejante privilegio fuera capaz de abusar de �l. En efecto: no se ha visto que ese derecho haya causado nunca ninguna perturbaci�n en el reino, ni por parte del sabio Otanes ni por parte de sus descendientes. 2. Tarquino el Soberbio (Lucius Tarquinius Superbus), s�ptimo y �ltimo rey de Roma. Seg�n la tradici�n, Tarquino consigui� ser nombrado rey por la violencia y el asesinato, y su reinado fue una oprobiosa tiran�a. Su hijo Sexto viol� a Lucrecia, mujer de Colatino, sobrino de Tarquino el Soberbio. Colatino y su amigo Bruto juraron vengar el ultraje, y consiguieron que Tarquino fuera destronado y su familia desterrada. Tarquino huy� de Roma y fue proclamada la Rep�blica hacia el a�o 509 a. de J. C. 3. Desde mi primer paso me apoyo confiadamente en una de esa autoridades respetables para los fil�sofos, porque proceden de una raz�n s�lida y sublime que ellos solos saben hallar y comprender. �Por mucho inter�s que tengamos en conocernos a nosotros mismos, yo no s� si no conocemos mejor aquello que no somos. Provistos por la naturaleza de �rganos destinados �nicamente a nuestra conservaci�n, s�lo los empleamos en recibir las impresiones exteriores; tratamos solamente de exteriorizarnos, de existir fuera de nosotros. Demasiado ocupados en multiplicar las funciones de nuestros sentidos y aumentar la dimensi�n exterior de nuestro ser, raramente hacemos uso de ese sentido interior que nos reduce a nuestras verdaderas dimensiones y que separa de nosotros lo que nos es extra�o. Sin embargo, de este sentido tenemos que servirnos si queremos conocernos; �l es el �nico por el cual podemos juzgarnos. Pero, �c�mo dar a ese sentido toda su actividad y toda su extensi�n?; �c�mo apartar nuestra alma, en la cual reside, de todas las ilusiones de nuestro esp�ritu? Hemos perdido el h�bito de emplearla; ha permanecido sin ejercicio en medio del tumulto de nuestras sensaciones corporales y se ha desecado por el fuego de nuestras pasiones; el coraz�n, el esp�ritu, los sentidos, todo ha trabajado contra ella.� (HIST. NAT., De la naturaleza del hombre.) 4. He aqu� en qu� t�rminos estaba concebida la cuesti�n propuesta por la Academia de Dijon: Cu�l es el origen de la desigualdad entre los hombres y si est� autorizada por la ley natural. El DISCURSO de Rousseau no obtuvo el premio, que fue concedido a un abate Talbert. 5. �Aprende lo que Dios quiso que fueses y en qu� puesto te ha colocado dentro de la sociedad.� 6. Nombre de un paseo de Atenas donde, pase�ndose, daba Arist�teles sus lecciones. Por eso se los llam� a �l y a sus disc�pulos �peripat�ticos�, palabra originaria del verbo griego [peripat�o] �pasear�. 7. Los cambios que ha podido determinar en la conformaci�n del hombre la larga costumbre de andar en dos pies, las semejanzas que se observan todav�a entre sus brazos y las patas anteriores de los cuadr�pedos, y la consecuencia sacada de su modo de andar, han podido sugerir dudas sobre cu�l pod�a ser en nosotros el m�s natural. Todos los ni�os empiezan por andar a cuatro pies, y necesitan de nuestro ejemplo y de nuestras lecciones para aprender a sostenerse de pie. Hay incluso pueblos salvajes, como los hotentotes, que, abandonando casi por completo a sus hijos, los dejan andar tanto tiempo con las manos, que luego apenas pueden enderezarlos. Igual sucede con los hijos de los caribes. Hay adem�s varios ejemplos de hombres cuadr�pedos, y yo puedo citar, entre otros, el de un ni�o hallado en 1344 cerca de Hesse, donde hab�a sido alimentado por lobos, y que despu�s dec�a, en la corte del pr�ncipe Enrique, que si s�lo hubiera tenido que contar con su deseo, hubiese preferido volver entre ellos que vivir entre los hombres. De tal modo se hab�a habituado a caminar como aquellos animales, que fue preciso ponerle piezas de madera que le obligaban a tenerse derecho y en equilibrio sobre sus dos pies. Lo mismo ocurri� con el ni�o hallado en 1604 en los bosques de Lituania y que viv�a entre los osos. No daba, dice Condillac, ninguna muestra de raz�n; andaba con pies y manos, carec�a de lenguaje articulado y s�lo profer�a unos sonidos que en nada se parec�an a los de un hombre. El peque�o salvaje de Hann�ver que hace varios a�os fue conducido a la corte de Inglaterra pasaba las penas del Purgatorio para acostumbrarse a caminar en dos pies, y en 1719 se encontr� en los Pirineos a otros dos salvajes que corr�an por las monta�as como cuadr�pedos. En cuanto a la objeci�n que pod�a hacerse de que eso es privarle del uso de las manos, con las cuales tantas ventajas obtenemos, adem�s de que el ejemplo de los monos demuestra que la mano puede emplearse de dos maneras, eso probar�a solamente que el hombre puede dar a sus miembros un empleo m�s c�modo que el de la naturaleza y no que la naturaleza haya destinado al hombre a andar de modo distinto al que ella le ense�a. Pero me parece que hay mejores razones para sostener que el hombre es b�pedo. En primer lugar, aunque se demostrara que pudo estar al principio conformado de manera distinta a como hoy le vemos, y transformarse luego como es, eso no ser�a suficiente para afirmar que haya sucedido as�, porque, despu�s de haber demostrado la posibilidad de ese cambio, ser�a preciso todav�a, antes de admitirlo, demostrar su verosimilitud. Adem�s, si los brazos del hombre parecen haber podido servirle de piernas en caso necesario, �sa es la �nica observaci�n favorable a esa hip�tesis, contra gran n�mero de otras que la contradicen. Las principales son que, dada la manera como el hombre tiene unida la cabeza al cuerpo, en lugar de dirigir su mirada horizontalmente, como todos los dem�s animales, y como �l mismo la dirige andando de pie, hubiera tenido los ojos, caminando a cuatro pies, directamente fijados hacia el suelo, situaci�n muy poco favorable para la conservaci�n del individuo; que la cola, de que carece y que para nada necesita marchando a dos pies, es �til a los cuadr�pedos, ninguno de los cuales est� privado de ella; que los senos de la mujer, perfectamente colocados para un b�pedo que tiene que tener en brazos a su hijo, estar�an tan mal en un cuadr�pedo, que ninguno los tiene de esa manera; que siendo las piernas de una excesiva altura en proporci�n con los brazos, por lo cual nos arrastramos sobre las rodillas si andamos a cuatro pies, hubiera hecho del hombre un animal desproporcionado y de inc�modo andar; que si hubiera sentado el pie como las manos, de plano, hubiese tenido en la pierna una articulaci�n menos, que los otros animales, a saber, la que une el metatarsiano con la tibia, y que pisando s�lo con la punta del pie, como parece hubiera tenido que hacer, el tarso, sin hablar de los muchos huesos que lo componen, parece demasiado grande para ocupar el lugar del metatarsiano, y sus articulaciones con el metatarso y la tibia demasiado aproximadas para dar a la pierna humana en esta situaci�n la misma flexibilidad que tienen las de los cuadr�pedos. El ejemplo de los ni�os tomado en una edad en que las fuerzas naturales no est�n a�n desarrolladas ni los miembros fortalecidos, nada dice, pues tambi�n podr�a decir yo que los perros no est�n destinados a caminar porque s�lo se arrastran algunas semanas despu�s de su nacimiento. Los hechos particulares tienen todav�a poca fuerza contra la pr�ctica universal de todos los hombres, incluso de naciones que, por no haber tenido con otras ninguna comunicaci�n, nada podr�an haber imitado de ellas. Un ni�o abandonado en un bosque antes de que pudiera andar y amamantado por una bestia seguir� el ejemplo de su nodriza ejercit�ndose en andar como ella; la costumbre le dar� facilidades que no habr� recibido de la naturaleza, y as� como ciertos mancos llegan a fuerza de ejercicios a poder hacer con los pies todo lo que hacemos con nuestras manos, llegar� en fin a emplear las manos como los pies. 8. Si se hallase entre mis lectores alg�n f�sico bastante malo para ponerme reparos sobre la suposici�n de esta fertilidad natural de la tierra, me adelanto a contestarlo con el siguiente pasaje: �Como los vegetales sacan para su nutrici�n mucha m�s substancia del aire y del agua que de la tierra, sucede que al pudrirse devuelven a la tierra m�s que de ella han sacado; por otra parte, los bosques atraen las lluvias deteniendo los vapores. As�, en un bosque que se conservara virgen largo tiempo, la capa de tierra que sirve para la vegetaci�n aumentar�a considerablemente; pero como los animales restituyen a la tierra menos de lo que sacan de ella y los hombres consumen enormes cantidades de madera para el fuego y otros usos, se deduce que la capa de tierra vegetal de un pa�s habitado debe disminuir continuamente y convertirse en fin en un terreno como el de la Arabia P�trea y tantas otras provincias de Oriente, que es, en efecto, el clima habitado desde tiempo m�s remoto y en el que s�lo se encuentra sal y arena, porque la sal fija de las plantas y animales queda, mientras las otras partes se volatilizan.� (HIST. NAT., Pruebas de la teor�a de la tierra, art. 7.�) Puede a�adirse a esto la prueba pr�ctica de la cantidad de �rboles y plantas de todo g�nero de que estaban cubiertas casi todas las islas desiertas descubiertas en estos �ltimos siglos y el hecho que refiero la historia de los inmensos bosques talados por toda la tierra a medida que se poblaba o civilizaba. Sobre esto har� todav�a las tres observaciones siguientes: la primera, que si hay una especie de vegetales que pueden compensar el consumo de materia vegetal hecho por los animales, seg�n el razonamiento de Buff�n, son los �rboles especialmente, cuyas copas y hojas atraen y se apropian mayor cantidad de agua y de vapores que las otras plantas; la segunda, que la destrucci�n del suelo, es decir, de la substancia necesaria para la vegetaci�n, debe acelerarse en la proporci�n en que la tierra es m�s cultivada, y que los habitantes m�s industriosos consumen en mayor abundancia sus productos de toda especie; la tercera y la m�s importante observaci�n es que los frutos de los �rboles proporcionan al animal una alimentaci�n m�s abundante que los dem�s vegetales, experiencia que he hecho yo mismo comparando los productos de dos terrenos iguales en extensi�n y calidad, uno cubierto de casta�os y el otro sembrado de trigo. 9. Entre los cuadr�pedos, las dos distinciones m�s universales de las especies veraces se derivan, una, de los dientes, y la otra, de la conformaci�n del intestino. Los animales que s�lo viven de vegetales tienen todos los dientes planos, como el caballo, el buey, el, carnero, la liebre; pero los voraces los tienen puntiagudos, como el gato, el perro, el lobo, el zorro. En cuanto a los intestinos, los frug�voros tienen algunos, como el colon, que no se encuentran en los animales voraces. Parece, pues, que el hombre, que tiene los dientes y los intestinos como los animales frug�voros, deb�a ser naturalmente clasificado en esta clase, y no s�lo confirman esta opini�n las observaciones anat�micas, sino hasta los monumentos de la antig�edad le son muy favorables. �Dicearca -escribe San Jer�nimo- refiere en sus libros sobre las antig�edades griegas que bajo el reinado de Saturno, cuando la tierra todav�a era f�rtil por s� misma, ning�n hombre com�a carne, sino que todos se alimentaban de frutas y de legumbres que crec�an naturalmente.� (Libro II, adv. Jovinian.) Esta opini�n puede ser apoyada con los relatos de varios viajeros modernos. Francisco Correal refiere, entre otros, que la mayor parte de los habitantes de las islas Lucayas, que los espa�oles transportaron a las islas de Cuba, Santo Domingo y otras, murieron por haber comido carne. Por aqu� se ve que prescindo de razones que pod�a hacer valer, porque, siendo la presa casi la �nica causa de combate entre animales carniceros, y viviendo los frug�voros entre s� en una paz continua, si la raza humana es de este �ltimo g�nero, es claro que hubiera tenido m�s facilidad para subsistir en el estado natural, menos necesidad y motivo para salir de �l. 10. Pueblo de guerreros dominando sobre una masa de 290.000 ilotas y rodeado de otros pueblos fuertes y agresivos, los ciudadanos de esparta quer�an que sus hijos fueran como ellos aguerridos y valerosos. Cuando nac�a un ni�o, los ancianos le examinaban inmediatamente, y si le hallaban d�bil o mal constituido, se le conduc�a al monte Taigeto, donde era abandonado. 11. Todos los conocimientos que exigen reflexi�n, todos aquellos que no se consiguen sino por el encadenamiento de las ideas y s�lo se perfeccionan sucesivamente, parecen hallarse fuera del alcance del hombre salvaje, que carece de comunicaci�n con sus semejantes, es decir, del instrumento que sirve para esta comunicaci�n y de las necesidades que la hacen necesaria. Su saber y su industria se reducen a saltar, correr, batirse, lanzar piedras, trepar por los �rboles. Pero si s�lo sabe estas cosas, las conoce en cambio mucho mejor que nosotros, que no tenemos de ellas la misma necesidad, y como dependen �nicamente del ejercicio del cuerpo y no son susceptibles de ninguna comunicaci�n ni progreso de un individuo a otro, el primer hombre ha podido ser tan h�bil como sus �ltimos descendientes. Los relatos de los viajeros est�n llenos de ejemplos de la fuerza y vigor de los hombres en las naciones b�rbaras y salvajes. En ellos no se alaba menos su agilidad que su ligereza, y como para observar esas cosas s�lo se necesitan ojos, nada impide que se d� fe a lo que certifican esos testigos oculares. Al azar saco algunos ejemplos de los primeros libros que tengo a mano: �Los hotentotes -dice Kolben- entienden la pesca mejor que los europeos del Cabo. Su habilidad es la misma con la red, el anzuelo o el arp�n, igual en las bah�as que en los r�os. No menos h�bilmente cogen los peces con la mano. En la nataci�n poseen una destreza incomparable. Su manera de nadar tiene algo de sorprendente y exclusivo. Nadan con el cuerpo derecho y las manos fuera del agua, de modo que parecen caminar por la tierra. En la mayor agitaci�n del mar y cuando las olas forman monta�as, danzan en cierto modo sobre el dorso de las olas, subiendo y bajando como pedazos de corcho.� �Los hotentotes -a�ade el mismo autor- tienen una sorprendente agilidad para la caza, y la velocidad de su carrera excede a la imaginaci�n.� Se extra�a de que no hagan con m�s frecuencia mal uso de su agilidad, cosa que sucede, sin embargo, como puede verse por el ejemplo que �l presenta: �Un marinero holand�s, al desembarcar en El Cabo, encarg� a un hotentote -dice- que lo siguiera a la ciudad con un rollo de tabaco de cerca de veinte libras. Cuando se hallaron a cierta distancia de la gente, el hotentote pregunt� al marinero si sab�a correr. ��Correr? -contest� el marinero-; s�, ya lo creo.� �Vamos a verlo� -replic� el africano, y, huyendo con el tabaco, desapareci� casi al instante. El marinero, admirado de esta extraordinaria velocidad, desisti� de perseguirlo y no volvi� a ver ni su tabaco ni al que lo llevaba.� �Tienen tan r�pida la mirada y tan certera la mano, que los europeos no les alcanzan. A cien pasos hacen blanco de una pedrada en una moneda de dos c�ntimos, y lo m�s sorprendente es que, en vez de fijar como nosotros la mirada en el blanco, hacen movimientos y contorsiones continuamente. Parece como si una mano invisible condujera la piedra.� El padre Del Tertre dice sobre los salvajes de las Antillas m�s o menos las mismas cosas que acaban de leerse sobre los hotentotes del Cabo de Buena Esperanza. Alaba especialmente su punter�a para cazar con flecha los p�jaros al vuelo y su habilidad para coger a nado los peces. Los salvajes de la Am�rica septentrional no son menos c�lebres por su fuerza y su destreza. He aqu� un ejemplo que permitir� juzgar las de los indios de la Am�rica meridional: En 1746, un indio de Buenos Aires, habiendo sido condenado a galeras en C�diz, propuso al gobernador rescatar su libertad exponiendo su vida en una fiesta p�blica. Prometi� atacar s�lo al toro m�s furioso sin otra arma en la mano que una cuerda, que lo echar�a a tierra, que lo atar�a por cualquier parte que se le se�alara, que lo ensillar�a, lo enfrenar�a, lo montar�a y montado de esa manera combatir�a contra otros dos toros de los m�s furiosos que se hicieran salir del toril, y que los matar�a en el momento que se le mandase y sin ayuda de nadie. Le fue concedido. El indio mantuvo su palabra y llev� a cabo cuanto hab�a prometido. Sobre la manera como lo hizo y los detalles del combate puede consultarse el primer tomo de las Observaciones sobre la historia natural, de Gautier, de donde ha sido sacado este ejemplo. 12. La duraci�n de la vida de los caballos -dice Buff�n- es, como en todas las dem�s especies de animales, proporcionada a la duraci�n del tiempo de su desarrollo. El hombre, cuyo desarrollo dura catorce a�os, puede vivir seis o siete veces m�s, es decir, noventa o cien a�os. Los ejemplos que pueden presentarse contrarios a esta regla son tan raros, que no pueden ser considerados como una excepci�n de la cual pudieran sacarse algunas consecuencias. Y como el crecimiento de los caballos ordinarios es de menor duraci�n que el de los caballos finos, viven tambi�n menos tiempo y son viejos desde los quince a�os.� (HISTORIA NATURAL, Del caballo.) 13. Creo ver entre los animales carniceros y frug�voros una diferencia m�s general todav�a que la se�alada en la nota 10�, puesto que esa diferencia se extiende hasta los p�jaros. Consiste en el n�mero de hijos, que no excede nunca de dos en cada parto en las especies que s�lo viven de vegetales y que ordinariamente pasa de ese n�mero en los animales voraces. F�cil es a este respecto conocer la voluntad de la naturaleza por el n�mero de las mamas, que s�lo son dos en cada hembra de la primer especie, como la yegua, la vaca, la cabra, la cierva, la oveja, etc., y siempre seis u ocho en las otras hembras, como la perra, la gata, la loba, el tigre hembra, etc�tera. La gallina, la pata, la oca, aves voraces; el �guila y las hembras del gavil�n y del mochuelo ponen tambi�n y empollan gran n�mero de huevos, lo que no sucede nunca con la paloma, la t�rtola y otras aves que s�lo se alimentan con granos, las cuales no ponen ni empollan m�s de dos huevos cada vez. La raz�n que puede darse de esta diferencia es que los animales que viven s�lo de hierbas y plantas, permaneciendo casi todo el d�a en los pastos y teniendo que emplear mucho tiempo en alimentarse, no podr�an dedicarse a amamantar muchas cr�as; en vez que los voraces, comiendo en un momento, pueden m�sf�cilmente y con mayor frecuencia atender a sus peque�uelos y a la caza y reparar tan gran cantidad de leche. Claro que podr�an hacerse a esto muchos reparos, pero �sta no es la ocasi�n; tengo suficiente con haber demostrado en esta parte el sistema m�s general de la naturaleza, sistema que suministra una nueva raz�n para sacar al hombre de la clase de los carniceros y clasificarlo entre las especies frug�voras. 14. Puede haber algunas excepciones, como, por ejemplo, ese animal de la provincia de Nicaragua, parecido a un zorro, que tiene los pies como las manos de un hombre y que, seg�n Correal, tiene en el vientre una bolsa donde la madre mete a sus peque�uelos cuando se ve en la necesidad de huir. Es, sin duda, el mismo animal que llaman en M�jico tlacuatzin, a cuya hembra atribuye Laet una bolsa parecida y para el mismo uso. Estos datos imprecisos deben de referirse indudablemente al canguro, mam�fero marsupial de Australia, que llega a alcanzar, erguido sobre sus patas traseras, hasta dos metros de altura; sus miembros anteriores son muy cortos, mientras que los posteriores, mucho m�s robustos, tienen m�s del doble de longitud, por lo que corre a brincos. Las hembras de estos animales tienen, en efecto, una especie de bolsa sobre el vientre, en la cual recogen a los peque�uelos en caso de peligro. -Nicaragua estaba todav�a en tiempo de Rousseau bajo la dominaci�n espa�ola, formando una provincia de la capitan�a general de Guatemala. En 1821 conquist� su independencia. 15. Calculando un autor c�lebre los bienes y los males de la existencia y comparando las dos sumas, ha encontrado que la �ltima exced�a en mucho a la primera, y que, bien mirado, la vida constitu�a un mal presente para el hombre. No me sorprende su conclusi�n. Ha deducido sus razonamientos de la constituci�n del hombre civil; si se hubiera remontado hasta el hombre natural, puede creerse que hubiera hallado resultados muy diferentes, que hubiese visto que el hombre no sufre sino aquellos males que �l mismo se procura y que hubiera justificado a la naturaleza. No sin trabajo hemos llegado a ser tan desgraciados. Cuando por un lado se consideran los inmensos esfuerzos de los hombres, tantas ciencias profundizadas, tantas antes inventadas, tantas fuerzas empleadas, abismos colmados, monta�as allanadas, r�os canalizados, tierras roturadas, lagos dragados, pantanos desecados, construcciones enormes en la tierra, el mar cubierto de barcos y marineros; y por otro se inquieren con un poco de reflexi�n cu�les son las verdaderas ventajas que de todo eso han resultado para la felicidad de la especie humana, no se puede menos de quedar asombrado de la enorme desproporci�n que existe entre ambas cosas y deplorar la ceguera del hombre, que, por satisfacer su insensato orgullo y no s� qu� vana admiraci�n de s� mismo, corre ardientemente tras de todas las miserias de que es susceptible y que la benigna naturaleza hab�a tenido cuidado de apartar de �l. Los hombres son perversos; una triste y continua experiencia dispensa la prueba. Sin embargo, el hombre es naturalmente bueno; creo haberle demostrado. �Qu� puede, pues, haberle pervertido sino los cambios ocurridos en su constituci�n, los progresos que ha realizado y los conocimientos que ha adquirido? Adm�rese cuanto se quiera la sociedad humana, pero no ser� menos cierto que lleva necesariamente a los hombres a odiarse entre s� a medida que sus intereses se encuentran, a prestarse en apariencia mutuos servicios y hacerse en realidad todo el da�o imaginable. �Qu� se puede pensar de un trato en el cual la raz�n de cada particular le dicta a �ste principios completamente opuestos a aquellos que la raz�n p�blica aconseja al cuerpo de la sociedad, y en el que cada uno encuentra su provecho en la desgracia ajena? No existe acaso ning�n hombre acomodado a quien sus �vidos herederos, y con frecuencia sus propios hijos, no deseen secretamente la muerte; ning�n barco en el mar cuyo naufragio no fuera una buena noticia para alg�n negociante; ninguna casa que no desee ver ardiendo con todos los papeles guardados en ella alg�n deudor de mala fe; ning�n pueblo que no se regocije de los desastres de sus vecinos. De modo que hallamos nuestro provecho en el da�o de nuestros semejantes, y casi siempre la desgracia de uno es causa de la prosperidad de otro. Pero lo m�s peligroso es que las calamidades p�blicas constituyen la esperanza de una multitud de particulares; unos desean que haya enfermedades; otros, mortandad; otros, guerra; otros, hambre. Yo he visto hombres horribles llorando de dolor por la promesa de un a�o f�rtil, y el grande y funesto incendio de Londres, que cost� la vida y los bienes a tantos infortunados, hizo tal vez la fortuna de diez mil personas. S� que Montaigne censura al ateniense Demades por haber hecho castigar a un obrero que, vendiendo muy caros los sarc�fagos, obten�a grandes ganancias con la muerte de los ciudadanos; pero como la raz�n que alega Montaigne es que har�a falta castigar a todo el mundo, es evidente que confirma las m�as. Pen�trese, pues, a trav�s de nuestras superficiales demostraciones de benevolencia, hasta el fondo de los corazones; reflexi�nese sobre lo que es un estado de cosas en que todos los hombres se ven forzados a acariciarse y destruirse mutuamente y donde nacen enemigos por deber y granujas por inter�s. Si se me respondo que la sociedad se halla constituida de tal modo que cada hombre gana sirviendo a los dem�s, replicar�a que estar�a muy bien si no ganase m�s perjudic�ndolos. No hay provecho leg�timo que no sea superado por el que puede obtenerse ilegalmente, y el da�o causado, al pr�jimo es siempre m�s lucrativo que los servicios. S�lo se trata, pues, de poseer el medio de asegurarse la impunidad, en lo cual emplean todas sus fuerzas los poderosos, y los d�biles toda su astucia. El hombre salvaje, cuando ha comido h�llase en paz con la naturaleza y en amistad con sus semejantes. Si alguna vez tiene que disputar a otro su alimento, no llega nunca a los golpes sin haber comparado antes la dificultad de vencer con la de hallar en otra parte su subsistencia, y como el orgullo no se mezcla en la lucha, �sta acaba en unos cuantos pu�etazos; el vencedor come, el vencido va a buscar fortuna y todo queda en paz. Pero con el hombre social la cosa es muy distinta. Tr�tase primero de proveer a lo necesario y despu�s a lo superfluo; luego vienen los placeres, y despu�s las riquezas inmensas, y despu�s los esclavos. No hay un solo momento de reposo, y lo m�s singular es que cuanto menos urgentes y naturales son las necesidades m�s aumentan las pasiones y, peor todav�a, el poder de satisfacerlas; de modo que, despu�s de prolongadas prosperidades, despu�s de haber devorado enormes tesoros y arruinado a multitud de hombres, mi h�roe acabar� por destruir todo hasta que sea el due�o del universo. Tal es el cuadro moral, si no de la vida humana, por lo menos de las pretensiones secretas del coraz�n de todo hombre civilizado. Comparad sin prevenciones el estado del hombre civil con el del hombre salvaje, e inquirid, si pod�is, cu�ntas nuevas puertas al dolor y a la muerte ha abierto el primero, adem�s de su maldad, sus necesidades y sus miserias. Si consider�is los tormentos del esp�ritu que nos consumen, las pasiones violentas que nos agobian y agotan, los excesivos trabajos de que est�n sobrecargados los pobres, la ociosidad todav�a m�s peligrosa a que se entregan los ricos, muriendo aqu�llos de privaciones y �stos de sus excesos; si pens�is en las monstruosas mezcolanzas de los alimentos, en sus perniciosos condimentos, en los g�neros corrompidos, las drogas falsificadas, los enga�os de quienes las venden, los errores de quienes las administran, en el veneno de las vasijas en que se preparan; si prest�is atenci�n a las enfermedades epid�micas engendradas por el aire corrompido por multitudes de hombres reunidos, en las que ocasionan la delicadeza de nuestra manera de vivir, el paso alternativo de nuestras habitaciones al aire libre, el uso de vestidos puestos o quitados con poca precauci�n, y todos aquellos cuidados que nuestra sensualidad excesiva ha convertido en costumbres necesarias, cuya negligencia o privaci�n nos cuesta la salud o la vida; si a�ad�s los incendios y los temblores de tierra, que, destruyendo ciudades enteras, hacen perecer por millares a sus habitantes; en una palabra: si junt�is los peligros que todas esas causas acumulan continuamente sobre nuestras cabezas, comprender�is entonces c�mo la naturaleza nos hace pagar con exceso el desprecio que hemos hecho de sus ense�anzas. No repetir� aqu� lo que en otra parte he dicho sobre la guerra; pero desear�a que las gentes instruidas quisieran u osaran dar de una vez al p�blico los detalles de los horrores que se cometen en los ej�rcitos por los proveedores de v�veres y los administradores de hospitales; se ver�a que sus maniobras, nada secretas, por las cuales se derrumban en un instante los m�s brillantes ej�rcitos, hacen perecer m�s soldados que el fuego enemigo. No es menos sorprendente el c�lculo de los hombres que el mar englute todos los a�os, sea por el hambre o el escorbuto, los piratas, el fuego o los naufragios. Es claro que hay que poner tambi�n en la cuenta de la propiedad establecida, y por consiguiente de la sociedad, los asesinatos, envenenamientos, robos en los caminos, y los castigos mismos de estos cr�menes, castigos necesarios para prevenir mayores males, pero que, costando la vida a uno o m�s seres por la muerte de un hombre, no dejan de doblar en realidad las p�rdidas de la especie humana. �Cu�ntos medios vergonzosos de impedir el nacimiento de los hombres y defraudar a la naturaleza, sea por esos gustos brutales y depravados que injurian a su m�s bella obra, gustos que jam�s conocieron ni los salvajes ni los animales y que han nacido en los pa�ses civilizados de la imaginaci�n corrompida; sea por esos abortos secretos, dignos frutos de la relajaci�n y del honor vicioso; sea por el abandono o la muerte de una multitud de ni�os, v�ctimas de la miseria de sus padres o de la b�rbara verg�enza de sus madres; sea, en fin, por la mutilaci�n de esos infortunados, una parte de cuya existencia y toda su posteridad son consagradas a vanas canciones, o, peor todav�a, a los celos brutales de algunos hombres, mutilaci�n que en este �ltimo caso es un doble ultraje a la naturaleza: por el tratamiento de quienes las sufren y por el uso a que se les destina! Pero �no hay a�n mil casos m�s frecuentes y peligrosos en que los derechos paternales ofenden abiertamente a la humanidad? �Cu�ntos talentos perdidos e inclinaciones forzadas por la imprudente violencia de los padres! �Cu�ntos hombres que se habr�an distinguido en una situaci�n conveniente mueren desgraciados y deshonrados en otra hacia la cual no sent�an inclinaci�n alguna! �Cu�ntos matrimonios felices, aunque desiguales, han sido deshechos o perturbados, y cu�ntas castas esposas deshonradas por este orden de condiciones, en contradicci�n con la naturaleza! �Cu�ntas uniones extravagantes hechas por inter�s y reprobadas por el amor y por la raz�n! �Cu�ntos esposos honestos y virtuosos sufren mutuamente su suplicio por haber sido mal casados! �Cu�ntas j�venes e infortunadas v�ctimas de la avaricia de sus familias se hunden en el vicio o pasan sus tristes d�as en l�grimas, gimiendo en unos lazos indisolubles que el coraz�n repugna y que s�lo el oro ha formado! �Felices algunas veces aquellas que el valor y la virtud misma arrancan a la existencia antes de que una b�rbara violencia las fuerce a pasarla en el crimen o en la desesperaci�n! �Perdonadme, padres y madres para siempre dignos de l�stima! Con pesar avivo vuestros sufrimientos, pero �ojal� puedan servir de ejemplo eterno y terrible a quienquiera se atreva, en nombre mismo de la naturaleza, a violar el m�s sagrado de sus derechos! Si s�lo he hablado de esas uniones mal avenidas que son obra de nuestra civilizaci�n, �cr�ese acaso que aquellas que fueron presididas por el amor y la simpat�a est�n exentas de inconvenientes? �Qu� ser�a si yo intentara presentar a la especie humana atacada en sus mismas fuentes, y hasta en el m�s sagrado de todos los v�nculos, cuando no se escucha la voz de la naturaleza sino despu�s de haber consultado la fortuna, y cuando, confundi�ndose en el desorden social los vicios y las virtudes, la continencia se convierte en una precauci�n criminal y la negativa a dar vida a un semejante en un acto de humanidad? Pero, sin desgarrar el velo que cubre tantos horrores, content�monos nosotros con indicar el mal, al cual otros deben aportar el remedio. A��dase a todo esto esa cantidad de oficios malsanos que abrevian la existencia o destruyen el organismo, tales como los trabajos en las minas, las diversas preparaciones de metales, de minerales, el plomo sobre todo; del cobre, del mercurio, del cobalto, del ars�nico, del rejalgar; esos otros oficios peligrosos que cuestan a diario la vida a muchos obreros, unos plomeros, otros carpinteros, otros alba�iles, otros trabajadores de las canteras; j�ntense, digo, todos esos objetos, y podr�n verse en el establecimiento y perfecci�n de las sociedades las razones de la disminuci�n de la especie, cosa que ya ha sido observada por m�s de un fil�sofo. El lujo, imposible de evitar entre hombres �vidos de sus propias comodidades y de la consideraci�n ajena, acaba en seguida el mal empezado por las sociedades, y, con el pretexto de dar de comer a los pobres, que no se deb�a haber hecho, empobrece al resto y despuebla el Estado pronto o tarde. El lujo es un remedio mucho peor que el mal que pretende curar, o, mejor, �l es el peor de todos los males en cualquier Estado, grande o peque�o, que, por mantener turbas de lacayos y de miserables que �l mismo ha hecho, agobia y arruina al campesino y al ciudadano, semejante a esos vientos ardientes del Mediod�a que, cubriendo la hierba y las verduras de los campos de insectos devoradores, quitan la subsistencia a los animales �tiles y llevan la penuria y la muerte a todos los lugares en que se hacen sentir. De la sociedad y del lujo que ella engendra nacen las artes liberales y mec�nicas, el comercio, las letras y todas esas inutilidades que hacen florecer la industria y enriquecen y pierden a los Estados. La raz�n de esta decadencia es muy sencilla. Es f�cil ver que, por su naturaleza, la agricultura es la menos lucrativa de todas las artes, porque siendo sus productos de los m�s indispensables para el hombre, su precio debe ser proporcionado a las facultades de los m�s pobres. Del mismo principio puede deducirse la siguiente regla: que, en general, las artes son lucrativas en raz�n inversa de su utilidad, y que las m�s necesarias son al cabo las m�s descuidadas. Por donde se ve lo que debe pensarse de las verdaderas ventajas de la industria y del efecto real que resulta de sus progresos. Tales son las causas sensibles de todas las miserias a que son lanzadas en fin por la opulencia las naciones m�s admiradas. A medida que la industria y las artes se desarrollan y florecen, el campesino, despreciado, cargado de impuestos necesarios para el mantenimiento del lujo y condenado a pasar su existencia entre el trabajo y el hambre, abandona sus tierras para buscar en las ciudades el pan que deb�a llevar a ellas. Cuanto m�s las capitales deslumbran de admiraci�n los ojos est�pidos del pueblo, m�s habr� que gemir viendo los campos abandonados, las tierras sin cultivar, los grandes caminos inundados de desgraciados ciudadanos convertidos en mendigos o salteadores y destinados a acabar un d�a su miseria en un estercolero o en el suplicio. As� es como el Estado, enriqueci�ndose por un lado, se debilita y despuebla por otro, y las m�s poderosas monarqu�as, despu�s de grandes esfuerzos para hacerse opulentas y al mismo tiempo desiertas, terminan por ser la presa de las naciones pobres, que sucumben a la funesta tentaci�n de invadirlas, y que se enriquecen y debilitan a su vez, hasta que ellas mismas sean invadidas y destruidas por otras. Expl�quesenos de una vez qu� es lo que ha podido producir esas nubes de b�rbaros que durante tantos siglos han inundado a Europa, Asia y �frica. �Eran la industria de sus artes, la sabidur�a de sus leyes, la excelencia de su vida social las causas de su prodigiosa poblaci�n? Que nuestros sabios tengan la bondad de decirnos por qu�, lejos de multiplicarse hasta ese punto, esos hombres feroces y brutales, sin luces, sin freno, sin educaci�n, no se exterminaban mutuamente a cada instante disput�ndose el alimento o la caza; que nos expliquen c�mo esos miserables han tenido el atrevimiento de mirar frente a frente a unas gentes tan h�biles como nosotros, con tan hermosa disciplina militar, tan bellos c�digos y tan sabias leyes; en fin, por qu�, despu�s que la sociedad se ha perfeccionado en los pa�ses del Norte y despu�s de tanto trabajo para ense�ar a esos hombres sus mutuos deberes y el arte de vivir agradable y apaciblemente en sociedad, no se vuelven a ver salir multitudes de hombres como en otro tiempo. Mucho me temo que no salga alguno respondi�ndome que todas esas grandes cosas, a saber: las artes, las ciencias y las leyes, han sido sabiamente inventadas por los hombres como una peste saludable para prevenir la excesiva multiplicaci�n de la especie, de miedo a que el mundo que nos est� destinado resultara al cabo harto peque�o para sus habitantes. �C�mo? �Es necesario destruir las sociedades, suprimir el tuyo y el m�o y volver a vivir en los bosques con los osos? Consecuencia al modo de mis adversarios, que me gusta tanto prever como dejarles la verg�enza de deducirla. �Oh vosotros a quienes no ha llegado la voz del cielo y que no reconoc�is a vuestra especie otro destino que el de acabar en paz esta corta vida; vosotros los que pod�is dejar en medio de las ciudades vuestras funestas adquisiciones, vuestros esp�ritus inquietos, vuestros corazones corrompidos y vuestros deseos desenfrenados! �Volved a vuestra antigua y primera inocencia, puesto que depende de vosotros; id a los bosques a perder de vista y olvidar los cr�menes de vuestros contempor�neos, y no tem�is envilecer a vuestra especie renunciando a sus luces por renunciar a sus vicios! En cuanto a los hombres como yo, cuyas pasiones han destruido para siempre la sencillez original, que no pueden ya alimentarse con hierbas y bellotas, ni prescindir de jefes ni de leyes; los que fueron honrados en su primer padre con lecciones sobrenaturales; los que ver�n en la intenci�n de dar a las acciones humanas una moralidad que no hubiesen adquirido en mucho tiempo la raz�n de un precepto indiferente en s� mismo e inexplicable en cualquier otro sistema; aquellos, en una palabra, que est�n convencidos de que la voz divina llama a todo el g�nero humano a las luces y a la felicidad de las celestiales inteligencias, todos esos intentar�n, por el ejercicio de las virtudes que se obligan a practicar aprendiendo a conocerlas, merecer el premio eterno que deben esperar; respetar�n los lazos sagrados de las sociedades de que son miembros; amar�n a sus semejantes y los servir�n con todas sus fuerzas; obedecer�n escrupulosamente a las leyes y a los hombres que son sus autores y ministros; honrar�n especialmente a los buenos y sabios pr�ncipes que sepan prevenir, remediar o atenuar esa multitud de abusos y males pronta siempre a agobiarnos; animar�n el celo de esos dignos jefes ense��ndolos sin temor ni adulaci�n la grandeza de su empresa y el rigor de sus deberes; pero no por eso dejar�n de despreciar una organizaci�n que no puede mantenerse sino mediante la ayuda de tantas gentes respetables que m�s frecuentemente se desean que se consiguen, y de la cual, a pesar de todos sus cuidados, nacen a diario m�s calamidades reales que aparentes beneficios. 16. Entre los hombres que conocemos, bien por nosotros mismos, bien por los historiadores y viajeros, unos son blancos, otros son negros, otros son rojos; unos llevan el cabello largo, otros tienen s�lo lana rizada; unos son velludos casi del todo, otros no tienen ni aun barba. Han existido y acaso existan pueblos de hombres de talla gigantesca, y, dejando de lado la f�bula de los pigmeos, que puede muy bien no ser sino pura exageraci�n, se sabe que los lapones, especialmente los groenlandeses, son de talla bastante inferior a la media del hombre. Incluso se pretende que hay pueblos enteros en que los hombres tienen cola como los cuadr�pedos. Y, sin conceder una fe excesiva a los relatos de Herodoto y Ctesias, se puede al menos sacar esta conclusi�n bastante veros�mil: que si se hubieran podido hacer buenas observaciones en esos tiempos antiguos, en que los diversos pueblos segu�an costumbres m�s distintas entre s� que hoy d�a, se hubiesen observado, tanto en la figura como en la conformaci�n del cuerpo, variaciones mucho m�s sorprendentes. Todos estos hechos, de los cuales es f�cil presentar pruebas incontestables, no pueden sorprender sino a aquellos que est�n acostumbrados a no ver m�s que los objetos que los rodean y que ignoran los poderosos efectos de las variaciones del clima, del aire, de los alimentos, de la manera de vivir, de las costumbres en general, y sobre todo la fuerza asombrosa de las mismas causas cuando obran ininterrumpidamente sobre una larga serie de generaciones. Hoy que el comercio, los viajes y las conquistas aproximan cada vez m�s a los diversos pueblos y que sus costumbres se confunden sin cesar por la frecuente comunicaci�n, se advierte que ciertas diferencias nacionales se han atenuado; as�, por ejemplo, puede observar cualquiera que los franceses actuales no tienen ya aquellos cuerpos grandes, blancos y rubios descritos por los historiadores latinos, aunque el tiempo, junto con la mezcla de francos y normandos, blancos y rubios tambi�n, hubiera debido restaurar lo que el frecuente trato con los romanos hubiese podido restar a la influencia del clima sobre la constituci�n natural y el color de los habitantes. Todas estas observaciones acerca de las diferencias que mil causas pueden producir y han producido en la especie humana me hacen dudar si diversos animales parecidos a los hombres, considerados como bestias por los viajeros sin detenido examen, o a causa de algunas diferencias en su conformaci�n exterior, o solamente por que esos animales no hablaban, no ser�an, en efecto, verdaderos hombres salvajes cuya raza, antiguamente dispersa en los bosques, no hubiera tenido ocasi�n de desarrollar ninguna de sus facultades virtuales, ni adquirir ning�n grado de perfecci�n, y se hallaba todav�a en el primitivo estado natural. Demos un ejemplo de lo que quiero decir: �Encu�ntrase en el reino del Congo -dice el traductor de la Historia de los viajes- gran n�mero de esos animales que en las Indias orientales llaman orangutanes, los cuales ocupan como un t�rmino medio entre la especie humana y los babuinos. Battel refiere que en los bosques de Mayomba, en el reino de Loango, se ven dos especies de monstruos, los m�s grandes de los cuales se llaman pongos y los otros enjocos. Los primeros tienen una semejanza exacta con el hombre, pero son mucho m�s robustos y de mayor talla. Tienen un rostro humano, pero los ojos muy hundidos; sus manos, sus mejillas, sus orejas no tienen pelo, excepto las cejas, que son muy largas. Aunque tienen el resto del cuerpo bastante velludo, el pelo no es excesivamente espeso, y su color es moreno. En fin, la �nica parte que los distingue del hombre es la pierna, que carece de pantorrilla. Andan derechos, sujet�ndose con la mano el pelo del cuello. Viven retirados en los bosques; duermen encima de los �rboles y se construyen una especie de techo que los resguarda de la lluvia. Su alimento lo constituyen las frutas o nueces silvestres; nunca comen carne. Los negros acostumbran, cuando atraviesan de noche los bosques, encender fuegos; por la ma�ana, cuando se marchan, observan que los pongos ocupan su plaza alrededor del fuego y no se retiran hasta que se apaga, pues, aunque tienen mucha habilidad, no tienen suficiente, entendimiento para entretener el fuego echando le�a. �Caminan a veces en grandes grupos y matan a los negros que cruzan los bosques. Tambi�n se arrojan sobre los elefantes que van a pastar a los sitios en que ellos se encuentran, y tanto los molestan a palos o pu�etazos, que los obligan a huir lanzando gritos. Nunca se cogen pongos vivos, porque son tan fuertes, que diez hombres no ser�an suficientes para coger a uno solo; pero los negros cogen gran n�mero de pongos j�venes despu�s de haber matado a la madre, a cuyo cuerpo el peque�o se agarra fuertemente. Cuando muere uno de estos animales, los dem�s cubren su cuerpo con un mont�n de ramas o de hojas. Purchass cuenta que en las conversaciones que hab�a tenido con Battel le hab�a o�do referir que un pongo le arrebat� mi negrito, el cual pas� un mes entero entre esos animales, pues no hacen da�o alguno a los hombres que sorprenden, por lo menos cuando �stos no los miran, como hab�a observado el negrito. Battel no ha descrito la segunda especie de esos monstruos. Dapper confirma que el Congo est� lleno de esos animales que llevan en las Indias el nombre de orangutanes, es decir, habitantes de los bosques, y que los africanos llaman quojas-morros. Este animal es tan parecido al hombre -dice-, que a algunos viajeros se los ha ocurrido pensar si pod�a haber nacido de una mujer y un mono, quimera que los mismos negros rechazan. Uno de esos animales fue transportado a Holanda y presentado al pr�ncipe de Orango Federico Enrique. Ten�a la altura de un ni�o de tres a�os y era de mediano, gordura, pero cuadrado y bien proporcionado, muy �gil y vivo, las piernas carnosas y robustas, la parte anterior del cuerpo desnuda, pero la posterior cubierta de pelo negro. A primera vista, su cara parec�a la de un hombre, pero ten�a la nariz aplastada y retorcida; sus orejas eran tambi�n como en la especie humana; los pechos, pues era hembra, redondeados; el ombligo, hundido; los hombros, bien proporcionados; las manos, divididas en dedos y pulgares; sus pantorrillas y talones, gruesos y carnosos. Andaba con frecuencia derecho sobre sus dos pies, y era capaz de alzar y llevar pesos bastante grandes. Cuando quer�a beber cog�a con una mano la tapadera y con la otra ten�a el jarro por el culo; despu�s se limpiaba graciosamente los labios. Para dormir pon�a la cabeza en un almohad�n, tap�ndose con tanta habilidad, que se le hubiera tomado por un hombre en el lecho. Los negros refieren cosas extra�as sobre este animal; aseguran que no solamente fuerza a las mujeres y a las muchachas, sino que no teme atacar a hombres armados. En una palabra: hay bastante probabilidad de que sea el s�tiro de los antiguos. Merolla habla seguramente de estos animales cuando cuenta que los negros cogen algunas veces en sus cacer�as hombres y mujeres salvajes.� Tambi�n se habla de esa especie de animales antropomorfos en el tercer tomo de la misma Historia de los viajes, bajo el nombre de begos y mandriles; mas, para no volver a las anteriores descripciones, digamos que se encuentran en la descripci�n de estos supuestos monstruos sorprendentes analog�as, con la especie humana y diferencias menores que las que pod�an se�alarse de hombre a hombre. No se hallan en estos pasajes las razones en que se fundan los autores para negar a los animales en cuesti�n el nombre de hombres salvajes; pero es f�cil comprender que es a causa de su estupidez y tambi�n porque no hablan, flojas razones para aquellos que saben que, aunque el �rgano de la palabra es natural al hombre, no lo es la palabra misma, y que conocen hasta qu� punto su perfectibilidad puede haber llevado al hombre por encima de su estado original. El esca o n�mero de l�neas que contienen esas descripciones nos permite juzgar qu� mal han sido observados esos animales y con qu� prejuicios han sido considerados. Por ejemplo: son calificados de monstruos, y, sin embargo, se conviene en que engendran. En un lugar, Battel dice que los pongos matan a los negros cuando �stos cruzan los bosques; en otro, Purchass afirma que no les hacen ning�n da�o, aun cuando los sorprendan, por lo menos si los negros no se paran a mirarlos. Los pongos se re�nen alrededor de las hogueras encendidas por los negros cuando �stos se retiran, y se marchan a su vez cuando el fuego se apaga. Este es el hecho; he aqu� ahora el comentario del observador: pues, aunque tienen mucha habilidad, no poseen entendimiento suficiente para mantener el fuego arrojando le�a. Quisiera adivinar c�mo Battel, o Purchass su compilador, ha podido saber que la retirada de los pongos es un efecto de su estupidez y no de su voluntad. En un clima como el de Loango, el fuego no es una cosa muy necesaria a los animales, y si los negros los encienden es m�s para ahuyentar a las fieras que contra el fr�o. Es, pues, muy sencillo que, despu�s de haber estado alg�n tiempo entreteni�ndose con las llamas, o luego de haberse calentado bien, los pongos se cansen de estar siempre en el mismo sitio y se marchen a buscar su alimento, que exige m�s tiempo que si comieran carne. Por otro lado, se sabe que la mayor�a de los animales son naturalmente perezosos y que se resisten a toda clase de cuidados que no son de absoluta necesidad. Parece, en fin, muy extra�o que los pongos, cuya destreza y fuerza se alaban, que saben enterrar sus muertos y construirse techos de ramas, no sepan echar le�a al fuego. Recuerdo perfectamente haber visto hacer a un mono esta misma maniobra que se pretende no pueden hacer los pongos; es verdad que mi atenci�n no estaba entonces inclinada de este lado, y que comet� igual falta que reprocho a esos viajeros, descuidando examinar si la intenci�n del mono era, en efecto, entretener el fuego o simplemente, como yo creo, imitar la acci�n de un hembra. Sea lo que fuere, est� suficientemente demostrado que el mono no es una variedad del hombre, no s�lo porque est� privado de la facultad de pensar, sino porque es evidente que su especie carece de la facultad de perfeccionarse, que constituye el car�cter espec�fico de la especie humana, experiencias que parece no haber sido hechas con suficiente atenci�n con el pongo y el orangut�n para poder sacar la misma conclusi�n. Habr�a, sin embargo, un medio por el cual, si el orangut�n y otros eran de la especie humana, los observadores menos h�biles podr�an asegurarse de ello hasta con demostraci�n pr�ctica; pero, adem�s de que no bastar�a para esta experiencia una sola generaci�n, debe pasar por impracticable, porque ser�a necesario que lo que s�lo es mera suposici�n fuera demostrado cierto antes de que la prueba corroborativa pudiera ser intentada inocentemente. Los juicios precipitados, que no son fruto de una raz�n esclarecida, est�n propensos a caer en el exceso. Nuestros viajeros convierten sin reparo en bestias, bajo el nombre de pongos, de mandriles, de orangutanes, a esos mismos seres que los antiguos, con el nombre de s�tiros, faunos y silvanos, hac�an divinidades. Tal vez, despu�s de investigaciones m�s exactas, se halle que no son ni bestias ni dioses, sino hombres. Entro tanto, me parece que debe darse la preferencia sobre estas cuestiones a Merolla, ilustrado religioso, testigo ocular y que, a pesar de su ingenuidad, no dejaba de ser un hombre de esp�ritu, que no al comerciante Battel, a Dapper, Punchass y dem�s compiladores. �Qu� juicio habr�an formulado semejantes observadores sobre el ni�o hallado en 1694, del que ya he hablado en la nota 8.�, que no daba prueba alguna de raz�n, andaba a cuatro pies, carec�a de lenguaje articulado y emit�a unos sonidos en nada parecidos a los de un hombre? Pas� mucho tiempo, contin�a el mismo fil�sofo que me refiere el hecho, antes de que pudiera proferir algunas palabras. En cuanto pudo hablar se le pregunt� sobre su primer estado, pero no recordaba mucho m�s que recordamos nosotros de lo que nos ha sucedido en la cuna. Si, desgraciadamente para �l, esta criatura hubiera ca�do en manos de nuestros viajeros, no cabe duda que, despu�s de haber observado su silencio y su estupidez, habr�an tornado el partido de dejarlo en los bosques, o bien de encerrarlo en una casa de fieras, despu�s de lo cual hubieran hablado sabiamente de �l en bonitas relaciones como de una bestia muy curiosa y que se parec�a mucho al hombre. Desde hace tres o cuatro siglos los habitantes de Europa inundan las otras partes del mundo y publican incesantemente nuevas colecciones de viajes y relatos; pero yo estoy persuadido de que los �nicos hombres que conocemos son los europeos, y aun parece, debido a los prejuicios rid�culos, que no se han extinguido ni entre las gentes de letras, que no hace cada uno, bajo el pomposo nombre de estudio del hombre, sino el estudio de los hombres de su pa�s. Los particulares van y vienen de un pueblo a otro, pero la filosof�a parece que no viaja; as�, la de un pueblo parece poco a prop�sito para otro. La raz�n de esto es manifiesta, al menos por lo que se refiere a las regiones apartadas; s�lo hay cuatro clases de hombres que realicen largos viajes: los marinos, los comerciantes, los soldados y los misioneros. Ahora bien; no puede esperarse que las tres clases primeras proporcionen buenos observadores; en cuanto a los �ltimos, ocupados en una vocaci�n sublime, aunque no estuvieran sujetos a los prejuicios de su condici�n como los otros, debe creerse que no se entregar�an voluntariamente a investigaciones que parecen de pura curiosidad y que los distraer�an de trabajos m�s importantes a que est�n destinados. Por lo dem�s, para ense�ar el Evangelio no hace falta m�s que celo, y Dios pone el resto; mas para estudiar a los hombres son precisas aptitudes que Dios no se compromete a dar a nadie y que no siempre son patrimonio de los santos. No se abre un libro de viajes en que no se vean descripciones de caracteres y costumbres; pero queda uno sorprendido viendo que esas gentes que tantas cosas han descrito no han dicho m�s que lo que ya sab�a cada cual, no han sabido advertir al otro extremo del mundo sino lo que hubieran podido observar en su propia calle, y que esos rasgos verdaderos que distinguen a los pueblos y atraen la mirada de los ojos hechos para ver han escapado casi siempre a los suyos. De aqu� ha salido ese bello principio de moral tan rebatido por la turba filosofante: que los hombres son iguales en todas partes; que, teniendo en todo lugar las mismas pasiones y los mismos vicios, es perfectamente in�til tratar de caracterizar a los diferentes pueblos; lo que est� tan bien discurrido como si se dijera que no pod�a distinguirse a Juan de Pedro porque ambos tienen nariz, boca y ojos. �No se ver�n renacer aquellos tiempos felices en que los pueblos no se mezclaban en la filosof�a, en que los Platones, los Tales y los Pit�goras, pose�dos de un ardiente deseo de sabor, emprend�an grandes viajes �nicamente para instruirse y sacudir lejos de su patria el yugo de los prejuicios nacionales, aprender a conocer a los hombres por sus semejanzas y por sus diferencias y adquirir esos conocimientos universales que no son de un siglo ni de un pa�s exclusivamente, sino que, por ser de todos los tiempos y lugares, constituyen, por as� decir, la ciencia com�n de los sabios? Se admira la munificencia de algunos curiosos que han hecho o ayudado a hacer, sin reparar en gastos, viajes en Oriente con sabios y pintores para dibujar las ruinas y descifrar o copiar las inscripciones; pero apenas concibo c�mo en un siglo en que todo el mundo se envanece de bellos conocimientos no se encuentran dos hombres cordialmente unidos, ricos uno en dinero y otro en genio, amantes de la gloria y de la inmortalidad, dispuestos a sacrificar, uno veinte mil escudos de su fortuna, otro diez a�os de su vida, en un c�lebre viaje alrededor del mundo para estudiar, no plantas y piedras, sino a los hombres y las costumbres, y que, despu�s de tantos siglos empleados en medir y estudiar la casa, se dispusieran al fin a conocer a los que la habitan. Los acad�micos que han recorrido la parte septentrional de Europa y la meridional de Am�rica ten�an por objeto visitarlas m�s como ge�metras que como fil�sofos. Sin embargo, como eran a la vez ambas cosas, no pueden mirarse como completamente desconocidas las regiones vistas y descritas por los La Condamine y los Maupertuis. El lapidario Chard�n, que ha viajado como Plat�n, no ha dejado nada por decir sobre Persia. China parece haber sido bien observada por los jesuitas. Kempfer da una idea pasable de lo poco que ha visto en el Jap�n. Fuera de estas referencias, no conocemos las Indias orientales, �nicamente frecuentadas por europeos m�s atentos a llenar sus bolsas que sus cabezas. El �frica entera, con sus numerosos habitantes, tan singulares por su car�cter como por su color, est� todav�a sin explorar. La tierra est� cubierta de naciones de las cuales no conocemos m�s que los nombres, �y pretendemos juzgar al g�nero humano! Supongamos un Montesquieu, un Buff�n, un Diderot, un Duclos, un D'Alembert, un Condillac u hombres de este temple viajando para instruir a sus compatriotas, observando y descubriendo como ellos saben hacerlo Turqu�a, Egipto, Berber�a, el imperio de Marruecos, la Guinea, el territorio de los cafres, el interior de �frica y sus costas orientales, las Malabares, el Mogol, las riberas del Ganges, los reinos de Siam, de Pegu, de Ava, la China y Tartaria, y especialmente el Jap�n; despu�s, en el otro hemisferio, M�jico, Per�, Chile, territorios magall�nicos, sin olvidar los Patagones, falsos o verdaderos; Tucum�n, Paraguay, si era posible; el Brasil, los Caribes, la Florida y todas las regiones salvajes. Este ser�a el viaje m�s importante de todos, el que habr�a que hacer con la m�s extrema atenci�n. Supongamos que estos nuevos H�rcules, de regreso de sus excursiones memorables, escribieran holgadamente la historia natural, moral y pol�tica de lo que hab�an visto; nosotros mismos ver�amos salir un mundo nuevo de su pluma y as� aprender�amos a conocer el nuestro. Digo que cuando tales observadores afirmaran que tal animal era un hombre, y de otro que era una bestia, se les podr�a creer; pero ser�a una gran simpleza conceder el mismo cr�dito a esos viajeros incultos, con los cuales se siente algunas veces la intenci�n de examinar la misma cuesti�n que ellos se meten a resolver sobre otros animales. 17. Esto me parece de la mayor evidencia y no puedo concebir de d�nde hacen nacer nuestros fil�sofos todas las pasiones que atribuyen al hombre natural. Exceptuadas las puras necesidades f�sicas, que la misma naturaleza exige, todas nuestras restantes necesidades no son tales sino por la costumbre, con anterioridad a la cual no eran tales necesidades, o por nuestros deseos, y no se desea lo que no se conoce. De aqu� se deduce que, no deseando el hombre salvaje m�s que las cosas conocidas, y no conociendo sino aquello que est� a su alcance o es f�cil de adquirir, nada debe haber tan tranquilo como su alma y tan limitado como su esp�ritu. 18. C�lebre r�o de la pen�nsula del Peloponeso, a cuya orilla se asentaba Esparta. Los espartanos, despu�s de hacer el ejercicio, corr�an llenos de sudor y de polvo a ba�arse en sus aguas. Las alusiones al Eurotas son muy frecuentes en las tradiciones de Esparta. Cu�ntase en una, como ejemplo del car�cter de las mujeres espartanas, que una de ellas, viendo a su hijo huir de un combate, le mat� con sus propias manos, exclamando: �Las aguas del Eurotas no corren para los ciervos!� 19. Encuentro en el Gobierno civil de Locke una raz�n demasiado especiosa para que me sea permitido ocultarla. �Como el fin de la uni�n entre el macho y la hembra -dice ese fil�sofo- no es simplemente el de procrear, sino el de propagar la especie, esta sociedad debe durar, aun despu�s de la procreaci�n, por lo menos tanto tiempo como es necesario para la alimentaci�n y la conservaci�n de los procreados, es decir, hasta que sean capaces de proveer por s� mismos a sus necesidades. Esta regla, que la infinita sabidur�a del Creador ha establecido sobre todas las obras de sus manos, vemos que es observada por las criaturas inferiores al hombre constantemente y con exactitud. Entre los animales que se nutren de hierba la sociedad entre el macho y la hembra no dura m�s tiempo que cada acto de ayuntamiento, porque, como las mamas de la madre son suficientes para nutrir a las cr�as hasta que �stas son capaces de comer la hierba, el macho se contenta con engendrar y no se ocupa m�s despu�s de la hembra ni de los peque�uelos, a cuya subsistencia en nada puede contribuir. Pero entre los animales carn�voros la sociedad dura m�s tiempo, a causa de que, no pudiendo la madre proveer a su propia subsistencia y a alimentar al mismo tiempo a sus cachorros con su sola presa, que es una manera de alimentarse mucho m�s laboriosa y peligrosa que la herb�vora, la asistencia del macho es indispensable para el sostenimiento de su com�n familia, si puede usarse este t�rmino, la cual, mientras no pueda ir a buscar alguna presa, no podr� subsistir sin los cuidados del macho y de la hembra. La misma cosa se observa en todas las aves, exceptuados algunos p�jaros dom�sticos que se encuentran en sitios en que la abundancia de alimento exime al macho del cuidado de alimentar a las cr�as; se ve que mientras las cr�as en sus nidos tienen necesidad del sustento, el macho y la hembra se lo llevan hasta que los peque�uelos pueden volar y proveer a su subsistencia. �Y en esto consiste, en mi opini�n, la principal, si no la �nica raz�n de por qu� el macho y la hembra, en el g�nero humano, est�n obligados a una sociedad m�s duradera que entre las dem�s criaturas. Esta raz�n es que la mujer es capaz de concebir, y ordinariamente queda de nuevo embarazada y pare un nuevo hijo mucho antes de que el precedente est� en situaci�n de poder prescindir de la ayuda de sus padres y pueda atender por s� mismo a sus necesidades. De este modo, obligado un padre a cuidar de los hijos que ha engendrado y a hacerlo por mucho tiempo, tambi�n est� en la obligaci�n de vivir en la sociedad conyugal con la misma mujer de quien los ha tenido y de permanecer en esta sociedad mucho m�s tiempo que las otras criaturas, cuyos peque�uelos pueden subsistir por s� mismos antes de que llegue la �poca de una nueva procreaci�n, y el lazo entre macho y hembra se rompe por s� mismo y uno y otro quedan en plena libertad hasta que la �poca en que acostumbran ayuntarse los animales los obligue a escoger nuevos compa�eros. En este punto no se sabr�a admirar bastante la sabidur�a del Creador, que, habiendo dado al hombre cualidades propias para proveer tanto al porvenir como al presente, ha querido y hecho de manera que la sociedad del hombre durara mucho m�s tiempo que la del macho y la hembra entre las dem�s criaturas, a fin de que la industria del hombre y de la mujer fuera m�s excitada y sus intereses m�s unidos, con objeto de hacer provisiones para sus hijos y dejarles hacienda, por no haber nada m�s perjudicial para los hijos que una uni�n incierta y vaga o una disoluci�n f�cil y frecuente de la sociedad conyugal.� El mismo amor de la verdad que me ha hecho exponer sinceramente esta objeci�n me excita a acompa�arle de algunas observaciones, si no para resolverla, al menos para aclararla. 1.� Se�alar� en primer lugar que las pruebas morales no tienen gran fuerza en materia de f�sica y que sirven m�s bien para justificar hechos existentes que para constatar la existencia real de esos hechos. Ahora bien; tal es el g�nero de pruebas que Locke aduce en el pasaje que he copiado; pues aunque pueda ser ventajoso para la especie humana que la uni�n entre el hombre y la mujer sea permanente, no se deduce que as� haya sido establecido por la naturaleza; de otro modo habr�a que decir tambi�n que ella ha instituido la sociedad civil, las artes, el comercio y cuanto se pretende ser �til a los hombres. 2.� Ignoro d�nde ha hallado Locke que entre los animales de presa la sociedad del macho y la hembra dure m�s tiempo que entre los herb�voros y que uno ayude al otro a alimentar a las cr�as, pues no se ve que el perro, el gato, el oso ni el lobo reconozcan a su hembra mejor que el caballo, el carnero, el toro, el ciervo y los dem�s animales cuadr�pedos a la suya. Parece, al contrario, que si el concurso del macho fuera necesario a la hembra para conservar sus peque�uelos, esto suceder�a sobre todo en las especies que s�lo viven de hierbas, porque la hembra necesita mucho tiempo para pastar y en este intervalo se ve forzada a descuidar sus cr�as, mientras que una osa o una loba tienen m�s tiempo para amamantar sus peque�uelos porque devoran en un instante su presa. Este razonamiento est� confirmado por el examen del n�mero relativo de mamas y de hijuelos que distingue las especies carniceras de las frug�voras, de lo que he tratado en la nota 14�. Si esta observaci�n es justa y general, como la mujer s�lo tiene dos tetas y no da existencia cada vez mas que a un hijo, �sta es una fuerte raz�n m�s para dudar que la especie humana sea naturalmente carnicera; de suerte que me parece que para llegar a la conclusi�n de Locke ser�a necesario invertir su razonamiento. No tiene m�s solidez la misma distinci�n aplicada a las aves; porque �qui�n podr� admitir que la uni�n del macho y la hembra es m�s duradera entre los buitres y los cuervos que entre las t�rtolas? Tenemos dos especies de aves dom�sticas, el pato y el pich�n, que nos dan ejemplo completamente contrario al sistema de ese autor. El pich�n, que s�lo vive de granos, sigue unido con su hembra y juntos alimentan a las cr�as. El pato, cuya voracidad es conocida, no reconoce ni a la hembra ni a sus cr�as y no ayuda en nada a su sustento, y entre los pollos, especie que no es menos carn�vora, no se ve que el gallo se preocupe poco ni mucho de la pollaz�n. Si en otras especies el macho comparte con la hembra el cuidado de alimentar los peque�uelos es porque �stos, que no pueden volar en seguida ni pueden ser amamantados por la madre, est�n en peores condiciones que los cuadr�pedos para poderse pasar sin la ayuda del padre, mientras que a estos �ltimos les basta con las mamas de la madre, por lo menos durante cierto tiempo. 3.� Hay mucha incertidumbre sobre el hecho principal que sirve de base a todo el razonamiento de Locke, porque para saber, como �l pretende, si en el puro estado natural la mujer queda por lo general embarazada de nuevo y da a luz un nuevo hijo mucho tiempo antes que el anterior pueda proveer por s� mismo a sus necesidades, har�an falta experiencias que seguramente no ha hecho Locke ni nadie puede hacer. La cohabitaci�n continua del marido y la mujer es tan propicia a exponerse a un nuevo embarazo, que es muy dif�cil creer que el ayuntamiento fortuito o el impulso �nico del temperamento produzcan efectos tan frecuentes en el puro estado natural que en el de la sociedad conyugal; esta lentitud acaso contribuir�a a hacer a los ni�os m�s robustos y podr�a ser, por otra parte, compensada por la facultad de concebir prolongada hasta una edad m�s avanzada en las mujeres que hubieran abusado menos de ella en su juventud. Respecto a los ni�os, hay bastantes razones para creer que sus fuerzas y �rganos se desarrollan m�s tarde entre nosotros que en el estado primitivo de que hablo. La debilidad original que heredan de sus padres, el cuidado que se tiene de envolver y torturar sus miembros, la molicie en que se cr�an y quiz� tambi�n el uso de leche distinta a la de su madre, todo contrar�a y retarda en ellos los primeros progresos de la naturaleza. La aplicaci�n que se les exige sobre mil cosas en las cuales tienen que tener fija continuamente su atenci�n, mientras que no se da ning�n ejercicio a sus fuerzas corporales, puede tambi�n trabar considerablemente su crecimiento; de modo que si, en lugar de sobrecargar y fatigar desde el principio sus esp�ritus de mil maneras, se dejara que ejercitasen su cuerpo en los movimientos continuos que la naturaleza parece exigirles, es de creer que estar�an mucho antes en condici�n de andar, de accionar y de atender por s� mismos a sus necesidades. 4.� En fin, Locke prueba, cuando m�s, que podr�a muy bien existir en el hombre un motivo de seguir unido a la mujer cuando �sta tiene un hijo; pero no prueba de ning�n modo que ha debido unirse a ella antes del parto y durante los nuevo meses de su embarazo. Si una mujer es indiferente al hombre durante esos nueve meses y si aun llega a no reconocerla, �por qu� la va a ayudar despu�s del parto?�Por qu� va a ayudarla a criar un ni�o que no sabe si le pertenece enteramente y cuyo nacimiento no ha resuelto ni previsto? Locke supone evidentemente de qu� se trata, pues no es cuesti�n de saber por qu� el hombre sigue unido a la mujer despu�s del alumbramiento, sino por qu� se une a ella despu�s de la concepci�n. Satisfecho el apetito sexual, el hombre no tiene necesidad de la mujer ni la mujer del hombre. �ste no tiene la menor preocupaci�n ni tal vez la menor idea de las consecuencias de su acto. Cada uno se va por su lado, y no hay la menor raz�n para suponer que al cabo de nueve meses recuerden haberse conocido, pues esta clase de memoria, por la cual un individuo da su preferencia a otro para el acto de la generaci�n, exige, como pruebo en el texto, m�s adelanto o corrupci�n en el entendimiento humano que puede concebirse en el estado de animalidad de que aqu� se trata. Cualquier mujer puede satisfacer tan bien como la otra los nuevos deseos del hombre, y otro hombre satisfacer a la misma mujer, suponiendo que sienta el mismo apetito durante la pre�ez, de lo que puede razonablemente dudarse. Y si en el estado de naturaleza la mujer no siente la pasi�n amorosa despu�s de la concepci�n del hijo, la dificultad de su sociedad con el hombre h�cese mucho mayor, porque entonces no necesita ni del hombre que la ha fecundado ni de otro alguno. No hay, pues, en el hombre ninguna raz�n para buscar la misma mujer ni en la mujer para buscar el mismo hombre. El razonamiento de Locke cae por tierra, y toda la dial�ctica de este fil�sofo no le ha garantido contra la falta que Hobbes y otros han cometido. Ten�an que explicar un hecho del estado natural, es decir, de un estado en que los hombres viv�an aislados, en que ning�n hombre ten�a motivo alguno para permanecer al lado de otro, ni acaso los hombres de vivir al lado unos de otros, lo que todav�a es peor; y no han pensado en transportarse m�s all� de los siglos de la sociedad, es decir, de estos tiempos en que los hombres tienen siempre una raz�n de permanecer unidos y en los cuales tal hombre tiene con frecuencia alg�n motivo para seguir al lado de tal hombre o mujer. 20. Me guardar� mucho de embarcarme en las reflexiones filos�ficas que habr�a que hacer sobre las ventajas e inconvenientes de esta instituci�n de las lenguas. No es a m� a quien se permite atacar los vulgares errores y el pueblo ilustrado respeta demasiado sus prejuicios para soportar con paciencia mis pretendidas paradojas. Dejemos, pues, hablar a las gentes a quienes no se ha incriminado que osaran algunas veces tomar el partido de la raz�n contra la opini�n de la multitud. Nec quidquam felicitati humani generis decederet, si, pulsa tot linguarum peste et confusione, unam artem callerent mortales, et signis, motibus gestibusque, licitum foret quidvis explicare. Nunc vero ita comparatum est, ut animalium quoe vulgo bruta credentur melior longe quam nostra hac in parte videatur conditio utpote quae promptius, et forsan felicius, sensus et cogitationes suas sine interprete significent, quam ulli queant mortales, praesertim si peregrino utantur sermone. (Is. Vossius, de Poemat. cant. et viribus rhythmi.) 21. Plat�n, demostrando c�mo las ideas de la cantidad discreta y sus relaciones son necesarias hasta en las menores artes, se burla con raz�n de los autores de su tiempo, que pretend�an que Palamedes hab�a inventado los n�meros en el sitio de Troya, como si, dice el fil�sofo, Agamen�n hubiera podido ignorar hasta entonces cu�ntas piernas ten�a. Se comprende, en efecto, la imposibilidad de que la sociedad y las artes hubieran llegado a donde se encontraban ya cuando el sitio de Troya si los hombres no hubieran usado los n�meros y el c�lculo; pero la necesidad de conocer los n�meros antes que adquirir otros conocimientos hace dif�cil imaginar su invenci�n. Una vez conocido el nombre de los n�meros es f�cil explicar su sentido y excitar las ideas que esos nombres representan; mas para inventarlos ha sido preciso, antes de haberse familiarizado, por as� decir, con las meditaciones filos�ficas, ejercitarse en conocer a los seres por su sola esencia e independientemente de toda otra percepci�n; abstracci�n muy penosa, muy metaf�sica, muy poco natural y sin la cual, no obstante, esas ideas nunca se hubieran podido transferir de una especie o g�nero a otro, ni los n�meros hacerse universales. Un salvaje pod�a considerar separadamente su pierna derecha y su pierna izquierda, y mirar ambas bajo la idea indivisible de un par; pero no pensar que ten�a dos, porque, una cosa es la idea representativa, que nos pinta un objeto, y otra la idea num�rica, que lo determina. Todav�a menos pod�a calcular hasta cinco, y aunque poniendo una mano sobre otra hubiera podido observar que los dedos se correspond�an exactamente, estar�a lejos de pensar en su igualdad num�rica; no sab�a mucho mejor el n�mero de sus dedos que el de sus cabellos, y si, despu�s de haberle hecho comprender qu� son los n�meros, alguien le hubiera dicho que en los pies ten�a igual n�mero de dedos que en la mano, hubiese quedado seguramente sorprendido, al hacer la comparaci�n, viendo que era verdad. 22. El aoristo es cierto tiempo verbal de la conjugaci�n griega. 23. �Hasta tal punto les es a ellos m�s provechosa la ignorancia de los vicios que a los otros el conocimiento de la virtud.� (Justin., Historia, lib. III, cap. II.) 24. No deben confundirse el amor propio y el amor de s� mismo, dos pasiones muy diferentes por su naturaleza y por sus efectos. El amor de s� mismo es un sentimiento natural que lleva a todos los animales a velar por su conservaci�n, y que, guiado en el hombre por la raz�n y la piedad, produce la humanidad y la virtud. El amor propio no es m�s que un sentimiento relativo, ficticio, nacido en la sociedad, que lleva a cada individuo a hacer m�s caso de s� que de nadie, que inspira a los hombres todo el mal que se hacen mutuamente y que es la fuente verdadera del honor. Dicho esto, sostengo que en nuestro estado primitivo, en nuestro verdadero estado natural, el amor propio no existe, porque, consider�ndose cada hombre en particular como el �nico espectador que le contempla, como el �nico ser en el universo que se interesa por �l, como el juez �nico de su propio m�rito, no es posible que un sentimiento que tiene su origen en comparaciones que �l no est� en situaci�n de hacer pueda germinar en su alma. Por igual raz�n, este hombre no podr� sentir ni odio ni deseos de venganza, pasiones que s�lo pueden nacer de nuestra opini�n ante una ofensa recibida, y como es el desprecio o la intenci�n de da�ar, y no el mal, lo que constituye la ofensa, los hombres que no saben ni estimarse ni compararse pueden hacerse mutuas violencias cuando buscan con ellas alguna ventaja, pero nunca ofenderse. En una palabra: el hombre, no mirando a sus semejantes sino como pod�a mirar a los animales de otra especie cualquiera, puede arrebatar la presa al m�s d�bil o ceder la suya al m�s fuerte, considerando estas rapi�as como hechos naturales, sin el menor movimiento de insolencia o desprecio y sin m�s pasi�n que el dolor o la alegr�a de un buen o mal resultado. 25. Bernardo de Mandeville, m�dico y escritor holand�s establecido en Inglaterra, muerto en 1733. 26. �La Naturaleza, al darnos las l�grimas, muestra que ha otorgado al hombre un coraz�n compasivo.� (Juvenal, s�t. XV.) 27. Rousseau dice en el libro VIII de sus Confesiones que el retrato de este fil�sofo corresponde a Diderot. 28. Icti�fagos (del griego [ichthyoph�gos], de [ichth�s], �pez�, y [ph�gomai], �comer�), los que se alimentan de peces. 29. Es cosa muy notable que, despu�s de tantos a�os como hace que los europeos se torturan en adaptar a los salvajes de diversas regiones del mundo a su manera de vivir, no hayan podido ganar uno s�lo, ni aun en favor del cristianismo, pues nuestros misioneros hacen de ellos algunas veces cristianos, pero nunca hombres civilizados. Nada puede vencer su obstinada repugnancia a adoptar nuestras costumbres y nuestro modo de vivir. Si esos pobres salvajes son tan desgraciados como se pretende, �por qu� inconcebible aberraci�n del entendimiento reh�san constantemente civilizarse a nuestra semejanza o aprender a vivir felices entre nosotros? Se lee en cambio en mil sitios que muchos franceses y otros europeos se han refugiado voluntariamente en esos pueblos y han pasado su vida entera sin poder abandonar esa extra�a manera de vivir, y se ve a sensatos misioneros recordar enternecidos los d�as tranquilos e inocentes pasados entre esos pueblos tan despreciados. Si se responde que carecen de luces suficientes para juzgar sanamente su estado y el nuestro, replicar� que la apreciaci�n de la felicidad es m�s bien asunto del sentimiento que de la raz�n. Por otra parte, esa objeci�n se vuelve contra nosotros con mayor fuerza, pues hay m�s distancia de nuestras ideas al estado de esp�ritu en que ser�a necesario hallarse para concebir el gusto que encuentran los salvajes en su modo de vivir, que entre las ideas de los salvajes y las que pueden hacerle comprender nuestra existencia. En efecto: despu�s de algunas observaciones pueden ver f�cilmente que nuestros esfuerzos se encaminan a dos �nicos objetos; a saber, para s�, las comodidades de la vida, y la consideraci�n de los dem�s. Pero �de qu� manera podemos nosotros imaginar la especie de placer que experimenta un salvaje pasando una vida solo, en medio de los bosques, o pescando, o soplando en una mala flauta sin saber sacar nunca ni un solo tono y sin preocuparse de aprenderlo? Varias veces se han llevado salvajes a Par�s, a Londres y otras ciudades; se ha corrido a deslumbrarlos con nuestro lujo, nuestras riquezas y nuestras artes m�s �tiles y curiosas; todo esto no ha excitado nunca en ellos sino una admiraci�n est�pida, sin el menor movimiento de deseo. Recuerdo, entre otras, la historia de un jefe de algunos americanos septentrionales que fue conducido a la corte de Inglaterra hace una treintena de a�os. Se le presentaron mil cosas para hacerle un presente que pudiera agradarle, sin hallar nada que pareciera interesarle. Nuestras armas le parec�an pesadas e inc�modas, nuestros zapatos le her�an los pies, nuestros vestidos le molestaban; todo lo rechazaba. Por fin se advirti� que, habiendo tomado una manta de lana, parec�a que le agradaba cubrir con ella su espalda. �Convendr�is -le dijeron en seguida- en la utilidad de este objeto.� � S� -respondi�-, me parece tan bueno como una piel.� Pero no hubiera dicho esto siquiera si hubiese llevado una y otra bajo la lluvia. Tal vez se me diga que la costumbre, sujetando a uno a su manera de vivir, impide a los salvajes apreciar lo que hay de bueno en la nuestra; pero, en tal caso, debe parecer por lo menos extraordinario que la costumbre tenga m�s fuerza para mantener a los salvajes en el goce de su miseria que a los europeos en el disfrute de su felicidad. Para oponer a esta �ltima objeci�n una respuesta a la cual nada se pueda replicar, sin acudir al ejemplo de los j�venes salvajes que vanamente se ha intentado civilizar, sin hablar de los groenlandeses e islandeses que se ha intentado educar y alimentar en Dinamarca, y que la tristeza o la desesperaci�n hicieron perecer, sea de languidez, sea en el mar por intentar volver a nado a sus pa�ses, me contentar� con citar un solo ejemplo bien probado, que ofrezco para su examen a los admiradores de la civilizaci�n europea: �Todos los esfuerzos de los misioneros holandeses del Cabo de Buena Esperanza no han podido convertir a un solo hotentote. Van der Stel, gobernador del Cabo, cogi� a uno en su infancia y le hizo educar en los principios de la religi�n cristiana y en la pr�ctica de los usos de Europa. Se le visti� lujosamente, se le ense�aron varias lenguas, y sus progresos respondieron admirablemente a los cuidados puestos en su educaci�n. El gobernador, esperando mucho de su esp�ritu, le envi� a las Indias con un comisario general, que le emple� �tilmente en los asuntos de la Compa��a. Despu�s de la muerte del comisario volvi� al Cabo. Algunos d�as despu�s, en una visita que hizo a algunos hotentotes parientes suyos, tom� la decisi�n de despojarse de sus vestidos europeos y cubrirse con la piel de una oveja. As� volvi� al fuerte, con un paquete que conten�a sus anteriores ropas, y present�ndolas al gobernador, le dijo: Tened la bondad, se�or de tener presente que renuncio para siempre a estos vestidos; renuncio tambi�n por toda mi vida a la religi�n cristiana; he resuelto vivir y morir en la religi�n, en las costumbres y usos de mis antepasados. La �nica gracia que os pido es que me dej�is el collar y el machete que llevo; los guardar� como recuerdo vuestro. En el acto, sin esperar la respuesta de Van der Stel, emprendi� la huida, y jam�s volvi� al Cabo.� (Historia de los viajes, tomo V, p�g. 175.) 30. Se me podr�a objetar que, en un desorden semejante, los hombres, en lugar de exterminarse sa�udamente, se hubieran dispersado si no hubiese habido l�mites a su dispersi�n. Pero, en primer lugar, estos l�mites hubiesen sido al menos los del mundo, y si se piensa en la excesiva poblaci�n que resulta del estado natural, se comprender� que la tierra, en ese estado, no habr�a tardado en quedar cubierta de hombres, forzados de tal modo a vivir reunidos. Por otra parte, se habr�an dispersado si el mal hubiese sido r�pido, un cambio del d�a a la ma�ana; pero nac�an bajo el yugo, estaban habituados a llevarlo, aunque sent�an su peso, y se contentaban con esperar la ocasi�n de sacudirlo. En fin: acostumbrados ya a mil comodidades, que los forzaban a vivir agrupados, la dispersi�n no era tan f�cil como en los primeros tiempos, en los cuales, no teniendo nadie necesidad sino de s� mismo, cada uno tomaba su partido sin esperar el consentimiento de los dem�s. 31. �Espantado por tan extra�o suplicio, rico e indigente al mismo tiempo, desea librarse de las riquezas y odia lo que antes pidiera.� 32. El mariscal de Villars contaba que en una de sus campa�as, haciendo sufrir y murmurar al ej�rcito las excesivas bribonadas de un abastecedor de v�veres, le amonest� duramente y le amenaz� con hacerlo colgar. �Esta amenaza no me afecta -le contest� con arrogancia el granuja-, y tengo la satisfacci�n de deciros que no se cuelga f�cilmente a un hombre que dispone de cien mil escudos.� �No s� c�mo se las arregl� -a�ad�a ingenuamente el mariscal-, pero, en efecto, no fue colgado, aunque lo merec�a cien veces.� 33. �Llaman paz a la m�s desdichada servidumbre.� 34. Trait� des droits de la reine tr�s-chr�tienne sur divers Etats de la monarchie d'Espagne, 1677. 35. Juan Barbeyrac, jurisconsulto franc�s, autor de numerosas obras, muy estimadas en su tiempo, sobre el derecho p�blico (1674-1729). John Locke, fil�sofo ingl�s; ocup� diferentes cargos p�blicos y escribi� diversas obras, entre ellas su c�lebre Ensayo sobre el entendimiento humano (1632-1704). Samuel Puffendorf, escritor e historiador alem�n del siglo XVII (1632-1694). 36. El franc�s seigneur y el espa�ol se�or tienen la misma etimolog�a, lat�n senior, comparativo de senex, viejo, anciano. Tambi�n era t�tulo de distinci�n. Gerontes era el nombre que se daba en Esparta a los ancianos que compon�an el senado, es decir, un Consejo de ancianos compuesto de treinta miembros. Seg�n Seignobos, �eran hombres de las principales familias, elegidos por el siguiente procedimiento: el pueblo se reun�a; los candidatos desfilaban uno despu�s de otro ante la muchedumbre, que los aclamaba al pasar. All� cerca, en una caba�a, unos ancianos escuchaban las aclamaciones sin ver nada y declaraban cu�l hab�a sido la m�s fuerte. El candidato m�s fuertemente aclamado era el elegido y permanec�a en el cargo hasta su muerte. 37. La justicia distributiva se opondr�a a esta rigurosa igualdad del estado de naturaleza, aun cuando fuera practicable en la sociedad civil; y como todos los miembros del Estado le deben servicios proporcionados a su inteligencia y a sus fuerzas, los ciudadanos, a su vez, deben ser distinguidos en proporci�n a sus servicios. En este sentido hay que entender un pasaje de Is�crates en el que �ste alaba a los primeros Atenienses por haber sabido distinguir cu�l era la m�s ventajosa de ambas clases de igualdad, una de las cuales consiste en dar parte indiferentemente a todos los ciudadanos en todas las ventajas, y la otra, en distribuirlas conforme al m�rito de cada uno. Esos h�biles pol�ticos, a�ade el orador, rechazando esa injusta igualdad que no establece diferencia alguna entre los malvados y las personas de bien, se adhirieron inviolablemente a aquella que recompensa y castiga a cada uno seg�n su m�rito. Pero, en primer lugar, nunca ha existido sociedad alguna, sea cualquiera el grado de corrupci�n a que haya podido llegar, en la que no se hiciera alguna distinci�n entre los malvados y las personas de bien; y en materia de costumbres, en la cual la ley no puede fijar una medida suficientemente exacta para que sirva de regla al magistrado, muy sabiamente le veda, para no dejar a su discreci�n la suerte o el rango de los ciudadanos, el juicio de las personas, dej�ndole s�lo el de los actos. �nicamente unas costumbres tan puras como las de los antiguos romanos pueden soportar la existencia de censores; entre nosotros, semejantes tribunales habr�an trastornado todo en seguida. El derecho de establecer una diferencia entre el malvado y el hombre de bien corresponde a la opini�n p�blica. El magistrado s�lo es juez del derecho riguroso; el pueblo es el verdadero juez de las costumbres, juez �ntegro y aun esclarecido sobre este punto, que algunas veces es enga�ado, pero nunca corrompido. La categor�a de los ciudadanos debe ser determinada, no por sus m�ritos personales, que ser�a dejar a los magistrados el medio de aplicar casi arbitrariamente la ley, sino por los servicios reales que prestan al Estado, los cuales son susceptibles de una apreciaci�n m�s exacta. 38. �Si me ordenas hundir el hierro en el pecho de un hermano, en la garganta de un padre o en las entra�as de una esposa cercana a ser madre, yo forzar� mi mano a obedecerte.� 39. �Para el cual no hay ninguna esperanza de honradez.�