Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres
      Jean-Jacques Rousseau



      Advertencia del autor sobre las notas

           Siguiendo mi perezosa costumbre de trabajar a ratos perdidos, he 
      a�adido algunas notas a esta obra. Estas notas se apartan bastante del 
      asunto algunas veces, por lo cual no son a prop�sito para ser le�das al 
      mismo tiempo que el texto. Por esta raz�n las he relegado al final del 
      Discurso, en el cual he procurado seguir del mejor modo posible el camino 
      m�s recto. Quienes tengan el valor de empezar por segunda vez la lectura 
      pueden entretenerse en distraer su atenci�n hacia las notas, intentando 
      una ojeada sobre ellas. En cuanto a los dem�s poco se perder�a si no las 
      leyesen.



      Dedicatoria
      A la Rep�blica de Ginebra
           Magn�ficos, muy honorables y soberanos se�ores:
           Convencido de que s�lo al ciudadano virtuoso le es dado ofrecer a su 
      patria aquellos honores que �sta pueda aceptar, trabajo hace treinta a�os 
      para ser digno de ofreceros un homenaje p�blico; y supliendo en parte esta 
      feliz ocasi�n lo que mis esfuerzos no han podido hacer, he cre�do que me 
      ser�a permitido atender aqu� m�s al celo que me anima que al derecho que 
      debiera autorizarme.
           Habiendo tenido la dicha de nacer entre vosotros, �c�mo podr�a 
      meditar acerca de la igualdad que la naturaleza ha establecido entre los 
      hombres y sobre la desigualdad creada por ellos, sin pensar al mismo 
      tiempo en la profunda sabidur�a con que una y otra, felizmente combinadas 
      en ese Estado, concurren, del modo m�s aproximado a la ley natural y m�s 
      favorable para la sociedad, al mantenimiento del orden p�blico y a la 
      felicidad de los particulares? Buscando las mejores m�ximas que pueda 
      dictar el buen sentido sobre la constituci�n de un gobierno, he quedado 
      tan asombrado al verlas todas puestas en ejecuci�n en el vuestro, que, aun 
      cuando no hubiera nacido dentro de vuestros muros, hubiese cre�do no poder 
      dispensarme de ofrecer este cuadro de la sociedad humana a aquel de entre 
      todos los pueblos que par�ceme poseer las mayores ventajas y haber 
      prevenido mejor los abusos.
           Si hubiera tenido que escoger el lugar de mi nacimiento, habr�a 
      elegido una sociedad de una grandeza limitada por la extensi�n de las 
      facultades humanas, es decir, por la posibilidad de ser bien gobernada, y 
      en la cual, bast�ndose cada cual a s� mismo, nadie hubiera sido obligado a 
      confiar a los dem�s las funciones de que hubiese sido encargado; un Estado 
      en que, conoci�ndose entre s� todos los particulares, ni las obscuras 
      maniobras del vicio ni la modestia de la virtud hubieran podido escapar a 
      las miradas y al juicio del p�blico, y donde el dulce h�bito de verse y de 
      tratarse hiciera del amor a la patria, m�s bien que el amor a la tierra, 
      el amor a los ciudadanos.
           Hubiera querido nacer en un pa�s en el cual el soberano y el pueblo 
      no tuviesen m�s que un solo y �nico inter�s, a fin de que los movimientos 
      de la m�quina se encaminaran siempre al bien com�n, y como esto no podr�a 
      suceder sino en el caso de que el pueblo y el soberano fuesen una misma 
      persona, ded�cese que yo habr�a querido nacer bajo un gobierno democr�tico 
      sabiamente moderado.
           Hubiera querido vivir y morir libre, es decir, de tal manera sometido 
      a las leyes, que ni yo ni nadie hubiese podido sacudir el honroso yugo, 
      ese yugo suave y ben�fico que las m�s altivas cabezas llevan tanto m�s 
      d�cilmente cuanto que est�n hechas para no soportar otro alguno.
           Hubiera, pues, querido que nadie en el Estado pudiese pretender 
      hallarse por encima de la ley, y que nadie desde fuera pudiera imponer al 
      Estado su reconocimiento; porque, cualquiera que sea la constituci�n de un 
      gobierno, si se encuentra un solo hombre que no est� sometido a la ley, 
      todos los dem�s h�llanse necesariamente a su merced (1); y si hay un jefe 
      nacional y otro extranjero, cualquiera que sea la divisi�n que hagan de su 
      autoridad, es imposible que uno y otro sean obedecidos y que el Estado 
      est� bien gobernado.
           Yo no hubiera querido vivir en una rep�blica de reciente instituci�n, 
      por buenas que fuesen sus leyes, temiendo que, no conviniendo a los 
      ciudadanos el gobierno, tal vez constituido de modo distinto al necesario 
      por el momento, o no conviniendo los ciudadanos al nuevo gobierno, el 
      Estado quedase sujeto a quebranto y destrucci�n casi desde su nacimiento; 
      pues sucede con la libertad como con los alimentos s�lidos y suculentos o 
      los vinos generosos, que son propios para nutrir y fortificar los 
      temperamentos robustos a ellos habituados, pero que abruman, da�an y 
      embriagan a los d�biles y delicados que no est�n acostumbrados a ellos. 
      Los pueblos, una vez habituados a los amos, no pueden ya pasarse sin 
      ellos. Si intentan sacudir el yugo, se alejan tanto m�s de la libertad 
      cuanto que, confundiendo con ella una licencia completamente opuesta, sus 
      revoluciones los entregan casi siempre a seductores que no hacen sino 
      recargar sus cadenas. El mismo pueblo romano, modelo de todos los pueblos 
      libres, no se hall� en situaci�n de gobernarse a s� mismo al sacudir la 
      opresi�n de los Tarquinos (2). Envilecido por la esclavitud y los 
      ignominiosos trabajos que �stos le hab�an impuesto, el pueblo romano no 
      fue al principio sino un populacho est�pido, que fue necesario conducir y 
      gobernar con much�sima prudencia a fin de que, acostumbr�ndose poco a poco 
      a respirar el aire saludable de la libertad, aquellas almas enervadas, o 
      mejor dicho embrutecidas bajo la tiran�a, fuesen adquiriendo gradualmente 
      aquella severidad de costumbres y aquella firmeza de car�cter que hicieron 
      del romano el m�s respetable de todos los pueblos.
           Hubiera, pues, buscado para patria m�a una feliz y tranquila 
      rep�blica cuya antig�edad se perdiera, en cierto modo, en la noche de los 
      tiempos; que no hubiese sufrido otras alteraciones que aquellas a 
      prop�sito para revelar y arraigar en sus habitantes el valor y el amor a 
      la patria, y donde los ciudadanos, desde largo tiempo acostumbrados a una 
      sabia independencia, no solamente fuesen libres, mas tambi�n dignos de 
      serlo.
           Hubiera querido una patria disuadida, por una feliz impotencia, del 
      feroz esp�ritu de conquista, y a cubierto, por una posici�n todav�a m�s 
      afortunada, del temor de poder ser ella misma la conquista de otro Estado; 
      una ciudad libre colocada entre varios pueblos que no tuvieran inter�s en 
      invadirla, sino, al contrario, que cada uno lo tuviese en impedir a los 
      dem�s que la invadieran; una rep�blica, en fin, que no despertara la 
      ambici�n de sus vecinos y que pudiese fundadamente contar con su ayuda en 
      caso necesario. S�guese de esto que, en tan feliz situaci�n, nada habr�a 
      de temer sino de s� misma, y que si sus ciudadanos se hubieran ejercitado 
      en el uso de las armas, hubiese sido m�s bien para mantener en ellos ese 
      ardor guerrero y ese firme valor que tan bien sientan a la libertad y que 
      alimentan su gusto, que por la necesidad de proveer a su propia defensa.
           Hubiera buscado un pa�s donde el derecho de legislar fuese com�n a 
      todos los ciudadanos, porque �qui�n puede saber mejor que ellos mismos en 
      qu� condiciones les conviene vivir juntos en una misma sociedad? Pero no 
      hubiera aprobado plebiscitos semejantes a los usados por el pueblo romano, 
      en el cual los jefes del Estado y los m�s interesados en su conservaci�n 
      estaban excluidos de las deliberaciones, de las que frecuentemente 
      depend�a la salud p�blica, y donde, por una absurda inconsecuencia, los 
      magistrados hall�banse privados de los derechos de que disfrutaban los 
      simples ciudadanos.
           Hubiera deseado, al contrario, que, para impedir los proyectos 
      interesados y mal concebidos y las innovaciones peligrosas que perdieron 
      por fin a los atenienses, no tuviera cualquiera el derecho de preponer 
      caprichosamente nuevas leyes; que este derecho perteneciera solamente a 
      los magistrados; que �stos usasen de �l con tanta circunspecci�n, que el 
      pueblo, por su parte, no fuera menos reservado para otorgar su 
      consentimiento; y que la promulgaci�n se hiciera con tanta solemnidad, que 
      antes de que la constituci�n fuese alterada hubiera tiempo para 
      convencerse de que es sobre todo la gran antig�edad de las leyes lo que 
      las hace santas y venerables; que el pueblo menosprecia r�pidamente las 
      leyes que ve cambiar a diario, y que, acostumbr�ndose a descuidar las 
      antiguas costumbres so pretexto de mejores usos, se introducen 
      frecuentemente grandes males queriendo corregir otros menores.
           Hubiera huido, sobre todo, por estar necesariamente mal gobernada, de 
      una rep�blica donde el pueblo, creyendo poder prescindir de sus 
      magistrados, o concedi�ndoles s�lo una autoridad precaria, hubiese 
      guardado para s�, con notoria imprudencia, la administraci�n de sus 
      asuntos civiles y la ejecuci�n de sus propias leyes. Tal debi� de ser la 
      grosera constituci�n de los primeros gobiernos al salir inmediatamente del 
      estado de naturaleza; y �se fue uno de los vicios que perdieron a la 
      rep�blica de Atenas.
           Pero hubiera elegido la rep�blica en donde los particulares, 
      content�ndose con otorgar la sanci�n de las leyes y con decidir, 
      constituidos en cuerpo y previo informe de los jefes, los asuntos p�blicos 
      m�s importantes, estableciesen Tribunales respetados, distinguiesen con 
      cuidado las diferentes jurisdicciones y eligiesen anualmente para 
      administrar la justicia y gobernar el Estado a los m�s capaces y a los m�s 
      �ntegros de sus conciudadanos; aquella donde, sirviendo de testimonio de 
      la sabidur�a del pueblo la virtud de los magistrados, unos y otros se 
      honrasen mutuamente, de suerte que s� alguna vez viniesen a turbar la 
      concordia p�blica funestas desavenencias, aun esos tiempos de ceguedad y 
      de error quedasen se�alados con testimonios de moderaci�n, de estima 
      rec�proca, de un com�n respeto hacia las leyes, presagios y garant�as de 
      una reconciliaci�n sincera y perpetua.
           Tales son, magn�ficos, muy honorables y soberanos se�ores, las 
      ventajas que hubiera deseado en la patria de mi elecci�n. Y si la 
      Providencia hubiese a�adido adem�s una posici�n encantadora, un clima 
      moderado, una tierra f�rtil y el paisaje m�s delicioso que existiera bajo 
      el cielo, s�lo habr�a deseado ya, para colmar mi ventura, poder gozar de 
      todos estos bienes en el seno de esa patria afortunada, viviendo 
      apaciblemente en dulce sociedad con mis conciudadanos y ejerciendo con 
      ellos, a su ejemplo, la humanidad, la amistad y todas las dem�s virtudes, 
      para dejar tras m� el honroso recuerdo de un hombre de bien y de un 
      honesto y virtuoso patriota.
           Si, menos afortunado o tard�amente discreto, me hubiera visto 
      reducido a terminar en otros climas una carrera l�nguida y enfermiza, 
      lamentando vanamente el reposo y la paz de que me hab�a privado una 
      imprudente juventud, hubiese al menos alimentado en mi alma esos mismos 
      sentimientos de los cuales no hubiera podido hacer uso en mi pa�s, y, 
      pose�do de un afecto tierno y desinteresado hacia mis lejanos 
      conciudadanos, les habr�a dirigido desde el fondo de mi coraz�n, poco m�s 
      o menos, el siguiente discurso:
           �Queridos conciudadanos, o mejor, hermanos m�os, puesto que as� los 
      lazos de la sangre como las leyes nos unen a casi todos: Dulce es para m� 
      no poder pensar en vosotros sin pensar al mismo tiempo en todos los bienes 
      de que disfrut�is, y cuyo valor acaso ninguno de vosotros estima tanto 
      como yo que los he perdido. Cuanto m�s reflexiono sobre vuestro estado 
      pol�tico y civil, m�s dif�cil me parece que la naturaleza de las cosas 
      humanas pueda permitir la existencia de otro mejor. En todos los dem�s 
      gobiernos, cuando se trata de asegurar el mayor bien del Estado, todo se 
      limita siempre a proyectos abstractos o, cuando m�s, a meras 
      posibilidades; para vosotros, en cambio, vuestra felicidad ya est� hecha: 
      no ten�is mas que disfrutarla, y para ser perfectamente felices no 
      necesit�is sino conformaros con serlo. Vuestra soberan�a, conquistada o 
      recobrada con la punta de la espada y conservada durante dos siglos a 
      fuerza de valor y de prudencia, es por fin plena y universalmente 
      reconocida. Honrosos tratados fijan vuestros l�mites, aseguran vuestros 
      derechos y fortalecen vuestra tranquilidad. Vuestra Constituci�n es 
      excelente, dictada por la raz�n m�s sublime y garantida por potencias 
      amigas y respetables; vuestro Estado es tranquilo; no ten�is guerras ni 
      conquistadores que temer; no ten�is otros amos que las sabias leyes que 
      vosotros mismos hab�is hecho, administradas por �ntegros magistrados por 
      vosotros elegidos; no sois ni demasiado ricos para enervaros en la molicie 
      y perder en vanos deleites el gusto de la verdadera felicidad y de las 
      s�lidas virtudes, ni demasiado pobres para que teng�is necesidad de m�s 
      socorros extra�os de los que os procura vuestra industria; y esa preciosa 
      libertad, que no se mantiene en las grandes naciones sino a costa de 
      exorbitantes impuestos, casi nada os cuesta conservarla.
           ��Que pueda durar siempre, para dicha de sus conciudadanos y ejemplo 
      de los pueblos, una rep�blica tan sabia y afortunadamente constituida! He 
      aqu� el �nico voto que ten�is que hacer, el �nico cuidado que os queda. En 
      adelante, a vosotros incumbe, no el hacer vuestra felicidad -vuestros 
      antepasados os han evitado ese trabajo-, sino el conservarla duraderamente 
      mediante un sabio uso. De vuestra uni�n perpetua, de vuestra obediencia a 
      las leyes y de vuestro respeto a sus ministros depende vuestra 
      conservaci�n. Si queda entre vosotros el menor germen de acritud o 
      desconfianza, apresuraos a destruirlo como levadura funesta de donde 
      resultar�an tarde o temprano vuestras desgracias y la ruina del Estado. Os 
      conjuro a todos vosotros a replegaros en el fondo de vuestro coraz�n y a 
      consultar la voz secreta de vuestra conciencia. �Conoce alguno de vosotros 
      en el mundo un cuerpo m�s �ntegro, m�s esclarecido, m�s respetable que 
      vuestra magistratura? �No os dan todos sus miembros ejemplo de moderaci�n, 
      de sencillez de costumbres, de respeto a las leyes y de la m�s sincera 
      armon�a? Otorgad, pues, sin reservas a tan discretos jefes esa saludable 
      confianza que la raz�n debe a la virtud; pensad que vosotros los hab�is 
      elegido, que justifican vuestra elecci�n y que los honores debidos a 
      aquellos que hab�is investido de dignidad recaen necesariamente sobre 
      vosotros mismos. Ninguno de vosotros es tan poco ilustrado que pueda 
      ignorar que donde se extingue el vigor de las leyes y la autoridad de sus 
      defensores no puede haber ni seguridad ni libertad para nadie.
           �De qu� se trata, pues, entre vosotros sino de hacer de buen grado y 
      con justa confianza lo que estar�ais siempre obligados a hacer por 
      verdadera conveniencia, por deber y por raz�n? Que una culpable y funesta 
      indiferencia por el mantenimiento de la Constituci�n no os haga descuidar 
      nunca en caso necesario las sabias advertencias de los m�s esclarecidos y 
      de los m�s discretos, sino que la equidad, la moderaci�n, la firmeza m�s 
      respetuosa sigan regulando vuestros pasos y muestren en vosotros al mundo 
      entero el ejemplo de un pueblo altivo y modesto, tan celoso de su gloria 
      como de su libertad. Guardaos sobre todo, y �ste ser� mi �ltimo consejo, 
      de escuchar perniciosas interpretaciones y discursos envenenados, cuyos 
      m�viles secretos son frecuentemente m�s peligrosos que las acciones 
      mismas. Una casa entera despi�rtase y se sobresalta a los primeros 
      ladridos de un buen y fiel guardi�n que s�lo ladra cuando se aproximan los 
      ladrones; pero todos odian la impertinencia de esos ruidosos animales que 
      turban sin cesar el reposo p�blico y cuyas advertencias continuas y fuera 
      de lugar no se dejan o�r precisamente cuando son necesarias.�
           Y vosotros, magn�ficos y honorabil�simos se�ores; vosotros, dignos y 
      respetables magistrados de un pueblo libre, permitidme que os ofrezca en 
      particular mis respetos y atenciones. Si existe en el mundo un rango que 
      pueda enaltecer a quienes lo ocupen, es, sin duda, el que dan el talento y 
      la virtud, aquel de que os hab�is hecho dignos y al cual os han elevado 
      vuestros conciudadanos. Su propio m�rito a�ade al vuestro un nuevo brillo, 
      y, elegidos por hombres capaces de gobernar a otros para que los gobern�is 
      a ellos mismos, os considero tan por encima de los dem�s magistrados, como 
      un pueblo libre, y sobre todo el que vosotros ten�is el honor de dirigir, 
      se halla, por sus luces y su raz�n, por encima del populacho de los otros 
      Estados.
           S�ame permitido citar un ejemplo del que debieran quedar m�s firmes 
      huellas y que siempre vivir� en mi coraz�n. No recuerdo nunca sin sentir 
      la m�s dulce emoci�n al virtuoso ciudadano que me dio el ser y que 
      aleccion� a menudo mi infancia con el respeto que os era debido. Aun le 
      veo, viviendo del trabajo de sus manos y alimentando su alma con las 
      verdades m�s sublimes. Delante de �l, mezclados con las herramientas de su 
      oficio, veo a T�cito, a Plutarco y a Grocio. Veo a su lado a un hijo amado 
      recibiendo con poco fruto las tiernas ense�anzas del mejor de los padres. 
      Pero si los extrav�os de una loca juventud me hicieron olvidar un tiempo 
      sus sabias lecciones, al fin tengo la dicha de experimentar que, por 
      grande que sea la inclinaci�n hac�a el vicio, es dif�cil que una educaci�n 
      en la cual interviene el coraz�n se pierda para siempre.
           Tales son, magn�ficos y honorabil�simos se�ores, los ciudadanos y aun 
      los simples habitantes nacidos en el Estado que gobern�is; tales, son esos 
      hombres instruidos y sensatos sobre los cuales, bajo el nombre de obreros 
      y de pueblo, se tienen en las otras naciones ideas tan bajas y tan falsas. 
      Mi padre, lo confieso con alegr�a, no ocupaba entre sus conciudadanos un 
      lugar distinguido; era lo que todos son, y tal como era, no hay pa�s en 
      que no hubiese sido solicitado y cultivado su trato, y aun con fruto, por 
      las personas m�s honorables. No me incumbe, y gracias al cielo no es 
      necesario, hablaros de las atenciones que de vosotros pueden esperar 
      hombres de semejante excelencia, vuestros iguales as� por la educaci�n 
      como por los derechos de su nacimiento y de la naturaleza; vuestros 
      inferiores por su voluntad, por la preferencia que deben a vuestros 
      merecimientos, y que ellos han reconocido, por la cual, a vuestra vez, les 
      deb�is una especie de reconocimiento. Veo con viva satisfacci�n con cu�nta 
      moderaci�n y condescendencia us�is con ellos de la gravedad propia de los 
      ministros de las leyes, c�mo les devolv�is en estima y consideraci�n la 
      obediencia y el respeto que ellos os deben; conducta llena de justicia y 
      sabidur�a, a prop�sito para alejar cada vez m�s el recuerdo de dolorosos 
      acontecimientos que es preciso olvidar para no volverlos a ver nunca; 
      conducta tanto m�s discreta cuanto que ese pueblo justo y generoso se 
      complace en su deber y ama naturalmente honraros, y que los m�s fogosos en 
      sostener sus derechos son los m�s inclinados a respetar los vuestros.
           No debe sorprender que los jefes de una sociedad civil amen la gloria 
      y la felicidad; mas ya es bastante para la tranquilidad de los hombres que 
      aquellos que se consideran como magistrados o, m�s bien, como se�ores de 
      una patria m�s santa y sublime, den pruebas de alg�n amor a la patria 
      terrenal que los alimenta. �Qu� dulce es para m� se�alar en nuestro favor 
      una excepci�n tan rara y colocar en el rango de nuestros ciudadanos m�s 
      excelentes a esos celosos depositarios de los dogmas sagrados autorizados 
      por las leyes, a esos venerables pastores de almas, cuya viva y suave 
      elocuencia hace penetrar tanto mejor en los corazones las m�ximas del 
      Evangelio, cuanto que ellos mismos empiezan por ponerlas en pr�ctica. Todo 
      el mundo sabe con cu�nto �xito se cultiva en Ginebra el gran arte de la 
      elocuencia sagrada. Pero harto habituados a o�r predicar de un modo y ver 
      practicar de otro, pocas gentes saben hasta qu� punto reinan en nuestro 
      cuerpo sacerdotal el esp�ritu del cristianismo, la santidad de las 
      costumbres, la severidad consigo mismo y la dulzura con los dem�s. Tal vez 
      le est� reservado a la ciudad de Ginebra presentar el ejemplo edificante 
      de una uni�n tan perfecta en una sociedad de te�logos y de gentes de 
      letras. Sobre su sabidur�a y su moderaci�n, sobre su celoso cuidado por la 
      prosperidad del Estado fundamento en gran parte la esperanza de su eterna 
      tranquilidad, y, sintiendo un placer mezclado de asombro y de respeto, 
      observo cu�nto horror manifiestan ante las m�ximas espantosas de esos 
      hombres sagrados y b�rbaros -de los cuales la Historia ofrece m�s de un 
      ejemplo- que, para sostener los pretendidos derechos de Dios, es decir, 
      sus propios intereses, eran tanto menos avaros de sangre humana cuanto m�s 
      se envanec�an de que la suya ser�a siempre respetada.
           �Pod�a olvidarme de esa encantadora mitad de la Rep�blica que hace la 
      felicidad de la otra y cuya dulzura y prudencia mantienen la paz y las 
      buenas costumbres? Amables y virtuosas ciudadanas: el sino de vuestro sexo 
      ser� siempre gobernar el nuestro. �Felices cuando vuestro casto poder, 
      ejercido solamente en la uni�n conyugal, no se hace sentir m�s que para 
      gloria del Estado y a favor del bienestar p�blico! As� es como gobernaban 
      las mujeres de Esparta, y as� merec�is vosotras gobernar en Ginebra. �Qu� 
      hombre b�rbaro podr�a resistir a la voz del honor y de la raz�n en boca de 
      una tierna esposa? �Y qui�n no despreciar�a un vano lujo viendo la 
      sencillez y modestia de vuestra compostura, que parece ser, por el brillo 
      que recibe de vosotras, la m�s favorable a la hermosura? A vosotras 
      corresponde mantener vivo siempre, por vuestro amable o inocente imperio y 
      vuestro esp�ritu insinuante, el amor de las leyes en el Estado y la 
      concordia entre los ciudadanos; unir por medio de afortunados matrimonios 
      las familias divididas, y, sobre todo, corregir con la persuasiva dulzura 
      de vuestras lecciones y la gracia sencilla de vuestro trato las 
      extravagancias que nuestros j�venes aprenden en el extranjero, de donde, 
      en lugar de tantas cosas que podr�an aprovecharles, s�lo traen consigo, 
      con un tono pueril y rid�culos aires aprendidos entre mujeres perdidas, la 
      admiraci�n de no s� qu� grandezas, fr�volo desquito de la servidumbre que 
      no valdr� nunca tanto como la augusta libertad. Permaneced, pues, siempre 
      las mismas: castas guardadoras de las costumbres y de los dulces v�nculos 
      de la paz, y continuad haciendo valer en toda ocasi�n los derechos del 
      coraz�n y de la naturaleza en beneficio del deber y de la virtud.
           Me envanezco de no ser desmentido por los resultados fundando en 
      tales garant�as la esperanza de la felicidad com�n de los ciudadanos y la 
      gloria de la rep�blica. Confieso que, con todas esas ventajas, no brillar� 
      con ese resplandor con que se alucinan la mayor parte de los ojos, y cuya 
      predilecci�n pueril y funesta es el mayor y mortal enemigo de la felicidad 
      y de la libertad. Que la juventud disoluta vaya a buscar en otras partes 
      los placeres f�ciles y los largos arrepentimientos; que las pretendidas 
      personas de buen gusto admiren en otros lugares la grandeza de los 
      palacios, la ostentaci�n de los trenes, los soberbios ajuares, la pompa de 
      los espect�culos y todos los refinamientos de la molicie y el lujo. En 
      Ginebra s�lo se hallar�n hombres; sin embargo, este espect�culo tambi�n 
      tiene su precio, y aquellos que lo busquen bien podr�n parangonarse con 
      los admiradores de esas otras cosas.
           Dignaos, magn�ficos, muy honorables y soberanos se�ores, recibir 
      todos con igual bondad el respetuoso testimonio del cuidado que me tomo 
      por vuestra com�n prosperidad. Si fuese tan desgraciado que apareciera 
      culpable de alg�n arrebato indiscreto en esta viva efusi�n de mi coraz�n, 
      yo os suplico que lo disculp�is en gracia al tierno afecto de un verdadero 
      patriota y al celo ardoroso y leg�timo de un hombre que no aspira a mayor 
      felicidad para s� que la de veros a todos dichosos.
           Soy con el m�s profundo respeto, magn�ficos, muy honorables y 
      soberanos se�ores, vuestro muy humilde y muy obediente servidor y 
      conciudadano,

      J. J. ROUSSEAU.

           Chamber�, 12 de junio de 1754.



      Prefacio
           El conocimiento del hombre me parece el m�s �til y el menos 
      adelantado de todos los conocimientos humanos (3) 
      , y me atrevo a decir que la inscripci�n del templo de Delfos conten�a por 
      s� sola un precepto m�s importante y m�s dif�cil que todos los gruesos 
      vol�menes de los moralistas. As�, considero el asunto de este DISCURSO (4) 
      como una de las cuestiones m�s interesantes que la Filosof�a pueda 
      proponer a la meditaci�n, y, desgraciadamente para nosotros, como uno de 
      los problemas m�s espinosos que hayan de resolver los fil�sofos; porque 
      �c�mo conocer el origen de la desigualdad entre los hombres si no se 
      empieza por conocer a los hombres mismos? �Y c�mo podr� llegar el hombre a 
      verse tal como lo ha formado la naturaleza, a trav�s de todos los cambios 
      que la sucesi�n de los tiempos y de las cosas ha debido producir en su 
      constituci�n original, y a distinguir lo que tiene de su propio fondo de 
      lo que las circunstancias y sus progresos han cambiado o a�adido a su 
      estado primitivo? Semejante a la estatua de Glaucos, que el tiempo, el mar 
      y las tempestades hab�an desfigurado de tal modo que menos se parec�a a un 
      dios que a una bestia salvaje, el alma humana, modificada en el seno de la 
      sociedad por mil causas que renacen sin cesar, por la adquisici�n de una 
      multitud de conocimientos y de errores, por las transformaciones ocurridas 
      en la constituci�n de los cuerpos y por el continuo choque de las 
      pasiones, ha cambiado, por as� decir, de apariencia, hasta el punto de que 
      apenas puede ser reconocida, y no se encuentra ya, en lugar de un ser 
      obrando siempre conforme a principios ciertos e invariables, en lugar de 
      la celestial y majestuosa simplicidad de que su Autor la hab�a dotado, 
      sino el disforme contraste de la pasi�n que cree razonar y del 
      entendimiento en delirio.
           Pero lo m�s cruel a�n es que todos los progresos de la especie humana 
      le alejan sin cesar del estado primitivo; cuantos m�s conocimientos nuevos 
      acumulamos, m�s nos privamos de los medios de adquirir el m�s importante 
      de todos, y es, en cierto sentido, a causa de estudiar al hombre por lo 
      que nos hemos colocado en la imposibilidad de conocerlo.
           Echase de ver f�cilmente que es en estos cambios de la constituci�n 
      humana donde precisa buscar el primer origen de las diferencias que 
      separan a los hombres, los cuales, por com�n testimonio, son naturalmente 
      tan iguales entre s� como lo eran los animales de cada especie antes de 
      que diferentes causas f�sicas introdujeran en algunas las variaciones que 
      en ellas observamos. No es concebible, en efecto, que esos primeros 
      cambios, de cualquier modo que hayan ocurrido, hayan mudado a la vez y de 
      semejante manera a todos los individuos de la especie, sino que, 
      habi�ndose perfeccionado o degenerado unos, y habiendo adquirido 
      cualidades diversas, buenas o malas, que no eran inherentes a su 
      naturaleza, los otros permanecieron m�s tiempo en su estado original; y 
      tal fue entre los hombres la fuente primera de la desigualdad, que es 
      mucho m�s f�cil demostrarlo as�, en general, que se�alar con precisi�n las 
      verdaderas causas.
           No piensen por esto mis lectores que me envanezco de haber visto lo 
      que me parece, tan dif�cil de ver. Yo he comenzado algunos razonamientos, 
      he aventurado algunas conjeturas, pero menos con la esperanza de resolver 
      la cuesti�n que con la intenci�n de aclararla y reducirla a su verdadero 
      estado. Otros podr�n f�cilmente ir m�s lejos por el mismo camino, sin que 
      a nadie le sea f�cil llegar a su t�rmino; pues no es ligera empresa 
      distinguir lo que hay de originario y lo que hay de artificial en la 
      naturaleza actual del hombre, y conocer bien su estado, que no existe ya, 
      que acaso no ha existido, que probablemente no existir� nunca, mas del 
      cual es necesario sin embargo tener justas nociones para juzgar 
      acertadamente nuestro estado presente. Har�a falta m�s filosof�a de lo que 
      se piensa a quien emprendiera la tarea de determinar exactamente las 
      precauciones necesarias para hacer s�lidas observaciones sobre este 
      asunto; y no me parecer�a indigna de los Arist�teles y Plinios de nuestro 
      siglo una buena soluci�n del problema siguiente: �Qu� experiencias ser�an 
      necesarias para llegar a conocer al hombre natural, y cu�les son los 
      medios de hacer estas experiencias en el seno de la sociedad? Lejos de 
      emprender la soluci�n de este problema, me atrevo a responder por 
      anticipado, despu�s de haber meditado bastante sobre esta cuesti�n, que 
      los m�s grandes fil�sofos no ser�n bastante capaces para dirigir esas 
      experiencias, ni los m�s poderosos soberanos para ponerlas, en pr�ctica, 
      concurso que, por otra parte, no es razonable esperar, sobre todo con la 
      perseverancia e, m�s bien con la continuidad de inteligencia y de buena 
      voluntad necesaria de una y otra parte para, asegurar el �xito.
           Estas investigaciones tan dif�ciles de hacer y en las cuales tan poco 
      se ha pensado hasta ahora son, sin embargo, los �nicos medios que nos 
      quedan para resolver una multitud de dificultades que nos impiden el 
      conocimiento de los fundamentos reales de la sociedad humana. Es esta 
      ignorancia de la naturaleza del hombre lo que produce tanta incertidumbre 
      y obscuridad sobre la verdadera definici�n del derecho natural, pues la 
      idea del derecho, dice Burlamaqui, y m�s a�n la del derecho natural, son 
      manifiestamente ideas relativas a la naturaleza del hombre. Por 
      consiguiente, contin�a, de esta misma naturaleza del hombre, de su 
      constituci�n y de su estado es necesario deducir los principios de esa 
      ciencia.
           No sin sorpresa y esc�ndalo se observa el desacuerdo que reina sobre 
      esta importante materia entre los diversos autores que de ella han 
      tratado. Entre los escritores m�s serios, apenas si se encuentran dos que 
      manifiesten la misma opini�n sobre este punto. Sin hablar de los fil�sofos 
      antiguos, que parece se empe�aron en la tarea de contradecirse unos a 
      otros sobre los principios m�s fundamentales, los jurisconsultos romanos 
      someten indistintamente el hombre y los dem�s animales a la misma ley 
      natural, porque consideran m�s bien bajo ese nombre la ley que la 
      naturaleza se impone a s� misma que la prescrita por ella, o m�s bien a 
      causa de la particular acepci�n con que interpretan esos jurisconsultos la 
      palabra ley, que parece ser la han tomado en este punto como expresi�n de 
      las relaciones generales establecidas por la naturaleza entre todos los 
      seres animados para su conservaci�n. Los modernos, reconociendo solamente 
      bajo el nombre de ley una regla prescrita a un ser moral, es decir, 
      inteligente, libre y considerado en sus relaciones con otros seres 
      semejantes, limitan consiguientemente la competencia de la ley natural tan 
      s�lo al animal dotado de raz�n, es decir, al hombre. Pero como cada uno 
      define esta ley a su modo y la fundamenta sobre principios en extremo 
      metaf�sicos, ocurre que, aun entre nosotros, bien pocos se hallan en 
      disposici�n de comprender esos principios, faltos de poder encontrarlos 
      por s� mismos. De suerte que todas las definiciones de esos hombres 
      sabios, por otra parte en perenne contradicci�n rec�proca, convienen 
      solamente en una cosa: que es imposible comprender la ley natural, y por 
      consiguiente obedecerla, sin ser un grand�simo razonador y un profundo 
      metaf�sico; lo cual significa precisamente que los hombres han debido 
      emplear para la constituci�n de la sociedad conocimientos que se 
      desarrollan trabajosamente, y entre pocas personas, en el seno de la 
      sociedad misma.
           Conociendo tan poco la naturaleza y discrepando de tal modo sobre el 
      sentido de la palabra ley, dif�cil ser�a convenir en una buena definici�n 
      de la ley natural. He aqu� por qu� las definiciones que se hallan en los 
      libros, adem�s del defecto de no ser uniformes, tienen el de ser deducidas 
      de diversos conocimientos que los hombres no poseen naturalmente y de una 
      superioridad que no han podido concebir sino despu�s de haber salido del 
      estado natural. Comi�nzase por buscar aquellas reglas que, por la utilidad 
      com�n, ser�an buenas para que los hombres las reconociesen, y al conjunto 
      de estas reglas se lo da el nombre de ley natural, sin otra prueba que el 
      bien que se supone resultar�a de su aplicaci�n universal. He aqu� un 
      sistema sumamente c�modo de componer definiciones y de explicar la 
      naturaleza de las cosas por conveniencias casi arbitrarias.
           Pero en tanto no conozcamos al hombre natural, es vano que 
      pretendamos determinar la ley que ha recibido o la que mejor conviene a su 
      estado. Lo �nico que podemos ver muy claramente a prop�sito de esta ley es 
      que no s�lo es necesario, para que sea ley, que la voluntad de aquel a 
      quien obliga pueda someterse con conocimiento, sino que adem�s es preciso, 
      para que sea ley natural, que hable inmediatamente por la voz de la 
      naturaleza.
           Dejando, pues, todos los libros cient�ficos, que s�lo nos ense�an a 
      ver a los hombres tal como ellos se han ido formando, y meditando sobre 
      las primeras y las m�s simples operaciones del alma humana, creo advertir 
      dos principios anteriores a la raz�n, uno de los cuales nos interesa 
      vivamente para nuestro bienestar y el otro nos inspira una repugnancia 
      natural si vemos sufrir o perecer a cualquier ser sensible, principalmente 
      a nuestros semejantes. Del concurso y de la combinaci�n que nuestro 
      esp�ritu sepa hacer de esos dos principios, sin que sea necesario a�adir 
      el de la sociabilidad, me parece que se derivan todas las reglas del 
      derecho natural, reglas que la raz�n se ve precisada a establecer sobre 
      otros fundamentos cuando ha llegado, por sucesivos desenvolvimientos, a 
      sofocar la naturaleza.
           De este modo, no es necesario hacer del hombre un fil�sofo antes de 
      hacer de �l un hombre. Sus deberes hacia sus semejantes no le son dictados 
      �nicamente por las tard�as lecciones de la sabidur�a, y mientras no 
      resista a los �ntimos impulsos de la conmiseraci�n, nunca har� mal alguno 
      a otro hombre, ni aun a cualquier ser sensible, salvo el leg�timo caso en 
      que, hall�ndose comprometida su propia conservaci�n, se vea forzado a 
      darse a s� mismo la preferencia. De esta manera se acaban las antiguas 
      controversias sobre la participaci�n de los animales en la ley natural; 
      pues es claro que, hall�ndose privados de entendimiento y de libertad, no 
      pueden reconocer esta ley; m�s participando en cierto modo de nuestra 
      naturaleza por la sensibilidad de que se hallan dotados, hay que pensar 
      que tambi�n deben participar del derecho natural y que el hombre tiene 
      hacia ellos alguna especie de obligaciones. Parece ser, en efecto, que si 
      estoy obligado a no hacer ning�n mal a mis semejantes, es menos por su 
      condici�n de ser razonable que por su cualidad de ser sensible, cualidad 
      que, siendo com�n al animal y al hombre, debe al menos darlo a aqu�l el 
      derecho de no ser maltratado in�tilmente por �ste.
           Este mismo estudio del hombre original, de sus necesidades verdaderas 
      y de los principios fundamentales de sus deberes, es el �nico medio 
      adecuado que pueda emplearse para resolver esa muchedumbre de dificultades 
      que se presentan sobre el origen de la desigualdad moral, sobre los 
      verdaderos fundamentos del cuerpo pol�tico, sobre los derechos rec�procos 
      de sus miembros y sobre otras mil cuestiones parecidas, tan importantes 
      como mal aclaradas.
           Considerando la sociedad humana con una mirada tranquila y 
      desinteresada, parece al principio presentar solamente la violencia de los 
      fuertes y la opresi�n de los d�biles. El esp�ritu se subleva contra la 
      dureza de los unos o deplora la ceguedad de los otros; y como nada hay de 
      tan poca estabilidad entre los hombres como esas relaciones exteriores 
      llamadas debilidad o poder�o, riqueza o pobreza, producidas m�s 
      frecuentemente por el azar que por la sabidur�a, parecen las instituciones 
      humanas, a primera vista, fundadas sobre montones de arena movediza; s�lo 
      examin�ndolas de cerca, despu�s de haber apartado el polvo y la arena que 
      rodean el edificio, se advierte la base indestructible sobre que se alza y 
      apr�ndese a respetar sus fundamentos. Ahora bien; sin un serio estudio del 
      hombre, de sus facultades naturales y de sus desenvolvimientos sucesivos, 
      no le llegar� nunca a hacer esa diferenciaci�n y a distinguir en el actual 
      estado de las cosas lo que ha hecho la voluntad divina y lo que el arte 
      humano ha pretendido hacer.
           Las investigaciones pol�ticas y morales a que da ocasi�n la 
      importante cuesti�n que yo examino son �tiles de cualquier modo, y la 
      historia hipot�tica de los gobiernos es para el hombre una lecci�n 
      instructiva bajo todos conceptos. Considerando lo que hubi�ramos llegado a 
      ser abandonados a nosotros mismos, debemos aprender a bendecir a aquel 
      cuya mano bienhechora, corrigiendo nuestras instituciones y d�ndoles un 
      fundamento indestructible, ha prevenido los des�rdenes que habr�an de 
      resultar y hecho nacer nuestra felicidad de aquellos medios que parec�an 
      iban a colmar nuestra miseria.
           Quem te Deus esse Jussit, et humana qua parte locatus es in re, Disce 
      (5).
      PERSIO, s�t. III, v. 71.





      Discurso
           Voy a hablar del hombre, y el asunto que examino me indica que voy a 
      hablar a los hombres; mas no se proponen cuestiones semejantes cuando se 
      teme honrar la verdad. Defender�, pues, confiadamente la causa de la 
      humanidad ante los sabios que me invitan, y no quedar� descontento de m� 
      mismo si consigo ser digno de mi objeto y de mis jueces.
           Considero en la especie humana dos clases de desigualdades: una, que 
      yo llamo natural o f�sica porque ha sido instituida por la naturaleza, y 
      que consiste en las diferencias de edad, de salud, de las fuerzas del 
      cuerpo y de las cualidades del esp�ritu o del alma; otra, que puede 
      llamarse desigualdad moral o pol�tica porque depende de una especie de 
      convenci�n y porque ha sido establecida, o al menos autorizada, con el 
      consentimiento de los hombres. Esta consiste en los diferentes privilegios 
      de que algunos disfrutan en perjuicio de otros, como el ser m�s ricos, m�s 
      respetados, m�s poderosos, y hasta el hacerse obedecer.
           No puede preguntarse cu�l es la fuente de la desigualdad natural 
      porque la respuesta se encontrar�a enunciada ya en la simple definici�n de 
      la palabra. Menos a�n puede buscarse si no habr�a alg�n enlace esencial 
      entre una y otra desigualdad, pues esto equivaldr�a a preguntar en otros 
      t�rminos si los que mandan son necesariamente mejores que lo que obedecen, 
      y si la fuerza del cuerpo o del esp�ritu, la sabidur�a o la virtud, se 
      hallan siempre en los mismos individuos en proporci�n con su poder o su 
      riqueza; cuesti�n a prop�sito quiz� para ser disentida entre esclavos en 
      presencia de sus amos, pero que no conviene a hombres razonables y libres 
      que buscan la verdad.
           �De qu� se trata, pues, exactamente en este DISCURSO? De se�alar en 
      el progreso de las cosas el momento en que, sucediendo el derecho a la 
      violencia, a naturaleza qued� sometida a la ley; de explicar por qu� 
      encadenamiento de prodigios pudo el fuerte decidirse a servir al d�bil y 
      el pueblo a comprar un reposo quim�rico al precio de una felicidad real.
           Todos los fil�sofos que han examinado los fundamentos de la sociedad 
      han comprendido la necesidad de retrotraer la investigaci�n al estado de 
      naturaleza, pero ninguno de ellos ha llegado hasta ah�. Unos no han 
      titubeado en suponer en el hombre en tal estado la noci�n de justo e 
      injusto, sin cuidarse de probar que pudiera haber existido esa noci�n, ni 
      aun que lo fuera �til. Otros han hablado del derecho natural que tiene 
      cada cual de conservar lo que le pertenece, sin explicar qu� entend�an por 
      pertenecer. Otros, atribuyendo primero al m�s fuerte la autoridad sobre el 
      m�s d�bil, han hecho nacer en seguida el gobierno, sin pensar en el tiempo 
      que debi� transcurrir antes de que el sentido de las palabras autoridad y 
      gobierno pudiera existir entre los hombres. Todos, en fin, hablando sin 
      cesar de necesidad, de codicia, de opresi�n, de deseo y de orgullo, han 
      transferido al estado de naturaleza ideas tomadas de la sociedad: hablaban 
      del hombre salvaje, y describ�an al hombre civil. No ha despuntado 
      siquiera en el esp�ritu de la mayor parte de nuestros fil�sofos la duda de 
      que hubiera existido el estado natural, cuando es evidente, por la lectura 
      de los libros sagrados, que el primer hombre, habiendo recibido 
      directamente de Dios reglas y entendimiento, no se hallaba por 
      consiguiente en ese estado, y que, concedi�ndose a las escrituras de 
      Mois�s la fe que les debe todo fil�sofo cristiano, debe negarse que, aun 
      antes del diluvio, se hayan encontrado nunca los hombres en el puro estado 
      natural, a menos que no hubiesen reca�do en �l, paradoja muy dif�cil de 
      defender y completamente imposible de probar.
           Empecemos, pues, por rechazar todos los hechos, dado que no se 
      relacionan con la cuesti�n. No hay que tomar por verdades hist�ricas las 
      investigaciones que puedan emprenderse sobre este asunto, sino solamente 
      por razonamientos hipot�ticos y condicionales, m�s adecuados para 
      esclarecer la naturaleza de las cosas que para demostrar su verdadero 
      origen y parecidos a los que hacen a diario nuestros f�sicos sobre la 
      formaci�n del mundo. La religi�n nos ordena creer que, habiendo Dios mismo 
      sacado a los hombres del estado natural inmediatamente despu�s de la 
      creaci�n, son desiguales porque �l ha querido que lo fuesen; pero no nos 
      proh�be hacer conjeturas derivadas �nicamente de la naturaleza del hombre 
      y de los animales que lo rodean acerca de lo que habr�a sido del g�nero 
      humano si hubiera quedado abandonado a s� mismo. He aqu� lo que se me pide 
      y lo que yo me propongo examinar en este DISCURSO. Como esta materia 
      abarca al hombre en general, intentar� emplear un lenguaje adecuado para 
      todas las naciones, o mejor, olvidando los tiempos y los lugares, para 
      pensar tan s�lo en los hombres a quienes hablo, supondr� hallarme en el 
      Liceo (6) de Atenas repitiendo las lecciones de mis maestros, teniendo por 
      jueces a los Platones y Jen�crates, y al g�nero humano por auditorio.
           �Oh t�, hombre, de cualquier pa�s que seas, cualesquiera que sean tus 
      opiniones, escucha! He aqu� tu historia tal como he cre�do leerla, no en 
      los libros, de tus semejantes, que son mendaces, sino en la naturaleza, 
      que jam�s miento. Todo lo que provenga de ella ser� verdadero; s�lo ser� 
      falso lo que yo haya puesto de mi parte inadvertidamente. Los tiempos de 
      que voy a hablar est�n muy lejos ya. �Cu�nto has cambiado! Por as� decir, 
      es la vida de tu especie la que voy a describirte, seg�n las cualidades 
      que has recibido, que tu educaci�n y tus costumbres han podido viciar pero 
      no han podido destruir. Hay, yo lo comprendo, a una edad en la cual 
      quisiera detenerse el hombre individual; t� buscar�s la edad en que 
      desear�as se hubiese detenido tu especie. Disgustado de tu estado presente 
      por razones que anuncian a tu posteridad desdichada desazones mayores 
      todav�a, tal vez desear�as poder retroceder; este sentimiento debe servir 
      de elogio a tus primeros antepasados, de cr�tica a tus contempor�neos, de 
      espanto para aquellos que tengan la desgracia de vivir despu�s que t�.




      Primera parte
           Por importante que sea, para bien juzgar del estado natural del 
      hombre, considerarla desde su origen y examinarle, por as� decir, en el 
      primer embri�n de la especie, yo no seguir� su organizaci�n a trav�s de 
      sus desenvolvimientos sucesivos ni me detendr� tampoco a buscar en el 
      sistema animal lo que haya podido ser al principio para llegar por �ltimo 
      a lo que es. No examinar� si, como piensa Arist�teles, sus prolongadas 
      u�as fueron al principio garras ganchudas; si era velludo como un oso, y 
      si, caminando a cuatro pies (7), su mirada, dirigida hacia la tierra y 
      limitada a un horizonte de algunos pasos, no indicaba al mismo tiempo el 
      car�cter y los l�mites de sus ideas. No podr�a hacer sobre esta materia 
      sino conjeturas vagas y casi imaginarias. La anatom�a comparada no ha 
      hecho todav�a suficientes progresos y las observaciones de los 
      naturalistas son a�n demasiado inciertas para que pueda establecerse sobre 
      fundamentos semejantes la base de un razonamiento s�lido; de modo que, sin 
      recurrir a los conocimientos naturales que poseemos sobre este punto y sin 
      parar atenci�n en los cambios que han debido tener lugar tanto en la 
      conformaci�n interior como en la exterior del hombre a medida que aplicaba 
      sus miembros a nuevos usos y se nutr�a con nuevos alimentos, le supondr� 
      constituido de todo tiempo como le veo hoy d�a, andando en dos pies, 
      sirvi�ndose de sus manos como nosotros de las nuestras y midiendo con la 
      mirada la infinita extensi�n del cielo.
           Despojando a este ser as� constituido de todos los dones 
      sobrenaturales que haya podido recibir y de todas las facultades 
      artificiales que no ha podido adquirir sino mediando largos progresos; 
      consider�ndole, en una palabra, tal como ha debido salir de manos de la 
      naturaleza, veo un animal menos fuerte que unos, menos �gil que otros, 
      pero, en conjunto, el m�s ventajosamente organizado de todos; le veo 
      saci�ndose bajo una encina, aplacando su sed en el primer arroyo y 
      hallando su lecho al pie del mismo �rbol que lo ha proporcionado el 
      alimento; he ah� sus necesidades satisfechas.
           La tierra, abandonada a su fertilidad natural (8) y cubierta de 
      bosques inmensos, que nunca mutil� el hacha, ofrece a cada paso almacenes 
      y retiros a los animales de toda especie. Dispersos entre ellos, los 
      hombres observan, imitan su industria, elev�ndose as� hasta el instinto de 
      las bestias, con la ventaja de que, si cada especie s�lo posee el suyo 
      propio, el hombre, no teniendo acaso ninguno que le pertenezca, se los 
      apropia todos, se nutre igualmente con la mayor parte de los alimentos (9) 
      que los otros animales se disputan, y encuentra, por consiguiente, su 
      subsistencia con mayor facilidad que ninguno de ellos.
           Acostumbrados desde la infancia a la intemperie del tiempo y al rigor 
      de las estaciones, ejercitados en la fatiga y forzados a defender desnudos 
      y sin armas su vida y su presa contra las bestias feroces, o a escapar de 
      ellas corriendo, f�rmanse los hombres un temperamento robusto y casi 
      inalterable; los hijos, viniendo al mundo con la excelente constituci�n de 
      sus padres y fortific�ndola con los mismos ejercicios que la han 
      producido, adquieren de ese modo todo el vigor de que es capaz la especie 
      humana. La naturaleza procede con ellos precisamente como la ley de 
      Esparta con los hijos de los ciudadanos (10): hace fuertes y robustos a 
      los bien constituidos y deja perecer a todos los dem�s, a diferencia de 
      nuestras sociedades, donde, el Estado, haciendo que los hijos sean 
      onerosos a los padres, los mata indistintamente antes de su nacimiento.
           Siendo el cuerpo del hombre salvaje el �nico instrumento de �l 
      conocido, lo emplea en usos diversos, de que son incapaces los nuestros 
      por falta de ejercicio, y es nuestra industria la que nos arrebata la 
      agilidad y la fuerza que la necesidad lo obliga a adquirir. Si hubiera 
      tenido hacha, �habr�a roto con el pu�o tan fuertes ramas? Si hubiese 
      tenido honda, �lanzar�a a brazo con tanta fuerza las piedras? Si hubiera 
      tenido escalera, �trepar�a con tanta ligereza por los �rboles? Si hubiese 
      tenido caballos �ser�a tan r�pido en la carrera? Dad al hombre civilizado 
      el tiempo preciso para reunir todas esas m�quinas a su derredor: no cabe 
      duda que superar� f�cilmente al hombre salvaje. Mas si quer�is ver un 
      combate a�n m�s desigual, ponedlos desnudos y desarmados frente a frente, 
      y bien pronto reconocer�is cu�les son las ventajas de tener continuamente 
      a su disposici�n todas sus fuerzas, de estar siempre preparado para 
      cualquier contingencia y de conducirse siempre consigo, por as� decir, 
      todo entero (11).
           Hobbes pretende que el hombre es naturalmente intr�pido y ama s�lo el 
      ataque y el combate. Un fil�sofo ilustre piensa, al contrario, y 
      Cumberland y Puffendorf as� lo aseguran, que nada hay tan t�mido como el 
      hombre en el estado natural, y que se halla siempre atemorizado y presto a 
      huir al menor ruido que oiga, al menor movimiento que perciba. Acaso 
      suceda as� por lo que se refiere a los objetos que no conoce, y no dudo 
      que no quede aterrado ante los nuevos espect�culos que se ofrecen a su 
      vista cuando no puede discernir el bien y el mal f�sicos que de ellos debe 
      esperar, ni comparar sus fuerzas con los peligros que tiene que correr; 
      circunstancias raras en el estado de naturaleza, en el cual todas las 
      cosas marchan de modo tan uniforme y en el que la faz de la tierra no se 
      halla sujeta a esos cambios bruscos y continuos que en ella causan las 
      pasiones y la inconstancia de los pueblos reunidos. Pero el hombre 
      salvaje, viviendo disperso entre los animales y encontr�ndose desde 
      temprano en situaciones de medirse con ellos, hace en seguida la 
      comparaci�n, y viendo que si ellos le exceden en fuerza �l los supera en 
      destreza, deja de temerlos ya. Poner a un oso o a un lobo en lucha con un 
      salvaje robusto, �gil e intr�pido como lo son todos, armado de piedras y 
      de un buen palo, y ver�is que el peligro ser� cuando menos rec�proco, y 
      que despu�s de muchas experiencias parecidas, las bestias feroces, que no 
      aman atacarse unas a otras, atacar�n con pocas ganas al hombre, que habr�n 
      hallado tan feroz como ellas. Con respecto a los animales que tienen 
      realmente m�s fuerza que �l destreza, encu�ntrase frente a ellos en el 
      caso de otras especies m�s d�biles, que no por esto dejan de subsistir; 
      con la ventaja para el hombre de que, no menos �gil que aqu�llos para 
      correr y hallando en los �rboles refugio casi seguro, puede en todas 
      partes afrontarlos o no, teniendo la elecci�n de la huida o de la lucha. 
      A�adamos que parece ser que ning�n animal hace espont�neamente la guerra 
      al hombre, salvo en caso de propia defensa o de un hambre extrema, ni 
      manifiesta contra �l esas violentas antipat�as que parecen anunciar que 
      una especie ha sido destinada por la naturaleza a servir de pasto a las 
      otras.
           He aqu�, sin duda, la raz�n por la cual los negros y los salvajes se 
      preocupan tan poco de los animales feroces que pueden encontrar en los 
      bosques. Los caribes de Venezuela, entre otros, viven a este respecto en 
      la m�s completa seguridad y sin el menor contratiempo. Aunque anden casi 
      desnudos, dice Francisco Correal, no dejan de exponerse atrevidamente en 
      los bosques, armados solamente de la flecha y el arco, sin que se haya 
      o�do decir nunca que alguno fuera devorado por las fieras.
           Otros enemigos m�s temibles, contra los cuales no tiene el hombre los 
      mismos medios de defensa, son los achaques naturales, la infancia, la 
      vejez y las enfermedades de toda suerte, tristes signos de nuestra 
      debilidad, cuyos dos primeros son comunes a todos los animales, mientras 
      que el �ltimo es propio principalmente del hombre que vive en sociedad. 
      Hasta observo, a prop�sito de la infancia, que la madre, llevando consigo 
      a todas partes a su hijo, tiene mucha m�s facilidad para alimentarlos que 
      las hembras de diversos animales, forzadas a ir y venir continua y 
      fatigosamente, de un lado, para buscar su alimento; de otro, para 
      amamantar o alimentar a sus cr�as. Es verdad que si la mujer perece, el 
      ni�o corre bastante el riesgo de perecer con ella; pero este mismo peligro 
      es com�n a otras cien especies, cuyos peque�uelos no se hallan por largo 
      tiempo en situaci�n de buscar por s� mismos su alimento; y si la infancia 
      es entre nosotros m�s larga, siendo la vida m�s larga tambi�n, todo viene 
      a ser poco m�s o menos igual en este punto (12), aunque haya sobre la 
      duraci�n de la primer edad y el n�mero de peque�uelos (13) otras reglas 
      que no entran en mi objeto. Entre los viejos, que accionan y transpiran 
      poco, la necesidad de alimentos disminuye con la facultad de adquirirlos, 
      y como la vida salvaje aleja de ellos la gota y los reumatismos, y como la 
      vejez es de todos los males el que menos alivio puede esperar de la ayuda 
      humana, se extinguen en fin sin que se advierta que dejan de existir y 
      casi sin darse cuenta ellos mismos.
           Respecto de las enfermedades, no repetir� las vanas y falsas 
      declamaciones de las personas de buena salud contra la medicina; pero 
      preguntar� si se puede probar con alguna observaci�n s�lida que la vida 
      media del hombre es m�s corta en aquel pa�s donde ese arte se halla 
      descuidado que donde es cultivado con m�s atenci�n. �C�mo podr�a suceder 
      as� si nosotros nos procuramos m�s enfermedades que la medicina nos 
      proporciona remedios? La extrema desigualdad en el modo de vivir, el 
      exceso de ociosidad en unos y de trabajo en otros, la facilidad de excitar 
      y de satisfacer nuestros apetitos y nuestra sensualidad, los alimentos tan 
      apreciados de los ricos, que los nutren de substancias excitantes y los 
      colman de indigestiones; la p�sima alimentaci�n de los pobres, de la cual 
      hasta carecen frecuentemente, carencia que los impulsa, si la ocasi�n se 
      presenta, a atracarse �vidamente; las vigilias, los excesos de toda 
      especie, los transportes inmoderados de todas las pasiones, las fatigas y 
      el agotamiento espiritual, los pesares y contrariedades que se sienten en 
      todas las situaciones, los cuales corroen perpetuamente el alma: he ah� 
      las pruebas funestas de que la mayor parte de nuestros males son obra 
      nuestra, casi todos los cuales hubi�ramos evitado conservando la manera de 
      vivir simple, uniforme y solitaria que nos fue prescrita por la 
      naturaleza. Si ella nos ha destinado a ser sanos, me atrevo casi a 
      asegurar que el estado de reflexi�n es un estado contra la naturaleza, y 
      que el hombre que medita es un animal degenerado. Cuando se piensa en la 
      excelente constituci�n de los salvajes, de aquellos al menos que no hemos 
      echado a perder con nuestras bebidas fuertes; cuando se sabe que apenas 
      conocen otras enfermedades que las heridas y la vejez, vese uno muy 
      inclinado a creer que podr�a hacerse f�cilmente la historia de las 
      enfermedades humanas siguiendo la de las sociedades civiles. Tal es por lo 
      menos la opini�n de Plat�n, quien juzga, a prop�sito de ciertos remedios 
      empleados o aprobados por Podaliro y Maca�n en el sitio de Troya, que 
      diversas enfermedades que estos remedios hubieron de provocar no eran 
      conocidas entonces entre los hombres, y Celso refiere que la dieta, tan 
      necesaria hoy d�a, fue inventada por Hip�crates.
           Con tan contadas causas de males, el hombre, en el estado natural, 
      apenas tiene necesidad de remedio y menos de medicina. La especie humana 
      no es a este respecto de peor condici�n que todas las dem�s, y f�cil es 
      saber por los cazadores si encuentran en sus correr�as muchos animales mal 
      conformados. Algunos encuentran animales con grandes heridas perfectamente 
      cicatrizadas, con huesos y aun miembros rotos curados sin m�s cirujano que 
      la acci�n del tiempo, sin otro r�gimen que su vida ordinaria, y que no por 
      no haber sido atormentados con incisiones, envenenados con drogas y 
      extenuados con ayunos han dejado de quedar perfectamente curados. En fin; 
      por muy �til que sea entre nosotros la medicina bien administrada, no es 
      menos cierto que si el salvaje enfermo, abandonado a s� mismo, nada tiene 
      que esperar sino de la naturaleza, nada tiene que temer, en cambio, sino 
      de su mal, lo cual hace con frecuencia que su situaci�n sea preferible a 
      la nuestra.
           Guard�monos, pues, de confundir al hombre salvaje con los que tenemos 
      ante los ojos. La naturaleza trata a los animales abandonados a sus 
      cuidados con una predilecci�n que parece mostrar cu�n celosa es de este 
      derecho. El caballo, el gato, el toro y aun el asno mismo tienen la mayor 
      parte una talla m�s alta y todos una constituci�n m�s robusta, m�s vigor, 
      m�s fuerza y m�s valor en los bosques que en nuestras casas; pierden la 
      mitad de estas cualidades siendo dom�sticos, y podr�a decirse que los 
      cuidados que ponemos en tratarlos bien y alimentarlos no dan otro 
      resultado que el de hacerlos degenerar. As� ocurre con el hombre mismo: al 
      convertirse en sociable y esclavo, vu�lvese d�bil, temeroso, rastrero, y 
      su vida blanda y afeminado acaba de enervar a la vez su valor y su fuerza. 
      A�adamos que entre la condici�n salvaje y la dom�stica, la diferencia de 
      hombre a hombre debe ser mucho mayor que de bestia a bestia, pues habiendo 
      sido el animal y el hombre igualmente tratados por la naturaleza, todas 
      las comodidades que el hombre se proporcione de m�s sobre los animales que 
      domestica son otras tantas causas particulares que le hacen degenerar m�s 
      sensiblemente.
           La desnudez, la falta de habitaci�n y la carencia de todas esas cosas 
      in�tiles que tan necesarias creemos no constituyen, por consiguiente, una 
      gran desdicha para esos primeros hombres ni un gran obst�culo para su 
      conservaci�n. Si no tienen la piel velluda, para nada la necesitan en los 
      pa�ses c�lidos; y en los climas fr�os bien pronto saben apropiarse las de 
      las fieras vencidas; si s�lo tienen dos pies para correr, poseen dos 
      brazos para atender a su defensa y a sus necesidades. Sus hijos tal vez 
      andan tarde y penosamente, pero las madres los llevan con facilidad, 
      ventaja de que carecen las dem�s especies, en las cuales la madre, cuando 
      es perseguida, se ve obligada a dejar abandonados sus peque�uelos o a 
      seguir a su paso (14). En fin, a menos de suponer el concurso singular y 
      fortuito de circunstancias de que hablar� m�s adelante, y que podr�an muy 
      bien no haber ocurrido nunca, es claro, en todo caso, que el primero que 
      se hizo vestidos o construy� un alojamiento diose con ello cosas poco 
      necesarias, puesto que hasta entonces se hab�a pasado sin ellas, y no se 
      comprende por qu� no hubiera podido soportar siendo hombre el g�nero de 
      vida que llevaba desde su infancia.
           Solo, ocioso y cerca sieinpre del peligro, el hombre salvaje debe 
      gustar de dormir y tener el sue�o ligero como los animales, los cuales, 
      como piensan poco, duermen, por as� decir, todo el tiempo que no piensan. 
      Siendo su propia conservaci�n casi su �nico cuidado, las facultades que 
      m�s debe ejercitar son las que tienen por principal objeto el ataque y la 
      defensa, bien sea para dominar su presa, bien para guardarse de ser la 
      presa de otro animal; y, por el contrario, aquellos �rganos que s�lo se 
      perfeccionan por la pereza y la sensualidad deben permanecer en un estado 
      rudimentario que excluya toda suerte de delicadeza. Hall�ndose divididos 
      en este punto sus sentidos, el gusto y el tacto ser�n de una extrema 
      rudeza; la vista, el olfato y el o�do, de una extraordinaria agudeza. Tal 
      es el estado animal en general, y tambi�n, seg�n el testimonio de los 
      viajeros, el de los pueblos salvajes. No es, por tanto, de extra�ar que 
      los hotentotes del Cabo de Buena Esperanza descubran a simple vista los 
      barcos en alta mar desde tanta distancia como los holandeses con sus 
      anteojos; ni que los salvajes de Am�rica descubrieran a los espa�oles 
      olfateando sus huellas, como hubiesen podido hacer los mejores perros; ni 
      que todas esas naciones b�rbaras soporten sin molestia su desnudez, afinen 
      su gusto a fuerza de pimienta y beban como agua los licores europeos.
           Hasta aqu� s�lo he hablado del hombre f�sico; tratemos ahora de 
      considerarlo en su aspecto metaf�sico y moral.
           No veo en cada animal m�s que una m�quina ingeniosa dotada de 
      sentidos por la naturaleza para elevarse ella misma y asegurarse hasta 
      cierto punto contra todo aquello que tiende a destruirla o desordenarla. 
      La misma cosa observo precisamente en la m�quina humana, con la diferencia 
      de que s�lo la naturaleza lo ejecuta todo en las operaciones del animal, 
      mientras que el hombre atiende las suyas en calidad de agente libre. Aqu�l 
      escoge o rechaza por instinto; �ste, por un acto de libertad; lo que da 
      por resultado que el animal no puede apartarse de la regla que le ha sido 
      prescrita, aun en el caso de que fuese ventajoso para �l hacerlo, mientras 
      que el hombre se aparta con frecuencia y en su perjuicio. As� sucede que 
      un pich�n perecer� de hambre cerca de una fuente colinada de las mejores 
      carnes y un gato sobre montones de frutas o de granos, aunque uno y otro 
      podr�an muy bien nutrirse con los alimentos que desde�an, de intentar 
      ensayarlo; as� ocurre que los hombres disolutos se entregan a excesos que 
      les producen la fiebre o la muerte porque el esp�ritu corrompe los 
      sentidos y la voluntad habla cuando calla la naturaleza.
           Todos los animales tienen ideas, puesto que tienen sentidos, y aun 
      combinan sus ideas hasta cierto punto; el hombre no se distingue a este 
      respecto del animal m�s que del m�s al menos; incluso ciertos fil�sofos 
      han aventurado que hay algunas veces m�s diferencia entre dos hombres que 
      entre un hombre y una bestia. No es, pues, tanto el entendimiento como su 
      cualidad de agente libre lo que constituy� la distinci�n espec�fica del 
      hombre entre los animales. La naturaleza manda a todos los animales, y la 
      bestia obedece. El hombre experimenta la misma sensaci�n, pero se reconoce 
      libre de someterse o de resistir, y es sobre todo en la conciencia de esta 
      libertad donde se manifiesta la espiritualidad de su alma. La f�sica 
      explica en cierto modo el mecanismo de los sentidos y la formaci�n de las 
      ideas; pero en la facultad de querer o, mejor, de elegir, y en el 
      sentimiento de este poder, s�lo se encuentran actos puramente 
      espirituales, de los cuales nada se explica por las leyes de la mec�nica.
           Pero, aun cuando las dificultades que rodean estas cuestiones dieran 
      lugar para discutir sobre esa diferencia entre el hombre y el animal, hay 
      una cualidad muy espec�fica que los distingue y sobre la cual no puede 
      haber discusi�n: es la facultad de perfeccionarse, facultad que, ayudada 
      por las circunstancias, desarrolla sucesivamente todas las dem�s, facultad 
      que posee tanto nuestra especie como el individuo; mientras que el animal 
      es al cabo de algunos meses lo que ser� toda su vida, y su especie es al 
      cabo de mil a�os lo mismo que era el primero de esos mil a�os. �Por qu� 
      s�lo el hombre es susceptible de convertirse en imb�cil? �No es porque 
      vuelve as� a su estado primitivo y porque, en tanto la bestia, que nada ha 
      adquirido y que nada tiene que perder, permanece siempre con su instinto, 
      el hombre, perdiendo por la vejez o por otros accidentes todo lo que su 
      perfectibilidad lo ha proporcionado, cae m�s bajo que el animal mismo? 
      Triste ser�a para nosotros vernos obligados a reconocer que esta facultad 
      distintiva y casi ilimitada es la fuente de todas las desdichas del 
      hombre; que ella es quien le saca a fuerza de tiempo de su condici�n 
      original, en la cual pasar�a tranquilos e inocentes sus d�as; que ella, 
      produciendo con los siglos sus luces y sus errores, sus vicios y virtudes, 
      le hace al cabo tirano de s� mismo y de la naturaleza (15). Ser�a horrible 
      verse obligado a alabar como bienhechor al primero que ense�� a los 
      habitantes de las orillas del Orinoco el uso de esas tablillas de madera 
      que aplican a las sienes de sus hijos y que les aseguran al menos una 
      parte de su imbecilidad y de su felicidad original.
           El hombre salvaje, entregado por la naturaleza al solo instinto, o 
      m�s bien compensado del que acaso le falta con facultades capaces de 
      suplir primero a ese instinto y elevarle despu�s a �l mismo muy por encima 
      de la propia naturaleza, comenzar�, pues, por las funciones puramente 
      animales (16). Percibir y sentir ser� su primer estado, que le ser� com�n 
      con todos los animales; querer y no querer, desear y tener, ser�n las 
      primeras y casi las �nicas operaciones de su alma, hasta que nuevas 
      circunstancias ocasionen en ella nuevos desenvolvimientos.
           Digan lo que quieran los moralistas, el entendimiento humano debe 
      mucho a las pasiones, las cuales, seg�n el com�n sentir, le deben mucho 
      tambi�n. Por su actividad se perfecciona nuestra raz�n; no queremos saber 
      sino porque deseamos gozar, y no puede concebirse por qu� un hombre que 
      careciera de deseos y temores habr�a de tomarse la molestia de pensar. A 
      su vez, las pasiones se originan de nuestras necesidades, y su progreso, 
      de nuestros conocimientos, pues no se puede desear o tener las cosas sino 
      por las ideas que sobre ellas se tenga o por el nuevo impulso de la 
      naturaleza. El hombre salvaje, privado de toda suerte de conocimiento, 
      s�lo experimenta las pasiones de esta �ltima especie; sus deseos no pasan 
      de sus necesidades f�sicas (17); los �nicos bienes que conoce en el mundo 
      son el alimento, una hembra y el reposo; los �nicos males que teme son el 
      dolor y el hambre. Digo el dolor y no la muerte, pues el animal nunca 
      sabr� qu� cosa es morir; el conocimiento de la muerte y de sus terrores es 
      una de las primeras adquisiciones hechas por el hombre al apartarse de su 
      condici�n animal.
           Si fuera necesario, f�cil me ser�a apoyar con hechos este sentimiento 
      y demostrar que en todas las naciones del mundo los progresos del esp�ritu 
      han sido precisamente proporcionados a las necesidades que los pueblos 
      hab�an recibido de la naturaleza o a las cuales les hab�an sometido las 
      circunstancias, y, por consiguiente, a las pasiones que los llevaban a 
      satisfacer esas necesidades. Mostrar�a las artes naciendo en Egipto y 
      extendi�ndose con el desbordamiento del Nilo; seguir�a su progreso entre 
      los griegos, donde se las vio brotar, crecer y elevarse hasta el cielo 
      entre las arenas y las rocas del �tica, sin que pudieran echar ra�ces en 
      las f�rtiles orillas del Eurotas (18). Se�alar�a que, en general, los 
      pueblos del Norte son m�s industriosos que los del Mediod�a, porque no 
      pueden por menos de serlo, como si la naturaleza quisiera de este modo 
      igualar las cosas, dando a los esp�ritus la fertilidad que niega a la 
      tierra.
           Pero, sin recurrir al testimonio de la Historia, �qui�n no ve que 
      todo parece alejar del hombre salvaje la tentaci�n y los medios de dejar 
      de serlo? Su imaginaci�n nada le pinta; su coraz�n nada le pide. Sus 
      escasas necesidades se encuentran tan f�cilmente a su alcance, y se halla 
      tan lejos del grado de conocimientos necesario para desear adquirir otras 
      mayores, que no puede tener ni previsi�n ni curiosidad. El espect�culo de 
      la naturaleza llega a serle indiferente a fuerza de serle familiar; es 
      siempre el mismo orden, siempre son las mismas revoluciones. Carece de 
      aptitud de esp�ritu para admirar las mayores maravillas, y no es en �l 
      donde puede buscarse la filosof�a que el hombre necesita para saber 
      observar una vez lo que ha visto todos los d�as. Su alma, que nada agita, 
      se entrega al sentimiento �nico de su existencia actual, sin idea alguna 
      sobre el porvenir, por cercano que pueda estar, y sus proyectos, limitados 
      como sus miras, apenas se extienden hasta el fin de la jornada. Tal es a�n 
      el grado de previsi�n del caribe: vende por la ma�ana su lecho de algod�n. 
      y vuelve llorando al atardecer para recuperarlo, por no haber previsto que 
      lo necesitar�a para la noche cercana.
           Cuanto m�s se medita sobre este asunto, m�s se ensancha a nuestros 
      ojos la distancia entre las puras sensaciones y los simples conocimientos; 
      se hace imposible concebir c�mo un hombre habr�a podido franquear tan gran 
      intervalo con sus solas fuerzas, sin el concurso de la comunicaci�n y sin 
      el aguij�n de la necesidad. �Cu�ntos siglos quiz� habr�n transcurrido 
      antes de que los hombres hayan podido ver otro fuego que el del cielo! 
      �Cu�ntos azares diversos habr�n necesitado para aprender los usos m�s 
      comunes de ese elemento! �Cu�ntas veces le habr�n dejado extinguir antes 
      de haber adquirido el arte de reproducirlo! �Y cu�ntas acaso habr� 
      perecido con su descubridor cada uno de esos secretos! �Qu� diremos de la 
      agricultura, arte que tanto trabajo y tanta previsi�n exige, que tanto 
      tiene de otras artes, que evidentemente no es practicable sino en una 
      sociedad al menos empezada, y que no nos sirve tanto a sacar de la tierra 
      alimentos que ella producir�a muy bien sin esto como a forzarla a 
      satisfacer las preferencias de nuestro gusto?
           Pero supongamos que los hombres se hubieran multiplicado de tal modo 
      que los productos naturales no hubiesen bastado para alimentarlos, 
      suposici�n que, por decirlo de paso, demostrar�a una gran ventaja para la 
      especie humana en esta manera de vivir; supongamos que, sin fraguas y sin 
      talleres, los instrumentos de labor hubiesen ca�do del cielo en manos de 
      los salvajes; que estos hombres hubiesen vencido el odio mortal que todos 
      sienten contra el trabajo continuo; que hubiesen aprendido a prever tan 
      anticipadamente sus necesidades; que hubieran adivinado c�mo es necesario 
      cultivar la tierra, sembrar los granos y plantar los �rboles; que hubiesen 
      descubierto el arte de moler el trigo y de hacer fermentar la uva, cosas 
      todas que les ha sido preciso fueran ense�adas por los dioses, a falta de 
      concebir c�mo las habr�an aprendido por s� mismos; �qui�n ser�a despu�s de 
      esto el hombre bastante insensato para fatigarse cultivando un campo que 
      ser� despojado por el primer venido, hombre o bestia indistintamente, a 
      quien conviniese la cosecha? �Y c�mo pod�a decidirse cada cual a consagrar 
      su vida a un penoso trabajo, tanto m�s seguro de no recoger sus frutos 
      cuanto m�s sentir�a su necesidad? En una palabra: �c�mo esta situaci�n 
      pod�a decidir a los hombres a cultivar la tierra en tanto no estuviera 
      repartida entre ellos, es decir, en tanto no hubiese sido destruido el 
      estado natural?
           Aun cuando imagin�semos un hombre salvaje tan h�bil en el arte de 
      pensar como lo presentan nuestros fil�sofos; aunque hici�ramos de �l, 
      siguiendo ese ejemplo, un fil�sofo, descubriendo por s� solo las verdades 
      m�s sublimes, componiendo por medio de razonamientos abstractos m�ximas de 
      justicia y de raz�n sacadas del amor al orden en general o de la voluntad 
      conocida de su creador, en una palabra: aunque supusi�ramos en su esp�ritu 
      tantas luces y tanta inteligencia como torpeza y estupidez debe tener y 
      tiene en efecto, �qu� utilidad sacar�a la especie de toda esta metaf�sica, 
      que no pod�a comunicarse y que perecer�a con el individuo que la hubiera 
      inventado? �Qu� progresar�a el g�nero humano disperso en los bosques entre 
      los animales? �Y hasta qu� punto podr�an perfeccionarse e ilustrarse 
      mutuamente unos hombres que, no teniendo domicilio fijo ni necesidad unos 
      de otros, apenas se encontrar�an dos veces en su vida, sin conocerse y sin 
      hablarse?
           Consid�rese cuantas ideas debemos al uso de la palabra; cu�nto 
      ejercita y facilita la gram�tica las operaciones del esp�ritu; pi�nsese en 
      las fatigas inconcebibles y en el infinito tiempo que ha debido costar la 
      primera invenci�n de las lenguas; a��danse estas reflexiones a las 
      precedentes, y se comprender� cu�ntos millares de siglos han debido 
      necesitarse para desarrollar sucesivamente en el esp�ritu humano las 
      operaciones de que era capaz.
           S�ame permitido considerar un instante los problemas del origen de 
      las lenguas. Podr�a contentarme con citar o repetir las investigaciones 
      que el abate de Condillac ha hecho sobre esta materia, puesto que todos 
      confirman mi opini�n y acaso me han sugerido la primer idea. Pero el modo 
      como este fil�sofo resuelve las dificultades que �l mismo se plantea sobre 
      el origen de los signos instituidos demuestra que ha supuesto lo que yo 
      discuto, a saber, una especie de sociedad ya establecida entre los 
      inventores del lenguaje, y al referirme a sus reflexiones creo que debo 
      a�adir las m�as para exponer las mis mas dificultades bajo el aspecto que 
      conviene a mi objeto. La primera que se presenta es imaginar c�mo pudieron 
      ser necesarias las lenguas, pues no teniendo los hombres ninguna 
      comunicaci�n entre s� ni necesidad alguna de ella, no se concibe ni la 
      necesidad de esa invenci�n ni su posibilidad si no fue indispensable. Y 
      aun dir�a, como muchos otros, que las lenguas han nacido en el comercio 
      dom�stico de padres, madres e hijos. Pero, adem�s de que esto no 
      resolver�a las objeciones, ser�a cometer el error de quienes, razonando 
      sobre el estado de naturaleza, transfieren a �ste ideas tomadas de la 
      sociedad; ven a la familia reunida en una misma habitaci�n y a sus 
      miembros observando entre s� una uni�n tan �ntima y tan permanente como 
      entre nosotros, en que tantos intereses comunes los re�nen; cuando, al 
      contrario, no habiendo en ese estado primitivo ni casas, ni caba�as, ni 
      propiedades de ninguna especie, cada cual se alojaba al azar, y 
      frecuentemente por una sola noche; los machos y las hembras se ayuntaban 
      fortuitamente, al azar del encuentro, seg�n la ocasi�n y el deseo, sin que 
      la palabra fuera un int�rprete muy necesario para las cosas que ten�an que 
      decirse, y con la misma facilidad se separaban (19). La madre amamantaba a 
      los hijos por propia necesidad; despu�s, habi�ndose encari�ado con ellos 
      por la costumbre, los alimentaba por la suya; en cuanto ten�an la fuerza 
      necesaria para buscar su alimento, no tardaban en abandonar a su madre 
      misma, y como casi no hab�a otro medio de encontrarse que no perderse de 
      vista, bien pronto se hallaban en estado de no reconocerse unos a otros. 
      Observad tambi�n que teniendo el ni�o que explicar todas sus necesidades, 
      y, por tanto, m�s cosas que decir a la madre que la madre al ni�o, debe 
      correr con los mayores gastos de la invenci�n, y que el lenguaje que 
      emplea tiene que ser en gran parte su propia obra, lo que multiplica tanto 
      las lenguas como individuos hay para hablarlas, a lo cual contribuye 
      tambi�n la vida errante y vagabunda, que no deja a ning�n idioma el tiempo 
      de adquirir consistencia. Decir que la madre dicta al ni�o las palabras 
      que habr� de emplear para pedirle tal o cual cosa demuestra c�mo se 
      ense�an las lenguas ya formadas, pero no ense�a c�mo se forman.
           Supongamos vencida esta primera dificultad; franqueemos por un 
      momento el espacio inmenso que debi� mediar entre el puro estado natural y 
      la necesidad de las lenguas, y busquemos, suponi�ndolas necesarias (20), 
      c�mo han podido empezar a establecerse. Nueva dificultad, mayor a�n que la 
      precedente, porque si los hombres han necesitado de la palabra para 
      aprender a pensar, mayor necesidad han tenido de saber pensar para 
      descubrir el arte de la palabra; y aunque se comprendiera c�mo fueron 
      tomados los sonidos de la voz por int�rpretes convencionales de nuestras 
      ideas, siempre quedar�a por saber cu�les han podido ser los int�rpretes de 
      esa convenci�n para las ideas que, careciendo de un objeto sensible, no 
      pod�an ser indicadas ni por el gesto ni por la voz. De suerte que apenas 
      se pueden formular conjeturas soportables sobre el nacimiento de este arte 
      de comunicar los pensamientos y de establecer un comercio entre los 
      esp�ritus, arte sublime que tan lejos se encuentra ya de su origen, pero 
      que el fil�sofo ve todav�a a tan prodigiosa distancia de su perfecci�n, 
      que no existe hombre alguno bastante atrevido para asegurar que �sta 
      llegar� alg�n d�a, aunque fueran suspendidas en su favor las revoluciones 
      que el tiempo aporta necesariamente, y los prejuicios salieran de las 
      Academias o se callasen ante ellas, y �stas pudieran ocuparse de este 
      espinoso asunto durante siglos enteros y sin interrupci�n.
           El primer lenguaje del hombre, el lenguaje m�s universal, m�s 
      en�rgico, el �nico de que hubo necesidad antes de que fuese necesario 
      persuadir a hombres reunidos, fue el grito de la naturaleza. Como este 
      grito s�lo era arrancado por una especie de instinto en las ocasiones 
      apremiantes para implorar ayuda en los grandes peligros o alivio en los 
      dolores violentos, no era de uso frecuente en el uso ordinario de la vida, 
      en el cual reinan sentimientos m�s moderados. Cuando las ideas de los 
      hombres empezaron a desarrollarse y multiplicarse, estableci�ndose entre 
      ellos una comunicaci�n m�s estrecha, buscaron signos m�s numerosos y un 
      lenguaje m�s extenso; multiplicaron las inflexiones de la voz, 
      acompa��ndolas de gestos, que, por su naturaleza, son m�s expresivos y 
      cuyo sentido depende menos de una determinaci�n anterior. Expresaban, 
      pues, los objetos visibles y m�viles por medio de gestos, y los que hieren 
      el o�do, por sonidos imitativos; pero como el gesto s�lo indica los 
      objetos presentes o f�ciles de escribir y las acciones visibles; como no 
      es de uso universal, porque la obscuridad o la interposici�n de un cuerpo 
      le hacen in�til, y exige m�s bien atenci�n que no la excita, se pens�, en 
      fin, en substituir el gesto por las articulaciones de la voz, que, sin 
      tener la misma relaci�n con ciertas ideas, son m�s adecuadas para 
      representarlas todas como signos instituidos; esa substituci�n no pudo 
      hacerse sino por com�n consentimiento y de modo muy dif�cil de practicar 
      para unos hombres cuyos �rganos groseros no ten�an todav�a ning�n 
      ejercicio, y m�s dif�cil a�n de concebir en s� misma, puesto que ese 
      acuerdo un�nime debi� de ser razonado, y la palabra parece haber sido muy 
      necesaria para establecer el uso de la palabra.
           Se debe pensar que las primeras palabras que usaron los hombres 
      tuvieron en su esp�ritu una significaci�n mucho m�s extensa que las 
      empleadas en las lenguas ya formadas, y que, ignorando la divisi�n de la 
      oraci�n en sus partes constitutivas, dieron al principio a cada palabra el 
      sentido de una proposici�n entera. Cuando empezaron a distinguir el sujeto 
      del atributo y el verbo del nombre substantivo, no fue �ste un mediocre 
      esfuerzo de genio. Los substantivos s�lo fueron al principio nombres 
      propios; el presente de infinitivo fue el �nico tiempo verbal; en cuanto a 
      los adjetivos, su noci�n debi� de desenvolverse muy dif�cilmente, porque 
      todo adjetivo es un nombre abstracto y las abstracciones son operaciones 
      penosas y poco naturales.
           Cada objeto recibi� al principio un nombre particular, sin considerar 
      el g�nero y la especie, que esos primeros fundadores no pod�an distinguir. 
      Todos los individuos aparecieron a su esp�ritu aisladamente, como se 
      hallan en el cuadro de la naturaleza; si una encina se llamaba A, otra se 
      llamaba B, pues la primer idea que se deduce de dos cosas es que son 
      distintas, y hace falta con frecuencia mucho tiempo para observar lo que 
      tienen de com�n; de suerte que cuanto m�s limitados eran los 
      conocimientos, m�s extensi�n adquir�a el diccionario. Las dificultades de 
      toda esta nomenclatura no pudieron ser vencidas f�cilmente, porque para 
      clasificar a los seres bajo denominaciones comunes y gen�ricas era preciso 
      conocer las propiedades y las diferencias; eran necesarias observaciones y 
      definiciones; es decir, hac�a falta la historia natural y la metaf�sica, 
      mucho m�s de lo que pod�an tener los hombres de ese tiempo.
           Por otra parte, las ideas generales no pueden introducirse en el 
      esp�ritu sino con ayuda de las palabras, y el entendimiento no las 
      comprende sino por medio de proposiciones. Esta es una de las razones por 
      las cuales los animales no pueden formarse tales ideas ni adquirir nunca 
      la perfectibilidad que de ellas se deriva. Cuando un mono se lanza sin 
      vacilar de una nuez a otra, �se cree que tiene la idea general de esta 
      clase de fruto y que compara su arquetipo a esos dos individuos? No, sin 
      duda; pero la vista de una de esas nueces evoca en su memoria las 
      sensaciones que ha recibido de la otra, y sus ojos, modificados de cierta 
      manera, anuncian a su gusto la modificaci�n que va a recibir. Toda idea 
      general es puramente intelectual; por poco que intervenga la imaginaci�n, 
      la idea se convierte en seguida en particular. Intentad trazar la imagen 
      de un �rbol en general: nunca lo conseguir�is; a pesar vuestro, ser� 
      necesario ver uno, peque�o o grande, pobre o frondoso, claro u obscuro; y 
      si dependiera de vosotros ver solamente lo que es com�n a todos los 
      �rboles, esta imagen no se parecer�a a ning�n �rbol. Los seres puramente 
      abstractos se ven de la misma manera o no se conciben sino por el 
      razonamiento. La sola definici�n del tri�ngulo os da la verdadera idea; 
      tan pronto como os figur�is uno en vuestro esp�ritu, es un tri�ngulo 
      determinado y no otro alguno, y no pod�is evitar hacer sensibles sus 
      l�neas o coloreada la superficie. Es, pues, necesario enunciar 
      proporciones; es preciso hablar para tener ideas generales, porque tan 
      pronto como la imaginaci�n se detiene, el esp�ritu no trabaja sino con 
      ayuda del razonamiento. Si, por consiguiente, los primeros inventores del 
      lenguaje no han podido dar nombres mas que a las ideas que ya ten�an, se 
      deduce de aqu� que los primeros substantivos s�lo han podido ser nombres 
      propios.
           Pero cuando, por medios que yo no concibo, nuestros nuevos gram�ticos 
      empezaron a extender sus ideas y a generalizar sus palabras, la ignorancia 
      de los inventores debi� de reducir este m�todo a l�mites muy estrechos, y 
      as� como al principio hab�an multiplicado con exceso los nombres de los 
      individuos por no conocer los g�neros y las especies, despu�s hicieron 
      escaso n�mero de especies y de g�neros por no haber considerado a los 
      seres en todas sus diferencias. Para dar mayor impulso a estas divisiones, 
      hubiera hecho falta m�s experiencia y m�s cultura de las que pod�an tener, 
      hubiera sido necesario m�s trabajo y m�s investigaciones que poder dedicar 
      a esa tarea. Ahora bien; si a�n hoy se descubren cada d�a nuevas especies, 
      que hab�an escapado hasta ahora a todas nuestras observaciones, j�zguese 
      cu�ntas debieron substraerse al conocimiento de unos hombres que s�lo 
      consideraban las cosas bajo el primer aspecto. En cuanto a las clases 
      primitivas y a las nociones m�s generales, es superfluo a�adir que tambi�n 
      debieron de escaparles. �C�mo, por ejemplo, habr�an imaginado o entendido 
      las palabras materia, esp�ritu, substancia, modo, figura, movimiento, toda 
      vez que a nuestros mismos fil�sofos, que se sirven de ellas desde tan 
      largo tiempo, cu�stales trabajo entenderlas, y dado que, siendo 
      metaf�sicas las ideas que se asocian a esas palabras, no hallar�an ning�n 
      modelo en la naturaleza?
           Me detengo en estos primeros pasos y suplico a mis jueces suspendan 
      en este punto la lectura para que consideren, solamente sobre la invenci�n 
      de las substantivos f�sicos, es decir, sobre la parte de la lengua m�s 
      f�cil de hallar, el camino que a�n le queda para expresar todos los 
      pensamientos de los hombres, para tomar una forma constante, para poder 
      ser hablada p�blicamente e influir sobre la sociedad; les suplico que 
      reflexionen cu�nto tiempo y cu�ntos conocimientos han sido necesarios para 
      descubrir los n�meros (21), los nombres abstractos, los aoristos (22) y 
      todos los tiempos de los verbos, las part�culas, la sintaxis; para unir 
      los razonamientos y construir la l�gica del discurso. En cuanto a m�, 
      asustado por las dificultades, que se multiplican a cada paso, y 
      convencido de la imposibilidad casi demostrada de que las lenguas hayan 
      podido nacer y establecerse por medios puramente humanos, dejo a quien 
      quiera emprenderla la discusi�n de este dif�cil problema: si ha sido m�s 
      necesaria la sociedad ya establecida para la instituci�n de las lenguas, o 
      las lenguas ya inventadas para la constituci�n de la sociedad.
           Sea lo que fuere de estos or�genes, se ve cuando menos, en el escaso 
      cuidado puesto por la naturaleza para aproximar a los hombres mediante 
      necesidades mutuas y facilitarles el uso de la palabra, cu�n poco ha 
      preparado su sociabilidad y qu� poco ha puesto de su parte para que se 
      establecieran sus relaciones. En efecto; es imposible imaginar por qu� en 
      ese estado primitivo un hombre tendr� m�s necesidad de otro hombre que un 
      mono o un lobo de sus semejantes; ni, suponiendo esa necesidad, qu� motivo 
      podr�a inducir al otro a acceder; ni tampoco, en este �ltimo caso, c�mo 
      podr�an convenir entre ellos las condiciones. Bien s� que se repite 
      incesantemente que nada habr�a sido tan miserable como el hombre en ese 
      estado; mas si es verdad, como creo haberos demostrado, que no pudo hasta 
      muchos siglos despu�s tener el deseo y la ocasi�n de salir de aquel 
      estado, habr�a que acusar a la naturaleza y no a quien ella hubiese 
      constituido de ese modo. Pero, si yo comprendo bien ese t�rmino de 
      miserable, es una palabra que, o no tiene ning�n sentido, o significa una 
      privaci�n dolorosa o el sufrimiento del cuerpo o del alma. Ahora bien; 
      desear�a que se me explicase cu�l puede ser el g�nero de miseria de un ser 
      libre cuyo coraz�n se halla en paz y el cuerpo en salud. Yo pregunto: de 
      la vida social o natural, �cu�l est� m�s sujeta a convertirse en 
      insoportable para quienes las disfrutan? Alrededor nuestro casi s�lo vemos 
      gentes lament�ndose de su existencia y aun algunos que se privan de ella 
      en cuanto est� en su poder, no bastando apenas el concurso de la ley 
      divina y de la humana para contener este desorden. Yo pregunto si alguna 
      vez se ha o�do decir que un salvaje en libertad hubiera tan s�lo pensado 
      en quejarse de la vida o en darse la muerte. J�zguese, pues, con menos 
      orgullo de qu� lado se halla la verdadera miseria. Al contrario: nada 
      habr�a sido m�s miserable que el hombre salvaje deslumbrado por los 
      conocimientos, atormentado por las pasiones y razonando sobre un estado 
      diferente al suyo. Por una sapient�sima providencia, las facultades que 
      pose�a en potencia no deb�an desarrollarse sino en las ocasiones de 
      ejercerlas, a fin de que no fueran para �l ni superfluas ni onerosas antes 
      de tiempo, ni tard�as e in�tiles en caso necesario. Ten�a en su solo 
      instinto cuanto necesitaba para vivir en el estado natural; en la raz�n 
      cultivada s�lo tiene lo que necesita para vivir en sociedad.
           Parece a primera vista que en este estado, no teniendo los hombres 
      entre s� ninguna clase de relaci�n moral ni de deberes conocidos, no 
      podr�an ser ni buenos ni malos, ni ten�an vicios ni virtudes, a menos que, 
      tomando estas palabras en un sentido f�sico, se llamen vicios del 
      individuo las cualidades que pueden perjudicar su propia conservaci�n, y 
      virtudes, las que a ella puedan contribuir; en este caso, habr�a que 
      considerar como m�s virtuoso a quien menos resistiera los meros impulsos 
      de la naturaleza. Pero, sin apartarnos de su sentido ordinario, conviene 
      retener la opini�n que podr�amos manifestar sobre tal situaci�n y 
      desconfiar de nuestros prejuicios hasta que, la balanza en la mano, se 
      haya examinado si los hombres civilizados poseen m�s virtudes que vicios, 
      o si sus virtudes son m�s ventajosas que funestos sus vicios, o si el 
      progreso de sus conocimientos constituye una compensaci�n suficiente de 
      los males que mutuamente se causan a medida que aprenden el bien que 
      deb�an hacerse, o si, bien mirado, no se encontrar�an en una situaci�n m�s 
      feliz no teniendo da�o que temer ni bien que esperar de nadie que 
      hall�ndose sometidos a una dependencia universal y obligados a recibir 
      todo de quienes no se obligan a darles nada.
           No saquemos la conclusi�n, como Hobbes, de que, no teniendo ninguna 
      idea de la bondad, el hombre es naturalmente malo; vicioso, porque no 
      conoce la virtud; que niega siempre a sus semejantes los servicios que 
      cree no deberles; que, en virtud del derecho que se arroga sobre las cosas 
      que necesita, se imagina insensatamente ser el propietario �nico del 
      universo entero. Hobbes ha visto muy bien el defecto de todas las 
      definiciones modernas del derecho natural; pero las consecuencias que 
      deduce de la suya demuestran que la toma en un sentido no menos falso. 
      Razonando sobre los principios que enuncia, este autor deb�a decir que, 
      siendo el estado de naturaleza aquel en que el cuidado de nuestra 
      conservaci�n es el menos perjudicial para la conservaci�n de nuestros 
      semejantes, �ste era por consiguiente el estado m�s a prop�sito para la 
      paz y el m�s conveniente para el g�nero humano. Pues dice precisamente lo 
      contrario, por haber hecho entrar, con gran desacierto, en el cuidado de 
      la conservaci�n del hombre salvaje la necesidad de satisfacer una multitud 
      de pasiones que son producto de la sociedad y que han hecho necesarias las 
      leyes. El malo, dice, es un ni�o fuerte. Falta saber si el hombre salvaje, 
      es un ni�o fuerte. Aunque ello se concediera, �qu� se deducir�a? Que si, 
      siendo fuerte, este hombre depend�a de los dem�s tanto como siendo d�bil, 
      no hay ninguna clase de excesos a los que no se entregara; que pegar�a a 
      su madre cuando tardase demasiado en darle de mamar; que estrangular�a a 
      uno de sus peque�os hermanos cuando estuviese enojado; que morder�a al 
      otro en la pierna cuando fuese tropezado o molestado. Pero ser fuerte y 
      dependiente son supuestos contradictorios en el estado natural. El hombre 
      es d�bil cuando est� sometido a dependencia, y es libre antes de ser 
      fuerte. Hobbes no ha visto que la misma causa que impide a los salvajes el 
      uso de raz�n, como pretenden nuestros jurisconsultos, les impide al mismo 
      tiempo el abuso de sus facultades, como �l mismo pretende; de modo que 
      podr�a decirse que los salvajes no son malos precisamente porque no saben 
      qu� cosa es ser buenos, toda vez que no es el desenvolvimiento de la raz�n 
      ni el freno de la ley, sino la ignorancia del vicio y la calma de las 
      pasiones, lo que los impide hacer el mal: Tanto plus in illis proficit 
      vitiorum ignoratio, quam in his cognitio virtutis (23).
           Hay adem�s otro principio que Hobbes no ha observado, el cual, 
      habi�ndole sido dado al hombre para suavizar en ciertas circunstancias la 
      ferocidad de su amor propio o su deseo de conservaci�n antes del 
      nacimiento de este amor (24), modera el ardor que siente por su bienestar 
      con una innata repugnancia a ver sufrir a sus semejantes. No creo que deba 
      temer una contradicci�n concediendo al hombre la �nica virtud natural que 
      se ha visto obligado a reconocer el m�s furioso detractor de las virtudes 
      humanas. Me refiero a la piedad, disposici�n adecuada a seres tan d�biles 
      y sujetos a tantos males como somos nosotros; virtud tanto m�s universal y 
      tanto m�s �til al hombre cuanto que precede al uso de toda reflexi�n, y 
      tan natural, que las bestias mismas dan de ella algunas veces sensibles 
      muestras. Sin hablar de la ternura de las madres con sus peque�os y de los 
      peligros que arrostran para protegerlos, obs�rvase a diario la repugnancia 
      que experimentan los caballos a pisotear un cuerpo vivo. Un animal no pasa 
      nunca al lado de otro de su especie muerto sin sentir cierta inquietud; 
      hasta hay animales que les dan una suerte de sepultura, y los tristes 
      mugidos del ganado entrando en el matadero anuncian la impresi�n que 
      recibe ante el horrible espect�culo que contempla. Con placer se ve al 
      autor de la f�bula Las abejas (25), obligado a reconocer al hombre como un 
      ser compasivo y sensible, abandonar su estilo fr�o y sutil para ofrecernos 
      la pat�tica imagen de un hombre encerrado que ve fuera a una bestia feroz 
      arrancar a un ni�o de brazos de su madre, triturar con sus mort�feros 
      dientes sus d�biles miembros y desgarrar con sus u�as las entra�as 
      palpitantes de la criatura. �Qu� horribles estremecimientos experimenta 
      ese testigo de un suceso en el cual no interviene su inter�s personal! 
      �Qu� angustias sufro por no poder prestar auxilio alguno a la madre 
      desvanecida y a la expirante criatura!
           Tal es el puro movimiento de la naturaleza, anterior a toda 
      reflexi�n; tal la fuerza de la piedad natural, que las costumbres m�s 
      depravadas dif�cilmente pueden destruirla, puesto que se ve a diario en 
      nuestros espect�culos enternecerse y llorar ante las desventuras de un 
      infortunado a un tal que, de hallarse en el lugar del tirano, agravar�a 
      m�s a�n los tormentos de su enemigo, semejante al sanguinario Sila, tan 
      sensible ante las desgracias que �l no hab�a causado, o a ese Alejandro de 
      Feres, que no osaba asistir a la representaci�n de ninguna tragedia por 
      temor de que se le viera llorar con Andr�maca y con Pr�amo, mientras 
      escuchaba sin emocionarse los gritos de los ciudadanos que mandaba 
      degollar todos los d�as.
                                                             Mollissima corda
            Humano generi dare se natura fatetur,
            Quae lacrymas dedit (26).

           Mandeville ha comprendido perfectamente que los hombres, con toda su 
      moral, hubieran sido siempre unos monstruos si la naturaleza no les 
      hubiese dado la piedad en apoyo de la raz�n; pero no ha visto que de esta 
      sola cualidad se derivan todas las virtudes sociales que pretende negar a 
      los hombres. En efecto: �qu� es la generosidad, la clemencia, la 
      humanidad, sino la piedad aplicada a los d�biles, a los culpables, o a la 
      especie humana en general? La benevolencia y la misma amistad son, bien 
      miradas, productos de una constante piedad fijada en un objeto particular; 
      pues desear que alguien no sufra, �qu� es sino desear que sea feliz? Aun 
      cuando fuera cierto que la conmiseraci�n es s�lo un sentimiento que nos 
      pone en el lugar de quien sufre, sentimiento obscuro y vivo en el salvaje, 
      desarrollado pero d�bil en el hombre civilizado, �qu� importar�a esto a la 
      verdad de lo que afirmo, sino para darle m�s fuerza? En efecto: la 
      conmiseraci�n ser� tanto m�s en�rgica cuanto m�s �ntimamente se 
      identifique el animal espectador con el animal paciente. Ahora bien; es 
      evidente que esta identificaci�n ha debido de ser infinitamente m�s 
      estrecha en el estado de naturaleza que en el estado de razonamiento. Es 
      la raz�n quien engendra el amor propio, y la reflexi�n lo fortifica; ella 
      repliega al hombre sobre s� mismo; ella le aparta de todo lo que le 
      molesta o le aflige. Es la filosof�a quien le a�sla; por ella dice en 
      secreto, a la vista de un hombre que sufre: �Muere si quieres; yo estoy 
      seguro.� S�lo los peligros de la sociedad entera turban el sue�o tranquilo 
      del fil�sofo y le arrancan del lecho. Se puede degollar impunemente a un 
      semejante suyo bajo sus ventanas; no tiene m�s que taparse los o�dos y 
      razonar un poco para impedir a la naturaleza que se subleva dentro de �l 
      identificarlo con aquel a quien se asesina (27). El hombre salvaje carece 
      de este admirable talento; falto de raz�n y de prudencia, v�sele siempre 
      entregarse aturdidamente al primer sentimiento de la humanidad. En los 
      motines, en las contiendas callejeras, acude el populacho y el hombre 
      prudente se aparta; es la canalla, son las mujeres del mercado quienes 
      separan a los combatientes o impiden a la gente de bien su mutuo 
      exterminio.
           Es, por tanto, perfectamente cierto que la piedad es un sentimiento 
      natural que, moderando en cada individuo de su amor a s� mismo, concurre a 
      la mutua conservaci�n de la especie. Ella nos impulsa sin previa reflexi�n 
      al socorro de aquellos a quienes vemos sufrir; ella substituye en el 
      estado natural a las leyes, a las costumbres y a la virtud, con la ventaja 
      de que nadie se siente tentado de desobedecer su dulce voz; ella disuadir� 
      a un salvaje fuerte de quitar a una d�bil criatura o a un viejo achacoso 
      el alimento que han adquirido penosamente, si espera hallar el suyo en 
      otra parte; ella inspira a todos los hombres, en lugar de la sublime 
      m�xima de justicia razonada P�rtate con los dem�s como quieres que se 
      porten contigo, esta otra de bondad natural, acaso menos perfecta, pero 
      mucho m�s �til que la anterior: Haz tu bien con el menor da�o posible para 
      otro. En una palabra: es en este sentimiento natural, m�s bien que en los 
      sutiles argumentos, donde hay que buscar la causa de la repugnancia que 
      todo hombre siente a obrar mal, aun independientemente de los preceptos de 
      la educaci�n. Aunque S�crates y los esp�ritus de su tiempo puedan adquirir 
      la virtud por medio del razonamiento, hace tiempo que habr�a desaparecido 
      el g�nero humano si su conservaci�n hubiese dependido de quienes lo 
      componen.
           Con pasiones tan poco activas y un freno tan saludable, los hombres, 
      m�s bien feroces que malos, m�s atentos a ponerse a cubierto del mal que 
      pod�an recibir que inclinados a hacer da�o a otros, no estaban expuestos a 
      contiendas muy peligrosas. Como no ten�an entre s� ninguna especie de 
      relaci�n; como por tanto, no conoc�an la vanidad, ni la consideraci�n, ni 
      la estima, ni el desprecio; como no ten�an la menor noci�n del bien ni del 
      mal, ni alguna idea verdadera de justicia; como miraban las violencias que 
      pod�an recibir como da�o f�cil de reparar, y no como una injuria que debe 
      ser castigada, y como ni siquiera pensaban en la venganza, a no ser tal 
      vez maquinalmente y en el mismo momento, como el perro que muerde la 
      piedra que se le arroja, sus disputas raramente hubieran tenido causa m�s 
      importante que el alimento. Pero veo una m�s peligrosa y de la cual voy a 
      tratar.
           Entre las pasiones que agitan el coraz�n humano hay una, ardiente, 
      impetuosa, que hace a un sexo necesario al otro; terrible pasi�n que 
      desaf�a todos los peligros, destruye todos los obst�culos y m�s parece, en 
      su furor, propia para aniquilar el g�nero humano que no destinada a 
      conservarlo. �Qu� ser�a de los hombres presa de esta rabia desenfrenada y 
      brutal, sin pudor ni continencia, y disput�ndose cada d�a sus amores al 
      precio de su sangre?
           Es preciso conceder desde luego que cuanto m�s violentas son las 
      pasiones m�s necesarias son las leyes; pero, adem�s de que los des�rdenes 
      y los cr�menes que a diario causan esas pasiones demuestran demasiado la 
      insuficiencia de las leyes a este respecto, convendr�a examinar si estos 
      des�rdenes no han nacido con las leyes mismas; porque entonces, aunque 
      fueran capaces de reprimirlos, lo menos que podr�a exig�rseles es que 
      detuviesen un mal que sin ellas no existir�a.
           Empecemos por distinguir en el sentimiento del amor lo moral y lo 
      f�sico. Lo f�sico es ese deseo general que impulsa a un sexo a unirse con 
      otro. Lo moral es lo que determina ese deseo y lo fija exclusivamente en 
      un solo objeto, o que, por lo menos, le da hacia ese objeto preferido un 
      mayor grado de energ�a. Ahora bien; es f�cil ver que lo moral del amor es 
      un sentimiento facticio nacido del uso de la sociedad y elogiado por las 
      mujeres con suma habilidad y cuidado para implantar su imperio y hacer 
      dominante el sexo que deb�a obedecer. Como este sentimiento est� fundado 
      sobre ciertas nociones del m�rito y de la belleza que un salvaje no se 
      halla en estado de poseer, y sobre comparaciones que �ste no puede hacer, 
      debe de ser casi nulo para �l; porque del mismo modo que su esp�ritu no ha 
      podido forjar ideas abstractas de regularidad y de proporci�n, as� su 
      coraz�n no es tampoco susceptible de sentimiento de admiraci�n y de amor, 
      los cuales nacen, sin que uno se d� cuenta, de la aplicaci�n de esas 
      ideas. �nicamente escucha al temperamento que la naturaleza le ha dado, no 
      al gusto que no ha podido adquirir, y cualquier mujer le parece buena.
           Limitados a la parte f�sica del amor y bastante felices para ignorar 
      esas preferencias que irritan el sentimiento amoroso y aumentan las 
      dificultades, los hombres deben de sentir menos frecuentemente y con menor 
      viveza los ardores del temperamento, y, por consiguiente, sus disputas 
      deben de ser m�s raras y menos crueles. La imaginaci�n, que tantos 
      estragos produce entre nosotros, no habla a esos corazones salvajes; cada 
      uno espera tranquilamente los impulsos de la naturaleza, se entrega a 
      ellos sin elecci�n, con mayor placer que furor, y, satisfecha su 
      necesidad, el deseo queda extinguido.
           Es, pues, incontestable que as� el amor como las dem�s pasiones no 
      han adquirido sino en la sociedad ese ardor impetuoso que tan funestos los 
      hace ser con frecuencia para los hombres. De modo que es en extremo 
      rid�culo representar a los salvajes extermin�ndose mutuamente y sin cesar 
      por satisfacer su brutalidad, toda vez que esta opini�n est� en completa 
      contradicci�n con la experiencia, pues los caribes, el pueblo que menos se 
      ha apartado hasta aqu�, entre todos los existentes, del estado natural, 
      son precisamente los m�s tranquilos en sus amores y los menos sujetos a 
      los celos, aunque viven bajo un clima abrasador, que parece dar a sus 
      pasiones una actividad mayor.
           Respecto a las consecuencias que podr�an deducirse, en ciertas 
      especies animales, de las luchas entre machos que en todo tiempo 
      ensangrientan nuestros corrales o hacen retumbar los bosques en la 
      primavera con sus gritos disput�ndose la hembra, es necesario empezar por 
      excluir a todas aquellas especies en que la naturaleza ha establecido 
      manifiestamente, por lo que hace al poder relativo de los sexos, distintas 
      relaciones que entre nosotros; as�, las peleas entre gallos no constituyen 
      una inducci�n para la especie humana. En las especies en que la proporci�n 
      est� mejor observada, estas luchas s�lo pueden tener por causa la escasez 
      de hembras respecto al n�mero de machos o los intervalos durante los 
      cuales la hembra reh�sa constantemente ayuntarse con el macho, lo que 
      equivale a la primer causa; porque si la hembra s�lo admite al macho 
      durante dos meses al a�o, es igual que si el n�mero de hembras fuese cinco 
      sextas partes menor. Pero ninguno de estos dos casos es aplicable a la 
      especie humana, en la cual el n�mero de las hembras excede generalmente al 
      de varones, no habi�ndose observado nunca tampoco, ni aun entre los 
      salvajes, que las hembras tengan, como en las otras especies, �pocas de 
      celo y de abstenci�n. Adem�s, en muchas clases de animales, entrando la 
      especie entera a la vez en mutua efervescencia, sobreviene un momento 
      terrible de com�n ardor, de tumulto, desorden y combate; momento que no 
      existe en la especie humana, porque el amor en ella no es peri�dico. No 
      puede deducirse, por consiguiente, de los combates entre ciertos animales 
      por la posesi�n de la hembra, que lo mismo suceder�a al hombre en el 
      estado natural; y aunque se pudiera sacar esa conclusi�n, as� como esas 
      luchas no destruyen esas especies, debe pensarse cuando menos que no 
      ser�an m�s funestas para la nuestra; y aun parece que no causar�an tantos 
      estragos como causan en la sociedad, sobre todo en aquellos pa�ses en que, 
      por respetarse todav�a las costumbres, los celos de los amantes y la 
      venganza de los maridos son diario motivo de duelos, cr�menes y peores 
      cosas; sociedad en que el deber de una eterna fidelidad s�lo sirve para 
      originar adulterios y donde las mismas leyes del honor y la continencia 
      extienden necesariamente la corrupci�n y multiplican los abortos.
           Concluyamos que el hombre salvaje, errante en los bosques, sin 
      industria, sin palabra, sin domicilio, sin guerra y sin relaciones, sin 
      necesidad alguna de sus semejantes, as� como sin ning�n deseo de 
      perjudicarlos, quiz� hasta sin reconocer nunca a ninguno individualmente; 
      sujeto a pocas pasiones y bast�ndose a s� mismo, s�lo ten�a los 
      sentimientos y las luces propias de este estado, s�lo sent�a sus 
      verdaderas necesidades, s�lo miraba aquello que le interesaba ver, y su 
      inteligencia no progresaba m�s que su vanidad. Si por casualidad hac�a 
      alg�n descubrimiento, tanto menos pod�a comunicarlo cuanto que ni 
      reconoc�a a sus hijos. El arte perec�a con el inventor. No hab�a educaci�n 
      ni progreso; las generaciones se multiplicaban in�tilmente, y, partiendo 
      siempre cada una del mismo punto, los siglos transcurr�an en la tosquedad 
      de las primeras edades; la especie era ya vieja, y el hombre segu�a siendo 
      siempre ni�o.
           Si me he extendido tanto tiempo sobre la suposici�n de esta condici�n 
      primitiva es porque, siendo necesario destruir antiguos errores y 
      prejuicios, he cre�do que deb�a ahondar hasta las ra�ces para demostrar en 
      el cuadro del verdadero estado de naturaleza c�mo la desigualdad, aun 
      natural, est� lejos de tener en ese estado la realidad y la influencia que 
      pretenden nuestros escritores.
           En efecto: es f�cil ver que, entre las diferencias que distinguen a 
      los hombres, pasan por naturales muchas que son �nicamente obra de la 
      costumbre y de los diversos g�neros de vida que llevan los hombres en la 
      sociedad. As�, un temperamento fuerte o delicado, la fuerza o la debilidad 
      que de �ste dependen, proceden con frecuencia m�s de la manera ruda o 
      afeminada con que uno ha sido criado que de la constituci�n primitiva del 
      cuerpo. Lo mismo sucede con las fuerzas del esp�ritu, y no solamente la 
      educaci�n establece diferencias entre los esp�ritus cultivados y los que 
      no lo est�n, sino que aumenta la que existe entre los primeros en 
      proporci�n con la cultura, pues si un gigante y un enano van por el mismo 
      camino, cada paso que adelanten dar� una nueva ventaja al gigante. Ahora 
      bien: si se compara la prodigiosa variedad de educaci�n y de g�neros de 
      vida que reina en los diferentes �rdenes del estado civil con la 
      simplicidad y la uniformidad de la vida animal o salvaje, en la cual todos 
      se nutren con los mismos alimentos, viven del mismo modo y hacen 
      exactamente las mismas cosas, se comprender� entonces c�mo la diferencia 
      de hombre a hombre debe ser menor en el estado de naturaleza que en el de 
      sociedad, y c�mo la desigualdad natural debe aumentar en la especie humana 
      por la desigualdad de educaci�n.
           Pero aunque la naturaleza afectase en la distribuci�n de sus dones 
      tantas diferencias como se pretende, �qu� ventajas gozar�an los m�s 
      favorecidos en perjuicio de los dem�s en un estado de cosas que no 
      admitir�a casi ninguna especie de relaci�n entre ellos? Donde no hay amor, 
      �de qu� sirve la belleza? �De qu� sirve el ingenio a gentes que no hablan 
      nunca, y la astucia a los que no tienen negocios? Oigo repetir a cada 
      instante que los m�s fuertes oprimir�an a los d�biles; pero expl�queseme 
      qu� se quiere decir con la palabra opresi�n. Unos dominar�an con 
      violencia, otros gemir�an sometidos a su capricho. He aqu� precisamente lo 
      que observo entre nosotros; pero no veo c�mo puede decirse esto de los 
      hombres salvajes, a quienes dif�cilmente se har�a comprender qu� 
      significan servidumbre y dominaci�n. Podr� un hombre apoderarse de los 
      frutos que otro ha cogido, de la caza que ha matado, de la caverna que le 
      serv�a de asilo; pero �c�mo conseguir�a nunca hacerse obedecer y cu�les 
      podr�an ser las cadenas de la dependencia entre unos hombres que nada 
      poseen? Si se me arroja de un �rbol, libre estoy para ir a otro; si 
      alguien me molesta en un sitio, �qui�n me impedir� marcharme a otra parte? 
      �Hay un hombre de fuerza superior a la m�a, y adem�s bastante depravado, 
      bastante perezoso, bastante feroz para obligarme a proveer a su 
      subsistencia mientras �l permanece ocioso? Pues es preciso que se resuelva 
      a no perderme de vista un solo instante, a tenerme cuidadosamente atado 
      durante su sue�o por temor a que me escape o le mate; es decir, que se ve 
      obligado a exponerse voluntariamente a una fatiga mucho m�s grande que la 
      que quiere evitarse y que la que a m� me causa. Despu�s de todo esto, si 
      su vigilancia afloja un instante, si un ruido imprevisto le hace volver la 
      cabeza, doy veinte pasos en el bosque, y mis cadenas quedan rotas y jam�s 
      en su vida vuelve a verme.
           Sin necesidad de prolongar in�tilmente estos detalles, cada cual debe 
      ver que, no siendo los lazos de la servidumbre sino la dependencia mutua 
      de los hombres y de las necesidades rec�procas que los unen, es imposible 
      esclavizar a un hombre si antes no se le ha puesto en el caso de no poder 
      prescindir de otro; y como esta situaci�n no existe en el estado natural, 
      todos se hallan libres del yugo, resultando, vana en �l la ley del m�s 
      fuerte.
           Despu�s de haber demostrado que la desigualdad apenas se manifiesta 
      en el estado natural y que su influencia es casi nula, me falta explicar 
      su origen y sus progresos en los desenvolvimientos sucesivos del esp�ritu 
      humano. Despu�s de haber demostrado que la perfectibilidad, las virtudes 
      sociales y las dem�s facultades que el hombre natural hab�a recibido en 
      potencia no pod�an desarrollarse nunca por s� mismas; que para ello 
      necesitaban el concurso fortuito de diferentes causas externas que pod�an 
      no haber nacido nunca y sin las cuales el hombre natural hubiera 
      permanecido eternamente en su condici�n primitiva, me falta considerar y 
      reunir los diferentes azares que han podido, echando a perder la especie, 
      perfeccionar la raz�n humana; volver malos a los seres haci�ndolos 
      sociables, y de un t�rmino tan lejano, traer al hombre y al mundo al punto 
      en que los vemos.
           Los acontecimientos que voy a describir pueden haber ocurrido de 
      diferentes maneras; confieso, pues, que s�lo me puedo decidir en su 
      elecci�n por conjeturas; pero, adem�s de que estas conjeturas se 
      convierten en razones cuando son las m�s probables conclusiones de la 
      naturaleza de las cosas y los �nicos medios de que puede disponerse para 
      descubrir la verdad, las consecuencias que quiero deducir de las m�as no 
      ser�n por ello conjeturales, puesto que sobre los principios que he 
      formulado no podr�a construirse ning�n otro sistema que me proporcione los 
      mismos resultados y del cual pueda sacar las mismas conclusiones.
           Esto me dispensar� de extender mis reflexiones sobre el modo como el 
      lapso de tiempo transcurrido compensa la escasa verosimilitud de los 
      acontecimientos; sobre el sorprendente poder de las peque�as causas cuando 
      obran sin descanso; sobre la imposibilidad en que nos hallamos, de un 
      lado, de destruir ciertas hip�tesis, si del otro no se les puede dar el 
      grado de certidumbre de los hechos; sobre que, dados dos hechos como 
      reales y habiendo que unirlos por una serie de hechos intermediarios, 
      desconocidos o considerados como tales, corresponde a la Historia, cuando 
      existe, procurar los hechos que sirven de enlace, o a la Filosof�a, en su 
      defecto, determinar los hechos an�logos que pueden enlazarlos; y, en fin, 
      sobre que, en materia de acontecimientos, la analog�a reduce los hechos a 
      un n�mero mucho m�s peque�o de clases diferentes de lo que se imagina. 
      Tengo suficiente con ofrecer estos temas a la consideraci�n de mis jueces; 
      me basta con haberme arreglado de modo que los lectores vulgares no 
      tuvieran necesidad de considerarlos.



      Segunda parte
           El primer hombre a quien, cercando un terreno, se lo ocurri� decir 
      esto es m�o y hall� gentes bastante simples para creerle fue el verdadero 
      fundador de la sociedad civil. �Cu�ntos cr�menes, guerras, asesinatos; 
      cu�ntas miserias y horrores habr�a evitado al g�nero humano aquel que 
      hubiese gritado a sus semejantes, arrancando las estacas de la cerca o 
      cubriendo el foso: ��Guardaos de escuchar a este impostor; est�is perdidos 
      si olvid�is que los frutos son de todos y la tierra de nadie!� Pero parece 
      que ya entonces las cosas hab�an llegado al punto de no poder seguir m�s 
      como estaban, pues la idea de propiedad, dependiendo de muchas, otras 
      ideas anteriores que s�lo pudieron nacer sucesivamente, no se form� de un 
      golpe en el esp�ritu humano; fueron necesarios ciertos progresos, adquirir 
      ciertos conocimientos y cierta industria, transmitirlos y aumentarlos de 
      �poca en �poca, antes de llegar a ese �ltimo l�mite del estado natural. 
      Tomemos, pues, las cosas desde m�s lejos y procuremos reunir en su solo 
      punto de vista y en su orden m�s natural esa lenta sucesi�n de 
      acontecimientos y conocimientos.
           El primer sentimiento del hombre fue el de su existencia; su primer 
      cuidado, el de su conservaci�n. Los productos de la tierra le prove�an de 
      todo, lo necesario; el instinto le llev� a usarlos. El hambre, otros 
      deseos hac�anle experimentar sucesivamente diferentes modos de existir, y 
      hubo uno que le invit� a perpetuar su especie; esta ciega inclinaci�n, 
      desprovista de todo sentimiento del coraz�n, s�lo engendra un acto 
      puramente animal; satisfecho el deseo, los dos sexos ya no se reconoc�an, 
      y el hijo mismo nada era para la madre en cuanto pod�a prescindir de ella.
           Tal fue la condici�n del hombre al nacer; tal fue la vida de un 
      animal limitado al principio a las puras sensaciones, aprovechando apenas 
      los dones que le ofrec�a la naturaleza, lejos de pensar en arrancarle cosa 
      alguna. Pero bien pronto surgieron dificultades; hubo que aprender a 
      vencerlas. La altura de los �rboles, que le imped�a coger sus frutos; la 
      concurrencia de los animales que intentaban arrebat�rselos para 
      alimentarse, y la ferocidad de los que atacaban su propia vida, todo le 
      oblig� a aplicarse a los ejercicios corporales; tuvo que hacerse �gil, 
      r�pido en la carrera, fuerte en la lucha. Las armas naturales, que son las 
      ramas de los �rboles y las piedras, pronto se hallaron en sus manos. 
      Aprendi� a dominar los obst�culos de la naturaleza, a combatir en caso 
      necesario con los dem�s animales, a disputar a los hombres mismos su 
      subsistencia o a resarcirse de lo que era preciso ceder al m�s fuerte.
           A medida que se extendi� el g�nero humano, los trabajos se 
      multiplicaron con los hombres. La diferencia de los terrenos, de los 
      climas, de las estaciones, pudo forzarlos a establecerla en sus maneras de 
      vivir. Los a�os est�riles, los inviernos largos y crudos, los ardientes 
      est�os, que todo consumen, exigieron de ellos una nueva industria. En las 
      orillas del mar y de los r�os inventaron el sedal y el anzuelo, y se 
      hicieron pescadores e icti�fagos (28). En los bosques construy�ronse arcos 
      y flechas, y fueron cazadores y guerreros. En los pa�ses fr�os se 
      cubrieron con las pieles de los animales muertos a sus manos. El rayo, un 
      volc�n o cualquier feliz azar les dio a conocer el fuego, nuevo recurso 
      contra el rigor del invierno; aprendieron a conservar este elemento y 
      despu�s a reproducirlo, y, por �ltimo, a preparar con �l la carne, que 
      antes devoraban cruda.
           Esta reiterada aplicaci�n de seres distintos y de unos a otros debi� 
      naturalmente de engendrar en el esp�ritu del hombre la percepci�n de 
      ciertas relaciones. Esas relaciones, que nosotros expresamos con las 
      palabras grande, peque�o, fuerte, d�bil, r�pido, lento, temeroso, 
      arriesgado y otras ideas semejantes, produjeron al fin en �l una especie 
      de reflexi�n o m�s bien una prudencia maquinal, que le indicaba las 
      precauciones m�s necesarias a su seguridad.
           Las nuevas luces que resultaron de este desenvolvimiento aumentaron 
      su superioridad sobre los dem�s animales haci�ndosela conocer. Se ejercit� 
      en tenderles lazos, en enga�arlos de mil modos, y aunque muchos le 
      superasen en fuerza en la lucha o en rapidez en la carrera, con el tiempo 
      se hizo due�o de los que pod�an servirle y azote de los que pod�an 
      perjudicarle. Y as�, la primer mirada que se dirigi� a s� mismo suscit� el 
      primer movimiento de orgullo; y, sabiendo apenas distinguir las categor�as 
      y vi�ndose en la primera por su especie, as� se preparaba de lejos a 
      pretenderla por su individuo.
           Aunque sus semejantes no fueran para �l lo que son para nosotros, y 
      aunque no tuviera con ellos mayor comercio que con los otros animales, no 
      fueron olvidados en sus observaciones. Las semejanzas que pudo percibir 
      con el tiempo entre ellos, su hembra y �l mismo, le hicieron juzgar las 
      que no percib�a; viendo que todos se conduc�an como �l se hubiera 
      conducido en iguales circunstancias, dedujo que su manera de pensar y de 
      sentir era enteramente conforme con la suya, y esta importante verdad, una 
      vez arraigaba en su esp�ritu, le hizo seguir, por un presentimiento tan 
      seguro y m�s vivo que la dial�ctica, las reglas de conducta que, para 
      ventaja y seguridad suya, m�s le conven�a observar con ellos.
           Instruido por la experiencia de que el amor del bienestar es el �nico 
      m�vil de las acciones humanas, pudo distinguir las raras ocasiones en que, 
      por inter�s com�n, deb�a contar con la ayuda de sus semejantes, y aquellas 
      otras, m�s raras a�n, en que la concurrencia deb�a hacerle desconfiar de 
      ellos. En el primer caso se un�a a ellos en informe reba�o, o cuando m�s 
      por una especie de asociaci�n libre que a nadie obligaba y que s�lo duraba 
      el tiempo que la pasajera necesidad que la hab�a formado; en el segundo, 
      cada cual buscaba su provecho, bien a viva fuerza si cre�a ser m�s fuerte, 
      bien por astucia y habilidad si sent�ase el m�s d�bil.
           He aqu� c�mo los hombres pudieron insensiblemente adquirir cierta 
      idea rudimentaria de compromisos mutuos y de la ventaja de cumplirlos, 
      pero s�lo en la medida que pod�a exigirlos el inter�s presente y sensible, 
      pues la previsi�n nada era para ellos, y, lejos de preocuparse de un 
      lejano futuro, ni siquiera pensaban en el d�a siguiente. �Trat�base de 
      cazar un ciervo? Todos comprend�an que para ello deb�an guardar fielmente 
      su puesto; pero si una liebre pasaba al alcance de uno de ellos, no cabe 
      duda que la perseguir�a sin ning�n escr�pulo y que, cogida su presa, se 
      cuidar�a muy poco de que no se les escapase la suya a sus compa�eros.
           F�cil es comprender que semejantes relaciones no exig�an un lenguaje 
      mucho m�s refinado que el de las cornejas o los monos, que se agrupan poco 
      m�s o menos del mismo modo. Durante mucho tiempo s�lo debieron de componer 
      el lenguaje universal gritos inarticulados, muchos gestos y algunos ruidos 
      imitativos; unidos a esto en cada regi�n algunos sonidos articulados y 
      convencionales, cuyo origen, como ya he dicho, no es muy f�cil de 
      explicar, form�ronse lenguas particulares, pero elementales, imperfectas, 
      semejantes aproximadamente a las que a�n tienen diferentes naciones 
      salvajes de hoy d�a.
           Atravieso como una flecha multitudes de siglos, forzado por el tiempo 
      que transcurre, por la abundancia de cosas que he de decir y por el 
      progreso casi imperceptible de los comienzos, pues tanto m�s lentos eran 
      para sucederse, tanto m�s r�pidos son para describir.
           Estos primeros progresos pusieron en fin al hombre en estado de hacer 
      otros m�s r�pidos. Cuanto m�s se esclarec�a el esp�ritu m�s se 
      perfeccionaba la industria. Bien pronto los hombres, dejando de dormir 
      bajo el primer �rbol o de guarecerse en cavernas, hallaron una especie de 
      hachas de piedra duras y cortantes que sirvieron para cortar la madera, 
      cavar la tierra y construir chozas con las ramas de los �rboles, que en 
      seguida aprendieron a endurecer con barro y arcilla. Fue la �poca de una 
      primera revoluci�n, que origin� el establecimiento y la diferenciaci�n de 
      las familias e introdujo una especie de propiedad, de la cual quiz� 
      nacieron ya entonces no pocas discordias y luchas. Sin embargo, como los 
      m�s fuertes fueron con toda seguridad los primeros en construirse 
      viviendas, porque sent�anse capaces de defenderlas, es de creer que los 
      d�biles hallaron m�s f�cil y m�s seguro imitarlos que intentar 
      desalojarlos de ellas; y en cuanto a los que ya pose�an caba�as, ninguno 
      de ellos debi� de intentar apropiarse la de su vecino, menos porque no le 
      perteneciera que porque no la necesitaba y porque, adem�s, no pod�a 
      apoderarse de ella sin exponerse a una viva lucha con la familia que la 
      ocupaba.
           Las primeras exteriorizaciones del coraz�n fueron el efecto de un 
      nuevo estado de cosas que reun�a en una habitaci�n com�n a maridos y 
      mujeres, a padres o hijos. El h�bito de vivir juntos hizo nacer los m�s 
      dulces sentimientos conocidos de los hombres: el amor conyugal y el amor 
      paternal. Cada familia fue una peque�a sociedad, tanto mejor unida cuanto 
      que el afecto rec�proco y la libertad eran los �nicos v�nculos. Entonces 
      fue cuando se estableci� la primer diferencia en el modo de vivir de los 
      dos sexos, que hasta entonces hab�an vivido de la misma manera. Las 
      mujeres hici�ronse m�s sedentarias y se acostumbraron a guardar la caba�a 
      y a cuidar de los hijos mientras el hombre iba a buscar la com�n 
      subsistencia. Con una vida un poco m�s blanda, los dos sexos empezaron a 
      perder algo de su ferocidad y de su vigor; pero si cada individuo 
      separadamente se hall� menos capaz de combatir a las fieras, fue en cambio 
      m�s f�cil reunirse para una resistencia com�n.
           En este nuevo estado, llevando una vida simple y solitaria, con 
      necesidades muy limitadas y los instrumentos que hab�an inventado para 
      atenderlas, los hombres gozaban de una extremada ociosidad, que emplearon 
      en procurarse diversas, comodidades que sus padres no hab�an conocido. 
      Este fue el primer yugo que se impusieron sin pensar y la primer fuente de 
      males que prepararon a sus descendientes; pues, adem�s de que as� 
      continuaron debilitan de su cuerpo y su esp�ritu, y habiendo perdido esas 
      comodidades, por la costumbre, todo su encanto y degenerado en verdaderas 
      necesidades, la privaci�n de ellas fue mucho m�s cruel que agradable era 
      su posesi�n, y, sin ser feliz posey�ndolas, perdi�ndolas �rase 
desgraciado.
           Se entrev� algo mejor en este punto c�mo el uso de la palabra se 
      estableci� o se perfeccion� insensiblemente en el seno de cada familia, y 
      aun se puede conjeturar c�mo diversas causas particulares pudieron 
      extender el lenguaje y acelerar su progreso haci�ndole ser m�s necesario. 
      Grandes inundaciones o temblores de tierra cercaron de aguas o de 
      precipicios las regiones habitadas; revoluciones del globo desgarraron y 
      cortaron en islas porciones del continente. Se concibe que entre hombres 
      reunidos de ese modo y forzados a vivir juntos debi� de formarse un idioma 
      com�n, m�s bien que entre los que erraban libremente en los bosques de la 
      tierra firme. As�, es muy probable que, despu�s de sus primeros ensayos de 
      navegaci�n, los insulares hayan introducido entre nosotros el uso de la 
      palabra; por lo menos es muy veros�mil que la sociedad y las lenguas hayan 
      nacido en las islas y en ellas se hayan perfeccionado antes de ser 
      conocidas en el continente.
           Todo empieza a cambiar de aspecto. Errantes hasta aqu� en los 
      bosques, los hombres, habiendo adquirido una situaci�n m�s estable, van 
      relacion�ndose lentamente, se re�nen en diversos agrupamientos y forman en 
      fin en cada regi�n una naci�n particular, unida en sus costumbres y 
      caracteres, no por reglamentos y leyes, sino por el mismo g�nero de vida y 
      de alimentaci�n y por la influencia del clima. Una permanente vecindad no 
      puede dejar de engendrar en fin alguna relaci�n entre diferentes familias. 
      J�venes de distinto sexo habitan en caba�as vecinas; el pasajero comercio 
      que exige la naturaleza bien pronto origina otro no menos dulce y m�s 
      permanente por la mutua frecuentaci�n. Habit�anse a considerar diversos 
      objetos y a hacer comparaciones; insensiblemente adquieren ideas de m�rito 
      y de belleza que producen sentimientos de preferencia. A fuerza de verse, 
      no pueden pasar sin verse todav�a. Un sentimiento tierno y dulce se 
      insin�a en el alma, que a la menor oposici�n se cambia en furor impetuoso; 
      los celos se despiertan con el amor, triunfa la discordia, y la m�s dulce 
      de las pasiones recibe sacrificios de sangre humana.
           A medida que se suceden las ideas y los sentimientos y el esp�ritu y 
      el coraz�n se ejercitan, la especie humana sigue domestic�ndose, las 
      relaciones se extienden y se estrechan los v�nculos. Los hombres se 
      acostumbran a reunirse delante de las caba�as o, al pie de un gran �rbol; 
      el canto y la danza, verdaderos hijos del amor y del ocio, constituyen la 
      diversi�n o, mejor, la ocupaci�n de los hombres y de las mujeres agrupados 
      y ociosos. Cada cual empez� a mirar a los dem�s y a querer ser mirado �l 
      mismo, y la estimaci�n p�blica tuvo un precio. Aquel que mejor cantaba o 
      bailaba, o el m�s hermoso, el m�s fuerte, el m�s diestro o el m�s 
      elocuente, fue el m�s considerado; y �ste fue el primer paso hacia la 
      desigualdad y hacia el vicio al mismo tiempo. De estas primeras 
      preferencias nacieron, por una parte, la vanidad y el desprecio; por otro, 
      la verg�enza y la envidia, y la fermentaci�n causada por esta nueva 
      levadura produjo al fin compuestos fatales para la felicidad y la 
      inocencia.
           Tan pronto como los hombres empezaron a apreciarse mutuamente y se 
      form� en su esp�ritu la idea de la consideraci�n, todos pretendieron tener 
      el mismo derecho, y no fue posible que faltase para nadie. De aqu� 
      nacieron los primeros deberes de la cortes�a, aun entre los salvajes; y de 
      aqu� que toda injusticia voluntaria fuera considerada como un ultraje, 
      porque con el da�o que ocasionaba la injuria, el ofendido ve�a el 
      desprecio de su persona, con frecuencia m�s insoportable que el da�o 
      mismo. De este modo, como cada cual castigaba el desprecio que se lo hab�a 
      inferido de modo proporcionado a la estima que ten�a de s� mismo, las 
      venganzas fueron terribles, y los hombres, sanguinarios y crueles. He ah� 
      precisamente el grado a que hab�a llegado la mayor�a de los pueblos 
      salvajes que nos son conocidos. Mas, por no haber distinguido 
      suficientemente las ideas y observado cu�n lejos se hallaban ya esos 
      pueblos del estado natural, algunos se han precipitado a sacar la 
      conclusi�n de que el hombre es naturalmente cruel y que es necesaria la 
      autoridad para dulcificarlo, siendo as� que nada hay tan dulce como �l en 
      su estado primitivo, cuando, colocado por la naturaleza a igual distancia 
      de la estupidez de las bestias que de las nefastas luces del hombre civil, 
      y limitado igualmente por el instinto y por la raz�n a defenderse del mal 
      que le amenaza, la piedad natural le impide, sin ser impelido a ello por 
      nada, hacer da�o a nadie, ni aun despu�s de haberlo �l recibido. Porque, 
      seg�n el axioma del sabio Locke, no puede existir agravio donde no hay 
      propiedad.
           Pero es preciso se�alar que la sociedad empezada y las relaciones ya 
      establecidas entre los hombres exig�an de �stos cualidades diferentes de 
      las que pose�an por su constituci�n primitiva; que, empezando a 
      introducirse la moralidad en las acciones humanas y siendo cada uno, antes 
      de las leyes, �nico juez y vengador de las ofensas recibidas, la bondad 
      que conven�a al puro estado de naturaleza no era la que conven�a a la 
      sociedad naciente; que era necesario que los castigos fueran m�s severos a 
      medida que las ocasiones de ofender eran m�s frecuentes; que el terror de 
      las venganzas ten�a que ocupar el lugar del freno de las leyes. As�, 
      aunque los hombres fuesen ya menos sufridos y la piedad natural ya hubiera 
      experimentado alguna alteraci�n, este per�odo del desenvolvimiento de las 
      facultades humanas, ocupando un justo medio entre la indolencia del estado 
      primitivo y la petulante actividad de nuestro amor propio, debi� de ser la 
      �poca m�s feliz y duradera. Cuanto m�s se reflexiona, mejor se comprende 
      que este estado era el menos sujeto a las revoluciones, el mejor para el 
      hombre (29), del cual no ha debido salir sino por alg�n funesto azar, que, 
      por el bien com�n, hubiera debido no acontecer nunca. El ejemplo de los 
      salvajes, hallados casi todos en ese estado, parece confirmar que el 
      g�nero humano estaba hecho para permanecer siempre en �l; que ese estado 
      es la verdadera juventud del mundo, y que todos los progresos ulteriores 
      han sido, en apariencia, otros tantos pasos hacia la perfecci�n del 
      individuo; en realidad, hacia la decrepitud de la especie.
           Mientras los hombres se contentaron con sus r�sticas caba�as; 
      mientras se limitaron a coser sus vestidos de pieles con espinas vegetales 
      o de pescado, a adornarse con plumas y conchas, a pintarse el cuerpo de 
      distintos colores, a perfeccionar y embellecer sus arcos y sus flechas, a 
      tallar con piedras cortantes canoas de pescadores o rudimentarios 
      instrumentos de m�sica; en una palabra, mientras s�lo se aplicaron a 
      trabajos que uno solo pod�a hacer y a las artes que no requer�an el 
      concurso de varias manos, vivieron libres, sanos, buenos y felices en la 
      medida en que pod�an serlo por su naturaleza y siguieron disfrutando de 
      las dulzuras de un trato independiente. Pero desde el instante en que mi 
      hombre tuvo necesidad de la ayuda de otro; desde que se advirti� que era 
      �til a uno solo poseer provisiones por dos, la igualdad desapareci�, se 
      introdujo la propiedad, el trabajo fue necesario y los bosques inmensos se 
      trocaron en rientes campi�as que fue necesario regar con el sudor de los 
      hombres y en las cuales viose bien pronto germinar y crecer con las 
      cosechas la esclavitud y la miseria.
           La metalurgia y la agricultura fueron las dos artes cuyo 
      desenvolvimiento produjo esta gran revoluci�n. Para el poeta son el oro y 
      la plata; m�s para el fil�sofo son el hierro y el trigo los que han 
      civilizado a los hombres y perdido al g�nero humano. Uno y otro eran 
      desconocidos de los salvajes de Am�rica, por lo cual han permanecido 
      siempre los mismos; y los dem�s pueblos parece que siguieron b�rbaros 
      mientras no practicaron m�s que una sola de estas artes. Precisamente, una 
      de las mejores razones quiz� de que Europa haya sido, si no m�s pronto, 
      mejor y m�s constantemente ordenada que las otras partes del mundo es que 
      al mismo tiempo es la m�s abundante en hierro y la m�s f�rtil en trigo.
           Es dif�cil conjeturar de qu� modo han llegado los hombres a conocer y 
      emplear el hierro, pues no es de creer que hayan imaginado por s� mismos 
      extraer la materia de la mina y darle las preparaciones necesarias para su 
      fusi�n antes de saber lo que resultar�a. Por otra parte, no puede 
      atribuirse este descubrimiento a un incendio casual, puesto que las minas 
      se forman en lugares �ridos y desprovistos de �rboles y plantas; de suerte 
      que parece que la naturaleza ha tomado sus precauciones para ocultarnos el 
      fatal secreto. S�lo queda la extraordinaria circunstancia de que un 
      volc�n, vomitando materias met�licas en fusi�n, haya sugerido a los 
      espectadores la idea de imitar esta operaci�n de la naturaleza; pero es 
      necesario suponer mucho valor y previsi�n para emprender un trabajo tan 
      penoso y calcular desde mucho antes las ventajas que pod�an obtenerse, y 
      esto s�lo es admisible en esp�ritus m�s cultivados que lo deb�a estar el 
      de los espectadores.
           En cuanto a la agricultura, el principio fue conocido mucho antes de 
      que se estableciera la pr�ctica, pues no es probable que los hombres, 
      siempre ocupados en sacar de los �rboles y las plantas su subsistencia, 
      hayan tardado mucho tiempo en advertirlos caminos que sigue la naturaleza 
      para la generaci�n de los vegetales; pero su industria no se inclin� 
      probablemente hasta muy tarde de este lado, bien porque los �rboles, que 
      con la caza y la pesca prove�an a su alimento, no necesitaban sus 
      cuidados, sea por desconocer el uso del trigo, sea por falta de 
      instrumentos para cultivarlo, bien por falta de previsi�n para las 
      necesidades futuras, sea, en fin, por no haber medios para impedir a los 
      dem�s que se apoderaran del fruto de su trabajo. Cuando ya fueron m�s 
      industriosos, es de presumir que empezaron con piedras afiladas y palos 
      puntiagudos a cultivar algunas legumbres o ra�ces en derredor de sus 
      caba�as, mucho antes de saber trabajar el trigo y tener los instrumentos 
      necesarios para el cultivo en grande; sin contar que para entregarse a 
      esta labor y sembrar las tierras es preciso decidirse a perder alguna cosa 
      primero para obtener mucho despu�s, previsi�n grandemente extra�a al 
      esp�ritu del salvaje, que, como antes he dicho, tiene bastante con pensar 
      por la ma�ana en sus necesidades de la tarde.
           La invenci�n de las otras artes fue, por tanto, necesaria para forzar 
      al g�nero humano a dedicarse a la agricultura. En cuanto hubo necesidad de 
      hombres para fundir y forjar el hierro, fueron necesarios otros que los 
      alimentaran. Cuanto mayor fue el n�mero de obreros, menos manos hubo 
      empleadas en proveer a la com�n subsistencia, sin haber por eso menos 
      bocas que alimentar; y como unos necesitaron alimentos en cambio de su 
      hierro, los otros descubrieron en fin el secreto de emplear el hierro para 
      multiplicar los alimentos. De aqu� nacieron, por una parte, el cultivo y 
      la agricultura; por otra, el arte de trabajar los metales y multiplicar 
      sus usos.
           Del cultivo de las tierras result� necesariamente su reparto, y de la 
      propiedad, una vez reconocida, las primeras reglas de justicia, porque 
      para dar a cada cual lo suyo es necesario que cada uno pueda tener alguna 
      cosa. Por otro lado, los hombres ya hab�an empezado a pensar en el 
      porvenir, y como todos ten�an algo que perder, no hab�a ninguno que no 
      tuviera que temer para s� la represalia de los da�os que pod�a causar a 
      otro. Este origen es tanto m�s natural cuanto que es imposible concebir la 
      idea de la propiedad naciente de otro modo que por la mano de obra, pues 
      no se comprende que para apropiarse las cosas que no ha hecho pudiera el 
      hombre poner m�s que su trabajo. Es el trabajo �nicamente el que, dando 
      derecho al cultivador sobre el producto de la tierra que ha trabajado, le 
      da consiguientemente ese mismo derecho sobre el suelo, por lo menos hasta 
      la cosecha, y as� de a�o en a�o; lo que, constituyendo una posesi�n 
      continua, se transforma f�cilmente en propiedad. Cuando los antiguos, dice 
      Grocio, dieron a Ceres el ep�teto de legisladora y a una fiesta que se 
      celebraba en su honor el nombre de Temosforia, dieron a entender que el 
      reparto de las tierras hab�a producido una nueva especie de derecho, es 
      decir, el derecho de propiedad, diferente del que resulta de la ley 
      natural.
           En esta situaci�n, las cosas hubieran podido permanecer iguales si 
      las aptitudes hubieran sido iguales, y si, por ejemplo, el empleo del 
      hierro y el consumo de los productos alimenticios hubieran guardado un 
      equilibrio exacto. Pero la proporci�n, que nada manten�a, bien pronto 
      qued� rota; el m�s fuerte hac�a m�s obra; el m�s h�bil sacaba mejor 
      partido de lo suyo; el m�s ingenioso hallaba los medios de abreviar su 
      trabajo; el labrador necesitaba m�s hierro, o el herrero m�s trigo; y 
      trabajando todos igualmente, unos ganaban m�s mientras otros, apenas 
      pod�an vivir. De este modo, la desigualdad natural se desenvuelve 
      insensiblemente con la de combinaci�n, y las diferencias entre los 
      hombres, desarrolladas por las que originan las circunstancias, h�cense 
      m�s sensibles, m�s permanentes en sus efectos y empiezan a influir en la 
      misma proporci�n sobre la suerte de los particulares.
           En este punto las cosas, f�cil es imaginar el resto. No me detendr� a 
      describir la invenci�n sucesiva de las otras artes, el progreso de las 
      lenguas, la prueba y el empleo de las aptitudes, la desigualdad de las 
      fortunas, el uso y el abuso de las riquezas, ni todos los detalles que 
      siguen a �stos y que cada uno puede f�cilmente suponer. Me limitar� 
      solamente a echar una ojeada sobre el g�nero humano colocado en ese nuevo 
      orden de cosas.
           He aqu� todas nuestras facultades desarrolladas, la memoria y la 
      imaginaci�n en juego, interesado el amor propio, la raz�n en actividad y 
      el esp�ritu casi al t�rmino de la perfecci�n de que es susceptible. He 
      aqu� todas las cualidades naturales puestas en acci�n, establecidas la 
      condici�n y la suerte de cada hombre, no s�lo en lo que se refiere a la 
      cantidad de bienes y al poder de servir o perjudicar, sino en cuanto al 
      esp�ritu, la belleza, la fuerza o la destreza, el m�rito y las aptitudes. 
      Siendo estas cualidades las �nicas que pod�an atraer la consideraci�n, 
      bien pronto fue necesario o tenerlas o fingirlas; fue preciso, por el 
      propio inter�s, aparecer distinto de lo que en verdad se era. Ser y 
      parecer fueron dos cosas por completo diferentes, y de esta diferencia 
      nacieron la ostentaci�n imponente, la astucia enga�osa y todos los vicios 
      que forman su s�quito. Por otra parte, de libre e independiente que era 
      antes el hombre, vedle, por una multitud de nuevas necesidades, sometido, 
      por as� decir, a la naturaleza entera, y sobre todo a sus semejantes, de 
      los cuales se convierte en esclavo aun siendo su se�or: rico, necesita de 
      sus servicios; pobre; de su ayuda, y la mediocridad le impide prescindir 
      de aqu�llos. Necesita, por tanto, buscar el modo de interesarlos en su 
      suerte y hacerles hallar su propio inter�s, en realidad o en apariencia, 
      trabajando en provecho suyo; lo cual le hace trapacero y artificioso con 
      unos, imperioso y duro con otros, y le pone en la necesidad de enga�ar a 
      todos aquellos que necesita, cuando no puede hacerse temer de ellos y no 
      encuentra ning�n inter�s en servirlos �tilmente. En fin; la voraz 
      ambici�n, la pasi�n por aumentar su relativa fortuna, menos por una 
      verdadera necesidad que para elevarse por encima de los dem�s, inspira a 
      todos los hombres una negra inclinaci�n a perjudicarse mutuamente, una 
      secreta envidia, tanto m�s peligrosa cuanto que, para herir con m�s 
      seguridad, toma con frecuencia la m�scara de la benevolencia; en una 
      palabra: de un lado, competencia y rivalidad; de otro, oposici�n de 
      intereses, y siempre el oculto deseo de buscar su provecho a expensas de 
      los dem�s. Todos estos males son el primer efecto de la propiedad y la 
      inseparable comitiva de la desigualdad naciente.
           Antes de haberse inventado los signos representativos de las 
      riquezas, �stas no pod�an consistir sino en tierras y en ganados, �nicos 
      bienes efectivos que los hombres pod�an poseer. Ahora bien; cuando las 
      heredades crecieron en n�mero y en extensi�n, hasta el punto de cubrir el 
      suelo entero y de tocarse unas con otras, ya no pudieron extenderse m�s 
      sitio a expensas de las otras, y los que no pose�an ninguna porque la 
      debilidad o la indolencia los hab�a impedido adquirirlas a tiempo, se 
      vieron obligados a recibir o arrebatar de manos de los ricos su 
      subsistencia; de aqu� empezaron a nacer, seg�n el car�cter de cada uno, la 
      dominaci�n y la servidumbre, o la violencia y las rapi�as. Los ricos, por 
      su parte, apenas conocieron el placer de dominar, r�pidamente desde�aron 
      los dem�s, y, sirvi�ndose de sus antiguos esclavos para someter a otros 
      hombres a la servidumbre, no pensaron m�s que en subyugar y esclavizar a 
      sus vecinos, semejantes a esos lobos hambrientos que, habiendo gustado una 
      vez la carne humana, rechazan todo otro alimento y s�lo quieren devorar 
      hombres.
           De este modo, haciendo los m�s poderosos de sus fuerzas o los m�s 
      miserables de sus necesidades una especie de derecho al bien ajeno, 
      equivalente, seg�n ellos, al de propiedad, la igualdad deshecha fue 
      seguida del m�s espantoso desorden; de este modo, las usurpaciones de los 
      ricos, las depredaciones de los pobres, las pasiones desenfrenadas de 
      todos, ahogando la piedad natural y la voz todav�a d�bil de la justicia, 
      hicieron a los hombres avaros, ambiciosos y malvados. Entre el derecho del 
      m�s fuerte y el del primer ocupante alz�base un perpetuo conflicto, que no 
      se terminaba sino por combates y cr�menes (30). La naciente sociedad cedi� 
      la plaza al m�s horrible estado de guerra; el g�nero humano, envilecido y 
      desolado, no pudiendo volver sobre sus pasos ni renunciar a las 
      desgraciadas adquisiciones que hab�a hecho, y no trabajando sino en su 
      vilipendio, por el abuso de las facultades que le honran, se puso a s� 
      mismo en v�speras de su ruina.
                                        Attonitus novitate mali, divesque, 
            miserque,
            Effugere optat opes, et quae modo voverat odit (31).

      OVID., Metam., lib. XI, v. 127.
           No es posible que los hombres no se hayan detenido a reflexionar al 
      cabo sobre una situaci�n tan miserable y sobre las calamidades que los 
      agobiaban. Sobre todo los ricos debieron comprender cu�n desventajoso era 
      para ellos una guerra perpetua con cuyas consecuencias s�lo ellos cargaban 
      y en la cual el riesgo de la vida era com�n y el de los bienes particular. 
      Por otra parte, cualquiera que fuera el pretexto que pudiesen dar a sus 
      usurpaciones, demasiado sab�an que s�lo descansaban sobre un derecho, 
      precario y abusivo, y que, adquiridas por la fuerza, la fuerza pod�a 
      arrebat�rselas sin que tuvieran derecho a quejarse. Aquellos mismos que 
      s�lo se hab�an enriquecido por la industria no pod�an tampoco ostentar 
      sobre su propiedad mejores t�tulos. Podr�an decir: �Yo he construido este 
      muro; he ganado este terreno con mi trabajo.� Pero se les pod�a contestar: 
      ��Qui�n os ha dado las piedras? �Y en virtud de qu� pretend�is cobrar a 
      nuestras expensas un trabajo que nosotros no os hemos impuesto? �Ignor�is 
      que multitud de hermanos vuestros perece o sufre por carecer de lo que a 
      vosotros os sobra, y que necesitabais el consentimiento expreso y un�nime 
      del g�nero humano para apropiaros de la com�n subsistencia lo que 
      excediese de la vuestra?� Desprovisto de razones verdaderas para 
      justificarse y de fuerza suficiente para defenderse; venciendo f�cilmente 
      a un particular, pero vencido �l mismo por cuadrillas de bandidos; solo 
      contra todos, y no pudiendo, a causa de sus mutuas rivalidades, unirse a 
      sus iguales contra los enemigos unidos por el ansia com�n del pillaje, el 
      rico, apremiado por la necesidad, concibi� al fin el proyecto m�s 
      premeditado que haya nacido jam�s en el esp�ritu humano: emplear en su 
      provecho las mismas fuerzas de quienes le atacaban, hacer de sus enemigos 
      sus defensores, inspirarles otras m�ximas y darles otras instituciones que 
      fueran para �l tan favorables como adverso �rale el derecho natural.
           Con este fin, despu�s de exponer a sus vecinos el horror de una 
      situaci�n que los armaba a todos contra todos, que hac�a tan onerosas sus 
      propiedades como sus necesidades, y en la cual nadie pod�a hallar 
      seguridad ni en la pobreza ni en la riqueza, invent� f�cilmente especiosas 
      razones para conducirlos al fin que se propon�a. �Un�monos -les dijo- para 
      proteger a los d�biles contra la opresi�n, contener a los ambiciosos y 
      asegurar a cada uno la posesi�n de lo que le pertenece; hagamos 
      reglamentos de justicia y de paz que todos est�n obligados a observar, que 
      no hagan excepci�n de nadie y que reparen en cierto modo los caprichos de 
      la fortuna sometiendo igualmente al poderoso y al d�bil a deberes 
      rec�procos. En una palabra: en lugar de volver nuestras fuerzas contra 
      nosotros mismos, concentr�moslas en un poder supremo que nos gobierna con 
      sabias leyes, que proteja y defienda a todos los miembros de la 
      asociaci�n, rechace a los enemigos comunes y nos mantenga en eterna 
      concordia.�
           Mucho menos que la equivalencia de este discurso fue preciso para 
      decidir a hombres toscos, f�ciles de seducir, que, por otra parte, ten�an 
      demasiadas cuestiones entre ellos para poder prescindir de �rbitros, y 
      demasiada avaricia y ambici�n para poderse pasar sin amos. Todos corrieron 
      al encuentro de sus cadenas creyendo asegurar su libertad, pues, con 
      bastante inteligencia para comprender las ventajas de una instituci�n 
      pol�tica, carec�an de la experiencia necesaria para prevenir sus peligros; 
      los m�s capaces de prever los abusos eran precisamente los que esperaban 
      aprovecharse de ellos, y los mismos sabios vieron que era preciso 
      resolverse a sacrificar una parte de su libertad para conservar la otra, 
      del mismo modo que un herido se deja cortar un brazo para salvar el resto 
      del cuerpo.
           Tal fue o debi� de ser el origen de la sociedad y de las leyes, que 
      dieron nuevas trabas al d�bil y nuevas fuerzas al rico (32), aniquilaron 
      para siempre la libertad natural, fijaron para todo tiempo la ley de la 
      propiedad y de la desigualdad, hicieron de una astuta usurpaci�n un 
      derecho irrevocable, y, para provecho de unos cuantos ambiciosos, 
      sujetaron a todo el g�nero humano al trabajo, a la servidumbre y a la 
      miseria. F�cilmente se ve c�mo el establecimiento de una sola sociedad 
      hizo indispensable el de todas las dem�s, y de qu� manera, para hacer 
      frente a fuerzas unidas, fue necesario unirse a la vez. Las sociedades, 
      multiplic�ndose o extendi�ndose r�pidamente, cubrieron bien pronto toda la 
      superficie de la tierra, y ya no fue posible hallar un solo rinc�n en el 
      universo donde se pudiera evadir el yugo y sustraer la cabeza al filo de 
      la espada, con frecuencia mal manejada, que cada hombre vio perpetuamente 
      suspendida encima de su cabeza. Habi�ndose convertido as� el derecho civil 
      en la regla com�n de todos los ciudadanos, la ley natural no se conserv� 
      sino entre las diversas sociedades, donde, bajo el nombre de derecho de 
      gentes, fue moderada por algunas convenciones t�citas para hacer posible 
      el comercio y suplir a la conmiseraci�n natural, la cual, perdiendo de 
      sociedad en sociedad casi toda la fuerza que ten�a de hombre a hombre, no 
      reside ya sino en algunas grandes almas cosmopolitas que franquean las 
      barreras imaginarias que separan a los pueblos y, a ejemplo del Ser 
      soberano que las ha creado, abrazan en su benevolencia a todo el g�nero 
      humano.
           Los cuerpos pol�ticos, que siguieron entre s� en el estado natural, 
      no tardaron en sufrir los mismos inconvenientes que hab�an forzado a los 
      particulares a salir de �l, y esta situaci�n fue m�s funesta a�n entre 
      esos grandes cuerpos que antes entre los individuos que los compon�an. De 
      aqu� salieron las guerras nacionales, las batallas, los asesinatos, las 
      represalias, que hacen estremecerse a la naturaleza y ofenden a la raz�n, 
      y todos esos prejuicios horribles que colocan en la categor�a de las 
      virtudes el honor de derramar sangre humana. Las gentes m�s honorables 
      aprendieron a contar entre sus deberes el de degollar a sus semejantes; 
      viose en fin a los hombres exterminarse a millares sin saber por qu�, y en 
      un solo d�a se comet�an m�s cr�menes, y m�s horrores en el asalto de una 
      sola ciudad, que no se hubieran cometido en el estado de naturaleza 
      durante siglos enteros y en toda la extensi�n de la tierra. Tales son los 
      primeros efectos que se observan de la divisi�n del g�nero humano en 
      diferentes sociedades. Volvamos a sus instituciones.
           Yo s� que otros han atribuido diferentes or�genes a las sociedades 
      pol�ticas, como las conquistas del m�s fuerte o la uni�n de los d�biles; 
      pero la elecci�n entre estas causas es indiferente para lo que quiero 
      dejar asentado. Sin embargo, la que yo he expuesto me parece la m�s 
      natural por las siguientes razones: Primera: Que, en el primer caso, el 
      derecho de conquista, no siendo un derecho, no ha podido servir de 
      fundamento a otro alguno, pues el conquistador y los pueblos sometidos 
      permanec�an siempre en estado de guerra, a menos que la naci�n, recobrada 
      su plena libertad, no escogiera voluntariamente a su vencedor por su jefe; 
      hasta entonces, sean cualesquiera las capitulaciones que se hubiesen 
      hecho, como s�lo descansan sobre la violencia y, por consiguiente, son 
      nulas por ese mismo hecho, no puede haber, en esta hip�tesis, ni verdadera 
      sociedad, ni cuerpo pol�tico, ni otra ley que la del m�s fuerte. Segunda: 
      Que las palabras fuerte y d�bil son equ�vocas en el segundo caso; que en 
      el intervalo entre el establecimiento del derecho de propiedad o del 
      primer ocupante y la constituci�n de gobiernos pol�ticos, el sentido de 
      esos t�rminos es mejor expresado por los de pobre y rico, porque, en 
      efecto, un hombre no ten�a antes de la implantaci�n de las leyes otro 
      medio de someter a sus iguales que el de atacar a sus bienes o el de darle 
      parte de los suyos. Tercera: Que, no teniendo los pobres otra cosa que 
      perder sino su libertad, hubieran cometido una gran locura priv�ndose 
      voluntariamente del �nico bien que les quedaba para no ganar nada en el 
      cambio; que, al contrario, sensibles los ricos, por as� decir, en todas 
      las partes de sus bienes, era mucho m�s f�cil hacerles da�o, por lo cual 
      ten�an que tomar muchas m�s precauciones para protegerse; y que, por 
      �ltimo, es razonable creer que una cosa ha sido inventada m�s bien por 
      aquellos a quienes beneficia que por los que con ella salen perjudicados.
           El naciente gobierno no tuvo forma regular y constante. La falta de 
      filosof�a y de experiencia s�lo dejaba ver las dificultades presentes, y 
      no se pensaba en remediar las otras sino a medida que se presentaban. A 
      pesar de todos los esfuerzos de los m�s sabios legisladores, el estado 
      pol�tico permaneci� siempre imperfecto porque era en gran parte la obra 
      del azar, y, mal empezado, al descubrirse con el tiempo sus defectos y 
      sugerir los remedios pertinentes, nunca pudieron corregirse los vicios de 
      su constituci�n; se le reformaba sin cesar, cuando hubiera sido necesario 
      empezar por renovar el aire y separar los viejos materiales, como hizo 
      Licurgo en Esparta, para construir en su lugar un buen edificio.
           La sociedad no consisti� al principio m�s que en algunas convenciones 
      generales que todos los particulares se compromet�an a observar, de cuyo 
      cumplimiento respond�a la comunidad ante cada uno de ellos. Fue necesario 
      que la experiencia demostrara cu�n d�bil era semejante constituci�n y cu�n 
      f�cil a los infractores eludir la prueba o el castigo de las faltas de que 
      el p�blico s�lo deb�a ser testigo y juez; fue preciso que los 
      contratiempos y los des�rdenes menudeasen continuamente, para que al fin 
      se pensara en confiar a algunos particulares el peligroso dep�sito de la 
      autoridad p�blica y se encargara a ciertos magistrados el cuidado de hacer 
      observar las deliberaciones del pueblo; pues decir que los jefes fueron 
      elegidos antes de que la confederaci�n fuese hecha y que los ministros de 
      la ley existieron antes que las leyes mismas, es una suposici�n que ni 
      siquiera es permitido combatir seriamente.
           Tampoco ser�a muy razonable creer que los pueblos se arrojaron desde 
      el primer momento en brazos de un amo absoluto, sin condiciones y para 
      siempre, y que el primer medio de atender a la seguridad com�n imaginado 
      por hombres arrogantes o ind�mitos haya sido precipitarse en la 
      esclavitud. En efecto: �por qu� se han dado a s� mismos superiores si no 
      es para que los defendieran contra la opresi�n y protegieran sus bienes, 
      sus libertades y sus vidas, que son, por as� decir, los elementos 
      constitutivos de su ser? Ahora bien en las relaciones entre los hombres, 
      lo peor que puede sucederle a uno es verse a discreci�n de otro; �no 
      hubiera sido, pues, contra el buen sentido abandonar entre las manos de un 
      jefe las �nicas cosas para cuya conservaci�n necesitaban su auxilio? �Qu� 
      equivalente hubiera podido ofrecer �ste por la concesi�n de tan magn�fico 
      derecho? Y si hubiera osado exigirlo con el pretexto de defenderlos, �no 
      hubiese recibido inmediatamente la respuesta del ap�logo: �Qu� mal nos 
      har�a el enemigo? Es, pues, incontestable, y tal es el precepto 
      fundamental de todo derecho pol�tico, que los pueblos se han dado jefes 
      para defender su libertad y no para oprimirlos. Si tenemos un pr�ncipe 
      -dec�a Plinio a Trajano- es con el fin de que nos preserve de tener un 
amo.
           Los pol�ticos hacen sobre el amor de la libertad los mismos sofismas 
      que los fil�sofos sobre el estado de naturaleza. Por las cosas que ven 
      juzgan cosas muy distintas que no han visto, y atribuyen a los hombres una 
      inclinaci�n natural a la esclavitud por la paciencia con que soportan la 
      suya aquellos que tienen ante los ojos, sin pensar que sucede con la 
      libertad como con la inocencia y la virtud, cuyo valor no se conoce 
      mientras no se gozan, el gusto de las cuales desaparece tan pronto como se 
      han perdido. �Conozco las delicias de tu pa�s -dijo Brasidas a un s�trapa 
      que comparaba la vida de Esparta con la de Pers�polis-, pero t� no puedes 
      conocer los placeres del m�o.�
           Al modo como un ind�mito cerril eriza sus crines, hiere la tierra con 
      sus cascos y se debate impetuoso con s�lo ver el freno, mientras un 
      caballo domado sufre pacientemente el l�tigo y la espuela, el hombre 
      b�rbaro no dobla la cabeza al yugo, que el hombre civilizado soporta sin 
      murmurar, y prefiere la m�s agitada libertad a una tranquila sujeci�n. No 
      es, pues, por envilecimiento de los pueblos sometidos por lo que hay que 
      juzgar las disposiciones naturales de los hombres en pro o en contra de la 
      servidumbre, sino por los prodigios que han hecho todos los pueblos libres 
      para protegerse contra la opresi�n. Bien s� que los primeros no hacen m�s 
      que alabar sin cesar la paz y el reposo de que gozan entre sus hierros y 
      que miserrimam servitutens pacem appellant (33); pero cuando veo a los 
      otros sacrificar los placeres, el reposo, las riquezas, el poder�o y hasta 
      la vida misma para conservar ese bien �nico tan despreciado por los que lo 
      han perdido; cuando veo a unos animales nacidos libres y aborreciendo la 
      sumisi�n romperse la cabeza contra las rejas de su prisi�n; cuando veo a 
      muchedumbres de salvajes completamente desnudos desde�ar las 
      voluptuosidades europeas, desafiar el hambre, el fuego, el hierro y la 
      muerte solamente por conservar su independencia, pienso que no corresponde 
      a los esclavos razonar sobre la libertad.
           En cuanto a la autoridad paternal, de la cual han hecho derivar 
      algunos el gobierno absoluto y aun la sociedad entera, sin recurrir a las 
      pruebas contrarias de Locke y de Sidney, basta con indicar que nada hay en 
      el mundo tan lejos del esp�ritu feroz del despotismo como la dulzura de 
      esa autoridad, que atiende m�s al provecho de quien obedece que a la 
      utilidad del que manda; que, por ley natural, el padre s�lo es due�o del 
      hijo mientras �ste necesita su ayuda; que despu�s de este t�rmino son 
      iguales, y que entonces el hijo, perfectamente independiente de su padre, 
      s�lo le debe respeto, mas no obediencia; porque el reconocimiento es un 
      deber que hay que cumplir, pero no un derecho que se pueda exigir. En 
      lugar de decir que la sociedad civil se deriva del poder paternal, ser�a 
      necesario decir, al contrario, que es de ella de quien ese poder tiene su 
      principal fuerza. Un individuo no fue reconocido por el padre de varios 
      sino cuando todos permanecieron a su lado. Los bienes del padre, de los 
      cuales �l es el verdadero due�o, son los lazos que mantienen a los hijos 
      bajo su dependencia, y �l puede no darles parte en la herencia sino en la 
      medida en que lo hayan merecido por un contimio acatamiento de su 
      voluntad. Ahora bien: lejos de poder esperar los s�bditos favor semejante 
      de su d�spota, como le pertenecen ellos y las cosas que poseen, o al menos 
      as� lo pretende aqu�l, se ven reducidos a recibir como un favor lo que les 
      deja de sus propios bienes; hace justicia cuando los despoja; concede 
      gracia cuando los deja vivir.
           Continuando el examen de los hechos desde el punto de vista del 
      derecho, no se hallar�a m�s solidez que veracidad en la implantaci�n 
      voluntaria de la tiran�a, y ser�a dif�cil demostrar la validez de un 
      contrato que s�lo obligar�a a una de las partes, en el cual se pondr�a 
      todo de un lado y nada del otro y que s�lo redundar�a en perjuicio del 
      contrayente. Este odioso sistema est� muy lejos de ser; aun hoy d�a, el de 
      los monarcas sabios y buenos, como puede verse en diversos pasajes de sus 
      edictos, y particularmente en el siguiente, de un c�lebre escrito 
      publicado en 1667 en nombre y por orden de Luis XIV: �No se diga, pues, 
      que el soberano no se halla sujeto a las leyes de su Estado, puesto que la 
      proposici�n contraria es una verdad del derecho de gentes, que la lisonja 
      ha atacado algunas veces, pero que los buenos pr�ncipes han defendido 
      siempre como una divinidad tutelar de su Estado. �Cu�nto m�s leg�timo es 
      decir con el sabio Plat�n que la perfecta felicidad de un reino consiste 
      en que el pr�ncipe sea obedecido de sus s�bditos, que �l obedezca a la ley 
      y que la ley sea recta y encaminada siempre al bien p�blico!� (34). No me 
      detendr� a averiguar si, siendo la libertad la m�s noble de las facultades 
      del hombre, no es degradar su naturaleza ponerse al nivel de las bestias, 
      esclavas de su instinto, y aun ofender al mismo Autor de sus d�as, el 
      renunciar sin reserva al m�s precioso de todos sus dones, el someterse a 
      cometer todos los cr�menes que El nos proh�be, por complacer a un amo 
      feroz e insensato, y si aquel Obrero sublime debe sentirse m�s irritado al 
      ver destruir o al ver deshonrar su obra m�s hermosa. No apelar�, si se 
      quiere, a la autoridad de Barbeyrac, que declara netamente, seg�n Locke, 
      que nadie puede vender su libertad hasta someterse a un poder arbitrario 
      que lo trata a su capricho, porque -a�ade- ser�a vender su propia vida, de 
      la cual uno no es due�o. Preguntar� solamente con qu� derecho aquellos que 
      no temen envilecerse a s� mismos hasta ese punto han sometido su 
      posteridad a la misma ignominia y han renunciado por ella a unos bienes 
      que �sta no debe a su liberalidad y sin los cuales la vida misma es una 
      carga para todos aquellos que son dignos de ella.
      Puffendorff (35) dice que, del mismo modo que una persona transfiere a 
      otra sus bienes por medio de convenciones y contratos, de igual manera 
      puede despojarse de su libertad en favor de alguno. Me parece un mal�simo 
      razonamiento, porque, en primer lugar, los bienes que yo enajeno se 
      convierten para m� en cosa completamente extra�a, cuyo abuso me es 
      indiferente; pero me importa mucho que no se abuse de mi libertad, y yo no 
      puedo, sin hacerme culpable del da�o que se me obligar� a hacer, exponerme 
      a ser instrumento del crimen. En segundo lugar, siendo el derecho de 
      propiedad de instituci�n humana, cada uno puede disponer a su antojo de 
      aquello que posee; pero no sucede lo mismo con los dones esenciales de la 
      naturaleza, como la vida y la libertad, de los cuales le est� permitido a 
      cada uno gozar, mas de los que, al menos es dudoso, nadie tiene el derecho 
      de despojarse. Renunciando a la libertad se degrada el ser; renunciando a 
      la vida, se le aniquila en cuanto depende de uno mismo; y como ning�n bien 
      temporal puede compensar la falta de una o de otra, ser�a ofender al mismo 
      tiempo a la naturaleza y a la raz�n renunciar a aqu�llas a cualquier 
      precio que fuera. Pero aunque se pudiera enajenar la libertad como los 
      bienes propios, la diferencia ser�a muy grande en cuanto a los hijos, que 
      no disfrutan de los bienes del padre sino por la transmisi�n de su 
      derecho, mientras que siendo la libertad un don que han recibido de la 
      naturaleza en su calidad de hombres, sus progenitores no tienen ning�n 
      derecho a despojarlos de ella; de suerte que, de igual manera que hubo de 
      violentarse a la naturaleza para implantar la esclavitud, as� ha sido 
      preciso cambiarla para perpetuar ese derecho, y los jurisconsultos que 
      decidieron gravemente que el hijo de una esclava nacer�a esclavo 
      resolvieron, en otros t�rminos, que un hombre no nace hombre.
           Me parece cierto, pues, que no s�lo los gobiernos no han empezado por 
      el poder arbitrario, que no es sino su corrupci�n, su �ltimo extremo, y 
      que los lleva en fin a la ley �nica del m�s fuerte, de la cual fueron al 
      principio su remedio, sino que, aunque hubieran efectivamente empezado de 
      ese modo, tal poder, siendo por naturaleza ileg�timo, no ha podido servir 
      de fundamento a las leyes de la sociedad ni, por consiguiente, a la 
      desigualdad de estado.
           Sin entrar hoy en las investigaciones que est�n por hacer todav�a 
      sobre la naturaleza del pacto fundarnental de todo gobierno, me limito, 
      siguiendo la opini�n com�n, a considerar aqu� la fundaci�n del cuerpo 
      pol�tico como un verdadero contrato entre los pueblos y los jefes que 
      eligi� para su gobierno, contrato por el cual se obligan las dos partes a 
      la observaci�n de las leyes que en �l se estipulan y que constituyen los 
      v�nculos de su uni�n. Habiendo el pueblo, a prop�sito de las relaciones 
      sociales, reunido todas sus voluntades en una sola, todos los art�culos en 
      que se expresa esa voluntad son otras tantas leyes fundamentales que 
      obligan a todos los miembros del Estado sin excepci�n, una de las cuales 
      determina la elecci�n y el poder de los magistrados encargados de velar 
      por la ejecuci�n de las otras. Este poder se extiende a todo lo que puede 
      mantener la constituci�n, pero no alcanza a poder cambiarla. Se a�aden 
      adem�s los honores que hacen respetables las leyes y los magistrados, y 
      para �stos personalmente, prerrogativas que los compensan de los penosos 
      trabajos que cuesta una buena administraci�n. El magistrado, a su vez, 
      obligase a no usar el poder que le ha sido confiado sino conforme a la 
      intenci�n de sus mandatarios, a mantener a cada uno en el tranquilo 
      disfrute de aquello que le pertenece, y a anteponer en toda ocasi�n la 
      �tilidad p�blica a su inter�s privado.
           Antes de que la experiencia hubiese demostrado o que el conocimiento 
      del coraz�n humano hubiera hecho prever los inevitables abusos de 
      semejante constituci�n, debi� parecer tanto m�s excelente cuanto que 
      aquellos que estaban encargados de velar por su conservaci�n eran los m�s 
      interesados en ello; pues como la magistratura y sus derechos descansaban 
      solamente sobre las leyes fundamentales, si �stas eran destru�das los 
      magistrados dejaban de ser leg�timos y el pueblo dejaba de deberles 
      obediencia, y como la esencia del Estado no estar�a constituida por el 
      magistrado, sino por la ley, cada cual recobrar�a de derecho su libertad 
      natural.
           Por poco que se reflexionara atentamente, esto se hallar�a confirmado 
      por nuevas razones, y por la naturaleza del contrato se ver�a que �ste no 
      podr�a ser irrevocable; porque si no exist�a un poder superior que pudiera 
      responder de la fidelidad de los contratantes ni forzarlos a cumplir sus 
      compromisos rec�procos, las partes ser�an los �nicos jueces de su propia 
      causa y cada una tendr�a siempre el derecho de rescindir el contrato tan 
      pronto como advirtiera que la otra infring�a las condiciones, o bien 
      cuando �stas dejaran de convenirle. Sobre este principio parece que puede 
      estar fundado el derecho de abdicar. Ahora bien: a no considerar, como 
      hacemos nosotros, m�s que la constituci�n humana, si el magistrado, que 
      detenta, todo el poder y se apropia todas las ventajas del contrato, ten�a 
      el derecho de renunciar a la autoridad, con mayor raz�n el pueblo, que 
      paga todos los errores de sus jefes, deb�a tener el derecho de renunciar a 
      la dependencia. Pero las terribles disensiones, los des�rdenes sin fin que 
      traer�a consigo un poder tan peligroso, demuestran m�s que ningana otra 
      cosa c�mo los gobiernos humanos necesitaban una base m�s s�lida que la 
      sola raz�n y c�mo era necesario a la tranquilidad p�blica que interviniera 
      la voluntad divina para dar a la autoridad soberana un car�cter sagrado e 
      inviolable que privara a los s�bditos del funesto derecho de disponer de 
      esa autoridad. Aunque la religi�n no hubiera producido a los hombres m�s 
      que este bien, ser�a suficiente para que todos la amaran y la adoptaran, 
      aun con sus abusos, puesto que ahorra mucha m�s sangre que la derramada 
      por el fanatismo. Pero sigamos el hilo de nuestra hip�tesis.
           Las diversas formas de gobierno deben su origen a las diferencias m�s 
      o menos grandes que exist�an entre los particulares en el momento de su 
      instituci�n. �Hab�a un hombre eminente en poder, en virtud, en riqueza o 
      en cr�dito? Ese solo fue elegido magistrado, y el Estado fue mon�rquico. 
      �Hab�a algunos, aproximadamente iguales entre s�, que excedieran a todos 
      los dem�s? Fueron elegidos conjuntamente, y hubo una aristocracia. 
      Aquellos cuya fortuna o cuyos talentos eran menos desproporcionados y que 
      menos se hab�an apartado del estado natural guardaron en com�n la 
      administraci�n suprema y constituyeron una democracia. El tiempo 
      experiment� cu�l de esas formas era la m�s ventajosa para los hombres. 
      Unos quedaron sometidos �nicamente a las leyes; otros bien pronto 
      obedecieron a los amos. Los ciudadanos quisieron guardar su libertad; los 
      s�bditos s�lo pensaron en arrebat�rsela a sus vecinos no pudiendo sufrir 
      que otros gozaran un bien que no disfrutaban ellos mismos. En una palabra: 
      en un lado estuvieron las riquezas y las conquistas; en otro, la felicidad 
      y la virtud.
           En estos diversos gobiernos todas las magistraturas fueron al 
      principio electivas, y cuando la riqueza no la obten�a, la preferencia era 
      otorgada al m�rito, que concede un ascendiente natural, y a la edad, que 
      da la experiencia en los asuntos y la sangre fr�a en las deliberaciones. 
      Los ancianos entre los hebreos, los gerontes de Esparta, el senado de Roma 
      y la misma etimolog�a de nuestra palabra seigneur (36) demuestran cu�n 
      respetada era en otro tiempo la vejez. Cuanto m�s reca�a el nombramiento 
      en hombres de edad avanzada m�s frecuentes eran las elecciones y las 
      dificultades se hac�an sentir m�s. Se introdujeron las intrigas, se 
      formaron las facciones, se agriaron los partidos, se encendieron las 
      guerras civiles; en fin, la sangre de los ciudadanos fue sacrificada al 
      pretendido honor del Estado, y hall�ronse los hombres en v�speras de 
      recaer en la anarqu�a de los tiempos pasados. La ambici�n de los poderosos 
      aprovech� estas circunstancias para perpetuar sus cargos en sus familias; 
      el pueblo, acostumbrado ya a la dependencia, al reposo y a las comodidades 
      de la vida, incapacitado ya para romper sus hierros, consinti� la 
      agravaci�n de su servidumbre para asegurar su tranquilidad. As�, los 
      jefes, convertidos en hereditarios, empezaron a considerar su magistratura 
      como un bien de familia, a mirarse a s� mismos como propietarios del 
      Estado, del cual no eran al principio sino los empleados; a llamar 
      esclavos a sus conciudadanos; a contarlos, como s� fueran animales, en el 
      n�mero de las cosas que les pertenec�an, y a llamarse a s� mismos iguales 
      de los dioses y reyes de reyes.
           Si seguimos el progreso de la desigualdad a trav�s de estas diversas 
      revoluciones, hallaremos que el establecimiento de la ley y del derecho de 
      propiedad fue su primer t�rmino; el segundo, la instituci�n de la 
      magistratura; el tercero y �ltimo, la mudanza del poder leg�timo en poder 
      arbitrario; de suerte que el estado de rico y de pobre fue autorizado por 
      la primer �poca; el de poderoso y d�bil, por la segunda; y por la tercera, 
      el de se�or y esclavo, que es el �ltimo grado de la desigualdad y el 
      t�rmino a que conducen en fin todos los otros, hasta que nuevas 
      renovaciones disuelven por completo el gobierno o le retrotraen a su forma 
      leg�tima.
           Para comprender la necesidad de ese progreso no es necesario 
      considerar tanto los motivos de la fundaci�n del cuerpo pol�tico como la 
      forma que toma en su realizaci�n y los inconvenientes que despu�s suscita, 
      pues los vicios que hacen necesarias las instituciones sociales son los 
      mismos que hacen inevitable el abuso; y como, exceptuada solamente 
      Esparta, donde la ley velaba principalmente por la educaci�n de los ni�os, 
      donde Licurgo estableci� costumbres que casi le dispensaban de promulgar 
      leyes, �stas, en general, menos fuertes que las pasiones, contienen a los 
      hombres pero no los cambian, ser�a f�cil demostrar que todo gobierno que, 
      sin corromperse ni alterarse, procediera siempre exactamente seg�n el fin 
      de su existencia, habr�a sido instituido sin necesidad, y que un pa�s en 
      que nadie eludiera el cumplimiento de las leyes ni nadie abusara de la 
      magistratura no tendr�a necesidad ni de magistrados ni de leyes.
           Las distinciones pol�ticas engendran necesariamente las diferencias 
      civiles. La desigualdad, creciendo entre el pueblo y sus jefes, bien 
      pronto se deja sentir entre los particulares, modific�ndose de mil 
      maneras, seg�n las pasiones, los talentos y las circunstancias. El 
      magistrado no podr�a usurpar un poder ileg�timo sin rodearse de criaturas 
      a su hechura, a las cuales tiene que ceder una parte. Por otro lado, los 
      ciudadanos no se dejan oprimir sino arrastrados por una ciega ambici�n, y, 
      mirando m�s hacia el suelo que hacia el cielo, la dominaci�n les parece 
      mejor que la independencia, y consienten llevar cadenas para poder 
      imponerlas a su vez. Es muy dif�cil someter a la obediencia a aquel que no 
      busca mandar, y el pol�tico m�s astuto no hallar�a el modo de sojuzgar a 
      unos hombres que s�lo quisieran conservar su libertad. Pero la desigualdad 
      se extiende sin trabajo entre las almas ambiciosas y viles, dispuestas 
      siempre a correr los riesgos de la fortuna y a dominar u obedecer casi 
      indiferentemente, seg�n que la fortuna les sea favorable o adversa. As�, 
      sucedi� que pudo llegar un tiempo en que el pueblo estaba de tal modo 
      fascinado, que sus conductores no ten�an m�s que decir al m�s �nfimo de 
      los hombres ��s� grande t� y toda tu raza!�, para que al instante 
      pareciese grande a todo el mundo y a sus propios ojos y sus descendientes 
      se elevaran a medida que se alejaban de �l; cuanto m�s lejana e incierta 
      era la causa, m�s aumentaba el efecto; cuantos m�s holgazanes pod�an 
      contarse en una familia, m�s ilustre era.
           Si fuera �ste el lugar de entrar en tales detalles, explicar�a 
      f�cilmente c�mo, aunque no intervenga el gobierno, la desigualdad de 
      consideraci�n y de autoridad es inevitable entre particulares (37) tan 
      pronto como, reunidos en una sociedad, se ven forzados a compararse entre 
      s� y a tener en cuenta las diferencias que encuentran en el trato continuo 
      y rec�proco. Estas diferencias son de varias clases; pero como, en 
      general, la riqueza, la nobleza, el rango, el poder�o o el m�rito personal 
      son las distinciones principales por las cuales se mide a los hombres en 
      la sociedad, probar�a que la armon�a o el choque de estas fuerzas diversas 
      constituyen la indicaci�n m�s segura de un Estado bien o mal constituido; 
      har�a ver que entre estas cuatro clases de desigualdad, como las 
      cualidades personales son el origen de todas las dem�s, la riqueza es la 
      �ltima y a la cual se reducen al cabo las otras, porque, como es la m�s 
      inmediatamente �til al bienestar y la m�s f�cil de comunicar, de ella se 
      sirven holgadamente los hombres para comprar las restantes, observaci�n 
      que permite juzgar con bastante exactitud en qu� medida se ha apartado 
      cada pueblo de su constituci�n primitiva y el camino que ha recorrido 
      hacia el extremo l�mite de la corrupci�n. Se�alar�a de qu� manera ese 
      deseo universal de reputaci�n, de honores y prerrogativas que a todos nos 
      devora, ejercita y contrasta los talentos y las fuerzas, c�mo excita y 
      multiplica las pasiones y c�mo al convertir a todos los hombres en 
      concurrentes, rivales o, mejor, enemigos, origina a diario desgracias, 
      triunfos y cat�strofes de toda especie haciendo correr la misma pista a 
      tantos pretendientes. Demostrar�a que a este ardiente deseo de 
      notabilidad, que a este furor de sobresalir que nos mantiene en continua 
      excitaci�n, debemos lo que hay de mejor y peor entre los hombres, nuestras 
      virtudes y nuestros vicios, nuestras ciencias y nuestros errores, nuestros 
      conquistadores y fil�sofos; es decir, una multitud de cosas malas y un 
      escaso n�mero de buenas. Probar�a, en fin, que si se ve a un pu�ado de 
      poderosos y ricos en la cima de las grandezas y de la fortuna, mientras la 
      muchedumbre se arrastra en la obscuridad y en la miseria, es porque los 
      primeros no aprecian las cosas de que disfrutan sino porque los otros 
      est�n privados de ellas, y que, sin cambiar de situaci�n, dejar�an de ser 
      dichosos si el pueblo dejara de ser miserable.
           Pero todos estos detalles constituir�an por s� solos la materia de 
      una obra considerable en la cual se pesaran las ventajas e inconvenientes 
      de toda forma de gobierno con relaci�n al estado natural y en la que se 
      descubrieran los diferentes aspectos bajo los cuales se ha manifestado 
      hasta hoy la desigualdad y podr�a manifestarse en los siglos futuros seg�n 
      la naturaleza de los gobiernos y las mudanzas que el tiempo introducir� en 
      ellos necesariamente. Se ver�a a la multitud oprimida en el interior por 
      una serie de medidas que ella misma hab�a adoptado para protegerse contra 
      las amenazas del exterior; se ver�a agravarse continuamente la opresi�n 
      sin que los oprimidos pudieran saber nunca cu�ndo tendr�a t�rmino ni qu� 
      medio leg�timo les quedaba para detenerla; ver�anse los derechos de los 
      ciudadanos y las libertades nacionales extinguirse poco a poco, y las 
      reclamaciones de los d�biles tratadas de murmullos de sediciosos; ver�ase 
      a la pol�tica restringir el honor de defender la causa com�n a una porci�n 
      mercenaria del pueblo, de donde se ver�a salir la necesidad de impuestos, 
      y al labrador agobiado abandonar su campo, aun en tiempo de paz, y dejar 
      el arado para ce�ir la espada; ver�anse nacer las funestas y caprichosas 
      reglas del honor; ver�anse a los defensores de la patria mudarse tarde o 
      temprano en sus enemigos y tener sin cesar un pu�al alzado sobre sus 
      conciudadanos, y llegar�a un tiempo en que se oir�a a �stos decir al 
      opresor de su pa�s:
            Pectore si fratris gladium juguloque parentis
            Condere me jubeas, gravidaeque in viscera partu
            Conjugis, invita peragam tamen omnia dextra (38).

      LUCANO, lib. I, v. 376.
           De la extrema desigualdad de las condiciones y de las fortunas; de la 
      diversidad de las pasiones y de los talentos; de las artes in�tiles, de 
      las artes perniciosas, de las ciencias fr�volas, saldr�a muchedumbre de 
      prejuicios igualmente contrarios a la raz�n, a la felicidad y a la virtud; 
      ver�ase a los jefes fomentar, desuni�ndolos, todo lo que puede debilitar a 
      hombres unidos, todo lo que puede dar a la sociedad un aspecto de 
      concordia aparente y sembrar im germen de discordia real, todo cuanto 
      puede inspirar a los diferentes �rdenes una desconfianza mutua y un odio 
      rec�proco por la oposici�n de sus derechos y de sus intereses, y 
      fortificar por consiguiente el poder que los contiene a todos.
           Del seno de estos des�rdenes y revoluciones, el despotismo, 
      levantando por grados su odiosa cabeza y devorando cuanto percibiera de 
      bueno y de sano en todas las partes del Estado, llegar�a en fin a pisotear 
      las leyes y el pueblo y a establecerse sobre las ruinas de la rep�blica. 
      Los tiempos que precedieran a esta �ltima mudanza ser�an tiempos de 
      trastornos y, calamidades; mas al cabo todo ser�a devorado por el 
      monstruo, y los pueblos ya no tendr�an ni jefes ni leyes, sino tiranos. 
      Desde este instante dejar�a de hablarse de costumbres y de virtud, porque 
      donde reina el despotismo, cui ex honesto nulla est spes (39) no sufre 
      ning�n otro amo; tan pronto como habla, no hay probidad ni deber alguno 
      que deba ser consultado, y la m�s ciega obediencia es la �nica virtud que 
      les queda a los esclavos.
           �ste es el �ltimo t�rmino de la desigualdad, el punto extremo que 
      cierra el c�rculo y toca el punto de donde hemos partido. Aqu� es donde 
      los particulares vuelven a ser iguales, porque ya no son nada y porque, 
      como los s�bditos no tienen m�s ley que la voluntad de su se�or, ni el 
      se�or m�s regla que sus pasiones, las nociones del bien y los principios 
      de la justicia se desvanecen de nuevo; aqu� todo se reduce a la sola ley 
      del m�s fuerte, y, por consiguiente, a un nuevo estado de naturaleza 
      diferente de aquel por el cual hemos empezado, en que este �ltimo era el 
      estado natural en su pureza y otro es el fruto de un exceso de corrupci�n. 
      Pero tan poca diferencia hay, por otra parte, entre estos dos estados, y 
      de tal modo el contrato de gobierno ha sido aniquilado por el despotismo, 
      que el d�spota s�lo es el amo mientras es el m�s fuerte, no pudiendo 
      reclamar nada contra la violencia tan pronto como es expulsado. El mot�n 
      que acaba por estrangular o destrozar al sult�n es un acto tan jur�dico 
      como aquellos por los cuales �l dispon�a la v�spera misma de las vidas y 
      de los bienes de sus s�bditos. S�lo la fuerza le sosten�a; la fuerza sola 
      le arroja. Todo sucede de ese modo conforme al orden natural, y cualquiera 
      que sea el suceso de estas cortas y frecuentes revoluciones, nadie puede 
      quejarse de la injusticia de otro, sino solamente de su propia imprudencia 
      o de su infortunio.
           Descubriendo y recorriendo los caminos olvidados que han debido de 
      conducir al hombre del estado natural al estado civil; restableciendo, 
      junto con las posiciones intermedias que acabo de se�alar, las que el 
      tiempo que me apremia me ha hecho suprimir o la imaginaci�n no me ha 
      sugerido, el lector atento quedar� asombrado del espacio inmenso que 
      separa esos dos estados. En esta lenta sucesi�n de cosas hallar� la 
      soluci�n de una infinidad de problemas de moral y de pol�tica que los 
      fil�sofos no pueden resolver. Viendo que el g�nero humano de una �poca no 
      era el mismo que el de otra, comprender� la raz�n por la cual Di�genes no 
      encontraba al hombre que buscaba, y es porque buscaba un hombre de un 
      tiempo que ya no exist�a. Cat�n, pensar�, pereci� con Roma y la libertad 
      porque no era hombre de su siglo, y el m�s grande entre los hombres no 
      hizo m�s que asombrar a un mundo que hubiera gobernado quinientos a�os 
      antes. En una palabra: explicar� c�mo el alma y las pasiones humanas, 
      alter�ndose insensiblemente, cambian, por as� decir, de naturaleza; por 
      qu� nuestras necesidades y nuestros placeres mudan de objetos con el 
      tiempo; por qu�, desapareciendo por grados el hombre natural, la sociedad 
      no aparece a los ojos del sabio m�s que como un amontonamiento de hombres 
      artificiales y pasiones ficticias, que son producto de todas esas nuevas 
      relaciones y que carecen de un verdadero fundamento en la naturaleza.
           Lo que la reflexi�n nos ense�a sobre todo eso, la observaci�n lo 
      confirma plenamente: el hombre salvaje y el hombre civilizado difieren de 
      tal modo por el coraz�n y por las inclinaciones, que aquello que 
      constituye la felicidad suprema de uno reducir�a al otro a la 
      desesperaci�n. El primero s�lo disfruta del reposo y de la libertad, s�lo 
      pretende vivir y permanecer ocioso, y la ataraxia misma del estoico no se 
      aproxima a su profunda indiferencia por todo lo dem�s. El ciudadano, por 
      el contrario, siempre activo, suda, se agita, se atormenta incesantemente 
      buscando ocupaciones todav�a m�s laboriosas; trabaja hasta la muerte, y 
      aun corre a ella para poder vivir, o renuncia a la vida para adquirir la 
      inmortalidad; adula a los poderosos, a quienes odia, y a los ricos, a 
      quienes desprecia, y nada excusa para conseguir el honor de servirlos; 
      al�base altivamente de su protecci�n y se envanece de su bajeza; y, 
      orgulloso de su esclavitud, habla con desprecio de aquellos que no tienen 
      el honor de compartirla. �Qu� espect�culo para un caribe los trabajos 
      penosos y envidiados de un ministro europeo! �Cu�ntas crueles muertes 
      preferir�a este indolente salvaje al horror de semejante vida, que 
      frecuentemente ni siquiera el placer de obrar bien dulcifica! Mas para que 
      comprendiese el objeto de tantos cuidados ser�a necesario que estas 
      palabras de poder�o y reputaci�n tuvieran en su esp�ritu cierto sentido; 
      que supiera que hay una especie de hombres que tienen en mucha estima las 
      miradas del resto del mundo, que saben ser felices y estar contentos de s� 
      mismos gui�ndose m�s por la opini�n ajena que por la suya propia. Tal es, 
      en efecto, la verdadera causa de todas esas diferencias; el salvaje vive 
      en s� mismo; el hombre sociable, siempre fuera de s�, s�lo sabe vivir 
      seg�n la opini�n de los dem�s, y, por as� decir, s�lo del juicio ajeno 
      deduce el sentimiento de su propia existencia. No entra en mi objeto 
      demostrar c�mo nace de tal disposici�n la indiferencia para el bien y para 
      el mal, al tiempo que se hacen tan bellos discursos de moral; c�mo, 
      reduci�ndose todo a guardar las apariencias, todo se convierte en cosa 
      falsa y fingida: honor, amistad, virtud, y frecuentemente hasta los mismos 
      vicios, de los cuales se halla al fin el secreto de glorificarse; c�mo, en 
      una palabra, preguntando a los dem�s lo que somos y no atrevi�ndonos nunca 
      a interrogarnos a nosotros mismos, en medio de tanta filosof�a, de tanta 
      humanidad, de tanta civilizaci�n y m�ximas sublimes, s�lo tenemos un 
      exterior fr�volo y enga�oso, honor sin virtud, raz�n sin sabidur�a y 
      placer sin felicidad. Tengo suficiente con haber demostrado que �se no es 
      el estado original del hombre y que s�lo el esp�ritu de la sociedad y la 
      desigualdad que �sta engendra mudan y alteran todas nuestras inclinaciones 
      naturales.
           He intentado explicar el origen y el desarrollo de la desigualdad, la 
      fundaci�n y los abusos de las sociedades pol�ticas, en cuanto estas cosas 
      pueden deducirse de la naturaleza del hombre por las solas luces de la 
      raz�n e independientemente de los dogmas sagrados, que otorgan a la 
      autoridad soberana la sanci�n del derecho divino. De esta exposici�n se 
      deduce que la desigualdad, siendo casi nula en el estado de naturaleza, 
      debe su fuerza y su acrecentamiento al desarrollo de nuestras facultades y 
      a los progresos del esp�ritu humano y se hace al cabo leg�tima por la 
      instituci�n de la propiedad y de las leyes. Ded�cese tambi�n que la 
      desigualdad moral, autorizada �nicamente por el derecho positivo, es 
      contraria al derecho natural siempre que no concuerda en igual proporci�n 
      con la desigualdad f�sica, distinci�n que determina de modo suficiente lo 
      que se debe pensar a este respecto de la desigualdad que reina en todos 
      los pueblos civilizados, pues va manifiestamente contra la ley de la 
      naturaleza, de cualquier manera que se la defina, que un ni�o mande sobre 
      un viejo, que un imb�cil dirija a un hombre discreto y que un pu�ado de 
      gentes rebose de cosas superfluas mientras la multitud hambrienta carece 
      de lo necesario.






      Notas


      1.      Refiere Herodoto que despu�s del asesinato del falso Esmerdis, 
      habi�ndose reunido los siete libertadores de Persia para deliberar sobre 
      la forma de gobierno que dar�an al Estado, Otanes se manifest� 
      decididamente por la rep�blica, opini�n extraordinaria en boca de un 
      s�trapa, pues, aparte la pretensi�n que tuviera del trono, los poderosos 
      temen m�s que a la muerte un sistema de gobierno que los fuerce a respetar 
      a los hombres. Como puede suponerse, Otanes no fue escuchado, y viendo que 
      se iba a proceder a la elecci�n de un monarca, �l, que no quer�a ni 
      obedecer ni mandar, cedi� voluntariamente a los otros su derecho a la 
      corona, pidiendo por toda compensaci�n ser libre e independiente, �l y 
      toda su posteridad, lo que le fue concedido. Aunque Herodoto no nos dijera 
      cu�l fue la restricci�n que se le puso a ese privilegio, ser�a necesario 
      suponerla; de otro modo, Otanes, no reconociendo ninguna especie de ley y 
      no teniendo que rendir cuentas a nadie, habr�a sido omnipotente y m�s 
      poderoso que el mismo rey. Pero no es presumible que un hombre capaz de 
      contentarse en tal caso con semejante privilegio fuera capaz de abusar de 
      �l. En efecto: no se ha visto que ese derecho haya causado nunca ninguna 
      perturbaci�n en el reino, ni por parte del sabio Otanes ni por parte de 
      sus descendientes. 




      2.      Tarquino el Soberbio (Lucius Tarquinius Superbus), s�ptimo y 
      �ltimo rey de Roma. Seg�n la tradici�n, Tarquino consigui� ser nombrado 
      rey por la violencia y el asesinato, y su reinado fue una oprobiosa 
      tiran�a. Su hijo Sexto viol� a Lucrecia, mujer de Colatino, sobrino de 
      Tarquino el Soberbio. Colatino y su amigo Bruto juraron vengar el ultraje, 
      y consiguieron que Tarquino fuera destronado y su familia desterrada. 
      Tarquino huy� de Roma y fue proclamada la Rep�blica hacia el a�o 509 a. de 
      J. C. 




      3.      Desde mi primer paso me apoyo confiadamente en una de esa 
      autoridades respetables para los fil�sofos, porque proceden de una raz�n 
      s�lida y sublime que ellos solos saben hallar y comprender.
           �Por mucho inter�s que tengamos en conocernos a nosotros mismos, yo 
      no s� si no conocemos mejor aquello que no somos. Provistos por la 
      naturaleza de �rganos destinados �nicamente a nuestra conservaci�n, s�lo 
      los empleamos en recibir las impresiones exteriores; tratamos solamente de 
      exteriorizarnos, de existir fuera de nosotros. Demasiado ocupados en 
      multiplicar las funciones de nuestros sentidos y aumentar la dimensi�n 
      exterior de nuestro ser, raramente hacemos uso de ese sentido interior que 
      nos reduce a nuestras verdaderas dimensiones y que separa de nosotros lo 
      que nos es extra�o. Sin embargo, de este sentido tenemos que servirnos si 
      queremos conocernos; �l es el �nico por el cual podemos juzgarnos. Pero, 
      �c�mo dar a ese sentido toda su actividad y toda su extensi�n?; �c�mo 
      apartar nuestra alma, en la cual reside, de todas las ilusiones de nuestro 
      esp�ritu? Hemos perdido el h�bito de emplearla; ha permanecido sin 
      ejercicio en medio del tumulto de nuestras sensaciones corporales y se ha 
      desecado por el fuego de nuestras pasiones; el coraz�n, el esp�ritu, los 
      sentidos, todo ha trabajado contra ella.� (HIST. NAT., De la naturaleza 
      del hombre.)




      4.      He aqu� en qu� t�rminos estaba concebida la cuesti�n propuesta por 
      la Academia de Dijon: Cu�l es el origen de la desigualdad entre los 
      hombres y si est� autorizada por la ley natural.
           El DISCURSO de Rousseau no obtuvo el premio, que fue concedido a un 
      abate Talbert. 




      5.      �Aprende lo que Dios quiso que fueses y en qu� puesto te ha 
      colocado dentro de la sociedad.� 




      6.      Nombre de un paseo de Atenas donde, pase�ndose, daba Arist�teles 
      sus lecciones. Por eso se los llam� a �l y a sus disc�pulos 
      �peripat�ticos�, palabra originaria del verbo griego  [peripat�o] 
      �pasear�. 




      7.      Los cambios que ha podido determinar en la conformaci�n del hombre 
      la larga costumbre de andar en dos pies, las semejanzas que se observan 
      todav�a entre sus brazos y las patas anteriores de los cuadr�pedos, y la 
      consecuencia sacada de su modo de andar, han podido sugerir dudas sobre 
      cu�l pod�a ser en nosotros el m�s natural. Todos los ni�os empiezan por 
      andar a cuatro pies, y necesitan de nuestro ejemplo y de nuestras 
      lecciones para aprender a sostenerse de pie. Hay incluso pueblos salvajes, 
      como los hotentotes, que, abandonando casi por completo a sus hijos, los 
      dejan andar tanto tiempo con las manos, que luego apenas pueden 
      enderezarlos. Igual sucede con los hijos de los caribes. Hay adem�s varios 
      ejemplos de hombres cuadr�pedos, y yo puedo citar, entre otros, el de un 
      ni�o hallado en 1344 cerca de Hesse, donde hab�a sido alimentado por 
      lobos, y que despu�s dec�a, en la corte del pr�ncipe Enrique, que si s�lo 
      hubiera tenido que contar con su deseo, hubiese preferido volver entre 
      ellos que vivir entre los hombres. De tal modo se hab�a habituado a 
      caminar como aquellos animales, que fue preciso ponerle piezas de madera 
      que le obligaban a tenerse derecho y en equilibrio sobre sus dos pies. Lo 
      mismo ocurri� con el ni�o hallado en 1604 en los bosques de Lituania y que 
      viv�a entre los osos. No daba, dice Condillac, ninguna muestra de raz�n; 
      andaba con pies y manos, carec�a de lenguaje articulado y s�lo profer�a 
      unos sonidos que en nada se parec�an a los de un hombre. El peque�o 
      salvaje de Hann�ver que hace varios a�os fue conducido a la corte de 
      Inglaterra pasaba las penas del Purgatorio para acostumbrarse a caminar en 
      dos pies, y en 1719 se encontr� en los Pirineos a otros dos salvajes que 
      corr�an por las monta�as como cuadr�pedos. En cuanto a la objeci�n que 
      pod�a hacerse de que eso es privarle del uso de las manos, con las cuales 
      tantas ventajas obtenemos, adem�s de que el ejemplo de los monos demuestra 
      que la mano puede emplearse de dos maneras, eso probar�a solamente que el 
      hombre puede dar a sus miembros un empleo m�s c�modo que el de la 
      naturaleza y no que la naturaleza haya destinado al hombre a andar de modo 
      distinto al que ella le ense�a.
           Pero me parece que hay mejores razones para sostener que el hombre es 
      b�pedo. En primer lugar, aunque se demostrara que pudo estar al principio 
      conformado de manera distinta a como hoy le vemos, y transformarse luego 
      como es, eso no ser�a suficiente para afirmar que haya sucedido as�, 
      porque, despu�s de haber demostrado la posibilidad de ese cambio, ser�a 
      preciso todav�a, antes de admitirlo, demostrar su verosimilitud. Adem�s, 
      si los brazos del hombre parecen haber podido servirle de piernas en caso 
      necesario, �sa es la �nica observaci�n favorable a esa hip�tesis, contra 
      gran n�mero de otras que la contradicen. Las principales son que, dada la 
      manera como el hombre tiene unida la cabeza al cuerpo, en lugar de dirigir 
      su mirada horizontalmente, como todos los dem�s animales, y como �l mismo 
      la dirige andando de pie, hubiera tenido los ojos, caminando a cuatro 
      pies, directamente fijados hacia el suelo, situaci�n muy poco favorable 
      para la conservaci�n del individuo; que la cola, de que carece y que para 
      nada necesita marchando a dos pies, es �til a los cuadr�pedos, ninguno de 
      los cuales est� privado de ella; que los senos de la mujer, perfectamente 
      colocados para un b�pedo que tiene que tener en brazos a su hijo, estar�an 
      tan mal en un cuadr�pedo, que ninguno los tiene de esa manera; que siendo 
      las piernas de una excesiva altura en proporci�n con los brazos, por lo 
      cual nos arrastramos sobre las rodillas si andamos a cuatro pies, hubiera 
      hecho del hombre un animal desproporcionado y de inc�modo andar; que si 
      hubiera sentado el pie como las manos, de plano, hubiese tenido en la 
      pierna una articulaci�n menos, que los otros animales, a saber, la que une 
      el metatarsiano con la tibia, y que pisando s�lo con la punta del pie, 
      como parece hubiera tenido que hacer, el tarso, sin hablar de los muchos 
      huesos que lo componen, parece demasiado grande para ocupar el lugar del 
      metatarsiano, y sus articulaciones con el metatarso y la tibia demasiado 
      aproximadas para dar a la pierna humana en esta situaci�n la misma 
      flexibilidad que tienen las de los cuadr�pedos. El ejemplo de los ni�os 
      tomado en una edad en que las fuerzas naturales no est�n a�n desarrolladas 
      ni los miembros fortalecidos, nada dice, pues tambi�n podr�a decir yo que 
      los perros no est�n destinados a caminar porque s�lo se arrastran algunas 
      semanas despu�s de su nacimiento. Los hechos particulares tienen todav�a 
      poca fuerza contra la pr�ctica universal de todos los hombres, incluso de 
      naciones que, por no haber tenido con otras ninguna comunicaci�n, nada 
      podr�an haber imitado de ellas. Un ni�o abandonado en un bosque antes de 
      que pudiera andar y amamantado por una bestia seguir� el ejemplo de su 
      nodriza ejercit�ndose en andar como ella; la costumbre le dar� facilidades 
      que no habr� recibido de la naturaleza, y as� como ciertos mancos llegan a 
      fuerza de ejercicios a poder hacer con los pies todo lo que hacemos con 
      nuestras manos, llegar� en fin a emplear las manos como los pies. 




      8.      Si se hallase entre mis lectores alg�n f�sico bastante malo para 
      ponerme reparos sobre la suposici�n de esta fertilidad natural de la 
      tierra, me adelanto a contestarlo con el siguiente pasaje:
           �Como los vegetales sacan para su nutrici�n mucha m�s substancia del 
      aire y del agua que de la tierra, sucede que al pudrirse devuelven a la 
      tierra m�s que de ella han sacado; por otra parte, los bosques atraen las 
      lluvias deteniendo los vapores. As�, en un bosque que se conservara virgen 
      largo tiempo, la capa de tierra que sirve para la vegetaci�n aumentar�a 
      considerablemente; pero como los animales restituyen a la tierra menos de 
      lo que sacan de ella y los hombres consumen enormes cantidades de madera 
      para el fuego y otros usos, se deduce que la capa de tierra vegetal de un 
      pa�s habitado debe disminuir continuamente y convertirse en fin en un 
      terreno como el de la Arabia P�trea y tantas otras provincias de Oriente, 
      que es, en efecto, el clima habitado desde tiempo m�s remoto y en el que 
      s�lo se encuentra sal y arena, porque la sal fija de las plantas y 
      animales queda, mientras las otras partes se volatilizan.� (HIST. NAT., 
      Pruebas de la teor�a de la tierra, art. 7.�)
           Puede a�adirse a esto la prueba pr�ctica de la cantidad de �rboles y 
      plantas de todo g�nero de que estaban cubiertas casi todas las islas 
      desiertas descubiertas en estos �ltimos siglos y el hecho que refiero la 
      historia de los inmensos bosques talados por toda la tierra a medida que 
      se poblaba o civilizaba. Sobre esto har� todav�a las tres observaciones 
      siguientes: la primera, que si hay una especie de vegetales que pueden 
      compensar el consumo de materia vegetal hecho por los animales, seg�n el 
      razonamiento de Buff�n, son los �rboles especialmente, cuyas copas y hojas 
      atraen y se apropian mayor cantidad de agua y de vapores que las otras 
      plantas; la segunda, que la destrucci�n del suelo, es decir, de la 
      substancia necesaria para la vegetaci�n, debe acelerarse en la proporci�n 
      en que la tierra es m�s cultivada, y que los habitantes m�s industriosos 
      consumen en mayor abundancia sus productos de toda especie; la tercera y 
      la m�s importante observaci�n es que los frutos de los �rboles 
      proporcionan al animal una alimentaci�n m�s abundante que los dem�s 
      vegetales, experiencia que he hecho yo mismo comparando los productos de 
      dos terrenos iguales en extensi�n y calidad, uno cubierto de casta�os y el 
      otro sembrado de trigo. 




      9.      Entre los cuadr�pedos, las dos distinciones m�s universales de las 
      especies veraces se derivan, una, de los dientes, y la otra, de la 
      conformaci�n del intestino. Los animales que s�lo viven de vegetales 
      tienen todos los dientes planos, como el caballo, el buey, el, carnero, la 
      liebre; pero los voraces los tienen puntiagudos, como el gato, el perro, 
      el lobo, el zorro. En cuanto a los intestinos, los frug�voros tienen 
      algunos, como el colon, que no se encuentran en los animales voraces. 
      Parece, pues, que el hombre, que tiene los dientes y los intestinos como 
      los animales frug�voros, deb�a ser naturalmente clasificado en esta clase, 
      y no s�lo confirman esta opini�n las observaciones anat�micas, sino hasta 
      los monumentos de la antig�edad le son muy favorables. �Dicearca -escribe 
      San Jer�nimo- refiere en sus libros sobre las antig�edades griegas que 
      bajo el reinado de Saturno, cuando la tierra todav�a era f�rtil por s� 
      misma, ning�n hombre com�a carne, sino que todos se alimentaban de frutas 
      y de legumbres que crec�an naturalmente.� (Libro II, adv. Jovinian.) Esta 
      opini�n puede ser apoyada con los relatos de varios viajeros modernos. 
      Francisco Correal refiere, entre otros, que la mayor parte de los 
      habitantes de las islas Lucayas, que los espa�oles transportaron a las 
      islas de Cuba, Santo Domingo y otras, murieron por haber comido carne. Por 
      aqu� se ve que prescindo de razones que pod�a hacer valer, porque, siendo 
      la presa casi la �nica causa de combate entre animales carniceros, y 
      viviendo los frug�voros entre s� en una paz continua, si la raza humana es 
      de este �ltimo g�nero, es claro que hubiera tenido m�s facilidad para 
      subsistir en el estado natural, menos necesidad y motivo para salir de �l. 





      10.      Pueblo de guerreros dominando sobre una masa de 290.000 ilotas y 
      rodeado de otros pueblos fuertes y agresivos, los ciudadanos de esparta 
      quer�an que sus hijos fueran como ellos aguerridos y valerosos. Cuando 
      nac�a un ni�o, los ancianos le examinaban inmediatamente, y si le hallaban 
      d�bil o mal constituido, se le conduc�a al monte Taigeto, donde era 
      abandonado. 




      11.      Todos los conocimientos que exigen reflexi�n, todos aquellos que 
      no se consiguen sino por el encadenamiento de las ideas y s�lo se 
      perfeccionan sucesivamente, parecen hallarse fuera del alcance del hombre 
      salvaje, que carece de comunicaci�n con sus semejantes, es decir, del 
      instrumento que sirve para esta comunicaci�n y de las necesidades que la 
      hacen necesaria. Su saber y su industria se reducen a saltar, correr, 
      batirse, lanzar piedras, trepar por los �rboles. Pero si s�lo sabe estas 
      cosas, las conoce en cambio mucho mejor que nosotros, que no tenemos de 
      ellas la misma necesidad, y como dependen �nicamente del ejercicio del 
      cuerpo y no son susceptibles de ninguna comunicaci�n ni progreso de un 
      individuo a otro, el primer hombre ha podido ser tan h�bil como sus 
      �ltimos descendientes.
           Los relatos de los viajeros est�n llenos de ejemplos de la fuerza y 
      vigor de los hombres en las naciones b�rbaras y salvajes. En ellos no se 
      alaba menos su agilidad que su ligereza, y como para observar esas cosas 
      s�lo se necesitan ojos, nada impide que se d� fe a lo que certifican esos 
      testigos oculares. Al azar saco algunos ejemplos de los primeros libros 
      que tengo a mano:
           �Los hotentotes -dice Kolben- entienden la pesca mejor que los 
      europeos del Cabo. Su habilidad es la misma con la red, el anzuelo o el 
      arp�n, igual en las bah�as que en los r�os. No menos h�bilmente cogen los 
      peces con la mano. En la nataci�n poseen una destreza incomparable. Su 
      manera de nadar tiene algo de sorprendente y exclusivo. Nadan con el 
      cuerpo derecho y las manos fuera del agua, de modo que parecen caminar por 
      la tierra. En la mayor agitaci�n del mar y cuando las olas forman 
      monta�as, danzan en cierto modo sobre el dorso de las olas, subiendo y 
      bajando como pedazos de corcho.�
           �Los hotentotes -a�ade el mismo autor- tienen una sorprendente 
      agilidad para la caza, y la velocidad de su carrera excede a la 
      imaginaci�n.� Se extra�a de que no hagan con m�s frecuencia mal uso de su 
      agilidad, cosa que sucede, sin embargo, como puede verse por el ejemplo 
      que �l presenta: �Un marinero holand�s, al desembarcar en El Cabo, encarg� 
      a un hotentote -dice- que lo siguiera a la ciudad con un rollo de tabaco 
      de cerca de veinte libras. Cuando se hallaron a cierta distancia de la 
      gente, el hotentote pregunt� al marinero si sab�a correr. ��Correr? 
      -contest� el marinero-; s�, ya lo creo.� �Vamos a verlo� -replic� el 
      africano, y, huyendo con el tabaco, desapareci� casi al instante. El 
      marinero, admirado de esta extraordinaria velocidad, desisti� de 
      perseguirlo y no volvi� a ver ni su tabaco ni al que lo llevaba.�
           �Tienen tan r�pida la mirada y tan certera la mano, que los europeos 
      no les alcanzan. A cien pasos hacen blanco de una pedrada en una moneda de 
      dos c�ntimos, y lo m�s sorprendente es que, en vez de fijar como nosotros 
      la mirada en el blanco, hacen movimientos y contorsiones continuamente. 
      Parece como si una mano invisible condujera la piedra.�
           El padre Del Tertre dice sobre los salvajes de las Antillas m�s o 
      menos las mismas cosas que acaban de leerse sobre los hotentotes del Cabo 
      de Buena Esperanza. Alaba especialmente su punter�a para cazar con flecha 
      los p�jaros al vuelo y su habilidad para coger a nado los peces. Los 
      salvajes de la Am�rica septentrional no son menos c�lebres por su fuerza y 
      su destreza. He aqu� un ejemplo que permitir� juzgar las de los indios de 
      la Am�rica meridional:
           En 1746, un indio de Buenos Aires, habiendo sido condenado a galeras 
      en C�diz, propuso al gobernador rescatar su libertad exponiendo su vida en 
      una fiesta p�blica. Prometi� atacar s�lo al toro m�s furioso sin otra arma 
      en la mano que una cuerda, que lo echar�a a tierra, que lo atar�a por 
      cualquier parte que se le se�alara, que lo ensillar�a, lo enfrenar�a, lo 
      montar�a y montado de esa manera combatir�a contra otros dos toros de los 
      m�s furiosos que se hicieran salir del toril, y que los matar�a en el 
      momento que se le mandase y sin ayuda de nadie. Le fue concedido. El indio 
      mantuvo su palabra y llev� a cabo cuanto hab�a prometido. Sobre la manera 
      como lo hizo y los detalles del combate puede consultarse el primer tomo 
      de las Observaciones sobre la historia natural, de Gautier, de donde ha 
      sido sacado este ejemplo. 




      12.      La duraci�n de la vida de los caballos -dice Buff�n- es, como en 
      todas las dem�s especies de animales, proporcionada a la duraci�n del 
      tiempo de su desarrollo. El hombre, cuyo desarrollo dura catorce a�os, 
      puede vivir seis o siete veces m�s, es decir, noventa o cien a�os. Los 
      ejemplos que pueden presentarse contrarios a esta regla son tan raros, que 
      no pueden ser considerados como una excepci�n de la cual pudieran sacarse 
      algunas consecuencias. Y como el crecimiento de los caballos ordinarios es 
      de menor duraci�n que el de los caballos finos, viven tambi�n menos tiempo 
      y son viejos desde los quince a�os.� (HISTORIA NATURAL, Del caballo.) 




      13.      Creo ver entre los animales carniceros y frug�voros una 
      diferencia m�s general todav�a que la se�alada en la nota 10�, puesto que 
      esa diferencia se extiende hasta los p�jaros. Consiste en el n�mero de 
      hijos, que no excede nunca de dos en cada parto en las especies que s�lo 
      viven de vegetales y que ordinariamente pasa de ese n�mero en los animales 
      voraces. F�cil es a este respecto conocer la voluntad de la naturaleza por 
      el n�mero de las mamas, que s�lo son dos en cada hembra de la primer 
      especie, como la yegua, la vaca, la cabra, la cierva, la oveja, etc., y 
      siempre seis u ocho en las otras hembras, como la perra, la gata, la loba, 
      el tigre hembra, etc�tera. La gallina, la pata, la oca, aves voraces; el 
      �guila y las hembras del gavil�n y del mochuelo ponen tambi�n y empollan 
      gran n�mero de huevos, lo que no sucede nunca con la paloma, la t�rtola y 
      otras aves que s�lo se alimentan con granos, las cuales no ponen ni 
      empollan m�s de dos huevos cada vez. La raz�n que puede darse de esta 
      diferencia es que los animales que viven s�lo de hierbas y plantas, 
      permaneciendo casi todo el d�a en los pastos y teniendo que emplear mucho 
      tiempo en alimentarse, no podr�an dedicarse a amamantar muchas cr�as; en 
      vez que los voraces, comiendo en un momento, pueden m�sf�cilmente y con 
      mayor frecuencia atender a sus peque�uelos y a la caza y reparar tan gran 
      cantidad de leche. Claro que podr�an hacerse a esto muchos reparos, pero 
      �sta no es la ocasi�n; tengo suficiente con haber demostrado en esta parte 
      el sistema m�s general de la naturaleza, sistema que suministra una nueva 
      raz�n para sacar al hombre de la clase de los carniceros y clasificarlo 
      entre las especies frug�voras. 




      14.      Puede haber algunas excepciones, como, por ejemplo, ese animal de 
      la provincia de Nicaragua, parecido a un zorro, que tiene los pies como 
      las manos de un hombre y que, seg�n Correal, tiene en el vientre una bolsa 
      donde la madre mete a sus peque�uelos cuando se ve en la necesidad de 
      huir. Es, sin duda, el mismo animal que llaman en M�jico tlacuatzin, a 
      cuya hembra atribuye Laet una bolsa parecida y para el mismo uso.
           Estos datos imprecisos deben de referirse indudablemente al canguro, 
      mam�fero marsupial de Australia, que llega a alcanzar, erguido sobre sus 
      patas traseras, hasta dos metros de altura; sus miembros anteriores son 
      muy cortos, mientras que los posteriores, mucho m�s robustos, tienen m�s 
      del doble de longitud, por lo que corre a brincos. Las hembras de estos 
      animales tienen, en efecto, una especie de bolsa sobre el vientre, en la 
      cual recogen a los peque�uelos en caso de peligro. -Nicaragua estaba 
      todav�a en tiempo de Rousseau bajo la dominaci�n espa�ola, formando una 
      provincia de la capitan�a general de Guatemala. En 1821 conquist� su 
      independencia. 




      15.      Calculando un autor c�lebre los bienes y los males de la 
      existencia y comparando las dos sumas, ha encontrado que la �ltima exced�a 
      en mucho a la primera, y que, bien mirado, la vida constitu�a un mal 
      presente para el hombre. No me sorprende su conclusi�n. Ha deducido sus 
      razonamientos de la constituci�n del hombre civil; si se hubiera remontado 
      hasta el hombre natural, puede creerse que hubiera hallado resultados muy 
      diferentes, que hubiese visto que el hombre no sufre sino aquellos males 
      que �l mismo se procura y que hubiera justificado a la naturaleza. No sin 
      trabajo hemos llegado a ser tan desgraciados. Cuando por un lado se 
      consideran los inmensos esfuerzos de los hombres, tantas ciencias 
      profundizadas, tantas antes inventadas, tantas fuerzas empleadas, abismos 
      colmados, monta�as allanadas, r�os canalizados, tierras roturadas, lagos 
      dragados, pantanos desecados, construcciones enormes en la tierra, el mar 
      cubierto de barcos y marineros; y por otro se inquieren con un poco de 
      reflexi�n cu�les son las verdaderas ventajas que de todo eso han resultado 
      para la felicidad de la especie humana, no se puede menos de quedar 
      asombrado de la enorme desproporci�n que existe entre ambas cosas y 
      deplorar la ceguera del hombre, que, por satisfacer su insensato orgullo y 
      no s� qu� vana admiraci�n de s� mismo, corre ardientemente tras de todas 
      las miserias de que es susceptible y que la benigna naturaleza hab�a 
      tenido cuidado de apartar de �l.
           Los hombres son perversos; una triste y continua experiencia dispensa 
      la prueba. Sin embargo, el hombre es naturalmente bueno; creo haberle 
      demostrado. �Qu� puede, pues, haberle pervertido sino los cambios 
      ocurridos en su constituci�n, los progresos que ha realizado y los 
      conocimientos que ha adquirido? Adm�rese cuanto se quiera la sociedad 
      humana, pero no ser� menos cierto que lleva necesariamente a los hombres a 
      odiarse entre s� a medida que sus intereses se encuentran, a prestarse en 
      apariencia mutuos servicios y hacerse en realidad todo el da�o imaginable. 
      �Qu� se puede pensar de un trato en el cual la raz�n de cada particular le 
      dicta a �ste principios completamente opuestos a aquellos que la raz�n 
      p�blica aconseja al cuerpo de la sociedad, y en el que cada uno encuentra 
      su provecho en la desgracia ajena? No existe acaso ning�n hombre acomodado 
      a quien sus �vidos herederos, y con frecuencia sus propios hijos, no 
      deseen secretamente la muerte; ning�n barco en el mar cuyo naufragio no 
      fuera una buena noticia para alg�n negociante; ninguna casa que no desee 
      ver ardiendo con todos los papeles guardados en ella alg�n deudor de mala 
      fe; ning�n pueblo que no se regocije de los desastres de sus vecinos. De 
      modo que hallamos nuestro provecho en el da�o de nuestros semejantes, y 
      casi siempre la desgracia de uno es causa de la prosperidad de otro. Pero 
      lo m�s peligroso es que las calamidades p�blicas constituyen la esperanza 
      de una multitud de particulares; unos desean que haya enfermedades; otros, 
      mortandad; otros, guerra; otros, hambre. Yo he visto hombres horribles 
      llorando de dolor por la promesa de un a�o f�rtil, y el grande y funesto 
      incendio de Londres, que cost� la vida y los bienes a tantos infortunados, 
      hizo tal vez la fortuna de diez mil personas. S� que Montaigne censura al 
      ateniense Demades por haber hecho castigar a un obrero que, vendiendo muy 
      caros los sarc�fagos, obten�a grandes ganancias con la muerte de los 
      ciudadanos; pero como la raz�n que alega Montaigne es que har�a falta 
      castigar a todo el mundo, es evidente que confirma las m�as. Pen�trese, 
      pues, a trav�s de nuestras superficiales demostraciones de benevolencia, 
      hasta el fondo de los corazones; reflexi�nese sobre lo que es un estado de 
      cosas en que todos los hombres se ven forzados a acariciarse y destruirse 
      mutuamente y donde nacen enemigos por deber y granujas por inter�s. Si se 
      me respondo que la sociedad se halla constituida de tal modo que cada 
      hombre gana sirviendo a los dem�s, replicar�a que estar�a muy bien si no 
      ganase m�s perjudic�ndolos. No hay provecho leg�timo que no sea superado 
      por el que puede obtenerse ilegalmente, y el da�o causado, al pr�jimo es 
      siempre m�s lucrativo que los servicios. S�lo se trata, pues, de poseer el 
      medio de asegurarse la impunidad, en lo cual emplean todas sus fuerzas los 
      poderosos, y los d�biles toda su astucia.
           El hombre salvaje, cuando ha comido h�llase en paz con la naturaleza 
      y en amistad con sus semejantes. Si alguna vez tiene que disputar a otro 
      su alimento, no llega nunca a los golpes sin haber comparado antes la 
      dificultad de vencer con la de hallar en otra parte su subsistencia, y 
      como el orgullo no se mezcla en la lucha, �sta acaba en unos cuantos 
      pu�etazos; el vencedor come, el vencido va a buscar fortuna y todo queda 
      en paz. Pero con el hombre social la cosa es muy distinta. Tr�tase primero 
      de proveer a lo necesario y despu�s a lo superfluo; luego vienen los 
      placeres, y despu�s las riquezas inmensas, y despu�s los esclavos. No hay 
      un solo momento de reposo, y lo m�s singular es que cuanto menos urgentes 
      y naturales son las necesidades m�s aumentan las pasiones y, peor todav�a, 
      el poder de satisfacerlas; de modo que, despu�s de prolongadas 
      prosperidades, despu�s de haber devorado enormes tesoros y arruinado a 
      multitud de hombres, mi h�roe acabar� por destruir todo hasta que sea el 
      due�o del universo. Tal es el cuadro moral, si no de la vida humana, por 
      lo menos de las pretensiones secretas del coraz�n de todo hombre 
      civilizado.
           Comparad sin prevenciones el estado del hombre civil con el del 
      hombre salvaje, e inquirid, si pod�is, cu�ntas nuevas puertas al dolor y a 
      la muerte ha abierto el primero, adem�s de su maldad, sus necesidades y 
      sus miserias. Si consider�is los tormentos del esp�ritu que nos consumen, 
      las pasiones violentas que nos agobian y agotan, los excesivos trabajos de 
      que est�n sobrecargados los pobres, la ociosidad todav�a m�s peligrosa a 
      que se entregan los ricos, muriendo aqu�llos de privaciones y �stos de sus 
      excesos; si pens�is en las monstruosas mezcolanzas de los alimentos, en 
      sus perniciosos condimentos, en los g�neros corrompidos, las drogas 
      falsificadas, los enga�os de quienes las venden, los errores de quienes 
      las administran, en el veneno de las vasijas en que se preparan; si 
      prest�is atenci�n a las enfermedades epid�micas engendradas por el aire 
      corrompido por multitudes de hombres reunidos, en las que ocasionan la 
      delicadeza de nuestra manera de vivir, el paso alternativo de nuestras 
      habitaciones al aire libre, el uso de vestidos puestos o quitados con poca 
      precauci�n, y todos aquellos cuidados que nuestra sensualidad excesiva ha 
      convertido en costumbres necesarias, cuya negligencia o privaci�n nos 
      cuesta la salud o la vida; si a�ad�s los incendios y los temblores de 
      tierra, que, destruyendo ciudades enteras, hacen perecer por millares a 
      sus habitantes; en una palabra: si junt�is los peligros que todas esas 
      causas acumulan continuamente sobre nuestras cabezas, comprender�is 
      entonces c�mo la naturaleza nos hace pagar con exceso el desprecio que 
      hemos hecho de sus ense�anzas.
           No repetir� aqu� lo que en otra parte he dicho sobre la guerra; pero 
      desear�a que las gentes instruidas quisieran u osaran dar de una vez al 
      p�blico los detalles de los horrores que se cometen en los ej�rcitos por 
      los proveedores de v�veres y los administradores de hospitales; se ver�a 
      que sus maniobras, nada secretas, por las cuales se derrumban en un 
      instante los m�s brillantes ej�rcitos, hacen perecer m�s soldados que el 
      fuego enemigo. No es menos sorprendente el c�lculo de los hombres que el 
      mar englute todos los a�os, sea por el hambre o el escorbuto, los piratas, 
      el fuego o los naufragios. Es claro que hay que poner tambi�n en la cuenta 
      de la propiedad establecida, y por consiguiente de la sociedad, los 
      asesinatos, envenenamientos, robos en los caminos, y los castigos mismos 
      de estos cr�menes, castigos necesarios para prevenir mayores males, pero 
      que, costando la vida a uno o m�s seres por la muerte de un hombre, no 
      dejan de doblar en realidad las p�rdidas de la especie humana. �Cu�ntos 
      medios vergonzosos de impedir el nacimiento de los hombres y defraudar a 
      la naturaleza, sea por esos gustos brutales y depravados que injurian a su 
      m�s bella obra, gustos que jam�s conocieron ni los salvajes ni los 
      animales y que han nacido en los pa�ses civilizados de la imaginaci�n 
      corrompida; sea por esos abortos secretos, dignos frutos de la relajaci�n 
      y del honor vicioso; sea por el abandono o la muerte de una multitud de 
      ni�os, v�ctimas de la miseria de sus padres o de la b�rbara verg�enza de 
      sus madres; sea, en fin, por la mutilaci�n de esos infortunados, una parte 
      de cuya existencia y toda su posteridad son consagradas a vanas canciones, 
      o, peor todav�a, a los celos brutales de algunos hombres, mutilaci�n que 
      en este �ltimo caso es un doble ultraje a la naturaleza: por el 
      tratamiento de quienes las sufren y por el uso a que se les destina!
           Pero �no hay a�n mil casos m�s frecuentes y peligrosos en que los 
      derechos paternales ofenden abiertamente a la humanidad? �Cu�ntos talentos 
      perdidos e inclinaciones forzadas por la imprudente violencia de los 
      padres! �Cu�ntos hombres que se habr�an distinguido en una situaci�n 
      conveniente mueren desgraciados y deshonrados en otra hacia la cual no 
      sent�an inclinaci�n alguna! �Cu�ntos matrimonios felices, aunque 
      desiguales, han sido deshechos o perturbados, y cu�ntas castas esposas 
      deshonradas por este orden de condiciones, en contradicci�n con la 
      naturaleza! �Cu�ntas uniones extravagantes hechas por inter�s y reprobadas 
      por el amor y por la raz�n! �Cu�ntos esposos honestos y virtuosos sufren 
      mutuamente su suplicio por haber sido mal casados! �Cu�ntas j�venes e 
      infortunadas v�ctimas de la avaricia de sus familias se hunden en el vicio 
      o pasan sus tristes d�as en l�grimas, gimiendo en unos lazos indisolubles 
      que el coraz�n repugna y que s�lo el oro ha formado! �Felices algunas 
      veces aquellas que el valor y la virtud misma arrancan a la existencia 
      antes de que una b�rbara violencia las fuerce a pasarla en el crimen o en 
      la desesperaci�n! �Perdonadme, padres y madres para siempre dignos de 
      l�stima! Con pesar avivo vuestros sufrimientos, pero �ojal� puedan servir 
      de ejemplo eterno y terrible a quienquiera se atreva, en nombre mismo de 
      la naturaleza, a violar el m�s sagrado de sus derechos!
           Si s�lo he hablado de esas uniones mal avenidas que son obra de 
      nuestra civilizaci�n, �cr�ese acaso que aquellas que fueron presididas por 
      el amor y la simpat�a est�n exentas de inconvenientes? �Qu� ser�a si yo 
      intentara presentar a la especie humana atacada en sus mismas fuentes, y 
      hasta en el m�s sagrado de todos los v�nculos, cuando no se escucha la voz 
      de la naturaleza sino despu�s de haber consultado la fortuna, y cuando, 
      confundi�ndose en el desorden social los vicios y las virtudes, la 
      continencia se convierte en una precauci�n criminal y la negativa a dar 
      vida a un semejante en un acto de humanidad? Pero, sin desgarrar el velo 
      que cubre tantos horrores, content�monos nosotros con indicar el mal, al 
      cual otros deben aportar el remedio.
           A��dase a todo esto esa cantidad de oficios malsanos que abrevian la 
      existencia o destruyen el organismo, tales como los trabajos en las minas, 
      las diversas preparaciones de metales, de minerales, el plomo sobre todo; 
      del cobre, del mercurio, del cobalto, del ars�nico, del rejalgar; esos 
      otros oficios peligrosos que cuestan a diario la vida a muchos obreros, 
      unos plomeros, otros carpinteros, otros alba�iles, otros trabajadores de 
      las canteras; j�ntense, digo, todos esos objetos, y podr�n verse en el 
      establecimiento y perfecci�n de las sociedades las razones de la 
      disminuci�n de la especie, cosa que ya ha sido observada por m�s de un 
      fil�sofo.
           El lujo, imposible de evitar entre hombres �vidos de sus propias 
      comodidades y de la consideraci�n ajena, acaba en seguida el mal empezado 
      por las sociedades, y, con el pretexto de dar de comer a los pobres, que 
      no se deb�a haber hecho, empobrece al resto y despuebla el Estado pronto o 
      tarde.
           El lujo es un remedio mucho peor que el mal que pretende curar, o, 
      mejor, �l es el peor de todos los males en cualquier Estado, grande o 
      peque�o, que, por mantener turbas de lacayos y de miserables que �l mismo 
      ha hecho, agobia y arruina al campesino y al ciudadano, semejante a esos 
      vientos ardientes del Mediod�a que, cubriendo la hierba y las verduras de 
      los campos de insectos devoradores, quitan la subsistencia a los animales 
      �tiles y llevan la penuria y la muerte a todos los lugares en que se hacen 
      sentir.
           De la sociedad y del lujo que ella engendra nacen las artes liberales 
      y mec�nicas, el comercio, las letras y todas esas inutilidades que hacen 
      florecer la industria y enriquecen y pierden a los Estados. La raz�n de 
      esta decadencia es muy sencilla. Es f�cil ver que, por su naturaleza, la 
      agricultura es la menos lucrativa de todas las artes, porque siendo sus 
      productos de los m�s indispensables para el hombre, su precio debe ser 
      proporcionado a las facultades de los m�s pobres. Del mismo principio 
      puede deducirse la siguiente regla: que, en general, las artes son 
      lucrativas en raz�n inversa de su utilidad, y que las m�s necesarias son 
      al cabo las m�s descuidadas. Por donde se ve lo que debe pensarse de las 
      verdaderas ventajas de la industria y del efecto real que resulta de sus 
      progresos.
           Tales son las causas sensibles de todas las miserias a que son 
      lanzadas en fin por la opulencia las naciones m�s admiradas. A medida que 
      la industria y las artes se desarrollan y florecen, el campesino, 
      despreciado, cargado de impuestos necesarios para el mantenimiento del 
      lujo y condenado a pasar su existencia entre el trabajo y el hambre, 
      abandona sus tierras para buscar en las ciudades el pan que deb�a llevar a 
      ellas. Cuanto m�s las capitales deslumbran de admiraci�n los ojos 
      est�pidos del pueblo, m�s habr� que gemir viendo los campos abandonados, 
      las tierras sin cultivar, los grandes caminos inundados de desgraciados 
      ciudadanos convertidos en mendigos o salteadores y destinados a acabar un 
      d�a su miseria en un estercolero o en el suplicio. As� es como el Estado, 
      enriqueci�ndose por un lado, se debilita y despuebla por otro, y las m�s 
      poderosas monarqu�as, despu�s de grandes esfuerzos para hacerse opulentas 
      y al mismo tiempo desiertas, terminan por ser la presa de las naciones 
      pobres, que sucumben a la funesta tentaci�n de invadirlas, y que se 
      enriquecen y debilitan a su vez, hasta que ellas mismas sean invadidas y 
      destruidas por otras.
           Expl�quesenos de una vez qu� es lo que ha podido producir esas nubes 
      de b�rbaros que durante tantos siglos han inundado a Europa, Asia y 
      �frica. �Eran la industria de sus artes, la sabidur�a de sus leyes, la 
      excelencia de su vida social las causas de su prodigiosa poblaci�n? Que 
      nuestros sabios tengan la bondad de decirnos por qu�, lejos de 
      multiplicarse hasta ese punto, esos hombres feroces y brutales, sin luces, 
      sin freno, sin educaci�n, no se exterminaban mutuamente a cada instante 
      disput�ndose el alimento o la caza; que nos expliquen c�mo esos miserables 
      han tenido el atrevimiento de mirar frente a frente a unas gentes tan 
      h�biles como nosotros, con tan hermosa disciplina militar, tan bellos 
      c�digos y tan sabias leyes; en fin, por qu�, despu�s que la sociedad se ha 
      perfeccionado en los pa�ses del Norte y despu�s de tanto trabajo para 
      ense�ar a esos hombres sus mutuos deberes y el arte de vivir agradable y 
      apaciblemente en sociedad, no se vuelven a ver salir multitudes de hombres 
      como en otro tiempo. Mucho me temo que no salga alguno respondi�ndome que 
      todas esas grandes cosas, a saber: las artes, las ciencias y las leyes, 
      han sido sabiamente inventadas por los hombres como una peste saludable 
      para prevenir la excesiva multiplicaci�n de la especie, de miedo a que el 
      mundo que nos est� destinado resultara al cabo harto peque�o para sus 
      habitantes.
           �C�mo? �Es necesario destruir las sociedades, suprimir el tuyo y el 
      m�o y volver a vivir en los bosques con los osos? Consecuencia al modo de 
      mis adversarios, que me gusta tanto prever como dejarles la verg�enza de 
      deducirla. �Oh vosotros a quienes no ha llegado la voz del cielo y que no 
      reconoc�is a vuestra especie otro destino que el de acabar en paz esta 
      corta vida; vosotros los que pod�is dejar en medio de las ciudades 
      vuestras funestas adquisiciones, vuestros esp�ritus inquietos, vuestros 
      corazones corrompidos y vuestros deseos desenfrenados! �Volved a vuestra 
      antigua y primera inocencia, puesto que depende de vosotros; id a los 
      bosques a perder de vista y olvidar los cr�menes de vuestros 
      contempor�neos, y no tem�is envilecer a vuestra especie renunciando a sus 
      luces por renunciar a sus vicios! En cuanto a los hombres como yo, cuyas 
      pasiones han destruido para siempre la sencillez original, que no pueden 
      ya alimentarse con hierbas y bellotas, ni prescindir de jefes ni de leyes; 
      los que fueron honrados en su primer padre con lecciones sobrenaturales; 
      los que ver�n en la intenci�n de dar a las acciones humanas una moralidad 
      que no hubiesen adquirido en mucho tiempo la raz�n de un precepto 
      indiferente en s� mismo e inexplicable en cualquier otro sistema; 
      aquellos, en una palabra, que est�n convencidos de que la voz divina llama 
      a todo el g�nero humano a las luces y a la felicidad de las celestiales 
      inteligencias, todos esos intentar�n, por el ejercicio de las virtudes que 
      se obligan a practicar aprendiendo a conocerlas, merecer el premio eterno 
      que deben esperar; respetar�n los lazos sagrados de las sociedades de que 
      son miembros; amar�n a sus semejantes y los servir�n con todas sus 
      fuerzas; obedecer�n escrupulosamente a las leyes y a los hombres que son 
      sus autores y ministros; honrar�n especialmente a los buenos y sabios 
      pr�ncipes que sepan prevenir, remediar o atenuar esa multitud de abusos y 
      males pronta siempre a agobiarnos; animar�n el celo de esos dignos jefes 
      ense��ndolos sin temor ni adulaci�n la grandeza de su empresa y el rigor 
      de sus deberes; pero no por eso dejar�n de despreciar una organizaci�n que 
      no puede mantenerse sino mediante la ayuda de tantas gentes respetables 
      que m�s frecuentemente se desean que se consiguen, y de la cual, a pesar 
      de todos sus cuidados, nacen a diario m�s calamidades reales que aparentes 
      beneficios. 




      16.      Entre los hombres que conocemos, bien por nosotros mismos, bien 
      por los historiadores y viajeros, unos son blancos, otros son negros, 
      otros son rojos; unos llevan el cabello largo, otros tienen s�lo lana 
      rizada; unos son velludos casi del todo, otros no tienen ni aun barba. Han 
      existido y acaso existan pueblos de hombres de talla gigantesca, y, 
      dejando de lado la f�bula de los pigmeos, que puede muy bien no ser sino 
      pura exageraci�n, se sabe que los lapones, especialmente los 
      groenlandeses, son de talla bastante inferior a la media del hombre. 
      Incluso se pretende que hay pueblos enteros en que los hombres tienen cola 
      como los cuadr�pedos. Y, sin conceder una fe excesiva a los relatos de 
      Herodoto y Ctesias, se puede al menos sacar esta conclusi�n bastante 
      veros�mil: que si se hubieran podido hacer buenas observaciones en esos 
      tiempos antiguos, en que los diversos pueblos segu�an costumbres m�s 
      distintas entre s� que hoy d�a, se hubiesen observado, tanto en la figura 
      como en la conformaci�n del cuerpo, variaciones mucho m�s sorprendentes. 
      Todos estos hechos, de los cuales es f�cil presentar pruebas 
      incontestables, no pueden sorprender sino a aquellos que est�n 
      acostumbrados a no ver m�s que los objetos que los rodean y que ignoran 
      los poderosos efectos de las variaciones del clima, del aire, de los 
      alimentos, de la manera de vivir, de las costumbres en general, y sobre 
      todo la fuerza asombrosa de las mismas causas cuando obran 
      ininterrumpidamente sobre una larga serie de generaciones. Hoy que el 
      comercio, los viajes y las conquistas aproximan cada vez m�s a los 
      diversos pueblos y que sus costumbres se confunden sin cesar por la 
      frecuente comunicaci�n, se advierte que ciertas diferencias nacionales se 
      han atenuado; as�, por ejemplo, puede observar cualquiera que los 
      franceses actuales no tienen ya aquellos cuerpos grandes, blancos y rubios 
      descritos por los historiadores latinos, aunque el tiempo, junto con la 
      mezcla de francos y normandos, blancos y rubios tambi�n, hubiera debido 
      restaurar lo que el frecuente trato con los romanos hubiese podido restar 
      a la influencia del clima sobre la constituci�n natural y el color de los 
      habitantes. Todas estas observaciones acerca de las diferencias que mil 
      causas pueden producir y han producido en la especie humana me hacen dudar 
      si diversos animales parecidos a los hombres, considerados como bestias 
      por los viajeros sin detenido examen, o a causa de algunas diferencias en 
      su conformaci�n exterior, o solamente por que esos animales no hablaban, 
      no ser�an, en efecto, verdaderos hombres salvajes cuya raza, antiguamente 
      dispersa en los bosques, no hubiera tenido ocasi�n de desarrollar ninguna 
      de sus facultades virtuales, ni adquirir ning�n grado de perfecci�n, y se 
      hallaba todav�a en el primitivo estado natural. Demos un ejemplo de lo que 
      quiero decir:
          �Encu�ntrase en el reino del Congo -dice el traductor de la Historia 
      de los viajes- gran n�mero de esos animales que en las Indias orientales 
      llaman orangutanes, los cuales ocupan como un t�rmino medio entre la 
      especie humana y los babuinos. Battel refiere que en los bosques de 
      Mayomba, en el reino de Loango, se ven dos especies de monstruos, los m�s 
      grandes de los cuales se llaman pongos y los otros enjocos. Los primeros 
      tienen una semejanza exacta con el hombre, pero son mucho m�s robustos y 
      de mayor talla. Tienen un rostro humano, pero los ojos muy hundidos; sus 
      manos, sus mejillas, sus orejas no tienen pelo, excepto las cejas, que son 
      muy largas. Aunque tienen el resto del cuerpo bastante velludo, el pelo no 
      es excesivamente espeso, y su color es moreno. En fin, la �nica parte que 
      los distingue del hombre es la pierna, que carece de pantorrilla. Andan 
      derechos, sujet�ndose con la mano el pelo del cuello. Viven retirados en 
      los bosques; duermen encima de los �rboles y se construyen una especie de 
      techo que los resguarda de la lluvia. Su alimento lo constituyen las 
      frutas o nueces silvestres; nunca comen carne. Los negros acostumbran, 
      cuando atraviesan de noche los bosques, encender fuegos; por la ma�ana, 
      cuando se marchan, observan que los pongos ocupan su plaza alrededor del 
      fuego y no se retiran hasta que se apaga, pues, aunque tienen mucha 
      habilidad, no tienen suficiente, entendimiento para entretener el fuego 
      echando le�a.
           �Caminan a veces en grandes grupos y matan a los negros que cruzan 
      los bosques. Tambi�n se arrojan sobre los elefantes que van a pastar a los 
      sitios en que ellos se encuentran, y tanto los molestan a palos o 
      pu�etazos, que los obligan a huir lanzando gritos. Nunca se cogen pongos 
      vivos, porque son tan fuertes, que diez hombres no ser�an suficientes para 
      coger a uno solo; pero los negros cogen gran n�mero de pongos j�venes 
      despu�s de haber matado a la madre, a cuyo cuerpo el peque�o se agarra 
      fuertemente. Cuando muere uno de estos animales, los dem�s cubren su 
      cuerpo con un mont�n de ramas o de hojas. Purchass cuenta que en las 
      conversaciones que hab�a tenido con Battel le hab�a o�do referir que un 
      pongo le arrebat� mi negrito, el cual pas� un mes entero entre esos 
      animales, pues no hacen da�o alguno a los hombres que sorprenden, por lo 
      menos cuando �stos no los miran, como hab�a observado el negrito. Battel 
      no ha descrito la segunda especie de esos monstruos.
           Dapper confirma que el Congo est� lleno de esos animales que llevan 
      en las Indias el nombre de orangutanes, es decir, habitantes de los 
      bosques, y que los africanos llaman quojas-morros. Este animal es tan 
      parecido al hombre -dice-, que a algunos viajeros se los ha ocurrido 
      pensar si pod�a haber nacido de una mujer y un mono, quimera que los 
      mismos negros rechazan. Uno de esos animales fue transportado a Holanda y 
      presentado al pr�ncipe de Orango Federico Enrique. Ten�a la altura de un 
      ni�o de tres a�os y era de mediano, gordura, pero cuadrado y bien 
      proporcionado, muy �gil y vivo, las piernas carnosas y robustas, la parte 
      anterior del cuerpo desnuda, pero la posterior cubierta de pelo negro. A 
      primera vista, su cara parec�a la de un hombre, pero ten�a la nariz 
      aplastada y retorcida; sus orejas eran tambi�n como en la especie humana; 
      los pechos, pues era hembra, redondeados; el ombligo, hundido; los 
      hombros, bien proporcionados; las manos, divididas en dedos y pulgares; 
      sus pantorrillas y talones, gruesos y carnosos. Andaba con frecuencia 
      derecho sobre sus dos pies, y era capaz de alzar y llevar pesos bastante 
      grandes. Cuando quer�a beber cog�a con una mano la tapadera y con la otra 
      ten�a el jarro por el culo; despu�s se limpiaba graciosamente los labios. 
      Para dormir pon�a la cabeza en un almohad�n, tap�ndose con tanta 
      habilidad, que se le hubiera tomado por un hombre en el lecho. Los negros 
      refieren cosas extra�as sobre este animal; aseguran que no solamente 
      fuerza a las mujeres y a las muchachas, sino que no teme atacar a hombres 
      armados. En una palabra: hay bastante probabilidad de que sea el s�tiro de 
      los antiguos. Merolla habla seguramente de estos animales cuando cuenta 
      que los negros cogen algunas veces en sus cacer�as hombres y mujeres 
      salvajes.�
           Tambi�n se habla de esa especie de animales antropomorfos en el 
      tercer tomo de la misma Historia de los viajes, bajo el nombre de begos y 
      mandriles; mas, para no volver a las anteriores descripciones, digamos que 
      se encuentran en la descripci�n de estos supuestos monstruos sorprendentes 
      analog�as, con la especie humana y diferencias menores que las que pod�an 
      se�alarse de hombre a hombre. No se hallan en estos pasajes las razones en 
      que se fundan los autores para negar a los animales en cuesti�n el nombre 
      de hombres salvajes; pero es f�cil comprender que es a causa de su 
      estupidez y tambi�n porque no hablan, flojas razones para aquellos que 
      saben que, aunque el �rgano de la palabra es natural al hombre, no lo es 
      la palabra misma, y que conocen hasta qu� punto su perfectibilidad puede 
      haber llevado al hombre por encima de su estado original. El esca o n�mero 
      de l�neas que contienen esas descripciones nos permite juzgar qu� mal han 
      sido observados esos animales y con qu� prejuicios han sido considerados. 
      Por ejemplo: son calificados de monstruos, y, sin embargo, se conviene en 
      que engendran. En un lugar, Battel dice que los pongos matan a los negros 
      cuando �stos cruzan los bosques; en otro, Purchass afirma que no les hacen 
      ning�n da�o, aun cuando los sorprendan, por lo menos si los negros no se 
      paran a mirarlos. Los pongos se re�nen alrededor de las hogueras 
      encendidas por los negros cuando �stos se retiran, y se marchan a su vez 
      cuando el fuego se apaga. Este es el hecho; he aqu� ahora el comentario 
      del observador: pues, aunque tienen mucha habilidad, no poseen 
      entendimiento suficiente para mantener el fuego arrojando le�a. Quisiera 
      adivinar c�mo Battel, o Purchass su compilador, ha podido saber que la 
      retirada de los pongos es un efecto de su estupidez y no de su voluntad. 
      En un clima como el de Loango, el fuego no es una cosa muy necesaria a los 
      animales, y si los negros los encienden es m�s para ahuyentar a las fieras 
      que contra el fr�o. Es, pues, muy sencillo que, despu�s de haber estado 
      alg�n tiempo entreteni�ndose con las llamas, o luego de haberse calentado 
      bien, los pongos se cansen de estar siempre en el mismo sitio y se marchen 
      a buscar su alimento, que exige m�s tiempo que si comieran carne. Por otro 
      lado, se sabe que la mayor�a de los animales son naturalmente perezosos y 
      que se resisten a toda clase de cuidados que no son de absoluta necesidad. 
      Parece, en fin, muy extra�o que los pongos, cuya destreza y fuerza se 
      alaban, que saben enterrar sus muertos y construirse techos de ramas, no 
      sepan echar le�a al fuego. Recuerdo perfectamente haber visto hacer a un 
      mono esta misma maniobra que se pretende no pueden hacer los pongos; es 
      verdad que mi atenci�n no estaba entonces inclinada de este lado, y que 
      comet� igual falta que reprocho a esos viajeros, descuidando examinar si 
      la intenci�n del mono era, en efecto, entretener el fuego o simplemente, 
      como yo creo, imitar la acci�n de un hembra. Sea lo que fuere, est� 
      suficientemente demostrado que el mono no es una variedad del hombre, no 
      s�lo porque est� privado de la facultad de pensar, sino porque es evidente 
      que su especie carece de la facultad de perfeccionarse, que constituye el 
      car�cter espec�fico de la especie humana, experiencias que parece no haber 
      sido hechas con suficiente atenci�n con el pongo y el orangut�n para poder 
      sacar la misma conclusi�n. Habr�a, sin embargo, un medio por el cual, si 
      el orangut�n y otros eran de la especie humana, los observadores menos 
      h�biles podr�an asegurarse de ello hasta con demostraci�n pr�ctica; pero, 
      adem�s de que no bastar�a para esta experiencia una sola generaci�n, debe 
      pasar por impracticable, porque ser�a necesario que lo que s�lo es mera 
      suposici�n fuera demostrado cierto antes de que la prueba corroborativa 
      pudiera ser intentada inocentemente.
           Los juicios precipitados, que no son fruto de una raz�n esclarecida, 
      est�n propensos a caer en el exceso. Nuestros viajeros convierten sin 
      reparo en bestias, bajo el nombre de pongos, de mandriles, de orangutanes, 
      a esos mismos seres que los antiguos, con el nombre de s�tiros, faunos y 
      silvanos, hac�an divinidades. Tal vez, despu�s de investigaciones m�s 
      exactas, se halle que no son ni bestias ni dioses, sino hombres. Entro 
      tanto, me parece que debe darse la preferencia sobre estas cuestiones a 
      Merolla, ilustrado religioso, testigo ocular y que, a pesar de su 
      ingenuidad, no dejaba de ser un hombre de esp�ritu, que no al comerciante 
      Battel, a Dapper, Punchass y dem�s compiladores.
           �Qu� juicio habr�an formulado semejantes observadores sobre el ni�o 
      hallado en 1694, del que ya he hablado en la nota 8.�, que no daba prueba 
      alguna de raz�n, andaba a cuatro pies, carec�a de lenguaje articulado y 
      emit�a unos sonidos en nada parecidos a los de un hombre? Pas� mucho 
      tiempo, contin�a el mismo fil�sofo que me refiere el hecho, antes de que 
      pudiera proferir algunas palabras. En cuanto pudo hablar se le pregunt� 
      sobre su primer estado, pero no recordaba mucho m�s que recordamos 
      nosotros de lo que nos ha sucedido en la cuna. Si, desgraciadamente para 
      �l, esta criatura hubiera ca�do en manos de nuestros viajeros, no cabe 
      duda que, despu�s de haber observado su silencio y su estupidez, habr�an 
      tornado el partido de dejarlo en los bosques, o bien de encerrarlo en una 
      casa de fieras, despu�s de lo cual hubieran hablado sabiamente de �l en 
      bonitas relaciones como de una bestia muy curiosa y que se parec�a mucho 
      al hombre.
           Desde hace tres o cuatro siglos los habitantes de Europa inundan las 
      otras partes del mundo y publican incesantemente nuevas colecciones de 
      viajes y relatos; pero yo estoy persuadido de que los �nicos hombres que 
      conocemos son los europeos, y aun parece, debido a los prejuicios 
      rid�culos, que no se han extinguido ni entre las gentes de letras, que no 
      hace cada uno, bajo el pomposo nombre de estudio del hombre, sino el 
      estudio de los hombres de su pa�s. Los particulares van y vienen de un 
      pueblo a otro, pero la filosof�a parece que no viaja; as�, la de un pueblo 
      parece poco a prop�sito para otro. La raz�n de esto es manifiesta, al 
      menos por lo que se refiere a las regiones apartadas; s�lo hay cuatro 
      clases de hombres que realicen largos viajes: los marinos, los 
      comerciantes, los soldados y los misioneros. Ahora bien; no puede 
      esperarse que las tres clases primeras proporcionen buenos observadores; 
      en cuanto a los �ltimos, ocupados en una vocaci�n sublime, aunque no 
      estuvieran sujetos a los prejuicios de su condici�n como los otros, debe 
      creerse que no se entregar�an voluntariamente a investigaciones que 
      parecen de pura curiosidad y que los distraer�an de trabajos m�s 
      importantes a que est�n destinados. Por lo dem�s, para ense�ar el 
      Evangelio no hace falta m�s que celo, y Dios pone el resto; mas para 
      estudiar a los hombres son precisas aptitudes que Dios no se compromete a 
      dar a nadie y que no siempre son patrimonio de los santos.
           No se abre un libro de viajes en que no se vean descripciones de 
      caracteres y costumbres; pero queda uno sorprendido viendo que esas gentes 
      que tantas cosas han descrito no han dicho m�s que lo que ya sab�a cada 
      cual, no han sabido advertir al otro extremo del mundo sino lo que 
      hubieran podido observar en su propia calle, y que esos rasgos verdaderos 
      que distinguen a los pueblos y atraen la mirada de los ojos hechos para 
      ver han escapado casi siempre a los suyos. De aqu� ha salido ese bello 
      principio de moral tan rebatido por la turba filosofante: que los hombres 
      son iguales en todas partes; que, teniendo en todo lugar las mismas 
      pasiones y los mismos vicios, es perfectamente in�til tratar de 
      caracterizar a los diferentes pueblos; lo que est� tan bien discurrido 
      como si se dijera que no pod�a distinguirse a Juan de Pedro porque ambos 
      tienen nariz, boca y ojos.
           �No se ver�n renacer aquellos tiempos felices en que los pueblos no 
      se mezclaban en la filosof�a, en que los Platones, los Tales y los 
      Pit�goras, pose�dos de un ardiente deseo de sabor, emprend�an grandes 
      viajes �nicamente para instruirse y sacudir lejos de su patria el yugo de 
      los prejuicios nacionales, aprender a conocer a los hombres por sus 
      semejanzas y por sus diferencias y adquirir esos conocimientos universales 
      que no son de un siglo ni de un pa�s exclusivamente, sino que, por ser de 
      todos los tiempos y lugares, constituyen, por as� decir, la ciencia com�n 
      de los sabios?
           Se admira la munificencia de algunos curiosos que han hecho o ayudado 
      a hacer, sin reparar en gastos, viajes en Oriente con sabios y pintores 
      para dibujar las ruinas y descifrar o copiar las inscripciones; pero 
      apenas concibo c�mo en un siglo en que todo el mundo se envanece de bellos 
      conocimientos no se encuentran dos hombres cordialmente unidos, ricos uno 
      en dinero y otro en genio, amantes de la gloria y de la inmortalidad, 
      dispuestos a sacrificar, uno veinte mil escudos de su fortuna, otro diez 
      a�os de su vida, en un c�lebre viaje alrededor del mundo para estudiar, no 
      plantas y piedras, sino a los hombres y las costumbres, y que, despu�s de 
      tantos siglos empleados en medir y estudiar la casa, se dispusieran al fin 
      a conocer a los que la habitan.
           Los acad�micos que han recorrido la parte septentrional de Europa y 
      la meridional de Am�rica ten�an por objeto visitarlas m�s como ge�metras 
      que como fil�sofos. Sin embargo, como eran a la vez ambas cosas, no pueden 
      mirarse como completamente desconocidas las regiones vistas y descritas 
      por los La Condamine y los Maupertuis. El lapidario Chard�n, que ha 
      viajado como Plat�n, no ha dejado nada por decir sobre Persia. China 
      parece haber sido bien observada por los jesuitas. Kempfer da una idea 
      pasable de lo poco que ha visto en el Jap�n. Fuera de estas referencias, 
      no conocemos las Indias orientales, �nicamente frecuentadas por europeos 
      m�s atentos a llenar sus bolsas que sus cabezas. El �frica entera, con sus 
      numerosos habitantes, tan singulares por su car�cter como por su color, 
      est� todav�a sin explorar. La tierra est� cubierta de naciones de las 
      cuales no conocemos m�s que los nombres, �y pretendemos juzgar al g�nero 
      humano! Supongamos un Montesquieu, un Buff�n, un Diderot, un Duclos, un 
      D'Alembert, un Condillac u hombres de este temple viajando para instruir a 
      sus compatriotas, observando y descubriendo como ellos saben hacerlo 
      Turqu�a, Egipto, Berber�a, el imperio de Marruecos, la Guinea, el 
      territorio de los cafres, el interior de �frica y sus costas orientales, 
      las Malabares, el Mogol, las riberas del Ganges, los reinos de Siam, de 
      Pegu, de Ava, la China y Tartaria, y especialmente el Jap�n; despu�s, en 
      el otro hemisferio, M�jico, Per�, Chile, territorios magall�nicos, sin 
      olvidar los Patagones, falsos o verdaderos; Tucum�n, Paraguay, si era 
      posible; el Brasil, los Caribes, la Florida y todas las regiones salvajes. 
      Este ser�a el viaje m�s importante de todos, el que habr�a que hacer con 
      la m�s extrema atenci�n. Supongamos que estos nuevos H�rcules, de regreso 
      de sus excursiones memorables, escribieran holgadamente la historia 
      natural, moral y pol�tica de lo que hab�an visto; nosotros mismos ver�amos 
      salir un mundo nuevo de su pluma y as� aprender�amos a conocer el nuestro. 
      Digo que cuando tales observadores afirmaran que tal animal era un hombre, 
      y de otro que era una bestia, se les podr�a creer; pero ser�a una gran 
      simpleza conceder el mismo cr�dito a esos viajeros incultos, con los 
      cuales se siente algunas veces la intenci�n de examinar la misma cuesti�n 
      que ellos se meten a resolver sobre otros animales. 




      17.      Esto me parece de la mayor evidencia y no puedo concebir de d�nde 
      hacen nacer nuestros fil�sofos todas las pasiones que atribuyen al hombre 
      natural. Exceptuadas las puras necesidades f�sicas, que la misma 
      naturaleza exige, todas nuestras restantes necesidades no son tales sino 
      por la costumbre, con anterioridad a la cual no eran tales necesidades, o 
      por nuestros deseos, y no se desea lo que no se conoce. De aqu� se deduce 
      que, no deseando el hombre salvaje m�s que las cosas conocidas, y no 
      conociendo sino aquello que est� a su alcance o es f�cil de adquirir, nada 
      debe haber tan tranquilo como su alma y tan limitado como su esp�ritu. 




      18.      C�lebre r�o de la pen�nsula del Peloponeso, a cuya orilla se 
      asentaba Esparta. Los espartanos, despu�s de hacer el ejercicio, corr�an 
      llenos de sudor y de polvo a ba�arse en sus aguas. Las alusiones al 
      Eurotas son muy frecuentes en las tradiciones de Esparta. Cu�ntase en una, 
      como ejemplo del car�cter de las mujeres espartanas, que una de ellas, 
      viendo a su hijo huir de un combate, le mat� con sus propias manos, 
      exclamando: �Las aguas del Eurotas no corren para los ciervos!� 




      19.      Encuentro en el Gobierno civil de Locke una raz�n demasiado 
      especiosa para que me sea permitido ocultarla. �Como el fin de la uni�n 
      entre el macho y la hembra -dice ese fil�sofo- no es simplemente el de 
      procrear, sino el de propagar la especie, esta sociedad debe durar, aun 
      despu�s de la procreaci�n, por lo menos tanto tiempo como es necesario 
      para la alimentaci�n y la conservaci�n de los procreados, es decir, hasta 
      que sean capaces de proveer por s� mismos a sus necesidades. Esta regla, 
      que la infinita sabidur�a del Creador ha establecido sobre todas las obras 
      de sus manos, vemos que es observada por las criaturas inferiores al 
      hombre constantemente y con exactitud. Entre los animales que se nutren de 
      hierba la sociedad entre el macho y la hembra no dura m�s tiempo que cada 
      acto de ayuntamiento, porque, como las mamas de la madre son suficientes 
      para nutrir a las cr�as hasta que �stas son capaces de comer la hierba, el 
      macho se contenta con engendrar y no se ocupa m�s despu�s de la hembra ni 
      de los peque�uelos, a cuya subsistencia en nada puede contribuir. Pero 
      entre los animales carn�voros la sociedad dura m�s tiempo, a causa de que, 
      no pudiendo la madre proveer a su propia subsistencia y a alimentar al 
      mismo tiempo a sus cachorros con su sola presa, que es una manera de 
      alimentarse mucho m�s laboriosa y peligrosa que la herb�vora, la 
      asistencia del macho es indispensable para el sostenimiento de su com�n 
      familia, si puede usarse este t�rmino, la cual, mientras no pueda ir a 
      buscar alguna presa, no podr� subsistir sin los cuidados del macho y de la 
      hembra. La misma cosa se observa en todas las aves, exceptuados algunos 
      p�jaros dom�sticos que se encuentran en sitios en que la abundancia de 
      alimento exime al macho del cuidado de alimentar a las cr�as; se ve que 
      mientras las cr�as en sus nidos tienen necesidad del sustento, el macho y 
      la hembra se lo llevan hasta que los peque�uelos pueden volar y proveer a 
      su subsistencia.
           �Y en esto consiste, en mi opini�n, la principal, si no la �nica 
      raz�n de por qu� el macho y la hembra, en el g�nero humano, est�n 
      obligados a una sociedad m�s duradera que entre las dem�s criaturas. Esta 
      raz�n es que la mujer es capaz de concebir, y ordinariamente queda de 
      nuevo embarazada y pare un nuevo hijo mucho antes de que el precedente 
      est� en situaci�n de poder prescindir de la ayuda de sus padres y pueda 
      atender por s� mismo a sus necesidades. De este modo, obligado un padre a 
      cuidar de los hijos que ha engendrado y a hacerlo por mucho tiempo, 
      tambi�n est� en la obligaci�n de vivir en la sociedad conyugal con la 
      misma mujer de quien los ha tenido y de permanecer en esta sociedad mucho 
      m�s tiempo que las otras criaturas, cuyos peque�uelos pueden subsistir por 
      s� mismos antes de que llegue la �poca de una nueva procreaci�n, y el lazo 
      entre macho y hembra se rompe por s� mismo y uno y otro quedan en plena 
      libertad hasta que la �poca en que acostumbran ayuntarse los animales los 
      obligue a escoger nuevos compa�eros. En este punto no se sabr�a admirar 
      bastante la sabidur�a del Creador, que, habiendo dado al hombre cualidades 
      propias para proveer tanto al porvenir como al presente, ha querido y 
      hecho de manera que la sociedad del hombre durara mucho m�s tiempo que la 
      del macho y la hembra entre las dem�s criaturas, a fin de que la industria 
      del hombre y de la mujer fuera m�s excitada y sus intereses m�s unidos, 
      con objeto de hacer provisiones para sus hijos y dejarles hacienda, por no 
      haber nada m�s perjudicial para los hijos que una uni�n incierta y vaga o 
      una disoluci�n f�cil y frecuente de la sociedad conyugal.�
           El mismo amor de la verdad que me ha hecho exponer sinceramente esta 
      objeci�n me excita a acompa�arle de algunas observaciones, si no para 
      resolverla, al menos para aclararla.
           1.� Se�alar� en primer lugar que las pruebas morales no tienen gran 
      fuerza en materia de f�sica y que sirven m�s bien para justificar hechos 
      existentes que para constatar la existencia real de esos hechos. Ahora 
      bien; tal es el g�nero de pruebas que Locke aduce en el pasaje que he 
      copiado; pues aunque pueda ser ventajoso para la especie humana que la 
      uni�n entre el hombre y la mujer sea permanente, no se deduce que as� haya 
      sido establecido por la naturaleza; de otro modo habr�a que decir tambi�n 
      que ella ha instituido la sociedad civil, las artes, el comercio y cuanto 
      se pretende ser �til a los hombres.
           2.� Ignoro d�nde ha hallado Locke que entre los animales de presa la 
      sociedad del macho y la hembra dure m�s tiempo que entre los herb�voros y 
      que uno ayude al otro a alimentar a las cr�as, pues no se ve que el perro, 
      el gato, el oso ni el lobo reconozcan a su hembra mejor que el caballo, el 
      carnero, el toro, el ciervo y los dem�s animales cuadr�pedos a la suya. 
      Parece, al contrario, que si el concurso del macho fuera necesario a la 
      hembra para conservar sus peque�uelos, esto suceder�a sobre todo en las 
      especies que s�lo viven de hierbas, porque la hembra necesita mucho tiempo 
      para pastar y en este intervalo se ve forzada a descuidar sus cr�as, 
      mientras que una osa o una loba tienen m�s tiempo para amamantar sus 
      peque�uelos porque devoran en un instante su presa. Este razonamiento est� 
      confirmado por el examen del n�mero relativo de mamas y de hijuelos que 
      distingue las especies carniceras de las frug�voras, de lo que he tratado 
      en la nota 14�. Si esta observaci�n es justa y general, como la mujer s�lo 
      tiene dos tetas y no da existencia cada vez mas que a un hijo, �sta es una 
      fuerte raz�n m�s para dudar que la especie humana sea naturalmente 
      carnicera; de suerte que me parece que para llegar a la conclusi�n de 
      Locke ser�a necesario invertir su razonamiento. No tiene m�s solidez la 
      misma distinci�n aplicada a las aves; porque �qui�n podr� admitir que la 
      uni�n del macho y la hembra es m�s duradera entre los buitres y los 
      cuervos que entre las t�rtolas? Tenemos dos especies de aves dom�sticas, 
      el pato y el pich�n, que nos dan ejemplo completamente contrario al 
      sistema de ese autor. El pich�n, que s�lo vive de granos, sigue unido con 
      su hembra y juntos alimentan a las cr�as. El pato, cuya voracidad es 
      conocida, no reconoce ni a la hembra ni a sus cr�as y no ayuda en nada a 
      su sustento, y entre los pollos, especie que no es menos carn�vora, no se 
      ve que el gallo se preocupe poco ni mucho de la pollaz�n. Si en otras 
      especies el macho comparte con la hembra el cuidado de alimentar los 
      peque�uelos es porque �stos, que no pueden volar en seguida ni pueden ser 
      amamantados por la madre, est�n en peores condiciones que los cuadr�pedos 
      para poderse pasar sin la ayuda del padre, mientras que a estos �ltimos 
      les basta con las mamas de la madre, por lo menos durante cierto tiempo.
           3.� Hay mucha incertidumbre sobre el hecho principal que sirve de 
      base a todo el razonamiento de Locke, porque para saber, como �l pretende, 
      si en el puro estado natural la mujer queda por lo general embarazada de 
      nuevo y da a luz un nuevo hijo mucho tiempo antes que el anterior pueda 
      proveer por s� mismo a sus necesidades, har�an falta experiencias que 
      seguramente no ha hecho Locke ni nadie puede hacer. La cohabitaci�n 
      continua del marido y la mujer es tan propicia a exponerse a un nuevo 
      embarazo, que es muy dif�cil creer que el ayuntamiento fortuito o el 
      impulso �nico del temperamento produzcan efectos tan frecuentes en el puro 
      estado natural que en el de la sociedad conyugal; esta lentitud acaso 
      contribuir�a a hacer a los ni�os m�s robustos y podr�a ser, por otra 
      parte, compensada por la facultad de concebir prolongada hasta una edad 
      m�s avanzada en las mujeres que hubieran abusado menos de ella en su 
      juventud. Respecto a los ni�os, hay bastantes razones para creer que sus 
      fuerzas y �rganos se desarrollan m�s tarde entre nosotros que en el estado 
      primitivo de que hablo. La debilidad original que heredan de sus padres, 
      el cuidado que se tiene de envolver y torturar sus miembros, la molicie en 
      que se cr�an y quiz� tambi�n el uso de leche distinta a la de su madre, 
      todo contrar�a y retarda en ellos los primeros progresos de la naturaleza. 
      La aplicaci�n que se les exige sobre mil cosas en las cuales tienen que 
      tener fija continuamente su atenci�n, mientras que no se da ning�n 
      ejercicio a sus fuerzas corporales, puede tambi�n trabar considerablemente 
      su crecimiento; de modo que si, en lugar de sobrecargar y fatigar desde el 
      principio sus esp�ritus de mil maneras, se dejara que ejercitasen su 
      cuerpo en los movimientos continuos que la naturaleza parece exigirles, es 
      de creer que estar�an mucho antes en condici�n de andar, de accionar y de 
      atender por s� mismos a sus necesidades.
           4.� En fin, Locke prueba, cuando m�s, que podr�a muy bien existir en 
      el hombre un motivo de seguir unido a la mujer cuando �sta tiene un hijo; 
      pero no prueba de ning�n modo que ha debido unirse a ella antes del parto 
      y durante los nuevo meses de su embarazo. Si una mujer es indiferente al 
      hombre durante esos nueve meses y si aun llega a no reconocerla, �por qu� 
      la va a ayudar despu�s del parto?�Por qu� va a ayudarla a criar un ni�o 
      que no sabe si le pertenece enteramente y cuyo nacimiento no ha resuelto 
      ni previsto? Locke supone evidentemente de qu� se trata, pues no es 
      cuesti�n de saber por qu� el hombre sigue unido a la mujer despu�s del 
      alumbramiento, sino por qu� se une a ella despu�s de la concepci�n. 
      Satisfecho el apetito sexual, el hombre no tiene necesidad de la mujer ni 
      la mujer del hombre. �ste no tiene la menor preocupaci�n ni tal vez la 
      menor idea de las consecuencias de su acto. Cada uno se va por su lado, y 
      no hay la menor raz�n para suponer que al cabo de nueve meses recuerden 
      haberse conocido, pues esta clase de memoria, por la cual un individuo da 
      su preferencia a otro para el acto de la generaci�n, exige, como pruebo en 
      el texto, m�s adelanto o corrupci�n en el entendimiento humano que puede 
      concebirse en el estado de animalidad de que aqu� se trata. Cualquier 
      mujer puede satisfacer tan bien como la otra los nuevos deseos del hombre, 
      y otro hombre satisfacer a la misma mujer, suponiendo que sienta el mismo 
      apetito durante la pre�ez, de lo que puede razonablemente dudarse. Y si en 
      el estado de naturaleza la mujer no siente la pasi�n amorosa despu�s de la 
      concepci�n del hijo, la dificultad de su sociedad con el hombre h�cese 
      mucho mayor, porque entonces no necesita ni del hombre que la ha fecundado 
      ni de otro alguno. No hay, pues, en el hombre ninguna raz�n para buscar la 
      misma mujer ni en la mujer para buscar el mismo hombre. El razonamiento de 
      Locke cae por tierra, y toda la dial�ctica de este fil�sofo no le ha 
      garantido contra la falta que Hobbes y otros han cometido. Ten�an que 
      explicar un hecho del estado natural, es decir, de un estado en que los 
      hombres viv�an aislados, en que ning�n hombre ten�a motivo alguno para 
      permanecer al lado de otro, ni acaso los hombres de vivir al lado unos de 
      otros, lo que todav�a es peor; y no han pensado en transportarse m�s all� 
      de los siglos de la sociedad, es decir, de estos tiempos en que los 
      hombres tienen siempre una raz�n de permanecer unidos y en los cuales tal 
      hombre tiene con frecuencia alg�n motivo para seguir al lado de tal hombre 
      o mujer. 




      20.      Me guardar� mucho de embarcarme en las reflexiones filos�ficas 
      que habr�a que hacer sobre las ventajas e inconvenientes de esta 
      instituci�n de las lenguas. No es a m� a quien se permite atacar los 
      vulgares errores y el pueblo ilustrado respeta demasiado sus prejuicios 
      para soportar con paciencia mis pretendidas paradojas. Dejemos, pues, 
      hablar a las gentes a quienes no se ha incriminado que osaran algunas 
      veces tomar el partido de la raz�n contra la opini�n de la multitud. Nec 
      quidquam felicitati humani generis decederet, si, pulsa tot linguarum 
      peste et confusione, unam artem callerent mortales, et signis, motibus 
      gestibusque, licitum foret quidvis explicare. Nunc vero ita comparatum 
      est, ut animalium quoe vulgo bruta credentur melior longe quam nostra hac 
      in parte videatur conditio utpote quae promptius, et forsan felicius, 
      sensus et cogitationes suas sine interprete significent, quam ulli queant 
      mortales, praesertim si peregrino utantur sermone. (Is. Vossius, de 
      Poemat. cant. et viribus rhythmi.) 




      21.      Plat�n, demostrando c�mo las ideas de la cantidad discreta y sus 
      relaciones son necesarias hasta en las menores artes, se burla con raz�n 
      de los autores de su tiempo, que pretend�an que Palamedes hab�a inventado 
      los n�meros en el sitio de Troya, como si, dice el fil�sofo, Agamen�n 
      hubiera podido ignorar hasta entonces cu�ntas piernas ten�a. Se comprende, 
      en efecto, la imposibilidad de que la sociedad y las artes hubieran 
      llegado a donde se encontraban ya cuando el sitio de Troya si los hombres 
      no hubieran usado los n�meros y el c�lculo; pero la necesidad de conocer 
      los n�meros antes que adquirir otros conocimientos hace dif�cil imaginar 
      su invenci�n. Una vez conocido el nombre de los n�meros es f�cil explicar 
      su sentido y excitar las ideas que esos nombres representan; mas para 
      inventarlos ha sido preciso, antes de haberse familiarizado, por as� 
      decir, con las meditaciones filos�ficas, ejercitarse en conocer a los 
      seres por su sola esencia e independientemente de toda otra percepci�n; 
      abstracci�n muy penosa, muy metaf�sica, muy poco natural y sin la cual, no 
      obstante, esas ideas nunca se hubieran podido transferir de una especie o 
      g�nero a otro, ni los n�meros hacerse universales. Un salvaje pod�a 
      considerar separadamente su pierna derecha y su pierna izquierda, y mirar 
      ambas bajo la idea indivisible de un par; pero no pensar que ten�a dos, 
      porque, una cosa es la idea representativa, que nos pinta un objeto, y 
      otra la idea num�rica, que lo determina. Todav�a menos pod�a calcular 
      hasta cinco, y aunque poniendo una mano sobre otra hubiera podido observar 
      que los dedos se correspond�an exactamente, estar�a lejos de pensar en su 
      igualdad num�rica; no sab�a mucho mejor el n�mero de sus dedos que el de 
      sus cabellos, y si, despu�s de haberle hecho comprender qu� son los 
      n�meros, alguien le hubiera dicho que en los pies ten�a igual n�mero de 
      dedos que en la mano, hubiese quedado seguramente sorprendido, al hacer la 
      comparaci�n, viendo que era verdad. 




      22.      El aoristo es cierto tiempo verbal de la conjugaci�n griega. 




      23.      �Hasta tal punto les es a ellos m�s provechosa la ignorancia de 
      los vicios que a los otros el conocimiento de la virtud.� (Justin., 
      Historia, lib. III, cap. II.) 




      24.      No deben confundirse el amor propio y el amor de s� mismo, dos 
      pasiones muy diferentes por su naturaleza y por sus efectos. El amor de s� 
      mismo es un sentimiento natural que lleva a todos los animales a velar por 
      su conservaci�n, y que, guiado en el hombre por la raz�n y la piedad, 
      produce la humanidad y la virtud. El amor propio no es m�s que un 
      sentimiento relativo, ficticio, nacido en la sociedad, que lleva a cada 
      individuo a hacer m�s caso de s� que de nadie, que inspira a los hombres 
      todo el mal que se hacen mutuamente y que es la fuente verdadera del 
honor.
           Dicho esto, sostengo que en nuestro estado primitivo, en nuestro 
      verdadero estado natural, el amor propio no existe, porque, consider�ndose 
      cada hombre en particular como el �nico espectador que le contempla, como 
      el �nico ser en el universo que se interesa por �l, como el juez �nico de 
      su propio m�rito, no es posible que un sentimiento que tiene su origen en 
      comparaciones que �l no est� en situaci�n de hacer pueda germinar en su 
      alma. Por igual raz�n, este hombre no podr� sentir ni odio ni deseos de 
      venganza, pasiones que s�lo pueden nacer de nuestra opini�n ante una 
      ofensa recibida, y como es el desprecio o la intenci�n de da�ar, y no el 
      mal, lo que constituye la ofensa, los hombres que no saben ni estimarse ni 
      compararse pueden hacerse mutuas violencias cuando buscan con ellas alguna 
      ventaja, pero nunca ofenderse. En una palabra: el hombre, no mirando a sus 
      semejantes sino como pod�a mirar a los animales de otra especie 
      cualquiera, puede arrebatar la presa al m�s d�bil o ceder la suya al m�s 
      fuerte, considerando estas rapi�as como hechos naturales, sin el menor 
      movimiento de insolencia o desprecio y sin m�s pasi�n que el dolor o la 
      alegr�a de un buen o mal resultado. 




      25.      Bernardo de Mandeville, m�dico y escritor holand�s establecido en 
      Inglaterra, muerto en 1733. 




      26.      �La Naturaleza, al darnos las l�grimas, muestra que ha otorgado 
      al hombre un coraz�n compasivo.� (Juvenal, s�t. XV.) 




      27.      Rousseau dice en el libro VIII de sus Confesiones que el retrato 
      de este fil�sofo corresponde a Diderot. 




      28.      Icti�fagos (del griego [ichthyoph�gos], de [ichth�s], �pez�, y  
      [ph�gomai], �comer�), los que se alimentan de peces. 




      29.      Es cosa muy notable que, despu�s de tantos a�os como hace que los 
      europeos se torturan en adaptar a los salvajes de diversas regiones del 
      mundo a su manera de vivir, no hayan podido ganar uno s�lo, ni aun en 
      favor del cristianismo, pues nuestros misioneros hacen de ellos algunas 
      veces cristianos, pero nunca hombres civilizados. Nada puede vencer su 
      obstinada repugnancia a adoptar nuestras costumbres y nuestro modo de 
      vivir. Si esos pobres salvajes son tan desgraciados como se pretende, �por 
      qu� inconcebible aberraci�n del entendimiento reh�san constantemente 
      civilizarse a nuestra semejanza o aprender a vivir felices entre nosotros? 
      Se lee en cambio en mil sitios que muchos franceses y otros europeos se 
      han refugiado voluntariamente en esos pueblos y han pasado su vida entera 
      sin poder abandonar esa extra�a manera de vivir, y se ve a sensatos 
      misioneros recordar enternecidos los d�as tranquilos e inocentes pasados 
      entre esos pueblos tan despreciados. Si se responde que carecen de luces 
      suficientes para juzgar sanamente su estado y el nuestro, replicar� que la 
      apreciaci�n de la felicidad es m�s bien asunto del sentimiento que de la 
      raz�n. Por otra parte, esa objeci�n se vuelve contra nosotros con mayor 
      fuerza, pues hay m�s distancia de nuestras ideas al estado de esp�ritu en 
      que ser�a necesario hallarse para concebir el gusto que encuentran los 
      salvajes en su modo de vivir, que entre las ideas de los salvajes y las 
      que pueden hacerle comprender nuestra existencia. En efecto: despu�s de 
      algunas observaciones pueden ver f�cilmente que nuestros esfuerzos se 
      encaminan a dos �nicos objetos; a saber, para s�, las comodidades de la 
      vida, y la consideraci�n de los dem�s. Pero �de qu� manera podemos 
      nosotros imaginar la especie de placer que experimenta un salvaje pasando 
      una vida solo, en medio de los bosques, o pescando, o soplando en una mala 
      flauta sin saber sacar nunca ni un solo tono y sin preocuparse de 
      aprenderlo?
           Varias veces se han llevado salvajes a Par�s, a Londres y otras 
      ciudades; se ha corrido a deslumbrarlos con nuestro lujo, nuestras 
      riquezas y nuestras artes m�s �tiles y curiosas; todo esto no ha excitado 
      nunca en ellos sino una admiraci�n est�pida, sin el menor movimiento de 
      deseo. Recuerdo, entre otras, la historia de un jefe de algunos americanos 
      septentrionales que fue conducido a la corte de Inglaterra hace una 
      treintena de a�os. Se le presentaron mil cosas para hacerle un presente 
      que pudiera agradarle, sin hallar nada que pareciera interesarle. Nuestras 
      armas le parec�an pesadas e inc�modas, nuestros zapatos le her�an los 
      pies, nuestros vestidos le molestaban; todo lo rechazaba. Por fin se 
      advirti� que, habiendo tomado una manta de lana, parec�a que le agradaba 
      cubrir con ella su espalda. �Convendr�is -le dijeron en seguida- en la 
      utilidad de este objeto.� � S� -respondi�-, me parece tan bueno como una 
      piel.� Pero no hubiera dicho esto siquiera si hubiese llevado una y otra 
      bajo la lluvia.
           Tal vez se me diga que la costumbre, sujetando a uno a su manera de 
      vivir, impide a los salvajes apreciar lo que hay de bueno en la nuestra; 
      pero, en tal caso, debe parecer por lo menos extraordinario que la 
      costumbre tenga m�s fuerza para mantener a los salvajes en el goce de su 
      miseria que a los europeos en el disfrute de su felicidad. Para oponer a 
      esta �ltima objeci�n una respuesta a la cual nada se pueda replicar, sin 
      acudir al ejemplo de los j�venes salvajes que vanamente se ha intentado 
      civilizar, sin hablar de los groenlandeses e islandeses que se ha 
      intentado educar y alimentar en Dinamarca, y que la tristeza o la 
      desesperaci�n hicieron perecer, sea de languidez, sea en el mar por 
      intentar volver a nado a sus pa�ses, me contentar� con citar un solo 
      ejemplo bien probado, que ofrezco para su examen a los admiradores de la 
      civilizaci�n europea:
           �Todos los esfuerzos de los misioneros holandeses del Cabo de Buena 
      Esperanza no han podido convertir a un solo hotentote. Van der Stel, 
      gobernador del Cabo, cogi� a uno en su infancia y le hizo educar en los 
      principios de la religi�n cristiana y en la pr�ctica de los usos de 
      Europa. Se le visti� lujosamente, se le ense�aron varias lenguas, y sus 
      progresos respondieron admirablemente a los cuidados puestos en su 
      educaci�n. El gobernador, esperando mucho de su esp�ritu, le envi� a las 
      Indias con un comisario general, que le emple� �tilmente en los asuntos de 
      la Compa��a. Despu�s de la muerte del comisario volvi� al Cabo. Algunos 
      d�as despu�s, en una visita que hizo a algunos hotentotes parientes suyos, 
      tom� la decisi�n de despojarse de sus vestidos europeos y cubrirse con la 
      piel de una oveja. As� volvi� al fuerte, con un paquete que conten�a sus 
      anteriores ropas, y present�ndolas al gobernador, le dijo: Tened la 
      bondad, se�or de tener presente que renuncio para siempre a estos 
      vestidos; renuncio tambi�n por toda mi vida a la religi�n cristiana; he 
      resuelto vivir y morir en la religi�n, en las costumbres y usos de mis 
      antepasados. La �nica gracia que os pido es que me dej�is el collar y el 
      machete que llevo; los guardar� como recuerdo vuestro. En el acto, sin 
      esperar la respuesta de Van der Stel, emprendi� la huida, y jam�s volvi� 
      al Cabo.� (Historia de los viajes, tomo V, p�g. 175.) 




      30.      Se me podr�a objetar que, en un desorden semejante, los hombres, 
      en lugar de exterminarse sa�udamente, se hubieran dispersado si no hubiese 
      habido l�mites a su dispersi�n. Pero, en primer lugar, estos l�mites 
      hubiesen sido al menos los del mundo, y si se piensa en la excesiva 
      poblaci�n que resulta del estado natural, se comprender� que la tierra, en 
      ese estado, no habr�a tardado en quedar cubierta de hombres, forzados de 
      tal modo a vivir reunidos. Por otra parte, se habr�an dispersado si el mal 
      hubiese sido r�pido, un cambio del d�a a la ma�ana; pero nac�an bajo el 
      yugo, estaban habituados a llevarlo, aunque sent�an su peso, y se 
      contentaban con esperar la ocasi�n de sacudirlo. En fin: acostumbrados ya 
      a mil comodidades, que los forzaban a vivir agrupados, la dispersi�n no 
      era tan f�cil como en los primeros tiempos, en los cuales, no teniendo 
      nadie necesidad sino de s� mismo, cada uno tomaba su partido sin esperar 
      el consentimiento de los dem�s. 




      31.      �Espantado por tan extra�o suplicio, rico e indigente al mismo 
      tiempo, desea librarse de las riquezas y odia lo que antes pidiera.� 




      32.      El mariscal de Villars contaba que en una de sus campa�as, 
      haciendo sufrir y murmurar al ej�rcito las excesivas bribonadas de un 
      abastecedor de v�veres, le amonest� duramente y le amenaz� con hacerlo 
      colgar. �Esta amenaza no me afecta -le contest� con arrogancia el 
      granuja-, y tengo la satisfacci�n de deciros que no se cuelga f�cilmente a 
      un hombre que dispone de cien mil escudos.� �No s� c�mo se las arregl� 
      -a�ad�a ingenuamente el mariscal-, pero, en efecto, no fue colgado, aunque 
      lo merec�a cien veces.� 




      33.      �Llaman paz a la m�s desdichada servidumbre.� 




      34.      Trait� des droits de la reine tr�s-chr�tienne sur divers Etats de 
      la monarchie d'Espagne, 1677. 




      35.      Juan Barbeyrac, jurisconsulto franc�s, autor de numerosas obras, 
      muy estimadas en su tiempo, sobre el derecho p�blico (1674-1729). John 
      Locke, fil�sofo ingl�s; ocup� diferentes cargos p�blicos y escribi� 
      diversas obras, entre ellas su c�lebre Ensayo sobre el entendimiento 
      humano (1632-1704). Samuel Puffendorf, escritor e historiador alem�n del 
      siglo XVII (1632-1694). 




      36.      El franc�s seigneur y el espa�ol se�or tienen la misma 
      etimolog�a, lat�n senior, comparativo de senex, viejo, anciano. Tambi�n 
      era t�tulo de distinci�n. Gerontes era el nombre que se daba en Esparta a 
      los ancianos que compon�an el senado, es decir, un Consejo de ancianos 
      compuesto de treinta miembros. Seg�n Seignobos, �eran hombres de las 
      principales familias, elegidos por el siguiente procedimiento: el pueblo 
      se reun�a; los candidatos desfilaban uno despu�s de otro ante la 
      muchedumbre, que los aclamaba al pasar. All� cerca, en una caba�a, unos 
      ancianos escuchaban las aclamaciones sin ver nada y declaraban cu�l hab�a 
      sido la m�s fuerte. El candidato m�s fuertemente aclamado era el elegido y 
      permanec�a en el cargo hasta su muerte. 




      37.      La justicia distributiva se opondr�a a esta rigurosa igualdad del 
      estado de naturaleza, aun cuando fuera practicable en la sociedad civil; y 
      como todos los miembros del Estado le deben servicios proporcionados a su 
      inteligencia y a sus fuerzas, los ciudadanos, a su vez, deben ser 
      distinguidos en proporci�n a sus servicios. En este sentido hay que 
      entender un pasaje de Is�crates en el que �ste alaba a los primeros 
      Atenienses por haber sabido distinguir cu�l era la m�s ventajosa de ambas 
      clases de igualdad, una de las cuales consiste en dar parte 
      indiferentemente a todos los ciudadanos en todas las ventajas, y la otra, 
      en distribuirlas conforme al m�rito de cada uno. Esos h�biles pol�ticos, 
      a�ade el orador, rechazando esa injusta igualdad que no establece 
      diferencia alguna entre los malvados y las personas de bien, se adhirieron 
      inviolablemente a aquella que recompensa y castiga a cada uno seg�n su 
      m�rito. Pero, en primer lugar, nunca ha existido sociedad alguna, sea 
      cualquiera el grado de corrupci�n a que haya podido llegar, en la que no 
      se hiciera alguna distinci�n entre los malvados y las personas de bien; y 
      en materia de costumbres, en la cual la ley no puede fijar una medida 
      suficientemente exacta para que sirva de regla al magistrado, muy 
      sabiamente le veda, para no dejar a su discreci�n la suerte o el rango de 
      los ciudadanos, el juicio de las personas, dej�ndole s�lo el de los actos. 
      �nicamente unas costumbres tan puras como las de los antiguos romanos 
      pueden soportar la existencia de censores; entre nosotros, semejantes 
      tribunales habr�an trastornado todo en seguida. El derecho de establecer 
      una diferencia entre el malvado y el hombre de bien corresponde a la 
      opini�n p�blica. El magistrado s�lo es juez del derecho riguroso; el 
      pueblo es el verdadero juez de las costumbres, juez �ntegro y aun 
      esclarecido sobre este punto, que algunas veces es enga�ado, pero nunca 
      corrompido. La categor�a de los ciudadanos debe ser determinada, no por 
      sus m�ritos personales, que ser�a dejar a los magistrados el medio de 
      aplicar casi arbitrariamente la ley, sino por los servicios reales que 
      prestan al Estado, los cuales son susceptibles de una apreciaci�n m�s 
      exacta. 




      38.      �Si me ordenas hundir el hierro en el pecho de un hermano, en la 
      garganta de un padre o en las entra�as de una esposa cercana a ser madre, 
      yo forzar� mi mano a obedecerte.� 




      39.      �Para el cual no hay ninguna esperanza de honradez.�