TR�BADA
Theologiae Tractatus
DAMIANA
Y MAR�A
Relato
del personaje Alfredo Montoya, inserto en las cartas 58 y 59 de Juana a Daniel
I
Mar�a
Ord��ez ha cumplido cuarenta a�os, y es casada con Romualdo Ib��ez; de su
matrimonio poseen dos ni�os: un Romualdito y una Emilita, criaturas que ellos
llaman encantadoras. Mar�a y Romualdo trabajan de profesores; por eso, su hogar
recibe salario doble: uno, por ella, y otro, por �l. En ma�anas de oto�o, de
invierno o de primavera, Romualdo y Mar�a se besan la frente y susurran ��Adi�s!,
vida m�a�. Inmediatamente, cada uno monta su autom�vil.
Recorre
Mar�a, cada d�a, cuarenta kil�metros, para acudir a su trabajo, y otros
cuarenta para retornar del mismo. En este mundo ocurre, con frecuencia, que las
profesoras maridadas sufren cotidianamente el dolor de dejar al esposo. Al caer
la tarde, Mar�a vuelve, a su hogar, fatigada de impartir saberes y de viajar.
Romualdo
y Mar�a son personas cerradas, completas, satisfechas de s� y de cuanto
realizan, convencidas de su causa y prontas a razonar su comportamiento, que
siempre consideran coherente; en suma, seres sin fisuras. Un ser sin fisuras
carece de dudas sobre s� mismo, vive en constante disposici�n de enjuiciar
desde su seguridad, resuelve cualquier tragedia en error de los sujetos, y se
conforta al palparse libre del mismo; en resumen, no acepta el destino y hace de
la vida una empresa bien organizada. Por eso, se revela cauteloso y prudente,
temeroso de cualquier pensamiento y su contingencia.
La
libertad de Romualdo y Mar�a consiste en comparecer en la Tierra como Romualdo
y Mar�a: una familia con dos ni�os, dos autom�viles, un hogar en la ciudad y
una casita, que est�n construyendo, en el campo, con mil ilusiones y m�micas.
Cuando la pareja cumpla alrededor de cuarenta y cinco a�os, la casita podr�
ser habitada confortablemente; m�s tarde, la heredar�n los hijos, y esta ser�
la primera herencia en las generaciones de los Ib��ez y de los Ord��ez.
El
d�a primero de cada mes, Romualdo y Mar�a se personan en la oficina bancaria y
cobran su doble salario, que equivale al de ocho braceros; no cuentan los c�nyuges
ni miran sus sueldos, sino en el secreto del hogar. Empero, tampoco all� hablan
de dinero; s� hablan de su dedicaci�n, que consideran misi�n en la Tierra y
servicio al todo social. Por este lenguaje, y por una especie de torcer el
cuello, para no contemplar de frente las monedas que del Estado reciben, se
llaman liberales, y as� son valorados en la ciudad. Hay que a�adir, por lo dem�s,
que Romualdo pretende ser algo m�s que un trabajador; quiere ser un sabio; por
eso, su lenguaje versa sobre la ciencia y los alumnos de la ciencia, jam�s
sobre el salario. No en vano, las efigies de algunos sabios que fueron, orlan
las paredes de su despacho, junto a los retratos de Mar�a, Romualdito y de
Emilita.
Cuando
los esposos se encuentran, por la noche, besa Mar�a a Romualdo, y susurra: ��C�mo
fue tu d�a?�. Narra el hombre su jornada a la esposa, que lo observa fija,
pesta�eando absorta, mientras late en su cuello la vida. Relata Romualdo
parsimoniosamente, y concluye con frases de este estilo: ��Ves, amor, c�mo
los alumnos compensan a veces?�. En ese referir a su mujer, siente el profesor
que su d�a y su hacer no son bald�os; en la familia se realiza la totalidad y
compacidad del ser, la Historia misma y la verdad de la existencia.
Semejante
relaci�n entre personas que saben de sus escupitajos y de sus lega�as, es una
pura representaci�n. Pero Romualdo y Mar�a est�n vivi�ndola tantos a�os que
ya no son sujetos de la misma, sino objeto y fin; la representaci�n, convertida
en sujeto activo, hace a Romualdo y hace a Mar�a.
Explica
Romualdo la llamada Ciencia F�sica, y ama el explicar y el ser profesor con
emolumentos, con muceta, con despacho estatal, con claustro de iguales, con
problemas entre iguales, y con firma. No obstante, Romualdo es un aficionado sin
dotes: carece de talento para la Ciencia F�sica y para cualquier otra ciencia o
arte, pues la imaginaci�n no ocup� su feto. Como el hombre no es cristiano,
jam�s visita iglesia alguna; pero bien pudiera entrar en el templo del
Materialismo Dial�ctico, que profesa, y protestar as� ante la Materia: ��Por
qu� esta injusticia? Tengo el t�tulo, el despacho, los alumnos y la firma, la
forma toda, pero estoy exento de dotes. Sin embargo, Jos� L�pez Mart�, que
carece de t�tulo, de despacho, de alumnos y de firma, tiene dotes�. Este Jos�
L�pez Mart� escandaliza a Romualdo, enunciando, en las cafeter�as, ideas y
teor�as.
El
aficionado sin dotes quisiera matar al que posee dotes y no muestra afici�n;
tras matarlo, lo enterrar�a, para borrar el desorden y restablecer una armon�a
forzada. Aunque �l mismo lo ignora, Romualdo quiere matar a Jos� L�pez Mart�,
y, de vez en cuando, lo mata, despreciando su palabra o respondiendo de esta
manera a una exposici�n de ideas : �Tengo un claustro a las siete�. Aunque
Mar�a no permitir�a que Romualdo clavara un pu�al a Jos� L�pez Mart�, s�
permite esta manera de victimar al dotado, obra en la que colabora, cuando
puede, interrumpiendo as� el hablar de L�pez: �Romualdo, �no ten�as que
marchar a esa reuni�n de Comisiones Pol�ticas?�. Se nos olvidaba decir que
Romualdo y Mar�a pertenecen a unas Comisiones Pol�ticas que tratan de
organizar la sociedad m�s justamente.
Am�n
de miedo a Jos� L�pez Mart�, Mar�a tiene miedo general; ve la existencia de
los dem�s como naufragio continuo. �Ahora cae uno, ahora cae otro; ayer muri�
Eduardo, anteayer separ�se Ernesto de Ignacia; el otro d�a, Encarnaci�n
descubri� maula a su hijo, hace un mes advirti� Dionisia que su hija andaba
pre�ada de un desconocido. �No es todo esto terrible?� ―piensa
Mar�a. Y , en seguida, se dice: �A nosotros no nos pasar� estas cosas�.
Luego se estremece y mueve instintivamente, como para unirse a su Romualdo, su
Romualdito y su Emilita, y configurar as� el ser compacto. No razona Mar�a
cuando exclama: �A nosotros no nos pasar� estas cosas�. Expresa la afirmaci�n
como una declaraci�n, como una decisi�n, como una determinaci�n, y en esto
muestra, sin pretenderlo, una fisura.
Camina
Mar�a por la existencia como quien navega con su familia, en medio de un
proceloso oc�ano, y esto es lo que sus ojos ven: el hundimiento de las barcas
donde navegan los otros, los que no son su familia. Cuando Mar�a era m�s joven
y generosa, consideraba en su clan, y acog�a en su barca, a sus hermanos, cu�ados,
cu�adas y padres. Mas luego que cumpli� a�os, fue restringiendo los elegidos,
de forma que ahora mismo son sus dos hijos y su esposo. De esta manera, la
posibilidad de que su barca naufrague ha disminuido para la mujer. En efecto: si
su familia fuera la humanidad, Mar�a naufragar�a con ella, pues todos los d�as
naufragan hombres; si su familia fuera cien personas, aquella posibilidad a�n
ser�a grande; pero siendo cuatro, resulta m�nima.
�Ya
naufragaron los P�rez, ya naufragaron los Hern�ndez, ya naufragaron los Mart�nez�
―se
dice Mar�a, aterrada. Y se estrecha con los suyos, ese Romualdo y esos
Romualdito y Emilita.
No
considera Mar�a el naufragio de los otros como condici�n de la existencia,
como destino o como querer de Dios, sino como resultado de los errores cometidos
por los n�ufragos. De esta forma muestra su concepci�n del hombre como
producto de la premeditaci�n. Cuando las leyes, las circunstancias o los hechos
favorecen a su esposo, afirma la mujer: �Ya sab�a Romualdo lo que se hac�a
cuando, ha cinco a�os, determin� verificar tal cosa�.
No
sabemos si Mar�a siente terror o gozo cuando naufraga alguien a su alrededor.
Generalmente, el hundimiento de los otros le sirve para dar significaci�n a
ciertos actos de Romualdo, o de ella, en s� neutros. Alberto Robles frecuentaba
una tertulia despu�s del trabajo; all� conoci� una muchacha y huy� con ella.
Coment� Mar�a a su esposo: ��Ves, Romualdo, como se debe volver del trabajo
sin pasar por tertulia alguna?�. Y Romualdo, que as� lo hac�a, respondi�: �En
efecto, vida m�a�.
Un
d�a naufrag� Herminia, la tercera hermana de Mar�a: el marido la troc� por
otra mujer. Mar�a contempl� c�mo la furiosa ola arrastraba a su hermana; call�
y se estrech� con los suyos. Otro d�a vio la inmensa, la terrible zozobra de
Damiana Palacios, la boticaria, que se hund�a con Luc�a, la modista. Ante los
ojos de la profesora, una inmensa ola arrastr� a Damianita, con su Luc�a; las
empin� hasta las alturas, y luego las abism�, volviendo a sacarlas ya
abismarlas. Mar�a sentenci�: �Ten�a que suceder as��. Y manifest� a
Romualdo: ��Ves en qu� acaban los amor�os y las espontaneidades?�. Romualdo
repuso: �S�, vida m�a�.
En
su barca, Mar�a cultiva un peque�o huerto de macetas, que riega a diario,
mientras navega en ese furioso mar de la existencia. Si alguien le preguntara:
��Por qu� riegas tus plantas? �No ves la furia de las aguas y el desastre de
los otros?�. Ella, responder�a: �A nosotros no nos pasar� esas cosas�. Y
seguir�a regando. Tal es su obstinaci�n.
II
Josefina
Fem�ndez Robles ha dicho: �Si Romualdo y Mar�a son seres sin fisuras, Damiana
Palacios es la fisura misma, y esta es la diferencia que determina ambas formas
de estar en el mundo�.
Resulta,
en efecto, Damiana la total fisura, voluntad, pasi�n, acucia, impulso,
incoherencia, determinaci�n, contradicci�n, aventura, irreflexi�n,
espontaneidad, y persona que compromete sus horas presentes y futuras en cada
movimiento; por eso, su vivir es naufragio, constante naufragio, que contempla,
entre aterrada y gozosa, Mar�a Ord��ez.
Oc�pale
a Damiana el deseo, la curiosidad trib�dica; se entrega a Luc�a, y es
abofeteada por Daniel. Rompe con un amor de m�s de ocho a�os, se viste de
mocito y pasea las calles como tortillera p�blica y notoria, como algo que la
ciudad ha de inscribir en su gu�a de pintoresquismos. Naufragada, se abisma y
flota, flota y se abisma ante los ojos de Mar�a Ord��ez, que dice a Romualdo:
��Ves en qu� queda el deseo?�.
Tienta
Damiana al destino, y el destino la traga; valiente y esforzada, h�cese destino
y recorre las calles como tal destino. Entra en metamorfosis y su rostro empieza
a semejarse al rostro de Luc�a, la hedionda; su faz se contrae, dura en la
significaci�n y blanda en la materia, refleja pasmo. Miente, y se le apoda tr�bada
falsaria; luego, tambi�n, tr�bada confusa, pues el desconcierto la nimba; dice
tonter�as y deviene pobre animalito.
Se
le llama af�n de la vulva, apestada, bestialidad pac�fica, desenfrenada,
filocricas, fulera, gabasa, grofa, hembra horra, herpes, hueca, innecesaria,
iza, lumia, mozcorra, podre, pustulosa, rabiza, revolcona, rodona, simia,
trapacera, trotona, tusona, v�mito detenido, voz anal, zurrona.
Mar�a
la contempla y dice a Romualdo: ��Ves en qu� queda el deseo?�.
Dice
Damiana: �Tal vez perezca en accidente de carretera. Luc�a conduce
alocadamente el coche�. Y habla conforme. Mar�a Ord��ez, empero, repite
continua: �A nosotros no nos pasar� esas cosas�.
Dice
Damiana: �Un d�a asomar� ]a muerte, y todo concluir�. Quisiera ser enterrada
all� donde muriera, pues no me gustan los traslados de cad�veres�. y Mar�a
sigue repitiendo: �A nosotros no nos pasar� esas cosas�.
Dice
Damiana: ��Vaya con Ana! �Y qu� poco sabe de aburrimientos y pecados! �Acaso
hay pecado que extermine el aburrimiento?� y Mar�a exclama: �Romualdo y yo no
conocemos el aburrimiento�.
Besa
Damiana las manos de Severo Lancina; sus ojos y su actitud declaran: ���sta
soy yo, y t� me aceptas, Severo! �Bendito seas!�. Ve Mar�a, altiva, a
Severo, y su mirada le cuenta el dinero de la bolsa. La mujer piensa: �Todav�a
gana Severo m�s que nosotros�.
Entre
la muchedumbre, destacan Damiana y Luc�a, aromadas por su ser trib�dico,
apartadas por definici�n, enmudecidas, manifestando la una a la otra. Asoma
Damiana flaca, actora de su hado, bagatela de su afici�n; pres�ntase r�gida,
el gesto rival, examinando el mundo desde su diferencia y afirmando su casta en
la evidencia de la discordancia; viste de pantal�n, de botas, de lana azul, de
camisa, y se engrifa tiesa, desde el talle a la cabeza. Mar�a Ord��ez aparece
vestida de buena mujer y esposa; lleva sobre su pecho una imagen del Crucificado
y el s�mbolo del materialismo dial�ctico, pues pertenece a esas Comisiones Pol�ticas
que protegen su salario. La contradicci�n entre las doctrinas queda englobada
en los intereses de Mar�a, instancia m�s alta que las ideas.
Manifiesta
Daniel, el antiguo amante de Damiana: �No puedo conversar con la tr�bada sin
enfuriarme y querer agredirle. Mi atracci�n por ella entra�a odio simp�tico y
sagrado, nacido de la visi�n de lo puramente demon�aco y en acto�. Y
manifiesta Romualdo: �Mar�a es perfecta�. A lo que responde la mujer: �Amo y
quiero a mi Romualdo, mi Romualdito y mi Emilita. Nunca dir� mi marido, de m�,
lo que Daniel dice de Damiana�.
Juan
P�rez Valenzuela ha exclamado: ��Qu� no dar�amos por conocer lo que Damiana
siente cuando pisa las calles vestida de tortillera!�. Pero nadie ha formulado
esta proposici�n: �jQu� no dar�amos por saber lo que siente Mar�a cuando,
arropada en el autom�vil, con su Romualdo, su Romualdito y su Emilita, un d�a
de nieve, oye, por el ingenio de radiodifusi�n, la nueva de mil muertes!�. Sin
duda, piensa: �A nosotros no nos pasar� esas cosas�. y tienta instintivamente
su bolso.
El
recelo, el temor que se revuelve, asoman en la estampa de Damiana, v�ctima de s�
misma, sobre un fondo de fosca tribulaci�n. Su manera de empujar una puerta, su
forma de aposentarse, su mirada prevenida, su porte reservado, su apocamiento,
expresan apartamiento y figura de aljama, no obstante, terca en su hilaza, Mar�a
Ord��ez, por el contrario, representa la buena cotidianeidad y la estructura
formal de la sociedad; se confunde con lo establecido, donde representa el papel
de honrada esposa y buena profesora.
Se
declara Damianita ajobada con Luc�a, la hedionda, y confiesa sus lubricidades.
Nunca Mar�a se confes� ajobada con el dinero y la seguridad; ni siquiera su
marido oy� tal confidencia de aquellos labios.
Sostiene
Mar�a: �Damiana es un ser peligroso�. Con esto quiere expresar que es
libertad, y nada teme Mar�a como la libertad, cuya triaca es el orden que
estatuye la familia y el dinero. �T� tienes un status� ―dice
Mar�a a Romualdo. Y �ste responde: �S�, vida m�a, tenemos un status�. Una
expresi�n tal, quiere decir: �Gracias a nuestro esfuerzo, ya no tenemos
libertad�.
Pregunta
Juana: ��Para qu� fin fue engendrada, concebida, gestada y parida la Damiana?�.
Pero no pregunta: ��Para qu� fin fue engendrada, concebida, gestada y parida
la Mar�a?�.
Dice
Juana: �La pregunta sobre el mundo carece de respuesta. �Por qu� Damiana, tu
ventalle? �Por qu� Luc�a, su t�bano?�. Pero no pregunta: ��Por qu� Mar�a?�.
Damiana,
la consternada, no r�e, ya que perdi� el talante confiado, y su lenguaje
explicita desgarro y protesta. El lenguaje de Mar�a indaga con mansedumbre,
para saber si alguien naufrag� o est� a punto de naufragar; luego, tambi�n,
para saber lo que ingresan los otros en las arcas dom�sticas.
Damiana
se tiende en la playa, el rostro al cielo, con un tri�ngulo de tela sobre la
vulva, en espera de un advenimiento. M�s all�, en una casita escondida, se
halla Mar�a, con su Romualdo, su Romualdito y su Emilita, tapada y hacendosa,
preparando la cena de la familia.
Juana
sue�a que Damiana y Luc�a se han transformado insectos, y piensa: �Anunciar�
a Daniel que lleve mucho cuidado�. �No podemos suponer que tambi�n Mar�a es
otro insecto?
Luc�a,
la inmunda, habla y dice: �Dar� una paliza a ese fulano�... �Beberemos aqu�
unas cacharras de vino, y luego, all�... ��No te priva la cochambre?�. Y
dice Mar�a: �Romualdito conoce hasta doscientos nombres de mam�feros:
estudiar� y ser� naturalista�,.. �Emilita, la ni�a, ir� este verano a
Inglaterra; se hospedar� entre monjitas. Ahora, que puedo, no quiero negarle
ese capricho�... �Romualdo ir� a la huelga, con el claustro; mas no por
avaricia de salario, sino por realizar la justicia. Tambi�n apoyar� el
Estatuto de los Bedeles y la Educaci�n Permanente�... �No compraremos muebles
lujosos para la casita de campo; est� decidido�. �Qu� lenguaje es m�s
inmundo ?
Dice
Daniel: �Lengua ligera y fina, instant�nea, casi sauria, de Damiana, en la
vedija de Luc�a: quejido, prisa, ronquido. Rostro calc�reo de Damiana,
aspaventado por la caricia de la amiga en su vedija�. Mas nadie dice: �Fr�o
lecho, fr�o lecho de Romualdo y de Mar�a, donde se susurra del trabajo y del d�a,
de su excelencia, el numerario, y de la bolsa repleta. Puerta cerrada del hogar
de Mar�a, claveteada, asegurada, acerada, blindada; sue�o de los ni�os
inteligentados, preparados, conformados�.
�Luc�a
me lleva a preciosas cafeter�as, muy �ntimas, donde recibe saludos de
arquitectos, cirujanos y notarios que la quieren; uno de ellos posee un autom�vil
de muchos cilindros� ―dice
Damiana. Y Mar�a se angustia. Mas no se angustia cuando su marido le dice: �La
copa de vino que te bebiste en Francia, Mar�a, s� fue una copa de vino�.
Daniel
cerca a su antigua amante y le pregunta: ��Por qu� hiciste aquello?�, Ella
contesta: �No lo s�, y comienza a oscurecerse. El hombre insiste: �Nadie
puede explicarlo mejor que t��. La aturdida replica: �Pues no lo explicar�.
�l inquiere: ��Fric�is?�. Y ella sentencia: �Eso no te importa�. Y da en
lagrimar. Otras veces solloza como �nima que, desde el all�, tratara del ac�;
su semblante, temeroso, se arruga en indescifrable meditaci�n, y se muestra
fea. En ocasiones parece hundirse en confusi�n sin fondo, pisando en el vac�o,
y el inquisidor se pregunta: ��D�nde har� pie su pensamiento?�, Por ser
Damiana total voluntad, libertad, deseo y querencia, baja continuo a los
abismos, de donde emerge marcada y victimada, y en esto estriba su grandeza, su
pureza y la ternura que su ingenuidad nos causa.
Mar�a
no se oscurece cuando habla, ni jam�s dice: �No s�, no s�, nunca se aturde
ni solloza, no admite inquisiciones ni arruga su semblante en indescifrable
meditaci�n. Quien hable con ella no podr� preguntarse: ��D�nde har� pie su
pensamiento?�, Sabe, en efecto; que hace pie en las losetas de su casa o en los
m�rmoles de la oficina bancaria donde acude, puntual, a cobrar, con Romualdo,
su doble salario.
Damiana
exclama: �No creo en Dios, no creo en Dios�. Y ello porque supone que si se
entrega al mundo no puede entregarse a Dios. Empero, Mar�a lleva sobre su pecho
la imagen del Hijo del Hombre y el s�mbolo del materialismo dial�ctico,
porque, como dijimos, pertenece a esas Comisiones Pol�ticas que protegen su
salario; quiere Mar�a poseer este ac� y aquel all�; a�n m�s, pretende que
aquel all� le ayude un algo en este ac�; donde termina la protecci�n de la
ciencia, recurre Mar�a a la protecci�n de Dios, y as� reza cuando su hija
vuela a Inglaterra.
Llorando,
espeta a Daniel, Damiana entre hipos: ��Por qu� me torturas?�. Y comienza a
enunciar sus famosas contradicciones e incoherencias. Una de �stas reza as�:
�Las mujeres que me calumnian, envidian mi dicha y admiran mi atrevimiento; por
eso, me odian�. En realidad, Damiana ha querido expresar que las buenas
mujeres, que la insultan, castigan su libertad. �Acaso no est� Mar�a entre
ellas ?
III
Dice
Juana, en una de sus cartas: �Ayer me reun� con mis compa�eras de colegio y
qued� asombrada de observar la maldad, la estupidez y la brutalidad que anidan
en estas honradas se�oras. Mientras las o�a, la estampa de tus garzonas daba
vueltas en mi cabeza, y sent�a inter�s y simpat�a por ellas�.
En
efecto, entre las condisc�pulas de Juana se hallaba Mar�a Ord��ez y otras
muchas Mar�as, tambi�n casadas con otros Romualdos, y madres de sucesivos
Romualditos y Emilitas; fajonas las m�s, delgadas algunas, tra�an en sus
rostros y actitudes la marca de la representaci�n mentirosa que llevan haciendo
durante a�os, del ser bald�o, de la avaricia, de la ordenada limitaci�n, del
recelo, del �nimo chabacano, del contar los ajenos bienes, de la rapacidad para
los suyos, del no querer morir, del hogar blindado, del sinanhelo, de la casita
construida poco a poco, de la bolsa bien guardada, del torcer el cuello cuando
se toma dinero, del desprecio al marido acabado, del miedo a la contingencia de
los hijos; de la concupiscencia de los ojos, que quieren cuanto brilla, y de la
jactancia de la riqueza, bien pobre en aquellas pobres mujeres, pura inmediatez
de la mano.
No
parece extra�o que, ante un espect�culo tal, Juana recordara sus palabras
sobre Luc�a, que convierten la inmunda en milagro y maravilla de Dios: ��Qu�
hambre de persona revela aquella soledad y desierto!, �qu� protesta y rencor
contra quienes intentan prohibirle amores! Cuando sonr�e, ante un gesto de su
querida, donde se contempla y busca, parece que llora, lo cual demuda el �nimo
con la emoci�n que nos produce la fealdad conmovida!�.
Tambi�n
recordar�a esta descripci�n de su pluma, que presenta a las garzonas como luz
del cielo: �Asom� tu Damiana vestidita de hombre, igual que su marida. Al
divisarlas, apreci� que la una manifiesta a la otra; por Damiana aparece Luc�a,
y por Luc�a, Damiana. Tanto destacan como entrambas que, ante su presencia, las
cosas se transforman mero paisaje del cuadro que ellas son. Esto ocurre dejando
aparte el hecho de que friquen o se restrieguen, y es tan cierto que, en
adelante, no podr�n ser nombradas ni encontradas sino como pareja�.
Y,
luego, estas palabras del propio Daniel, aliento l�mpido en aquella estancia de
arp�as: �Embutida en su aderezo de mocito, con su camisa y corbata, con su
estrecha chaquetilla, con su ce�ido pantal�n, su rudo calzado y sus recortados
cabellos, parece que Damiana quisiera traer la boller�a al mundo, afirmando su
tendencia como esencia ausente; representa el empecinamiento de alcanzar la
naturaleza con el simple atuendo�. �No es esto un glorioso y gigantesco empe�o,
en competici�n con la Divinidad misma?
Y,
despu�s, estas sus propias tiernas palabras: �Mas sigamos con la Damiana,
pecosa, pecosita, p�lida, palidita�. Y estas otras, aparecidas en un sue�o:
�D�jame, Damiana, limoncito, est�s loca�.
Y
�stas: �Madre, la mi madre, esta tortillera se lleva la flor, que las otras,
no�.
Y
�stas: �Nuevamente so�� con las yuntadas. Eran, a la vez, como las Gracias y
como las Gorgonas: al�geras y bellas, horripilantes y terribles. �Fricamos, y
nada m�s hacemos� ―dec�an
en cuanto Gorgonas, pues, en cuanto Gracias, silenciaban�.
Y
�stas: �Gu�rdame este gatito de porcelana, para que Daniel no lo rompa cuando
me pegue� ―dijo
Damiana. La Luc�a, Gorgona, o�a y callaba, siempre al lado de su anhelada�.
Y
�stas: �Me conmovi� el silencio de entrambas, la lividez de Damiana y la
obstinaci�n de Luc�a, cuyos dedos, impuestos como nimbo sobre su defendida y
apartada, colmaron mi alma de compasi�n y l�grimas; tu amorcillo callaba, y el
crep�sculo nunca pasaba�.
Bienvenido
a nosotros este mito de las garzonas, las espigadas, las esbeltas, las acuciadas
por la pasi�n, Damiana y Luc�a. Y vivan ellas, y no Mar�a.
P�gina principal