Miguel Espinosa
La fea burgues�a
CAP�TULO 43. La destrucci�n
Dijo
Camilo:
―
�Has contemplado alguna vez la destrucci�n de un hombre? Don Jacinto era
persona inteligente, discreta, pulcra; el buen decir, el ingenio, la fe en su
causa, emanaban constantes de aquella interioridad, contagiando a sus oyentes.
Un d�a, all� entre los cuarenta y cinco y cincuenta a�os de su vida,
descubrimos a don Jacinto en el rinc�n de cierta cafeter�a, leyendo un diario;
experimentamos la impresi�n de que nuestro amigo se encuentra abatido. Otro d�a
distinguimos sobre su traje una mancha grasienta; nos extra�amos y discurrimos:
�Esa mancha no cuenta una semana, ni dos�. Otro d�a advertimos tres manchas,
m�s la suciedad de la camisa, la tristeza de sus ojos y el total descuido de su
porte; los zapatos aparecen embarrados y cuarteados. Otro d�a le observamos con
las espaldas curvas y la chaqueta desflecada, tirando de los pies por una calle
polvorienta: representa la encarnaci�n del desamparo; tres veces pretende
atravesar la calzada, y otras tantas reh�sa el empe�o; entre las multitudes,
semeja algo perdido; parece individuo apropiado para ser atropellado por un
autom�vil, o, incluso, por una motocicleta. Otro d�a nos apunta alguien: ��Has
notado que, desde hace meses, don Jacinto siempre concurre apartado?; con su
diario en la mano, camina como animal aturdido�. Otro d�a asevera una voz: �Hall�
a don Jacinto sobre el banco de un jard�n, los ojos sin vida �nico
pensamientos. Yo s�, Godinillo, cu�l es tal pensamiento. la cavilaci�n sobre
el fracaso de la existencia y sobre la aparici�n de la muerte.
Continu�:
―
Desde su adolescencia don Jacinto ha vivido proyectando e imaginando; las
semanas, los meses, los a�os han transcurrido sin cambiar la cualidad de su
talante; su biograf�a fue la historia de una juventud prolongada y de un
entusiasmo largamente mantenido, cada hora abocado al futuro. Mas de repente una
tarde de verano, o de oto�o, cierta noche tibia, nuestra criatura se ha sentido
golpeada por la comparecencia contundente del cansancio, que ha invadido su alma
como niebla creciente; se trata de un visitante que jam�s lo abandonar�; como
corte, trae la presencia del desencanto, el tedio de vivir, la conciencia de la
insignificancia de cualquier hacer, la certidumbre de la
incapacidad para continuar, la constataci�n de la enemiga de todas las
cosas, empezando por la Naturaleza y los hombres; la angustia de pensar y la
zozobra que habita cada instante. Durante cuarenta y cinco o cincuenta a�os, la
muerte result� para don Jacinto un accidente que sobreven�a fuera de las
fronteras de su ser; por eso ha podido acudir a los cementerios y hablar de los
muertos; desde ahora, empero, resulta algo que pasea su silueta m�s ac� de
esos l�mites: a veces se acerca a don Jacinto, se sienta frente a su persona o
se aposenta entre sus pertenencias; nuestro hombre se dispone a aceptar lo que,
s�lo dos a�os antes, cre�a imposible: la necesidad de morir; esto se llama
contratar una soluci�n. No sabemos cu�nto tiempo vivir� don Jacinto, pero s�
cabe afirmar que cuanto realice, a
partir de aqu�, ser� andanza provisional; su preocupaci�n por la muerte
constituye una forma de la voluntad de morir. Otros no conocen 'dicha voluntad
hasta el mismo d�a del suceso; don Jacinto, sin embargo, ya se ha concertado
con el morir cinco, diez, acaso quince a�os antes del momento.
Me
se�al� con el dedo y manifest�:
―
Pronto asistiremos a la destrucci�n de Lanosa; el cansancio, y su torva corte,
visitar�n al escritorcillo, concord�ndolo con la muerte. Un d�a lo ver�s
arrastrar los pies, la cabeza baja, extraviado, como don Jacinto, en la
muchedumbre, desarreglado, temeroso, incierto, desvalido, profundamente torpe en
estampa y ademanes. �He aqu� el hombre�, confesar�s perturbado; y le seguir�s
con la vista. Desde que tal ocurra, como ocurrir� en seguida, el presente ser�
pesadumbre del pasado. El propio Lanosa comenzar� a decir: �Cuando yo era
joven�. �No se te antoja una lamentable expresi�n en labios otrora tan vivos?
Una noche, tras cenar su tomate y su huevo duro, el escritorcillo contemplar�
su biblioteca, muchos de cuyos libros aparecen subrayados quince a�os atr�s, o
tal veinte, cuando el vigor y el pensamiento ostentaban igual nombre. Estos
objetos asomar�n, entre sus manos, como cosas amadas y repudiadas a un tiempo;
emerger�n como figuras quietas, apacibles, testigos de toda una vida; dolor de
mirarlos sentir� Lanosa, arrepentimiento de existir; posiblemente sus dedos se
adelanten para acariciarlos, intentando, con ello, eximirlos de culpa; luego,
dormir� sin esperanza.
Prosigui�:
―
Otra noche, nuestro hombre abrir� un gran cofre, oliente de viejos papeles, y
dar� en repasar sus textos de anta�o, perpetuamente in�ditos. �Para
Clotilde, constancia del juicio y glaucos ojos�, leer� en la dedicatoria; y
advertir� la fecha... Hace veinte a�os, romper semejante escrito hubiera sido,
para Lanosa, el m�s terrible de los sucesos; mas ahora lo rompe pac�fica,
lentamente, y evidencia que nada acontece, lo cual resulta todav�a m�s
terrible. Lanosa va sacando manuscritos y destroz�ndolos en pedazos min�sculos;
en tan paciente supresi�n, anida, sin duda, el amor a la obra; el hombre
amortaja y entierra sus escritos como un ni�o a su gatito; en esta minuciosa y
amorosa aniquilaci�n late a�n la esperanza de una parad�jica resurrecci�n.
�No es esto una preparaci�n para la muerte? Cuando un animal intuye el fin, se
aparta de la piara y de cualquier comunicaci�n; tal vez la muerte necesite de
la soledad. Dentro de muy poco veremos a Lanosa alejado del enjambre; ni
siquiera querr� hablar contigo; gozar� de su desabrigo como de la �nica
realidad. Noche tras noche, el viejo cofre ir� vaci�ndose; a su lado crecer�
un informe mont�n de peque��simos papelitos, tan diminutos como cabezas de
cerillas. �Para Clotilde ... �, �Para Clotilde ... �, �Para Clotilde�, dir�n
todas las dedicatorias. �Quiz�s en 1728, o en 1645, existi� un Lanosa y
existi� una Clotilde�, pensar� nuestro escritorcillo. Y conocer� la melancol�a
como sangre de sus venas. El hombre ignoraba tal an�cdota cuando, a la edad
juvenil, empez� a escribir.
Call�,
me mir� de hito en hito, y concluy�:
― Mostr�monos verdaderos, Godinillo: el triunfo de mi causa y mi prosperidad son la destrucci�n de Lanosa.
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