Ficha Bibliogr�fica Delibes, Miguel Espa�a 1936-1950: Muerte y resurrecci�n de la novela. Ed. Destino. Col. �ncora y delf�n. N� 1.000. 1� edici�n - Barcelona, mayo de 2004. 23,5 X 15 cms. 169 p�gs. ISBN: 84-233-3612-3 Texto de la contraportada Miguel Delibes naci� en Valladolid en 1920. Se dio a conocer como novelista con La sombra del cipr�s es alargada. Premio Nadal 1947. Su extensa obra literaria le ha valido numerosos galardones, entre ellos el Nacional de Litera�tura (1955), el de la Critica (1962), el Premio Nacional de las Letras (1991) y el Premio Cer�vantes de Literatura (1993). En 1973 fue ele�gido miembro de la Real Academia. Sus �lti�mos libros publicados son Se�ora de rojo sobre fondo gris, El �ltimo coto. Diario de un jubilado, He dicho y El hereje. Utilizando como punto de partida las notas y apuntes que elabor� en los comienzos de su carrera literaria. Miguel Delibes nos brinda en Espa�a 1936-1950: Muerte y resurrecci�n de la novela una panor�mica de su generaci�n literaria y unos clarividentes retratos de algunos de sus cole�gas coet�neos. Desde su irrupci�n en el panorama narrativo de la pos�guerra espa�ola con La sombra del cipr�s es alargada, el autor va des�cubriendo a los que ser�n sus compa�eros de viaje �sus obras, sus vir�tudes y sus defectos� al tiempo que ir� adquiriendo conciencia de su propio itinerario hasta alcanzar la conspicua figura de las letras que hoy conocemos. Con la integridad y el rigor que le caracterizan, el autor ha respetado el cariz de la opini�n expresada en las notas, muchas de ellas escritas en los a�os cincuenta, que han sido el embri�n de este volumen y nos ofre�ce, de este modo, un fresco espont�neo y veraz de la visi�n que Miguel Delibes tiene y ten�a sobre s� mismo, su obra y la de los que, con �l, pro�tagonizaron la resurrecci�n de la novela tras la Guerra Civil. Espa�a 1936-1950: Muerte y resurrecci�n de la novela es, al mismo tiem�po, una suerte de confidencia literaria y un personal canon literario de una �poca marcada por las dificultades que, sin embargo, ha sido una de las m�s fruct�feras y enriquecedoras de la historia de la narrativa espa�ola. El testimonio literario de uno de los autores m�s relevantes de la literatura espa�ola de todos los tiempos. El autor y su obra "Si el cielo de Castilla es alto es porque lo habr�n levantado los campesinos de tanto mirarlo" Miguel Delibes nace en Valladolid el 17 de octubre de 1920. Es el tercero de ocho hermanos. Cursa ense�anza media en el colegio de los Hermanos de las Escuelas Cristianas de Valladolid. En 1936, terminado el bachillerato, ingresa en la EScuela de comercio al tiempo que estudia modelado y escultura en la Escuela de Artes y Oficios. La primera manera que tiene de manifestarse como artista, es dibujando. A prop�sito de esta afici�n declarar� m�s adelante: "El artista que lo es de verdad, dispone de un mundo personal e insobornable; su �nico problema -y no balad�- reside en la elecci�n de voz. Esta elecci�n, por otra parte, no supone castraci�n del resto de sus facultades, sino embotamiento que s�lo el correr de la vida dir� si es provisional o definitivo. Al artista siempre le ser� factible derivar, iniciar otro camino, poner en circulaci�n nuevos recursos expresivos. Lo �nico imposible ser� reducirle al silencio cuando verdaderamente tiene algo que decir." En 1938 se enrola como marinero voluntario en el crucero "Canarias". Finalizada la guerra, regresa a Valladolid. A partir de 1940 estudia Derecho y comercio y comienza a prestar su colaboraci�n como dibujante caricaturista en el diario "El Norte de Castilla". En 1944 ingresa como redactor en el citado diario. Continua con el dibujo de caricaturas, que firma con el seud�nimo de MAX; asimismo realiza cr�ticas de cine. En 1952 es nombrado subdirector y en 1958 director, cargo que ocupa hasta 1963. Contrajo matrimonio en 1946 con �ngeles de Castro con la que tiene siete hijos y de la que enviuda en 1974. Aprende a utilizar correctamente los adjetivos en un texto de Derecho Mercantil de Joaqu�n Garrigues, y unos a�os despu�s este mismo se�or Garrigues le concede la c�tedra de Historia del Comercio. Para aprovechar el tiempo que le queda libre ingresa en El Norte de Castilla, del que lleg� a ser director. Despu�s de alg�n tiempo de ejercitarse a escribir en el peri�dico, pasa a la novela, y en 1947, su primera obra, La sombra del cipr�s es alargada, gana el premio Nadal. Este hecho supone un reto para Delibes. Desconocedor de sus propias cualidades, las cr�ticas que le hacen le conducen a la inseguridad, y movido por la necesidad de afirmarse publica apresuradamente A�n es de d�a, 1949, novela esta de un hiperrealismo rayano en el mal gusto, seg�n opini�n del autor. La aparici�n de El Camino en 1950 se�ala el equilibrio del autor. Desde Destino e Informaciones, Carmen Laforet le tranquiliza: "Yo deseo a este libro la suerte de caer en manos acostumbradas a manejar libros para que puedan apreciar su fuerza y su belleza". Delibes escribe sus tres primeras obras intuitivamente, sin otra influencia que las del libro de Derecho Mercantil. A prop�sito de las influencias, dice Delibes: "Los muchachos preferir�an que les recomendase a Kafka o a Faulkner o a Camus que son los maestros que ahora privan, pero yo no lo hago as�: los muchachitos que leen a Faulkner o a Kafka o a Camus se empe�an luego en escribir Las Palmeras Salvajes o El Proceso o La Peste, que da la casualidad de que ya est�n escritos. Leyendo a Garrigues, en cambio, no corren ese riesgo. Leyendo a Garrigues aprender�n a valorar los adjetivos y a escribir con frases justas, claramente y con sencillez, sin que en ning�n momento les pique la tentaci�n, creo yo, de redactar un curso de Derecho Mercantil." La editorial Ulisseia traduce y publica El Camino en Portugal e inmediatamente Gallimard de Par�s, lo incluye en la colecci�n de espa�oles que hab�a iniciado Juan Goytisolo. La editorial americana Holt Company decide realizar una edici�n escolar del libro y pide a Delibes que la ilustre. A continuaci�n lo publican Hamilton de Inglaterra, Day de Estados Unidos, Bachen de Alemania, e incluso Ana Mariscal realiza una pel�cula sobre gui�n de Jos� Zamit. Pero las tiradas m�s largas en lengua extranjera son las alemanas, en que, traducida por Anelies von Benda -esposa del director de la Orquesta Sinf�nica de Berl�n-, alcanza los 20.000 ejemplares. Tres a�os tarda en aparecer su nueva obra, Mi idolatrado hijo Sis�, 1953, acerba cr�tica contra el Maltusianismo, y al a�o siguiente le conceden el premio Nacional de Literatura Miguel de Cervantes por su Diario de un cazador. La Partida data tambi�n de 1954, Diario de un emigrante, Por esos mundos, Siestas con viento sur (1957, Premio Fastenrath de la Real Academia de la Lengua), La hoja roja (1959) adaptada al teatro. Las ratas (Premio de la cr�tica 1962) y sobre la que se hizo una pel�cula, Parada y fonda (1963), Viejas historias de Castilla la Vieja (1964), Cinco horas con Mario (1966) adaptada al teatro, La primavera de Praga (1968), Par�bola del n�ufrago (1969), La Mortaja (1970), Con la escopeta al hombro (1971), Un a�o de mi vida (1972). El 1 de febrero de 1973 fue elegido miembro de la Real Academia de La Lengua y tom� posesi�n del sill�n "e" el 25 de mayo de 1975, dejando expuestas muchas de sus ideas en el obligado discurso de entrada. Sobre El pr�ncipe destronado (1974) Antonio Mercero realiz� una pel�cula -La guerra de pap�- que fue record de recaudaci�n del cine espa�ol -, S.O.S., Aventuras, venturas y desventuras de un cazador a rabo, Mis amigas las truchas, El disputado voto del se�or Cayo (1978), 377A Madera de h�roe (Premio Ciudad de Barcelona 1987), Castilla, lo castellano y los castellanos (1979). En 1982 se le otorga el Premio Pr�ncipe de Asturias de las Letras. Publica el libro de memorias Mi vida al aire libre (1989) y la recopilaci�n de art�culos Pegar la hebra (1990). M�s recientemente He dicho, Loco y El hereje. Delibes ha alternado su docencia y su trabajo de escritor con numerosos viajes. Conoce el noroeste de �frica y Europa Occidental, Am�rica del Sur (Brasil, Uruguay, Argentina, Chile) y Estados Unidos. Ha aprovechado sus viajes para pronunciar conferencias en las m�s prestigiosas universidades. La mayor parte de sus obras ha sido traducida a m�s de veinte idiomas: ruso, ingl�s americano, alem�n, italiano, franc�s, sueco, checo, irland�s, japon�s, israel�... Ha recibido los m�s importantes premios de literatura en lengua castellana, entre ellos: Nadal en 1948 por La sombra del cipr�s es alargada. Fastenrath de la Real Academia en 1957 por Siestas con viento sur. Premio de la Cr�tica en 1962 por Las ratas. Pr�ncipe de Asturias en 1982. Premio de las Letras de la Junta de Castilla y Le�n en 1984. Nacional de las Letras en 1991. Premio de Literatura en Lengua Castellana "Miguel de Cervantes" en 1993. En 1999 obtuvo el Premio Nacional de Literatura de narrativa por El Hereje, premio que tambi�n se le concedi� en 1955 por la obra Diario de un cazador. Fue investido Doctor Honoris Causa por la Universidad de Valladolid (1983), Complutense de Madrid (1987), El Sarre - Alemania (1990) y Alcal� de Henares (1996). Caballero de la Orden de las Artes y las Letras de la Rep�blica Francesa. 1985. En 1993 la Diputaci�n Provincial de Valladolid le otorga la Medalla de Oro de la Provincia. En 1999 se le concede la Medalla de Oro al M�rito en el Trabajo. OBRAS Novelas A�n es de d�a (1949) Cartas de amor de un sexagenario voluptuoso (1983) Castilla en mi obra (1972) Castilla habla (1986) Castilla, lo castellano y los castellanos (1979) Cinco horas con Mario (1966, adaptaci�n teatral 1979) Diario de un emigrante (1958) Diario de un jubilado (1995) El camino (1950) El disputado voto del se�or Cayo (1978) El hereje (1998) El loco (1953) El otro f�tbol (1982) El pr�ncipe destronado (1973) El sentido del progreso desde mi obra (1975) El tesoro (1985) Europa: parada y fonda (1963) He dicho La censura en los a�os 40 (1985) La hoja roja (1959) La Partida (1954) La primavera de Praga (1968) La mortaja (1970) La sombra del cipr�s es alargada (1948) Las guerras de nuestros antepasados (1975, adaptaci�n teatral 1990) Las ratas (1962) Los ni�os Los ra�les (1954) Los Santos Inocentes (1981) 377A Madera de h�roe (1987) Mi idolatrado hijo Sis� (1953) Mi vida al aire libre: memorias deportivas de un hombre sedentario (1989) Mis amigas las truchas (1977) Par�bola del n�ufrago (1969) Pegar la hebra (1990) Se�ora de rojo sobre fondo gris (1991) Siestas con viento sur (1957) S.O.S Tres p�jaros de cuenta Un a�o de mi vida (1972) Un mundo que agoniza (1979) Viejas historias de Castilla La Vieja (1964) Vivir al d�a (1968) Libros de viajes Dos viajes en autom�vil: Suecia y Pa�ses Bajos (1982) Por esos mundos, Sudam�rica con escala en Canarias (1961) Un novelista descubre Am�rica: (Chile en el ojo ajeno) (1956) USA y yo (1966) Libros de caza Aventuras, venturas y desventuras de un cazador a rabo (1979) Con la escopeta al hombro (1970) Coto de caza (1992) Diario de un cazador (1955) Dos d�as de caza (1980) El conejo (1991) El libro de la caza menor (1964) La caza de la perdiz roja (1963) La caza en Espa�a (1962) La grajilla (1993) Las perdices del domingo (1981) El �ltimo coto (1992) Un cazador que escribe (1994) DELIBES, FE Y DESESPERANZA EN EL PROGRESO Cuando Miguel Delibes, novelista del campo y de sus gentes, ingres� en la Real Academia de la Lengua, en 1975, llevaba un recado que dar a los se�ores acad�micos y, de paso, a cuantos quisieran escucharle. Era un recado de parte de sus personajes. De los personajes de sus novelas, se entiende. De parte de Daniel el Mochuelo, Isidoro, Juan Gualberto el Barbas, Nini el cazador de ratas, la criada analfabeta Desi, Lorenzo el emigrante, el viejo Eloy, el T�o Ratero. Y el recado era bien sencillo: Que si el progreso moderno, el de la t�cnica y el de las m�quinas, el del consumo desmedido y el del confort, era sin�nimo de la destrucci�n del campo y de los p�jaros, ellos renunciaban a ese progreso. As� de simple y as� de contundente. Nadie denunci� nunca con tanto �nfasis �la dorada apariencia del progreso�, como lo hizo y hace Miguel Delibes en este dram�tico y delicioso texto de su discurso de recepci�n en la Academia, que tengo ahora el honor de presentar y apostillar. �l lo defini� entonces como un an�lisis del �sentido del progreso desde mi obra�, y ciertamente que lo es. Un an�lisis meticuloso y puntualizador. Porque, contrariamente a lo que haya podido argumentar alg�n lector apresurado de sus novelas, Delibes nunca atac� al progreso humano, ni a la ciencia ni a la t�cnica. Quien juzgue reaccionarios a los protagonistas de sus f�bulas, la verdad es que no se ha enterado de la misa la media de la sencilla y clarividente filosof�a de Delibes. He aqu� su credo: �Todo cuanto sea conservar el medio es progresar; todo lo que signifique alterarlo esencialmente, es retroceder.� Tal es su tesis, y a defenderla celosamente se dedica en las p�ginas de este peque�o libro. Por lo que Delibes aboga, lo que �l ha cantado y ensalzado en toda su obra literaria, es precisamente esa perfecta armon�a entre naturaleza y t�cnica, entre progreso y humanismo, que har�a que la m�quina y la ciencia estuviesen al servicio del hombre, y no a la inversa. Para el novelista de la tierra castellana, el progreso consiste en establecer las relaciones Hombre-Naturaleza en un plano de concordia. Y eso hoy se ha olvidado. Delibes lo grita con rabia en estas p�ginas. El hombre moderno ha antepuesto la t�cnica al humanismo. Ha hecho del progreso una batalla campal en la que triunfa y medra el m�s fuerte, el m�s rapaz, el menos �tico. Digo triunfa y tampoco es cierto. Porque lo chusco, lo tragic�mico del caso, es que la supuesta victoria del progreso se cobra como v�ctima al propio hombre tecnificado y superconfortable. Ya que el ser humano se ha hecho depredador de s� mismo y de su entorno vital. En la loca carrera hacia el bienestar hacia el consumo desmedido e indiscriminado de cosas y de sue�os, est� hundiendo su propio barco, est� cegando todas las fuentes de riqueza y de recursos, est� de continuo retorciendo el cuello a la gallina de los huevos de oro. Sorprende comprobar c�mo el texto de Delibes, escrito hace unos a�os, no solamente no ha perdido vigencia, sino que se ha convertido en una tremenda premonici�n que ahora se est� cumpliendo punto por punto. La aguda crisis energ�tica que nos acucia, y cuyas consecuencias pueden ser dram�ticas, es una prueba contundente. Una de tantas. El hombre sigue empe�ado en bloquear su propia salida a la esperanza. �Os acord�is de la famosa pel�cula de Los hermanos Marx en el Oeste? �De la escena aquella en que para alimentar la caldera de la locomotora, y no detener as� la marcha veloz del tren, van arrojando al fog�n la madera de todos los vagones, uno por uno? Ninguna caricatura m�s justa que esta inmortal secuencia para pintar el progreso del hombre de hoy. Al grito optimista e inconsciente de ��m�s madera!�, est� arrasando bosques, destruyendo sistemas ecol�gicos, acabando con la vida animal y vegetal, ofuscado por la apetencia del poder y del confort irracionales. �Pero hasta d�nde puede llegar un tren que se autodestruye para alimentar su propia y loca carrera? He aqu� la tremenda pregunta que formula Miguel Delibes. Quiz� nunca como ahora se haya visto a la especie humana encaminarse tan inconscientemente a su ocaso, sin el menor desasosiego ante un ma�ana que nos acecha, sin noci�n del peligro, de la hecatombe, del apocalipsis que se nos viene encima. Delibes s�lo pretende quitarnos la venda de los ojos. Y aunque �l se limite a diagnosticar la patolog�a individual y colectiva del hombre moderno, tambi�n de sus reflexiones se deduce -como se deduce de todas sus novelas- un tratamiento, una posible cura a seguir. Ser�a �sta, pienso, una profunda revoluci�n �tica que transformase todas nuestras coordenadas de comportamiento, una vuelta -que no �regresi�n�- a esa concordia entre el hombre y la naturaleza que el escritor y acad�mico vallisoletano retrata y ensalza en tantos de sus inolvidables t�tulos: El camino, La hoja roja, Viejas historias de Castilla la Vieja, Las ratas, Diario de un cazador, Diario de un emigrante, El disputado voto del se�or Cayo. Todos y cada uno de los personajes de ficci�n de estos relatos vive en perfecta armon�a con el medio ambiente, y se rebela -lo mismo que su autor-contra ese progreso falaz que ha inmolado la naturaleza a la t�cnica, que ha depredado el campo y ha agostado hasta el propio lenguaje de la gente del pueblo. A ellos, como a Delibes, no les va este progreso. En absoluto. Porque est�n convencidos de que �la m�quina ha venido a calentar el est�mago del hombre, pero ha enfriado su coraz�n�. Y eso es como para llen�rsele a uno la entra�a de miedos y de torvos presagios. Como para empezar a vestirse de luto por un mundo agonizante, por una sociedad suicida. Miguel Delibes nos invita a meditar sobre esta insensatez colectiva ahora mismo, ya. Ma�ana - amanece ma�ana- ser� ya demasiado tarde. RAM�N GARC�A DOM�NGUEZ Discurso en la Academia MI CREDO Cuando escrib� mi novela El camino, donde un muchachito, Daniel el Mochuelo, se resiste a abandonar la vida comunitaria de la peque�a villa para integrarse en el reba�o de la gran ciudad, algunos me tacharon de reaccionario. No quer�an admitir que a lo que renunciaba Daniel el Mochuelo era a convertirse en c�mplice de un progreso de dorada apariencia pero absolutamente irracional. Posteriormente mi oposici�n al sentido moderno del progreso y a las relaciones Hombre-Naturaleza se ha ido haciendo m�s acre y radical hasta abocar a mi novela Par�bola del n�ufrago, donde el poder del dinero y la organizaci�n -quintaesencia de este progreso- termina por convertir en borrego a un hombre sensible, mientras la Naturaleza mancillada, harta de servir de campo de experiencias a la qu�mica y la mec�nica, se alza contra el hombre en abierta hostilidad. En esta f�bula ven�a a sintetizar mi m�s honda inquietud actual, inquietud que, humildemente, vengo a compartir con unos centenares -pocos- de naturalistas en el mundo entero. Para algunos de estos hombres la Humanidad no tiene sino una posibilidad de supervivencia, seg�n declararon en el Manifiesto de Roma: frenar su desarrollo y organizar la vida comunitaria sobre bases diferentes a las que hasta hoy han prevalecido. De no hacerlo as�, consumaremos el suicidio colectivo en un plazo relativamente breve. Su razonamiento es simple. La industria se nutre de la Naturaleza, y la envenena y, al propio tiempo, propende a desarrollarse en complejos cada vez m�s amplios, con lo que d�a llegar� en que la Naturaleza sea sacrificada a la tecnolog�a. Pero si el hombre precisa de aqu�lla, es obvio que se impone un replanteamiento. Nace as� el Manifiesto para la Supervivencia, un programa que, pese a sus ribetes ut�picos, es a juicio de los firmantes la �nica alternativa que le queda al hombre contempor�neo. Seg�n �l, el hombre debe retornar a la vida en peque�as comunidades autoadministradas y autosuficientes, los pa�ses evolucionados se impondr�n el �desarrollo cero� y procurar�n que los pueblos atrasados se desarrollen equilibradamente sin incurrir en sus errores de base. Esto no supondr�a renunciar a la t�cnica, sino embridarla, someterla a las necesidades del hombre y no imponerla como meta. De esta manera, la actividad industrial no vendr�a dictada por la sed de poder de un capitalismo de Estado ni por la codicia veleidosa de una minor�a de grandes capitalistas. Ser�a un servicio al hombre, con lo que autom�ticamente dejar�an de existir pa�ses imperialistas y pa�ses explotados. Y, simult�neamente, se procurar�a armonizar naturaleza y t�cnica de forma que �sta, aprovechando los desperdicios org�nicos, pudiera cerrar el ciclo de producci�n de una manera racional y ordenada. Tales conquistas y tales frenos, de los cuales apenas se advierten atisbos en los pa�ses mejor organizados, imprimir�an a la vida del hombre un sentido distinto y alumbrar�an una sociedad estable, donde la econom�a no fuese el eje de nuestros desvelos y se diese preferencia a otros valores espec�ficamente humanos. Esto es, quiz�, lo que yo intu�a vagamente al escribir mi novela El camino en 1949, cuando Daniel, mi peque�o h�roe, se resist�a a integrarse a una sociedad despersonalizada, pretendidamente progresista, pero, en el fondo, de una mezquindad irrisoria. Y esta intuici�n, cuyos principios, aut�nticamente revolucionarios, fueron luego formulados por un plantel respetable de sabios humanistas, es lo que indujo a algunos comentaristas a tachar de reaccionaria mi postura. Han sido suficientes cinco lustros para demostrar lo contrario, esto es, que el verdadero progresismo no estriba en un desarrollo ilimitado y competitivo, ni en fabricar cada d�a m�s cosas, ni en inventar necesidades al hombre, ni en destruir la Naturaleza, ni en sostener a un tercio de la Humanidad en el delirio del despilfarro mientras los otros dos tercios se mueren de hambre, sino en racionalizar la utilizaci�n de la t�cnica, facilitar el acceso de toda la comunidad a lo necesario, revitalizar los valores humanos, hoy en crisis, y establecer las relaciones Hombre-Naturaleza en un plano de concordia. He aqu� mi credo y, por hacerlo comprender, vengo luchando desde hace muchos a�os. Pero, a la vista de estos postulados, �es serio afirmar que la actual orientaci�n del progreso es la congruente? Si progresar, de acuerdo con el diccionario, es hacer adelantamientos en una materia, lo procedente es analizar si estos adelantamientos en una materia implican un retroceso en otras y valorar en qu� medida lo que se avanza justifica lo que se sacrifica. El hombre, ciertamente, ha llegado a la Luna pero en su organizaci�n pol�tico-social contin�a anclado en una ardua disyuntiva: la explotaci�n del hombre por el hombre o la anulaci�n del individuo por el Estado. En este sentido no hemos avanzado un paso. Los esfuerzos inconexos de algunos idealistas -Dubcek 1968 y Allende 1973- no han servido pr�cticamente de nada. A pesar de nuestros avances de todo orden en pol�tica, la experimentaci�n constituye un privilegio m�s de los fuertes. Perfil semejante, a�n m�s negativo, nos ofrece el tan cacareado progreso econ�mico y tecnol�gico. El hombre, arrullado en su comfortabilidad, apenas se preocupa del entorno. La actitud del hombre contempor�neo se asemeja a la de aquellos tripulantes de un nav�o que, cansados de la angostura e incomodidad de sus camarotes, decidieron utilizar las cuadernas de la nave para ampliar aqu�llos y amueblarlos suntuosamente. Es incontestable que, mediante esta actitud, sus particulares condiciones de vida mejorar�an, pero, �por cu�nto tiempo? �Cu�ntas horas tardar�a este buque en irse a pique -arrastrando a culpables e inocentes- una vez que esos tripulantes irresponsables hubieran destruido la arquitectura general de la nave para refinar sus propios compartimientos? He aqu� la madre del cordero. Porque ahora que hemos visto suficientemente claro que nuestro barco se hunde -y a tratar de aclararlo un poco m�s aspiran mis palabras-, �no ser�a progresar el admitirlo y aprontar los oportunos remedios para evitarlo? El hombre, obcecado por una pasi�n dominadora, persigue un beneficio personal, ilimitado e inmediato y se desentiende del futuro. Pero, �cu�l puede ser, presumiblemente, ese futuro? Negar la posibilidad de mejorar y, por lo tanto, el progreso, ser�a por mi parte una ligereza; condenarlo, una necedad. Pero s� cabe denunciar la direcci�n torpe y ego�sta que los rectores del mundo han impuesto a ese progreso. As�, quede bien claro que cuando yo me refiero al progreso para ponerlo en tela de juicio o recusarlo, no es al progreso estabilizador y humano -y, en consecuencia, deseable- al que me refiero, sino al sentido que se obstinan en imprimir al progreso las sociedades llamadas civilizadas. 1 EL PROGRESO CONTRA EL HOMBRE Todos estamos acordes en que la Ciencia aplicada a la tecnolog�a ha cambiado, o seguramente ser�a mejor decir revolucionado, la vida moderna. En pocos a�os se ha demostrado que el ingenio del hombre, como sus necesidades, no tienen l�mites. El esp�ritu de invenci�n y el refinamiento de lo inventado arrumban objetos que hace apenas unos a�os nos parec�an insuperables. En la actualidad disponemos de cosas que no ya nuestros abuelos, sino nuestros padres hace apenas cinco lustros hubieran podido imaginar. El cerebro humano camina muy de prisa en el conocimiento de su entorno. El control de las leyes f�sicas ha hecho posible un viejo sue�o de la Humanidad: someter a la Naturaleza. No obstante, todo progreso, todo impulso hacia delante comporta un retroceso, un paso atr�s, lo que en t�rminos cineg�ticos, jerga que a m� me es muy cara, llamar�amos el culatazo. Y la F�sica nos dice que este culatazo es tanto mayor cuanto m�s ambicioso sea el lanzamiento. Esto presupone que tanto la t�cnica como la Qu�mica, como muchos remedios de botica, sabemos lo que quitan pero ignoramos lo que ponen, siquiera no se nos oculta que, en muchas ocasiones, el env�s de aqu�llas, sus aspectos negativos, se emparejan, cuando no superan, a los aspectos positivos. Pongamos por caso el DDT. Este descubrimiento alivi�, como es sabido, a los soldados de la Segunda Guerra Mundial de la plaga de los par�sitos y, una vez firmada la paz, su aplicaci�n en la lucha contra la malaria y otras enfermedades tropicales confirm� su eficacia. La Humanidad no ocult� su entusiasmo; al fin estaba en camino de encontrar la panacea, el remedio para sus males. Bastaron, sin embargo, unos pocos a�os para descubrir la contrapartida, esto es, los efectos del culatazo. Hoy, incluso los escolares de buena parte del mundo saben que este insecticida, en virtud de un proceso que ya nos resulta familiar se ha incorporado a los organismos animales sin excluir al hombre hasta el punto de que an�lisis de la leche de j�venes madres efectuados por bi�logos compa�eros de mis propios hijos han demostrado que nuestros lactantes son amamantados, en proporci�n no desde�able, con DDT. Los suecos, gente amante de las estad�sticas, nos dicen que la leche de algunas madres de aquel pa�s contiene un 70 % m�s de insecticida que el nivel tolerado por la Salubridad P�blica para la leche de vaca. Algo semejante cabr�a decir de algunas conquistas t�cnicas encaminadas a satisfacer los viejos anhelos de ubicuidad del hombre: autom�viles, aviones, cohetes interplanetarios . Tales invenciones aportan, sin duda, ventajas al dotar al hombre de un tiempo y una capacidad de maniobra impensables en su condici�n de b�pedo, pero, �desconocemos, acaso, que un aparato supers�nico que se desplaza de Par�s a Nueva York consume durante las seis horas de vuelo una cantidad de ox�geno aproximada a la que, durante el mismo tiempo, necesitar�an 25.000 personas para respirar? A la Humanidad ya no le sobra el ox�geno, pero es que, adem�s, estos reactores desprenden por sus escapes infinidad de part�culas que interfieren las radiaciones solares, hasta el punto de que un equipo de naturalistas desplazado durante medio a�o a una peque�a isla del Pac�fico para estudiar el fen�meno, inform� en 1970 al Congreso de Londres, que en el tiempo que llevaban en funcionamiento estos aviones, la acci�n del Sol luminosa y calor�fica hab�a decrecido aproximadamente en un 30 %, con lo que, de no adoptarse el oportuno correctivo, no se descartaba la posibilidad de una nueva glaciaci�n. Pero, �y la Medicina?, arg�ir�n los optimistas. �Tambi�n tiene usted alguna objeci�n que hacer al desarrollo de la Medicina? �No se ha doblado, en un breve lapso, el promedio de la vida humana? �No nos anuncian cada d�a los peri�dicos, con grandes titulares, nuevos triunfos sobre el dolor y la muerte? Esto es incontestable. He aqu� un punto en el que negar el progreso ser�a negar la evidencia. Las conquistas de la Medicina y la Higiene en el �ltimo per�odo hist�rico no s�lo son plausibles sino pasmosas. Las enfermedades infecciosas han sido pr�cticamente erradicadas y se han conseguido notables progresos en aquellas otras de origen gen�tico. Todo esto, repito, es incuestionable. Empero la contrapartida de estos �xitos tambi�n se da, y aunque parezca parad�jico, deriva de su misma eficacia. La Medicina en el �ltimo siglo ha funcionado muy bien, de tal forma que hoy nace mucha m�s gente de la que se muere. La demograf�a, entonces, ha estallado, se ha producido una explosi�n literalmente sensacional. A una poblaci�n estancada hasta el siglo XVII en 600 o 700 millones, ha sucedido un crecimiento lento pero inexorable, hasta conseguir, tras el descubrimiento de los antibi�ticos, doblarla en los �ltimos treinta a�os. Esto supone que, prescindiendo de posibles nuevos avances en este campo, y ateni�ndonos al: ritmo alcanzado, la poblaci�n mundial se duplicar� cada seis lustros, lo que equivale a decir que los 3.500 millones de personas de 1970, se convertir�n en 56.000 antes de finalizar el siglo XXI, esto es, si no yerro en la cuenta, la poblaci�n actual, m�s o menos, multiplicada por catorce. La pregunta irrumpe sin pedir paso: �va a dar para tantos la despensa? Si este progreso del que hoy nos jactamos no ha conseguido atenuar el hambre de dos tercios de nuestros semejantes, �qu� se puede esperar el d�a, que muy bien pueden conocer nuestros nietos, en que por cada hombre actual haya catorce sobre la Tierra? La Medicina ha cumplido con su deber; pero al posponer la hora de nuestra muerte, viene a agravar, sin quererlo, los problemas de nuestra vida. La Medicina, pese a sus esfuerzos, no ha conseguido cambiarnos por dentro; nos ha hecho m�s pero no mejores. Estamos m�s juntos -y a�n lo estaremos m�s- pero no m�s pr�ximos. 2 HOMBRES ENCADENADOS Para nuestra desgracia, el culatazo del progreso no s�lo empa�a la brillantez y eficacia de las conquistas de nuestra era. El progreso comporta -inevitablemente, a lo que se ve- una minimizaci�n del hombre. Errores de enfoque han venido a convertir al ser humano en una pieza m�s -e insignificante- de este ingente mecanismo que hemos montado. La tecnocracia no casa con eso de los principios �ticos, los bienes de la cultura humanista y la vida de los sentimientos. En el siglo de la tecnolog�a, todo eso no es sino letra muerta. La idea de Dios, y aun toda aspiraci�n espiritual, es borrada en las nuevas generaciones -seguramente porque la aceptaci�n de estos principios no enalteci� a las precedentes- mientras los estudios de Humanidades, por ce�irme a un punto concreto, sufren cada d�a, en todas partes, una nueva humillaci�n. Es un hecho que las Facultades de Letras sobreviven en los pa�ses m�s adelantados con las migajas de un presupuesto que absorben casi �ntegramente las Facultades y Escuelas t�cnicas. En este pa�s se ha hablado de suprimir la literatura en los estudios b�sicos -olvidando que un pueblo sin literatura es un pueblo mudo- porque, al distraer unas horas al alumnado, distancia la consecuci�n de unas cimas cient�ficas que, conforme a los juicios de valor vigentes, resultan m�s rentables. Los carriles del progreso se montan, pues, sobre la idea del provecho, o lo que es lo mismo, del bienestar. Pero, �en qu� consiste el bienestar? �Qu� entiende el hombre contempor�neo por "estar bien"? En la respuesta a estas interrogantes no es f�cil el acuerdo. Ello nos desplazar�a, por otra parte, a ese otro complejo problema de la ocupaci�n del ocio. Lo que no se presta a discusi�n es que el "estar bien" para los actuales rectores del mundo y para la mayor parte de los humanos, consiste, tanto a nivel comunitario c�mo a niveles individuales, en disponer de dinero para cosas. Sin dinero no hay cosas y sin cosas no es posible "estar bien" en nuestros d�as. El dinero se erige as� en s�mbolo e �dolo de una civilizaci�n. El dinero se antepone a todo; llegado el caso, incluso al hombre. Con dinero se montan grandes factor�as que producen cosas y con dinero se adquieren las cosas que producen esas grandes factor�as. El hecho de que esas cosas sean necesarias o superfluas es accesorio. El juego consiste en producir y consumir; de tal modo que en la moderna civilizaci�n, no s�lo se considera honesto sino inteligente, gastar uno en producir objetos superfluos y emplear noventa y nueve en persuadirnos de que nos son necesarios. Ante la oportunidad de multiplicar el dinero -insisto, a todos los niveles-, los valores que algunos seres a�n respetamos, son sacrificados sin vacilaci�n. Entre la supervivencia de un bosque o una laguna y la erecci�n de una industria poderosa, el hombre contempor�neo no se plantea problemas: optar� por la segunda. Encarados a esta realidad, nada puede sorprendernos que la corrupci�n se ense�oree de las sociedades modernas. El viejo y deplorable aforismo de que cada hombre tiene su precio alcanza as� un sentido literal, de plena y absoluta vigencia, en la sociedad de nuestros d�as. Esta tendencia arrolladora del progreso se manifiesta en todos los terrenos. Yo recuerdo que all� por los a�os 50, un rid�culo concepto de la moral llev� a este pa�s a la proscripci�n de las playas mixtas y la imposici�n del albornoz en los ba�os p�blicos para preservar a los espa�oles del pecado. Se trataba de una moral pazguata y atormentada, de acuerdo, pero, era la moral que oficialmente prevalec�a. Fue suficiente, empero, el descubrimiento de que el desnudismo aportaba divisas para que se diera paso franco a la promiscuidad soleada y al "bikini". El dinero triunfaba tambi�n sobre la moral. Y �qu� decir de los trabajos rutinarios, embrutecedores, sobre los que se organiza hoy la gran industria? La eficacia, la producci�n espectacular -o, lo que es lo mismo, el dinero- se antepone igualmente a la integridad y la dignidad humanas. Fabricar un hombre es una actividad infinitamente m�s sencilla y agradable que fabricar un autom�vil, con lo que nunca ha de faltar el recambio para un hombre inutilizado. Sobre esta base, nace y se extiende la fabricaci�n en serie, en cadena, d�nde no cuentan m�s que los resultados. Las nobles advertencias de Charles Chaplin al respecto, en el primer tercio del siglo, es decir cuando a�n era tiempo de reflexi�n, quedaron como una obra de arte, sin ninguna trascendencia pr�ctica. As�, paralelamente a la producci�n de cosas, se iban produciendo frustraciones tambi�n en cadena. La serie facilita una compensaci�n pendular: si, por un lado, destruye al hombre al anular su amor por la obra bien hecha, por el otro, facilita la consecuci�n de esa obra y esto, cerrar el ciclo, es lo que en definitiva interesa al orden econ�mico de nuestro tiempo. El hecho de que la serie fabrique, de rechazo, hombres en serie y la cadena, hombres encadenados, no nos desazona porque no interrumpe la marcha del progreso. Simult�neamente, el desarrollo exige que la vida de estas cosas sea ef�mera, o sea, se fabriquen mal deliberadamente, supuesto que el desarrollo del siglo XX requiere una constante renovaci�n para evitar que el monstruoso mecanismo se detenga. Yo recuerdo que anta�o se nos incitaba a comprar con insinuaciones macabras cuando no aterradoramente escatol�gicas: "Este traje le enterrar� a usted", "Tenga por seguro que esta tela no la gasta". Hoy no aspiramos a que ning�n traje nos entierre, en primer lugar porque la sola idea de la muerte ya nos estremece y, en segundo, porque unas ropas vitalicias podr�an provocar el gran colapso econ�mico de nuestros d�as. Con la superfluidad es, por tanto, la fungibilidad la nota caracter�stica de la moderna producci�n, porque, �qu� suceder�a el d�a que todos estuvi�ramos servidos de objetos perdurables? La gran crisis, primero, y, despu�s el caos. Apremiados por esta exigencia, fabricamos, intencionadamente, telas para que se ajen, autom�viles para que se estropeen, cuchillos para que se mellen, bombillas para que se fundan. Es la civilizaci�n del consumo en estado puro, de la incesante renovaci�n de los objetos -en buena parte, innecesarios- y, en consecuencia, del desperdicio. Y no se piense que este pecado -grave sin duda- es exclusivo del mundo occidental puesto que, si mal no recuerdo, Kruschev declaraba en sus horas altas de 1955 que la meta sovi�tica era alcanzar cuanto antes el nivel de consumo americano. El primer ministro ruso ven�a a reconocer as� que si el delirio consumista no hab�a llegado a la URSS no era porque no quisiera sino porque no pod�a. Sus aspiraciones eran las mismas. En rigor, ambas sociedades, la oriental y la occidental, no son fundamentalmente diferentes, en este punto. Aceptado lo antedicho, no parece gratuito afirmar que, salvo en unos millares de cient�ficos y hombres sensibles repartidos por todo el mundo, el progreso se entiende hoy de manera an�loga en todas partes. El desarrollo humano no es sino un proceso de decantaci�n del materialismo sometido a una aceleraci�n muy marcada en los �ltimos lustros. Al teocentrismo medieval y al antropocentrismo renacentista ha sucedido un objeto-centrismo que, al eliminar todo sentido de elevaci�n en el hombre le ha hecho caer en la abyecc��n y la egolatr�a. 3 EL DESEO DE DOMINIO Con �l dinero -y, tal vez, incubada en �l- hay, a mi entender otra nota diferenciadora del progreso moderno: el deseo de sobresalir o, lo que viene a ser lo mismo, la ambici�n de poder. En este punto, la analog�a del hombre con las aves en la llamada por los bi�logos "jerarqu�a del picoteo", es patente. La aspiraci�n de todo hombre es elevar su rango, anteponerse, no tanto acrecentando su cultura y sus facultades c�mo amedrentando a su adversario o debilit�ndolo. La t�cnica se convierte as�, no ya en una posibilidad de dinero, sino -lo que es m�s grave- en una posibilidad de dominaci�n. De este modo, mientras entre los hombres se acent�a el esp�ritu de competencia, en la esfera internacional se plantea una cuesti�n de hegemon�a que no se resuelve, c�mo anta�o, fabricando m�s espadas o m�s fusiles, sino buscando un arma que, llegado el cas�, sea suficiente para arrasar al adversario -y, con �l, a la Humanidad entera- en unas d�cimas de segundo. La cuesti�n de la supremac�a no se establece ya en t�rminos de prevalencia sino de aniquilamiento. Tal anhelo de dominaci�n se manifiesta en las relaciones de individuo a individuo, de Estado a individuo y de Estado a Estado. �C�mo? Me limitar� a se�alar tres extremos que son, para m�, por graves, los m�s representativos: Primero: Enervando al hombre desde arriba, despoj�ndole del deseo de participar en la organizaci�n de la comunidad, dando as� paso a unas autocracias que la manifiesta inhibici�n del hombre favorece. Segundo: A nivel internacional, procurando la hegemon�a a costa de convertir el noble deseo de paz basado en la justicia y la libertad, en un equilibrio del terror. Y tercero, encauzando la t�cnica hacia la fabricaci�n de instrumentos que facilitan el allanamiento de la intimidad del hombre, o la esfera privada de las instituciones, con objeto de controlar a unos y otras. La pedagog�a universal consider� resuelto el problema de la infancia compaginando la instrucci�n y el deleite, aun�ndolos en una sola actividad. El juego instructivo o la instrucci�n amena, hac�an posible armoniz�ndolas, la formaci�n y el entretenimiento de los ni�os, de manera que �stos "no diesen guerra", no alborotasen. Fue, quiz�, nuestro Carlos III quien descubri�, con el c�lebre mot�n de Esquilache que los adultos eran "como ni�os peque�os que lloran y protestan cuando se les limpia y asea". Desde entonces, mayor preocupaci�n que hacer justicia ha sido para los gobernantes buscar la manera de entretener al pueblo para que no la pida, esto es, para que no alborote, para que "no d� guerra". El "pan y toros" ha tenido a lo largo de las edades de la Historia m�ltiples versiones. Pero he aqu� que la era supert�cnica ha venido a descubrir que tambi�n existen juguetes para entretener a los adultos y borrar de sus mentes cualquier idea de participaci�n y responsabilidad. Es m�s, el ingenio de la t�cnica moderna descubre "el juguete" por antonomasia, merced al cual el pueblo no s�lo no piensa, sino que incluso nos facilita la posibilidad de conducir su pensamiento, de hacerle pensar lo que nosotros queremos que piense. As� el inter�s por su juguete acaba por enervar en el hombre otros intereses superiores. La alienaci�n se produce entonces como fen�meno general y masivo. Mas si esto, hasta cierto punto, es comprensible, no lo es, en cambio, que admitamos que esta inhibici�n se fomente desde arriba, mediante el control de este juguete, �nico alimento espiritual de un elevad�simo porcentaje de seres humanos. La difusi�n de consignas, la eliminaci�n de la cr�tica, la exposici�n triunfalista de logros parciales o insignificantes y la misma publicidad subliminal, van moldeando el cerebro de millones de televidentes que, persuadidos de la bondad de un sistema, o simplemente fatigados, pero, en todo caso, incapacitados para pensar por su cuenta, terminan por hacer dejaci�n de sus deberes c�vicos, encomendando al Estado-Padre hasta las mas peque�as responsabilidades comunitarias. En este mismo sentido act�a la organizaci�n del trabajo a que antes alud�a. La rutina laboral genera el gregarismo en los ocios, de forma que todos los hombres se procuran an�logas distracciones y unos mismos est�mulos, por lo general, no fecundadores, ni liberadores, ni enaltecedores de los valores del esp�ritu. El hombre, de esta manera, se despersonaliza y las comunidades degeneran en unas masas amorfas, sumisas, f�cilmente controlables. desde el poder concentrado en unas pocas manos. Es obvio que no en todo el mundo las circunstancias mencionadas operan con la misma intensidad pero, a mi juicio, sirven como exponentes de los riesgos lamentables que comporta la malintencionada aplicaci�n de la t�cnica a la pol�tica y la sociolog�a. 4 EL EQUILIBRIO DEL MIEDO La avidez de poder a nivel internacional, desata a�n mayores riesgos. La vieja carrera de armamentos ha cambiado de signo. Hoy, c�mo he dicho, no es m�s fuerte quien m�s armas tiene sino quien las tiene mejores. El objetivo de los pueblos en competencia es acertar con un arma lo suficientemente eficaz como para resolver un conflicto en pocos minutos, aun poniendo en peligro la vida sobre el planeta. Tal arma est� ya a disposici�n de seis o siete potencias y el resto de los pa�ses se limitan a procurar conseguirla o a observar aterrados, los tira y afloja del juego pol�tico internacional, a conciencia de que un gesto mal interpretado o un simple error puede desencadenar la cat�strofe. Se aducir� que la marcha hacia la paz es hoy m�s firme que hace diez a�os, pero como dice Mar�as no basta con que nadie quiera la guerra, si "se quiere poder hacerla". Porque, si bien se considera el problema, a la guerra fr�a de ayer ha sucedido una paz fr�a, casi m�s negativa que la situaci�n anterior ya que esta paz congelada demuestra nuestra incapacidad, o sea que, en vista de que una fraternidad c�lida y universal parece fuera de nuestro alcance, nos resignamos a aceptar el miedo c�mo garant�a de supervivencia. Pero los ingenios nucleares est�n ah�, fabricados por unos hombres y esperando ser utilizados contra otros hombres. La suprema aspiraci�n de los humanos estriba en que sigan ah�, quietos, en los arsenales, es decir que no lleguen a emplearse. Pero en este caso y aun en el m�s positivo de que se llegase a un acuerdo de desarme general y completo, �qu� hacer con ellos?; �qu� hacer con este elemento devastador cuidadosamente embotellado a lo largo de un cuarto de siglo? �Lanzarlo al mar? �Enterrarlo? �Es que desconocemos, acaso, las propiedades letales de los is�topos radiactivos? �No sabemos que el aire, el agua y la tierra contaminados envuelven un riesgo inmediato para la vida? En Hanford, estado de Washington, en las proximidades del r�o Columbia, hay enterrados 124 tanques de acero y hormig�n, los cuales contienen m�s de 200 millones de litros de desechos radiactivos; cantidad que, al ritmo de crecimiento actual, puede multiplicarse por ciento en veinticinco a�os. Estos tanques y sus posibles filtraciones son celosamente vigilados, pero a juicio de ge�logos norteamericanos, tal vez bastar�a un terremoto de las modestas proporciones del de 1918, conocido como "el terremoto de Corf�", para agrietar estos recipientes y liberar la radiactividad que contienen. Los efectos de esta aver�a, en opini�n de cient�ficos competentes, ser�an tan desastrosos como los que podr�a ocasionar una guerra nuclear en la que se empleasen todas las reservas at�micas actuales, ya que la radiactividad que almacena uno solo de estos tanques equivale, seg�n Sheldon Novice, "a la producida por todas las armas nucleares probadas desde 1945". �sta es nuestra situaci�n en la paz at�mica de nuestros d�as. Mas con ser �sta la novedad m�s ruidosa, tampoco podemos olvidar la actividad de los pueblos por alcanzar la hegemon�a en otros terrenos, c�mo, por ejemplo, la guerra qu�mica y biol�gica. La bomba at�mica, por m�s moderna, parece resumir la mayor posibilidad catastr�fica que somos capaces de imaginar pero no hay que olvidar la evoluci�n de las armas bacteriol�gicas, cuyo almacenaje no ocupa lugar y su producci�n es infinitamente m�s barata que aqu�lla y est�, por tanto, al alcance de los pueblos pobres. Seg�n Milton Leitenkey, la potencia destructiva de estas armas equivale a la de las at�micas y el agente portador de la enfermedad puede viajar tan concentrado que, en muchos casos, son suficientes unos pocos gramos, estrat�gicamente distribuidos, para acabar con la poblaci�n del mundo. Tenemos el caso de la psitacosis, d�nde los virus necesarios para destruir hasta el �ltimo rastro de vida caben en una docena de huevos de gallina, o el de la brucelosis-letal, resistente a toda vacuna, que puede concentrarse en una pasta, a raz�n de 2.500 millones de bacterias por gramo, en la seguridad de que bastar�an cincuenta gramos para borrar al hombre del planeta. La t�cnica de la dispersi�n ha alcanzado asimismo un alto nivel de perfecci�n y variedad: fumigaciones a�reas, disoluci�n en las aguas de los r�os, formaci�n de nubes artificiales mediante generadores o producci�n de insectos en masa. A este respecto, los japoneses, maestros en la mec�nica menuda, han llegado a producir diez litros de pulgas portadoras de microbios -alrededor de los treinta y cinco millones de individuos- en el breve plazo de un mes. Tampoco en este aspecto cabe descartar el accidente, ya que hace apenas seis a�os, al ser rociado con un organ�fosfato muy t�xico al campo de pruebas de Utah, por la aviaci�n norteamericana, las part�culas, arrastradas por un viento imprevisto, ocasionaron la muerte fulminante de los reba�os de ovejas que pastaban en las laderas de Skull y Rush, a cincuenta kil�metros de distancia. Esto supone que el hombre se ha acomodado a vivir sobre un volc�n. Pero "vivir sobre un volc�n" era, hasta el d�a, una situaci�n accidental, esto es, que se le impon�a, no buscada por �l. Lo insensato es que el evolucionado hombre del siglo XX, haya encendido el volc�n para despu�s, tranquilamente, instalarse a vivir en sus faldas. Un �ltimo extremo interesante, dentro de esta fiebre de dominaci�n y poder que nos invade, es el incesante perfeccionamiento de instrumentos audiovisuales, escrutadores de la intimidad, que han venido a destruir la confianza en el hombre y a deteriorar seriamente su sensibilidad. En esta direcci�n, bien podemos asegurar que la t�cnica se ha pasado, de tal modo que muchas de sus consecuencias resultan ya irreversibles. El ansia de poder de unos hombres sobre otros, la obsesi�n de control de las palabras de los s�bditos por parte de los gobiernos, hace tiempo que desbordaron resortes tan primarios como la censura de correspondencia y la intervenci�n telef�nica. Estos medios sin duda alguna corresponden a la prehistoria de las t�cnicas de intromisi�n audiovisuales. Recientes esc�ndalos han evidenciado a qu� incre�ble grado de perfecci�n han llegado los mecanismos de espionaje. La revista El Correo de la Unesco denunciaba, no hace muchos meses, estos hechos como atentatorios contra la intimidad del hombre. Pero, yo me pregunto: �dispone el hombre de alg�n recurso contra esta carrera desenfrenada de la t�cnica fuera del viejo y elemental recurso del pataleo? El hombre actual se sabe vigilado o, lo que quiz� es peor siente constantemente sobre s� la posibilidad de ser vigilado. En este punto, la t�cnica viene haciendo aut�nticas maravillas. La miniaturizaci�n de los ingenios, permite, por ejemplo, que un micr�fono del tama�o de un grano de arroz colocado en la rendija de una puerta nos informe de lo que se habla detr�s de ella. Mejor a�n: un micr�fono de contacto m�s chico que una nuez, adosado al exterior de una casa, puede registrar una conversaci�n sostenida en el interior por las vibraciones del -muro. Un telescopio, no m�s largo que un lapicero, conectado a una c�mara fotogr�fica, es capaz de reproducir lo que estamos escribiendo en una cuartilla a cien metros de distancia, es decir dos o tres veces la anchura de una calle normal. Mediante una bombilla de apariencia inocua pero emisora de rayos infrarrojos, es posible obtener fotograf�as en la oscuridad. Y basta una linternita no mayor que un alfiler para inspeccionar el contenido de una carta sin necesidad de violar el sobre. Esta t�cnica, enlazada a la de las computadoras, har�a posible, seg�n El Correo de la Unesco, almacenar veinte folios de informaci�n sobre cada ser humano en apenas diez cintas de dos cent�metros y medio de ancho por 1.500 metros de longitud. O sea, basta una caja de cerillas para archivar datos de computadora que, de estar impresos, no cabr�an en una catedral. El mismo Correo nos informa de que una empresa americana en liquidaci�n por quiebra puso en venta tres millones de expedientes relativos a otros tantos ciudadanos, y un consorcio de aquel mismo pa�s ha preparado, mediante computadoras, datos referentes a la situaci�n econ�mica de cien millones de personas, exactamente la mitad de la poblaci�n. Si agregamos a estos progresos la creciente difusi�n de las grabadoras, la utilizaci�n de t�cnicas de detecci�n de mentiras, el lavado de cerebro, la publicidad subliminal, el refinamiento de los m�todos de tortura, y el uso, cada d�a m�s extendido, de las evaluaciones psicofisiol�gicas de la personalidad, concluiremos que los mundos de pesadilla imaginados un d�a por Huxley y Orwell han sido pr�cticamente alcanzados. El af�n de dominaci�n del hombre sobre el hombre y de la organizaci�n sobre el hombre no se para en barras. Por otro lado, el vac�o, cada d�a m�s profundo, entre la t�cnica y la ley, acrecienta nuestro desvalimiento al tiempo que aumentan el desasosiego y el miedo. La Unesco recomienda, es verdad, a los Estados, la asunci�n de tinas normas base para la formulaci�n de un c�digo internacional que proteja el derecho a la vida privada. Pero uno se pregunta, lleno de zozobra y ansiedad: �no ser�n los Estados los primeros interesados en tolerar tales aberraciones si el uso de las t�cnicas mencionadas viene a consolidar su autoridad y su poder? Y ante esta posibilidad estremecedora se abre la gran interrogante: �no se nos habr�n escapado de las manos las fuerzas que nosotros mismos desatamos y que cre�mos controlar un d�a? 5 LA NATURALEZA, CHIVO EXPIATORIO Esta sed insaciable de poder; de elevarse en la jerarqu�a del picoteo, que el hombre y las instituciones por �l creadas manifiestan frente a otros hombres y otras instituciones, se hace especialmente ostensible en la Naturaleza. En la actualidad la abundancia de medios t�cnicos permite la transformaci�n del mundo a nuestro gusto, posibilidad que ha despertado en el hombre una vehemente pasi�n dominadora. El hombre de hoy usa y abusa de la Naturaleza como si hubiera de ser el �ltimo inquilino de este desgraciado planeta, como si detr�s de �l no se anunciara un futuro. La Naturaleza se convierte as� en el chivo expiatorio del progreso. El bi�logo australiano Macfarlane Burnet, que con tanta atenci�n observa y analiza la marcha del mundo, hace notar en uno de sus libros fundamentales que "siempre que utilicemos nuestros conocimientos para la satisfacci�n a corto plazo de nuestros deseos de confort, seguridad o poder; encontraremos, a plazo algo m�s largo, que estamos creando una nueva trampa de la que tendremos que librarnos antes o despu�s". He aqu�, sabiamente sintetizado, el gran error de nuestro tiempo. El hombre se complace en montar su propia carrera de obst�culos. Encandilado por la idea de progreso t�cnico indefinido, no ha querido advertir que �ste no puede lograrse sino a costa de algo. De ese modo hemos ca�do en la primera trampa: la inmolaci�n de la Naturaleza a la Tecnolog�a. Esto es de una obviedad concluyente. Un principio biol�gico elemental dice que la demanda interminable y progresiva de la industria no puede ser atendida sin detrimento por la Naturaleza, cuyos recursos son finitos. Toda idea de futuro basada en el crecimiento ilimitado conduce, pues, al desastre. Paralelamente, otro principio b�sico incuestionable es que todo complejo industrial de tipo capitalista sin expansi�n ininterrumpida termina por morir. Consecuentemente con este segundo postulado, observamos que todo pa�s industrializado tiende a crecer; cifrando su desarrollo en un aumento anual que oscila entre el dos y el cuatro por ciento de su producto nacional bruto. Entonces, si la industria, que se nutre de la Naturaleza, no cesa de expansionarse, d�a llegar� en que �sta no pueda atender las exigencias de aqu�lla ni asumir sus desechos; ese d�a quedar� agotada. La novelista americana Mary Mc Carthy hace decir a Kant redivivo, en una de sus �ltimas novelas, que "la Naturaleza ha muerto". Evidentemente la novelista anticipa la defunci�n, pero, a juicio de notables naturalistas, no en mucho tiempo, ya que para los redactores del Manifiesto para la Supervivencia, de no alterarse las tendencias del progreso "la destrucci�n de los sistemas de mantenimiento de la vida en este planeta ser� inevitable, posiblemente a finales de este siglo, y con toda seguridad, antes de que desaparezca la generaci�n de nuestros hijos". Robert Heilbroner, algo m�s optimista, aplaza este d�a terrible, que ya ha dado en llamarse "el D�a del Juicio Final", para dentro de unos siglos> en tanto Barry Commoner lo reduce a unos lustros: "A�n es tiempo -dice �ste-, quiz�s una generaci�n, dentro del cual podamos salvar al medio ambiente de la violenta agresi�n que le hemos causado." A mi juicio, no importa tanto la inminencia del drama como la certidumbre, que casi nadie cuestiona, de que caminamos hacia �l. Michel Bosquet dice, en Le Nouvel Obsen; ateur, que "a la Humanidad que ha necesitado treinta siglos para tomar impulso, apenas le quedan treinta a�os para frenar ante el precipicio". Como se ve, el problema no es balad�. Lo expuesto no es un relato de ciencia-ficci�n, sino el punto de vista de unos cient�ficos que han dedicado todo su esfuerzo al estudio de esta cuesti�n, la m�s compleja e importante, sin duda, que hoy aqueja a la Humanidad. La Naturaleza ya est� hecha, es as�. Esto, en una era de constantes mutaciones, puede parecer una afirmaci�n retr�grada. Mas, si bien se mira, �nicamente es retr�grada en la apariencia. En mi obra El libro de la caza menor, hago notar que toda pretensi�n de mudar la Naturaleza es asentar en ella el artificio, y por tanto, desnaturalizarla, hacerla regresar. En la Naturaleza, apenas cabe el progreso. Todo cuanto sea conservar el medio es progresar; todo lo que signifique alterarlo esencialmente, es retroceder. Empero, el hombre se obstina en mejorarla y se inmiscuye en el equilibrio ecol�gico, eliminando mosquitos, desecando lagunas o talando el revestimiento vegetal. En puridad, las relaciones del hombre con la Naturaleza, como las relaciones con otros hombres, siempre se han establecido a palos. La Historia de la Humanidad no ha sido otra cosa hasta el d�a que una sucesi�n incesante de guerras y talas de bosques. Y ya que, inexcusablemente, los hombres tenemos que servirnos de la Naturaleza, a lo que debemos aspirar es a no dejar huella, a que se "nos note" lo menos posible. Tal aspiraci�n, por el momento, se aproxima a la pura quimera. El hombre contempor�neo est� ensoberbecido; obstinado en demostrarse a s� mismo su superioridad, ni aun en el aspecto demoledor renuncia a su papel de protagonista. En esta cuesti�n, el hombre-supert�cnico, armado de todas las armas, espoleado por un af�n creciente de dominaci�n, irrumpe en la Naturaleza, y act�a sobre ella en los dos sentidos citados, a cu�l m�s deplorable y desolador; desvalij�ndola y envileci�ndola. 6 UN MUNDO QUE SE AGOTA La pueril idea de un mundo inmenso, inabarcable e inagotable, que acompa�a al hombre desde su origen, se esfuma a mediados de este siglo con la aparici�n de aviones supers�nicos que ci�en su cintura -la del mundo- en unas horas y con el primer hombre que pone su pie en la Luna. Las fotograf�as tomadas desde los cohetes lunares muestran al planeta Tierra como un peque�o punto azul en el firmamento, lo que equivale a reconocer que 100.000 millones de otras galaxias pueden albergar, cada una, cientos de miles de sistemas solares semejantes al nuestro. La t�cnica, que puede mucho, evidencia que somos poco. Esto supone para el orgullo del hombre, en cierto modo, una humillaci�n, pero tambi�n una toma de conciencia: la de estar embarcado en una nave cuya despensa, por abastecida que quiera estar, siempre ser� limitada. Esta convicci�n destruye la idea peregrina de la infinidad de recursos y presenta, a cambio, de cara al futuro, el posible fantasma de la escasez. Merced al perfeccionamiento de las t�cnicas de prospecci�n, el hombre empieza a tocar ya las tristes consecuencias del despilfarro iniciado con la era industrial. La advertencia de la Oficina de Minas de los Estados Unidos al respecto es sumamente precisa: las reservas mundiales de plomo, mercurio y platino durar�n unos lustros; pocos m�s, las de esta�o y cinc; el doble, m�s o menos, las de cobre, y las de hierro y petr�leo apenas un par de siglos. �Qu� suponen estos plazos en la vida de la Humanidad? En rigor algo tan insignificante que sobrecoge pensarlo. Pues bien, estos recursos, vitales para nuestra econom�a, se acaban y no son recuperables. �Qu� har� nuestro flamante hombre industrial el d�a que los yacimientos de mercurio, plomo, cobre, cinc, esta�o, hierro y petr�leo se hayan agotado? Es dif�cil imaginarlo, pero por lo que ata�e a este �ltimo -el oro negro- ya hemos podido vislumbrarlo en Europa durante las crisis de abastecimiento que con frecuencia padecemos. Una pregunta clave se impone, sin embargo: este consumo exagerado de recursos esenciales �es excesivo por exigencias normales de la industria o por una tendencia a la dilapidaci�n que despierta el elevado nivel de vida de las sociedades evolucionadas? Por de pronto, hoy sabemos que Norteam�rica, con s�lo un 6 % de la poblaci�n mundial, consume un 40 % del total del papel, un 36 % de combustibles f�siles y un 25 % del acero, mientras produce el 70 % de los desperdicios s�lidos del mundo. Entre Europa y Estados Unidos, con un 16 % de la poblaci�n mundial, devoran el 80 % de los recursos del globo limitados e irrecuperables. En lo ata�edero a la agricultura ha llegado a afirmarse que los 200 millones de americanos causan al planeta una destrucci�n pareja a la que podr�an provocar, si existiesen, cinco mil millones de indios. Como puede observarse, gasto y da�o van en raz�n directa con el grado de evoluci�n. Por mi parte puedo decir que mi estancia en los Estados Unidos, hace unos a�os, me abrum�, entre otras cosas, por el dispendio que observaba a mi alrededor. Con los excesos americanos, pensaba yo entonces, podr�an salir de pobres varios pa�ses subdesarrollados. Diariamente, en las primeras horas de la ma�ana, llamaban mi atenci�n los millares de poderosos autom�viles de veinte o treinta caballos, desplazando cada uno a una sola persona a su lugar de trabajo. Daba la impresi�n de que los transportes colectivos, bien organizados y confortables, estaban all� de m�s. En otras palabras, cada americano malgastaba diariamente en acudir a su trabajo y en regresar de �l treinta o cuarenta litros de gasolina. Pues bien, este alegre y despreocupado derroche, si que con una importante correcci�n respecto al n�mero de caballos, se ha trasladado a Europa y, m�s concretamente, a Espa�a. Los pies ya no sirven, en ninguna parte, dentro de ese mundo que hemos dado en llamar civilizado, para desplazarnos, sino para acelerar y desembragar. Como dir�a Gonz�lez Ruano, el hombre del siglo xx ha perdido la alegr�a de andar. Malgasta as�, no s�lo las riquezas naturales comunes, sino su dinero y su salud. Mas, �qu� importancia tiene esto -se argumentar�- frente al tiempo que se gana? Y yo me pregunto: �de veras gana algo con tales apremios el hombre contempor�neo? �No ser� m�s exacto afirmar que la mecanizaci�n le ha desquiciado? �No resulta obvio que el hombre protegido por unos cristales y una chapa de hierro, con un pedal en el pie derecho capaz de impulsarle a cien kil�metros a la hora, se torna duro, insolidario, herm�tico y agresivo? El gasto de combustibles f�siles, tiene, pues, sobre el gasto en si, un elevado precio. La civilizaci�n, en sus �ltimas etapas, viene presidida por el signo de la prodigalidad. En treinta a�os hemos multiplicado por diez el consumo de petr�leo. Damos la impresi�n de no querer enterarnos de que nuestra pr�spera industria y nuestra comodidad dependen de unas bolsas f�siles que en unos pocos a�os se habr�n agotado. El problema, en un pr�ximo futuro, no radicar� en hacer nuevas prospecciones y abrir nuevas calicatas. Eso s�, llegado el caso, el hombre podr� jactarse de una nueva proeza, en esta �poca de culto hacia las marcas: haberse bebido en un siglo una riqueza que tard� 600 millones de a�os en formarse. Cabe una esperanza: la inseguridad de las previsiones en lo que se refiere a nuestras reservas. Pese a los modernos sistemas de prospecci�n, son, en efecto, aleatorios los c�lculos de nuestras disponibilidades de metales y combustibles. Amplias extensiones de Africa, Asia y Sudam�rica est�n pr�cticamente inexploradas. Sin embargo, dado el ritmo de consumo, parece razonable pensar que nunca, por muchas sorpresas que la geolog�a puede depararnos, los plazos se�alados m�s arriba puedan aumentar m�s all� de cuatro veces. En cualquier caso, augurar para el plomo y el mercurio una duraci�n de ochenta a�os y de ciento para el esta�o y el cinc, no es precisamente abrir para la Humanidad unas perspectivas halag�e�as. 7 LA RAPACIDAD HUMANA Pero, quiz�, m�s terminante que especular con el futuro sea analizar nuestro presente, esto es, los problemas que ya son problemas, es decir que ya est�n aqu�, cuales son la pesca marina y el papel. En este punto, es justo situar junto a la irresponsable voracidad del consumo, el contumaz envenenamiento del medio de que luego me ocupar�. La Humanidad se resiste a embridar la t�cnica por la biolog�a y as� asistimos, frecuentemente, a aut�nticos disparates ecol�gicos, provocados por desconocimiento e imprevisi�n. La presa de Asu�n, en Egipto, es un ejemplo ya t�pico. De ni�os nos ense�aron que el limo que depositaban las avenidas primaverales en el valle del Nilo fertilizaba los campos, pero ignor�bamos que, al mismo tiempo, fertilizaba las aguas del mar en su estuario, hasta el punto de convertirlo en un sector privilegiado para la pesca de la sardina. Durante siglos, las sustancias nutricias que arrastraban las aguas hasta la desembocadura permitieron capturas espectaculares, de hasta 15 y 20.000 toneladas anuales de pescado. Hoy, tras la p�rdida de nutrientes provocada por la represa del agua, apenas se consiguen 500 toneladas, o, lo que es lo mismo, el suculento banco de peces ha desaparecido. A estas torpezas, podemos a�adir la rapacidad con que venimos actuando en medios que exigen para pervivir un tacto y una meticulosa reposici�n. Observemos lo que est� sucediendo en el famoso banco pesquero del S�hara. La riqueza y variedad de este retazo de mar de m�s de 200.000 kil�metros cuadrados de extensi�n, ha atra�do cerca de 4.000 embarcaciones de cien banderas distintas. El problema, salvo las dimensiones y el medio, es el mismo que el de la perdiz roja en Castilla la Vieja. Ni la perdiz castellana ni el besugo del banco sahariano pueden soportar esta presi�n. As�, las capturas en el mar del S�hara, seg�n datos de �ngel Luis de la Calle, superan, el �ltimo a�o, el mill�n y cuarto de toneladas, cifra abultada que monta, con mucho, cualquier aspiraci�n de rentabilidad razonable. Es manifiesto, pues, empleando un viejo y gr�fico dicho, que estamos comiendo de lo vivo. A estas alturas, algunas especies -brecas, besugos- se han extinguido y otras muchas se encuentran en franca regresi�n. Para atajar este expolio insensato, �nicamente cabe una ordenaci�n internacional de la pesca, pero, �con qu� autoridad contamos para este fin? Nuestros ocean�graf�s consideran que la pesca mundial, no s�lo en el banco del S�hara sino en todos los mares, ha desbordado con mucho la l�nea de recuperaci�n o, c�mo dice Lester Brown, dram�ticamente, los "l�mites soportables". Problema semejante es el del papel-prensa, tal vez el s�mbolo m�s expresivo de nuestra cultura. No hay papel. El papel se acaba. En estos d�as, los rotativos m�s importantes del Globo, procuran reducir el n�mero de p�ginas. Las f�bricas, empero, trabajan a tope, pero la demanda desborda la producci�n. Mas la escasez no se resuelve en un d�a, ya que aun dando por buena una r�pida adaptaci�n de ciertas industrias similares a la elaboraci�n de papel-prensa, apenas conseguiremos aumentar la producci�n actual en 1 por 100, cantidad manifiestamente interior al d�ficit que hoy se acusa. La cuesti�n, entonces, no estriba en montar m�s f�bricas, sino en alimentarlas, en plantar m�s �rboles. Emmanuelle de Lesseps nos dice que un peri�dico de gran tirada se come diariamente seis hect�reas de bosque. Julio Senador por su parte, advert�a a principios de siglo, refiri�ndose a Castilla, que cada �rbol sacrificado era un nuevo paso hacia la miseria y la tiran�a. Tal vez para obviar �stas, los japoneses, gentes de mucho ingenio, han dado en fabricar �rboles de pl�stico para decorar sus campos y carreteras. Pero los �rboles de pl�stico no tienen savia, no prestan cobijo a los p�jaros, no facilitan madera, no crecen; en una palabra, no viven. Sin embargo, el �rbol de pl�stico es, al parecer m�s el�stico que el de madera y reduce, por tanto, la gravedad de los accidentes de autom�vil, hecho que indujo al gobierno franc�s en 1973 a considerar la oferta nipona para instalarlos en sus autopistas. He aqu� un s�mbolo ostensible del positivismo que, c�mo una niebla pertinaz, nos va envolviendo. El hombre de hoy, antepone a la cultura, en sentido estricto, el goce material y, sobre todo, la seguridad. Pero si aceptamos como bueno el aserto de Senador convendremos que nuestro mundo camina a marchas forzadas hacia la miseria y la tiran�a. Las manchas forestales, el revestimiento vegetal de la Tierra, desaparecen. La vegetaci�n arb�rea es un estorbo. De 1882 a nuestros d�as m�s de un tercio de los bosques existentes en el mundo han sido destruidos. Dilatadas extensiones de Indonesia, el Congo y Kazajst�n, ayer selvas impenetrables, ofrecen hoy al contemplador su monda desnudez. La Humanidad requiere pistas y cultivos y, ante esta urgencia, elimina aquello -los bosques- que, moment�neamente, no le es necesario para sobrevivir. El doctor Piquet Carneiro, presidente de la Fundaci�n para la Conservaci�n de la Naturaleza en el Brasil, ha denunciado a su gobierno, que diariamente se derriban all� un mill�n de �rboles con objeto de abrir las autopistas Perimetral Norte y Transamaz�nica al norte y sur respectivamente, del r�o Amazonas. No es preciso decir que sus voces de alarma contra estos tremendos arboricidios no encuentran eco. El primero vivir y luego filosofar se impone de nuevo. Por otra parte, la afrenta que los pa�ses atrasados infligen a la Naturaleza, est� justificada. Porque, �qu� razones morales podr�n aducir los pa�ses industrializados para vetar el noble af�n de los pa�ses necesitados para salir de un hambre de siglos? Nos encontramos, pues, con que el saqueo de la Naturaleza, basado incluso en argumentos �ticos, resulta por el momento irremediable. Occidente ha montado su prosperidad sobre el abastecimiento de materias primas de sus colonias y, una vez que �stas consiguen la autonom�a, el viejo equilibrio se descompensa y se rompe. De aqu� que, m�s que el gasto de metales y recursos no recuperables, a m�, personalmente y en l�neas generales, me alarma el despilfarro de aquellos que pueden recuperarse y, sin embargo, no se recuperan. Gastar lo que no puede reponerse puede obedecer a una exigencia de un estadio de civilizaci�n voraz, que a nosotros mismos, sus autores, nos ha sorprendido, pero terminar con aquello que nos es imprescindible y cuyo final pudo preverse, revela un �ndice de rapacidad y desidia que dicen muy poco en favor de la escala de valores que rige en el mundo contempor�neo. 8 UN MUNDO SUCIO Pero, sin duda, tan imprudente como el despilfarro progresivo de nuestros recursos, es la disposici�n humana para ensuciar los que nos quedan, hasta el punto, en muchos casos, de hacerlos inservibles. Por este camino accedemos a una situaci�n cr�tica: la actual complejidad t�cnica ya no nos permite utilizar unas cosas sin manchar otras. Esta actitud encierra un peligro inmediato, supuesto que a cambio de un poco m�s de comodidad, hemos degradado el medio ambiente. Aparece as� la contaminaci�n, vocablo que est� en todas las bocas y en las primeras planas de todos los diarios, pero que todav�a no ha servido para modificar sustancialmente nuestra conducta. La conciencia de este riesgo inspir�, no obstante, las Conferencias de Par�s de 1968 y Londres de 1970, y cristaliz� en una serie de conclusiones bienintencionadas en el Congreso de Estocolmo de 1972. El hecho de que a esta �ltima reuni�n asistieran representantes de 110 pa�ses indica que la preocupaci�n se ha generalizado, pero, al propio tiempo, el que �nicamente siete de ellos se avinieran a satisfacer una cuota para la constituci�n de un fondo de protecci�n del medio, demuestra que dicha preocupaci�n ni es profunda ni se considera vital por la inmensa mayor�a de los gobiernos. De la contaminaci�n se habla mucho, como digo, pero la amenaza que comporta, salvo en casos aislados, no cala, no empuja a la acci�n. Por el contrario, cada pa�s, por su cuenta y riesgo, sigue so�ando con incrementar la renta nacional bruta y el nivel de vida de sus habitantes. El problema se estanca, pues, en la pura ret�rica. Las palabras no concuerdan con los hechos: digo que quiero limpiar pero en realidad lo que hago es seguir ensuciando. Empero, algo hay aprovechable en el citado Congreso de Estocolmo: por primera vez se acepta que las posibilidades de regeneraci�n del aire, la tierra y el agua, aunque grandes, no son ilimitadas; por primera vez se acepta la posibilidad de que nuestro mundo se vuelva inhabitable por obra del hombre. El hombre, desde su origen, guiado por unas miras que pretenden ser pr�cticas, ha ido enmendando la plana a la Naturaleza y convirti�ndola en campo. El hombre, paso a paso, ha hecho su paisaje, amold�ndolo a sus exigencias. Con esto, el campo ha seguido siendo campo pero ha dejado de ser Naturaleza. Mas, al seleccionar las plantas y animales que le son �tiles, ha empobrecido la Naturaleza original, lo que equivale a decir que ha tomado una resoluci�n precipitada porque el hombre sabe lo que le es �til hoy pero ignora lo que le ser� �til ma�ana. Y el aceptar las especies actualmente �tiles y desde�ar el resto supondr�a, seg�n nos dice Faustino Cord�n, sacrificar la friolera de un mill�n de especies animales y medio mill�n de especies vegetales, limitaci�n inconcebible de un patrimonio que no podemos recrear y del que quiz� dependieran los remedios para el hambre y la enfermedad de ma�ana. As� las cosas, y salvo muy contadas reservas, apenas queda en el mundo Naturaleza natural. Pero podr�a parecer frivolidad dolernos de la desaparici�n de un paisaje -agravada �ltimamente por todo lo que una civilizaci�n primordialmente t�cnica trae consigo y por la burda inserci�n de lo urbano en lo rural- cuando ni siquiera somos capaces de mantener este paisaje domesticado en condiciones de habilitabilidad aun a conciencia de que su degradaci�n puede ser nuestra muerte. Durante los �ltimos a�os, el medio ambiente ha sido la v�ctima propiciatoria del progreso humano. Y, para mayor escarnio, la influencia del hombre se ha producido cuando menos trataba de influir en �l, es decir en la lucha frontal por producir ciertas alteraciones en el medio, el medio se ha resistido. Pongamos por caso, las tentativas rusas v americanas por modificar el clima, provocando la lluvia artificial, diluyendo la niebla o licuando el granizo. Estos proyectos, hasta el d�a, han tenido unos resultados muy cortos por no decir irrisorios; pr�cticamente han sido nulos. Los aviones siguen buscando un aeropuerto despejado para aterrizar cuando sobre el de destino se cierne la niebla, y las cosechas, peri�dicamente, se agostan por falta de agua o son arrasadas por la piedra sin que el hombre, pese a sus alardes t�cnicos, acierte a evitarlo. La influencia del hombre sobre el medio se ha producido, para mal, por v�a indirecta, cuando ha pretendido forzar la producci�n de la tierra o multiplicar sus industrias o su velocidad en un nuevo intento por aumentar su confort y su nivel de vida. Es una vez m�s el culatazo del progreso. En este orden de cosas, el caso, ya citado, de los aviones a reacci�n es expresivo. Otro tanto, aunque con un influjo m�s inmediato y palmario, podr�amos decir de los gases de combusti�n expelidos por f�bricas, calefacciones, autom�viles, quemadores de basuras, etc., particularmente en las concentraciones industriales y las grandes ciudades. Esta contaminaci�n, adem�s de su nocividad sobre las vidas animal y vegetal, provoca serios trastornos en la salud humana, hecho especialmente patente en determinadas circunstancias meteorol�gicas . Lo ocurrido en el valle del M�sa, Pensilvania y Londres, es sumamente ilustrativo a este respecto. 9 MUERTE EN LA TIERRA Y EN EL MAR Sin ning�n t�tulo cient�fico, sino como hombre de campo, como simple cazador veng� observando en amplias zonas de la meseta castellana -riberas del Duero en las proximidades de Tordesillas, Benavente en Zamora, etc.-, una regresi�n de la perdiz roja en aquellos puntos en que el secano va siendo sustituido por el regad�o. �Es que son incompatibles la perdiz roja y el agua? Lo ignoro. Simplemente constato el fen�meno. Pero s� se me ocurre pensar si este decrecimiento no estar� relacionado con los distintos tratamientos de la tierra. Veamos. Las siembras de secano en Castilla no son fumigadas con pesticidas o lo son en muy escasa medida, en tanto la huerta -las patatas, por ejemplo- lo es hasta seis y siete veces por temporada, dosis que van en aumento ante la progresiva resistencia del escarabajo a todo tipo de f�rmacos. Llegados a este punto, la apelaci�n a las teor�as de la naturalista americana Rachel Cars�n se impone. Esta se�ora relaciona la casi total desaparici�n del petirrojo y el pigargo de cabeza blanca o �guila calva, en los Estados Unidos, con el abuso de pesticidas. En el mismo sentido discurren los informes de Jos� Antonio Valverde, quien meses antes de la cat�strofe ornitol�gica de Do�ana, en setiembre del 73, observ� que los nidos de aguiluchos laguneros y zampullines albergaban huevos sin cascar�n, apenas protegidos por una d�bil membrana. Estas sospechas nos llevan, aun sin quererlo, a las experiencias de los doctores De Witt, Rudd y Wallace, cuyos resultados coinciden. De Witt ha criado codornices, incluyendo dosis crecientes de DDT en su dieta; los p�jaros as� alimentados no murieron y su puesta fue normal, pero contados de esos huevos dieron pollo y, de los nacidos, menos de la mitad sobrevivieron al quinto d�a de la eclosi�n. El doctor Rudd efectu� la misma experiencia con faisanes y, aqu�, la puesta disminuy� a la mitad y, de 105 faisancitos nacidos, s�lo una m�nima parte lo hicieron en condiciones de viabilidad. Por su parte, los doctores Wallace y Bernard, que han experimentado con petirrojos, han llegado a conclusiones cient�ficas dolorosas; elevadas concentraciones de pesticidas se almacenan en los test�culos de los machos y los ovarios de las hembras, con lo que el veneno acumulado en la parte del huevo que alimenta el embri�n, es causa inmediata de su frustraci�n y su muerte. Entiendo que aplicar a nuestros campos los resultados de estas experiencias no constituye ning�n disparate. Los plaguicidas podr�n no afectar directamente a la integridad de las aves adultas -aunque esto depender�, imagino, del grado de concentraci�n- pero s� afecta, por lo que parece, a su reproducci�n. Y esto, que explica la desaparici�n del �guila calva en los Estados Unidos, puede tambi�n explicar la casi total ausencia de perdices j�venes en los regad�os castellanos, siquiera esta causalidad est� todav�a, en cierto modo, por demostrar. Mas la sola sospecha ya es turbadora, con mayor motivo cuando sabemos que el futuro nos reclamar� dosis de pesticidas cada vez m�s elevadas, ya que aunque los pa�ses desarrollados consigan f�rmacos menos persistentes pero m�s t�xicos que los actuales, los pa�ses pobres seguir�n con los no degradables cuya fabricaci�n es m�s barata. De este modo se calcula que si Asia, �frica y Sudam�rica aspiran a doblar su producci�n agr�cola, las 120.000 toneladas m�tricas de pesticidas que hoy utilizan se convertir�n, dada la mayor resistencia progresiva de los insectos a estas fumigaciones, en 720.000. Venimos a caer as� en otra de las trampas biol�gicas de que habla Burnet al enfrentarnos con una disyuntiva extrema: no comer o envenenarnos. Este azote de la contaminaci�n, que estoy tratando de concretar en unos ejemplos ilustrativos, asume tonalidades a�n m�s sombr�as en el mar donde, por diversas v�as -r�os, lluvias, barcos- confluyen todos los elementos contaminantes que el hombre ha puesto en circulaci�n: residuos radiactivos, detergentes, petr�leo, fosfatos, mercurio, plaguicidas, etc. Ciertamente las posibilidades de recuperaci�n del mar son muy crecidas, pero a estas alturas del siglo XX, el hombre puede tambi�n vanagloriarse de haberlas rebasado. Se abre as� una eventualidad pat�tica: la de la posible muerte del mar, posibilidad no muy remota, puesto que algunos mares interiores bien puede afirmarse que han entrado en agon�a. El B�ltico, por ejemplo, donde desembocan doscientos r�os procedentes, casi todos, de pa�ses fuertemente industrializados, es un gigantesco pozo de infecci�n. A estas alturas, infinidad de peces padecen tumores -el "tumor rojo" lo contraen un 75 % de anguilas-, otros sufren repugnantes enfermedades de la piel y no pocos mueren tras una prolongada fase de ceguera, a causa de los residuos radiactivos de la central nuclear de Hmn�. Y todos los pescados de estas aguas, sin excepci�n, almacenan tales dosis de mercurio, DDT y PCB, que su ingesti�n resulta gravemente peligrosa para el hombre (no olvidemos que basta una dosis de 1.200 microgramos de mercurio para matar a un ser humano y la mitad para trastornarle gravemente su sistema nervioso). Resultan, pues, muy discretas y justificadas las advertencias del profesor sueco Gunnel West�, de que no se coma pescado costero m�s all� de una vez por semana, ni azul de altura, en raciones superiores a 150 gramos, y la circular del Ministerio Mar�timo polaco, en el sentido de que hay extensos sectores del mar B�ltico donde la vida ha desaparecido, puesto que ni las bacterias, ni los microbios han podido soportar el grado de contaminaci�n de aquellas aguas. Algo semejante podr�amos decir de nuestro Mediterr�neo, aunque los estudios verificados hasta el d�a no sean tan minuciosos. Ser�a un error; sin embargo, imaginar que "la muerte del mar" es problema restringido a aguas interiores o a �reas altamente industrializadas. Con una mayor o menor incidencia de contaminantes, el riesgo es general. El ocean�grafo Vital Alsar, que realiz� hace pocos a�os un periplo alrededor del mundo, manifest� que durante m�s de un tercio de su viaje, no naveg� sobre agua sino sobre petr�leo. El petr�leo -cuya extinci�n en la Tierra pronto deploraremos- se pierde en el mar en proporciones tan notables que ocasiona su asfixia, ya que la pel�cula de aceite que se extiende sobre su superficie impide la oxigenaci�n del agua y la fotos�ntesis, provocando la muerte de fauna y flora. Empero, este hecho �nicamente se hace noticia de peri�dico cuando la derrama se produce de una vez y por accidente como aconteci� en 1967 con el petrolero Torrey Cauyon originando la famosa "marea negra" que cost� la vida a 100.000 aves acu�ticas. Pero si tenemos en cuenta que el Torrey Canyon desplazaba 118.000 toneladas y que hoy se construyen petroleros de 500.000 y se proyectan de 1.000.000, concluiremos que la vida en el mar pende de un hilo, supuesto que estas derramas accidentales ser�n cada vez mayores y a ellas habr� que a�adir los vertimientos intencionados, procedentes de baldeos y limpieza de tanques, y otros ocasionales que, aunque sin tanta espectacularidad, vienen a representar anualmente lo que cuarenta o cincuenta Torrey Canyon. Y ante este problema, la esperanza de quien descubri� el mal descubrir� el remedio es muy vaga y remota. Por de pronto, el uso de disolventes que se aplic� ya a la "marea negra" en Inglaterra, fue peor que la enfermedad. El profesor Eric Smith describe as� el espect�culo de la costa despu�s del tratamiento: "En la superficie del mar grandes cantidades de diminutos flagelados hab�an muerto o estaban muriendo. Los huevos de las sardinas se desintegraban o se desarrollaban anormalmente. En las rocas nada quedaba, salvo espesas matas de algas, muertas o moribundas. La superficie de los escollos estaba totalmente vac�a de animales, mientras en la base se api�aba un verdadero cementerio de conchas." Todo esto confirma que hemos creado una t�cnica avanzad�sima con objeto de perfeccionar el mundo y lo que estamos consiguiendo es destruirlo. El navegante Cousteau, despu�s de un larg� viaje por los oc�anos Atl�ntico, Pac�fico e Indic�, realizando frecuentes inmersiones, declaraba en el Congreso de Londres que la vida submarina hab�a disminuido en un 30 por 100 en los �ltimos quince a�os. 10 EL HOMBRE CONTRA EL HOMBRE Mas el da�o de la contaminaci�n no es s�lo directo. Sus efectos son muy complejos. Del Ca�izo subraya la relaci�n de la contaminaci�n del medio y el hacinamiento con el desarrollo de ciertas afecciones ps�quicas c�mo la ansiedad, la angustia, la tensi�n, el erotismo y la agresividad. "Estad�sticamente -dice-, se ha demostrado que en una ciudad de 250.000 habitantes, se asesina el doble, se viola el triple y se roba siete veces m�s que en un conjunto de pueblos peque�os que sumen los mismos 250.000 habitantes." Esto ratifica la afirmaci�n de Erich Fromm de que para conseguir una econom�a sana hemos producido millones de hombres enfermos. Y posiblemente, la cadena de males no se interrumpe aqu�, puesto que del mismo modo que los contaminantes influyen en enfermedades degenerativas c�mo el c�ncer y la leucemia, seg�n se ha demostrado, cabe que lo hagan tambi�n sobre ciertas enfermedades y malformaciones cong�nitas de las que se observa un incremento en nuestro tiempo. En cualquier caso, es obvio que las conquistas rutilantes de la t�cnica no bastan para ocultar sus miserias. No desconozco, claro est�, los esfuerzos recientes de algunos pa�ses para contrarrestar los efectos perniciosos de una mecanizaci�n desenfrenada. Los ejemplos de Londres al promulgar la Ley de Aire Puro de 1965 y la reuni�n de los pa�ses ribere�os del B�ltico en Gdansk el oto�o de 1973 para intentar la recuperaci�n biol�gica de este mar son, sin duda, dignos de ser imitados. Pero las iniciativas aisladas significan poca cosa en este terreno. Los hombres debemos convencernos de que navegamos en un mismo barco y todo lo que no sea coordinar esfuerzos ser� perder el tiempo. �De qu� vale, pongo por caso, que Norteam�rica instale depuradoras en sus f�bricas de cemento si luego estimula la producci�n de las espa�olas -que no las tienen- para compr�rselo m�s barato? �Qu� adelantamos regulando la pesca de la ballena en acuerdos internacionales, si Rusia y Jap�n eluden el compromiso para aprovecharse de la cordura y la inhibici�n ajenas? �Qu� sentido tienen las precauciones suecas con los vertimientos de sus papeleras, si las rusas llenan el mar B�ltico de mercurio? �Qu� podemos sacar en fin, en limpio de la disposici�n americana proscribiendo el empleo del DDT, si al mismo tiempo env�a sus excedentes a los pa�ses subdesarrollados a precios de saldo? Mientras el respeto a los delicad�simos mecanismos ecol�gicos no sea una actitud desinteresada y general, apenas adelantaremos un paso. En este juego participamos todos, pero nadie debe reservarse el derecho de hacer trampas. Nuestro planeta se salvar� entero o se hundir� entero. �nicamente empleando la inteligencia y la raz�n, podremos escapar de la amarga profec�a de Roberto Rossellini cuando dice que "nuestra civilizaci�n morir� por apoplej�a porque nuestra opulencia contiene en s� las semillas de la muerte". 11 EL SENTIDO DEL PROGRESO EN MI OBRA A la vista de cuanto llevo expuesto, no necesito decir que el actual sentido del progreso no me va, esto es, me desazona tanto que el desarrollo t�cnico se persiga a costa del hombre como que se plantee la ecuaci�n T�cnica-Naturaleza en r�gimen de competencia. El desarrollo, tal como se concibe en nuestro tiempo, responde a todos los niveles, a un planteamiento competitivo. Bien mirado, el hombre del siglo XX no ha aprendido m�s que a competir y cada d�a parece m�s lejana la fecha en que seamos capaces de ir juntos a alguna parte. Se aducir� que soy pesimista, que el cuadro que presento es excesivamente t�trico y desolador y que incluso ofrece unas tonalidades apocal�pticas poco gratas. Tal vez sea as�: es decir puede que las cosas no sean tan hoscas como yo las pinto, pero yo no digo que las cosas sean as�, sino que, desgraciadamente, yo las veo de esa manera. Por si fuera poco, el programa regenerador del Club de Roma con su f�rmula del "crecimiento cero" y el consiguiente retorno al artesanado y "a la mermelada de la abuelita", se me antoja, por el momento, ut�pico e inviable. Falta una autoridad universal para imponer estas normas. Y aunque la hubiera: �c�mo aceptar que un gobierno planifique nuestra propia familia? �Ser�a justo decretar un alto en el desarrollo mundial cuando unos pueblos los menos- lo tienen todo y otros pueblos -los m�s- viven en la miseria y la abyecci�n m�s absolutas? Sin duda la puesta en marcha del programa restaurador del Club de Roma exigir�a unos procesos de adaptaci�n �ticos, sociales, religiosos y pol�ticos, que no pueden improvisarse. O sea, hoy por hoy, la Humanidad no est� preparada para este salto. Algunas gentes, sin embargo, ante la repentina crisis de energ�a que padece el mundo, han hablado, con tanta desfachatez como ligereza, del fin de la era del consumismo. Esto, creo, es mucho predecir. El mundo se acopla a la nueva situaci�n, acepta el par�ntesis; eso es todo. Mas, mucho me temo que, salvadas las circunstancias que lo motivaron, la fiebre del consumo se despertar� a�n m�s voraz que antes de producirse. Cabe, claro est�, que la crisis se prolongue, se haga end�mica, y el hombre del siglo XX se vea forzado a alterar sus supuestos. Mas esta alteraci�n se soportar� como una calamidad, sin el menor esp�ritu de regeneraci�n y enmienda. En este caso, la tensi�n llegar� a hacerse insoportable. A mi entender, �nicamente un hombre nuevo, humano, imaginativo, generoso sobre un entramado social nuevo, ser�a capaz de afrontar, con alguna probabilidad de �xito, un programa restaurador y de encauzar los conocimientos actuales hacia la consecuci�n de una sociedad estable. Lo que es evidente, como dice Alain Herv�, es que a estas alturas, si queremos conservar la vida, hay que cambiarla. Pero a lo que iba, mi actitud ante el problema -actitud pesimista, insisto- no es nueva. Desde que tuve la mala ocurrencia de ponerme a escribir me ha movido una obsesi�n antiprogreso, no porque la m�quina me parezca mala en s�, sino por el lugar en que la hemos colocado con respecto al hombre. Por eso, mis palabras no son sino la coronaci�n de un largo proceso que viene clamando contra la deshumanizaci�n progresiva de la Sociedad y la agresi�n a la Naturaleza, resultados, ambos, de una misma actitud: la entronizaci�n de las cosas. Pero el hombre, nos guste o no, tiene sus ra�ces en la Naturaleza y al desarraigarlo con el se�uelo de la t�cnica, lo hemos despojado de su esencia. Esto es lo que se trasluce, imagino, de mis literaturas y lo que quiz�s indujo a Torrente Ballester a afirmar que para mi "el pecado estaba en la ciudad y la virtud en el campo". En rigor antes que menosprecio de corte y alabanza de aldea, en mis libros hay un rechazo de un progreso que envenena la corte e incita a abandonar la aldea. Desde mi atalaya castellana, o sea, desde mi personal experiencia, es esta problem�tica la que he tratado de reflejar en mis libros. Hemos matado la cultura campesina pero no la hemos sustituido por nada, al menos, por nada noble. Y la destrucci�n de la Naturaleza no es solamente f�sica, sino una destrucci�n de su significado para el hombre, una verdadera amputaci�n espiritual y vital de �ste. Al hombre, ciertamente, se le arrebata la pureza del aire y del agua, pero tambi�n se le amputa el lenguaje, y el paisaje en que transcurre su vida, lleno de referencias personales y de su comunidad, es convertido en un paisaje impersonalizado e insignificante. En el primero de estos aspectos, �cu�ntos son los vocablos relacionados con la Naturaleza, que, ahora mismo, ya han ca�do en desuso y que, dentro de muy pocos a�os, no significar�n nada para nadie y se transformar�n en puras palabras enterradas en los diccionarios e ininteligibles para el Homo tecnologicus? Me temo que muchas de mis propias palabras, de las palabras que yo utiliz� en mis novelas de ambiente rural, como ejemplo aricar, agostero, escardar, celem�n, soldada, helada negra, alcor, por no citar m�s que unas cuantas, van a necesitar muy pronto de notas aclaratorias como si estuviesen escritas en un idioma arcaico o esot�rico, cuando simplemente han tratado de traslucir la vida de la Naturaleza y de los hombres que en ella viven y designar al paisaje, a los animales y a las plantas por sus nombres aut�nticos. Creo que el mero hecho de que nuestro diccionario omita muchos nombres de p�jaros y plantas de uso com�n entre el pueblo es suficientemente expresivo en este aspecto. �Qu� sentido tiene un paisaje vac�o? Y por otro lado, �qu� ser� de un paisaje sin hombres que en �l habiten de continuo y que son los que le confieren realidad y sentido? A este respecto, Frederic Ulhman, refiri�ndose a la creaci�n de la reserva de C�vennes, escribe en Le Nouvel Observateur: "�Qu� inter�s tiene preservar la Naturaleza en un parque nacional si luego no se puede encontrar all� a los que, desde siempre, han vivido la intimidad de su pa�s; si no se encuentra all� a los que saben dar su nombre a la monta�a y que, al hacerlo, la dan vida? "Cada vez que muere una palabra de "patois", que desaparece un caser�o solitario en pleno campo o que no hay nadie para repetir el gesto de los humildes, su vida, sus historias de caza y el mito viviente, entonces es la Humanidad entera la que pierde un poco de su savia y un poco m�s de su sabor." "El chopo del Elicio", "El Pozal de la Culebra" o "Los almendros del Ponciano", a que me refiero en mi relato Viejas historias de Castilla la Vieja, son, en efecto, un trozo de paisaje y de vida, imbricados el uno en la otra, como los trigales de Van Gogh o nuestra propia casa animada por la personalidad de cada uno de nosotros y enteramente distinta a todas las dem�s incluso en el m�s peque�o de los desconchones. Cada una de esas parcelas del paisaje alberga historias o mitos que son vida, han sido vivificados por el Elicio o el Ponciano y, a la vez, hablan a los dem�s; el d�a que pierdan su nombre, si es que subsisten todav�a f�sicamente, no ser�n ya m�s que un chopo, unos almendros o un pozal reducidos al silencio, objetivados, muertos, no m�s significantes que cualquier otro �rbol o rinc�n municipalmente establecido. Y este destino, como a�ade Ulhman, nos advierte inequ�vocamente que nos estamos aproximando a uno m�s, y no el menos pavoroso, de los resultados de nuestra incontrolada tecnolog�a: la pasi�n y muerte de la Naturaleza. El �xodo rural, por lo dem�s, es un fen�meno universal e irremediable. Hoy nadie quiere parar en los pueblos porque los pueblos son el s�mbolo de la estrechez, el abandono y la miseria. Julio Senador advert�a que el hombre puede perderse lo mismo por necesidad que por saturaci�n. Lo que no imaginaba Senador es que nuestros reiterados errores pudieran llevarle a perderse por ambas cosas a la vez, al hacer tan invisible la aldea como la meg�polis. Los hombres de la segunda era industrial no hemos acertado a establecer la relaci�n T�cnica-Naturaleza en t�rminos de concordia y a la atracci�n inicial de aqu�lla concentrada en las grandes urbes, suceder� un movimiento de repliegue en el que el hombre buscar� de nuevo su propia personalidad, cuando ya tal vez sea tarde porque la Naturaleza c�mo tal habr� dejado de existir. En esta tesitura, mis personajes se resisten, rechazan la masificaci�n. Al present�rseles la dualidad T�cnica-Naturaleza como dilema, optan resueltamente por �sta que es, quiz� la �ltima oportunidad de optar por el humanismo. Se trata de seres primarios, elementales, pero que no abdican de su humanidad; se niegan a cortar las ra�ces. A la sociedad gregaria que les incita, ellos oponen un terco individualismo. En eso, tal vez, resida la �ltima diferencia entre mi novela y la novela objetiva o behaviorista. Ram�n Buckley ha interpretado bien mi obstinada oposici�n al gregarismo cuando afirma que en mis novelas yo me ocupo "del hombre como individuo y busco aquellos rasgos que hacen de cada persona un ser �nico, irrepetible". Es �sta, quiz�, la �ltima raz�n que me ha empujado a los medios rurales para escoger los protagonistas de mis libros. La ciudad uniforma cuanto toca; el hombre enajena en ella sus perfiles caracter�sticos. La gran ciudad es la excrecencia y, a la vez, el s�mbolo del actual progreso. De aqu� que el Isidoro, protagonista de mi libro Viejas historias de Castilla la Vieja, la rechace y exalte la aldea como �ltimo reducto del individualismo: "Pero lo curioso -dice- es que all�, en Am�rica, no me mortificaba tener un pueblo y hasta deseaba que cualquiera me preguntase algo para decirle: "All�, en mi pueblo, al cerdo lo matan as� o as�." O bien: "All� en mi pueblo, la tierra y el agua son tan calc�reas que los pollos se asfixian dentro del huevo sin llegar a romper el cascar�n..." Y empec� a darme cuenta entonces de que ser de pueblo era un don de Dios y que ser de ciudad era un poco como ser inclusero, y que los tesos y el nido de la cig�e�a y los chopos y el riachuelo y el soto eran siempre los mismos, mientras las pilas de ladrillos y los bloques de cemento y las monta�as de piedra de la ciudad cambiaban cada d�a y, con los a�os, no quedaba all� un s�lo testigo del nacimiento de uno, porque mientras el pueblo permanec�a, la ciudad se desintegraba por aquello del progreso y las perspectivas de futuro." Esto ya expresa en mis personajes una actitud ante la vida y un desd�n expl�cito por un desarrollo desintegrador y deshumanizador; el mismo que induce a Nini, el ni�o sabio de Las ratas, a decir a Rosalino el Encargado que le presenta el carburador de un tractor averiado, "de eso no s�, se�or Rosalino, eso es inventado". Esta respuesta displicente no envuelve un rechazo de la m�quina, sino un rechazo de la m�quina en cuanto a obst�culo que se interpone entre los corazones de los hombres y entre el hombre y la Naturaleza. Mis personajes son conscientes, como lo soy yo, su creador, de que la m�quina, por un error de medida, ha venido a calentar el est�mago del hombre pero ha enfriado su coraz�n. As�, cuando Juan Gualberto el Barbas, protagonista de La caza de la perdiz roja, se dirige a su interlocutor el cazador, y le dice: "Deseng��ese, Jefe, los hombres de hoy no tienen paciencia. Si quieren ir a Am�rica, agarran el avi�n y se plantan en Am�rica en menos tiempo del que yo tard� en aparejar el macho para ir a Villagina. Y yo digo, si van con estas prisas, �c�mo van a tener paciencia para buscar la perdiz, levantarla, cansarla y matarla luego, despu�s de comerse un taco tranquilamente a la abrigada charlando de esto y de lo otro?" Cuando el Barbas dice esto, repito, con su filosof�a directa y socarrona, est� exaltando lo natural frente al artificio avasallador de la t�cnica, est� condenando los apremios contempor�neos, el automatismo y la falta de comunicaci�n. En una palabra, est� rechazando una torpe idea de progreso que, para empezar ha dejado su pueblo deshabitado. El Barbas, como el resto de mis personajes, buscan asideros estables y creen encontrarlos en la Naturaleza. El viejo Isidoro regresa de Am�rica con la ilusi�n obsesiva de encontrar su pueblo como lo dej�. A su modo, intuye que el verdadero progresismo ante la Naturaleza, como dice Aquilino Duque, es el conservadurismo. En rigor una constante de mis personajes urbanos es el retorno al origen, a las ra�ces, particularmente en momentos de crisis: Pedro, protagonista de La sombra del cipr�s, refugia en el mar su misoginia; Sebasti�n, de A�n es de d�a, escapa al campo para ordenar sus reflexiones; Sisi, el hijo de Cecilio Rubes, descubre en la Naturaleza el sentido de la vida; a la Desi, la criada analfabeta de La Hoja Roja, la persigue su infancia rural como la propia sombra. Esta actitud se hace pasi�n en Lorenzo, cazador y emigrante, quien en un rapto de exaltaci�n, ante el anuncio de una nueva primavera, escribe en su "Diario": "El campo estaba hermoso con los trigos apuntados. En la coquina de la ribera hab�a ya chiribitas y matacandiles tempranos. Una ganga vino a tirarse a la salina y vir� al guiparnos. Volaba tan reposada que la vi a la perfecci�n el collar�n rojo y las timoneras picudas. Era un espect�culo. As�, c�mo nosotros, debi� de sentirse Dios al terminar de crear el mundo." Solitarios a su pesar Mis personajes hablan poco, es cierto, son m�s contemplativos que locuaces, pero antes que como recurso para conservar su individualismo, como dice Buckley es por escepticismo, porque han comprendido que a fuerza de degradar el lenguaje lo hemos inutilizado para entendernos. De ah� que el Ratero se exprese por monos�labos; Menchu en un mon�logo interminable, absolutamente vac�o; y Jacinto San Jos� trata de inventar un idioma que lo eleve sobre la mediocridad circundante y evite su aislamiento. Mis personajes no son, pues, asociales, insociables ni insolidarios, sino solitarios a su pesar. Ellos declinan un progreso mecanizado y fr�o, es cierto, pero, simult�neamente, este progreso los rechaza a ellos, porque un progreso competitivo, donde impera la ley del m�s fuerte, dejar� ineludiblemente en la cuneta a los viejos, los analfabetos, los tarados y los d�biles. Y aunque un d�a llegue a ofrecerles un poco de piedad organizada, una ayuda -no ya en cuanto semejantes sino en cuanto perturbadores de su pl�cida digesti�n- siempre estar� ausente de ella el calor. "El hombre es un ser vivo en equilibrio con los dem�s seres vivos", ha dicho Faustino Cord�n. Y as� debiera ser pero nosotros, nuestro progreso despiadado, ha roto este equilibrio con otros seres y de unos hombres con otros hombres. De esta manera son muchas las criaturas y pueblos que, por expresa renuncia o porque no pudieron, han dejado pasar el tren de la abundancia y han quedado marginados. Son seres humillados y ofendidos -la Desi, el viejo Eloy, el T�o Ratero, el Barbas, Pac�fico, Sebasti�n...- que in�tilmente esperan, aqu� en la Tierra, algo de un Dios eternamente mudo y de un pr�jimo cada d�a m�s remoto. Estas v�ctimas de un desarrollo tecnol�gico implacable, buscan en vano un hombro donde apoyarse, un coraz�n amigo, un calor, para constatar, a la postre, como el viejo Eloy de La Hoja Roja, que "el hombre al meter el calor en un tubo crey� haber resuelto el problema pero, en realidad, no hizo sino crearlo porque era inconcebible un fuego sin humo y de esta manera la comunidad se hab�a roto". Seguramente esta estimaci�n de la sociedad en que vivimos es lo que ha movido a Francisco Umbral y Eugenio de Nora a atribuir a mis escritos un sentido moral. Y en verdad, es este sentido moral lo �nico que se me ocurre oponer como medida de urgencia, a un progreso cifrado en el constante aumento del nivel de vida. A mi juicio, el primer paso para cambiar la actual tendencia del desarrollo, y, en consecuencia, de preservar la integridad del Hombre y de la Naturaleza, radica en ensanchar la conciencia moral universal. Esta conciencia moral universal, fue, por encima del dinero y de los intereses pol�ticos, la que detuvo la intervenci�n americana en el Vietnam y la que viene exigiendo juego limpio en no pocos lugares de la Tierra. Esta conciencia, que encarno preferentemente en un amplio sector de la juventud que ha heredado un mundo sucio en no pocos aspectos, justifica mi esperanza. Muchos j�venes del Este y del Oeste reclaman hoy un mundo m�s puro, seguramente, como dice Burnet, por ser ellos la primera generaci�n con DDT en la sangre y estroncio 90 en sus huesos. Porque si la aventura del progreso, tal como hasta el d�a la hemos entendido, ha de traducirse inexorablemente, en un aumento de la violencia y la incomunicaci�n; de la autocracia y la desconfianza; de la injusticia y la prostituci�n de la Naturaleza; del sentimiento competitivo y del refinamiento de la tortura; de la explotaci�n del hombre por el hombre y la exaltaci�n del dinero, en ese caso, yo, gritar�a ahora mismo, con el protagonista de una conocida canci�n americana: "�Que paren la Tierra, quiero apearme!" Miguel Delibes POEMA dedicado a Delibes Serena Estampa Muestra el genio y el hombre su enorme grandeza Invadiendo con su pluma el llano y la meseta, Glosando sobre su tierra que mucho respeta. Unas veces ser�n los ni�os con su pureza, En otras, el hombre, visto desde su interior. Las miserias y bellezas son bien retratadas, De lugares, de almas y de experiencias narradas. En todas ellas, �encuentra, lector, el primor! La magia de la palabra expuesta con ternura, Impregnada y bien barnizada en todo momento, Ba�ada por ese pesimista sentimiento, Esconde para quien la busca una gran dulzura. Serena imagen de castellano de confianza, Sencilla estampa de hombre enraizado en la vida. Empe�ado por seguir y ganar la partida, Toma el tim�n al querer vivir en la esperanza. Ilusiona tanto a los grandes como a los chicos, Ense�ando al mundo unos principios y valores, Necesarios para las almas hechas a�icos. Antonio Bulnes Ju�rez http://www.angelfire.com/pe/delibes/ind.htm BIBLIOGRAF�A Monograf�as y libros sobre Miguel Delibes Agawu-Kakraba, Yaw B. Demythification in the Fiction of Miguel Delibes. Nueva York: Peter Lang Publishing, Inc., 1996. Alcal� Ar�valo, Purificaci�n. Sobre recursos estil�sticos en la narrativa de Miguel Delibes. Madrid: Universidad de Extremadura, 1991. Alonso de los R�os, C�sar. Conversaciones con Miguel Delibes (Edici�n ampliada). Barcelona: Destino, 1993. ______. 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La tranquila ejemplaridad con que la andadura narrativa de Miguel Delibes ha recorrido, sin sobresaltos y en permanente alerta, el arco trazado por la novel�stica espa�ola en su evoluci�n a lo largo de la segunda mitad del siglo XX descansa, es sabido, sobre el suelo firme de aquellos tres famosos ingredientes que no ha dejado de reclamar como inexcusables para la novela: �un Hombre, un Paisaje y una Pasi�n�, y, con ellos, de las tres virtudes esenciales que siempre ha querido reconocer en el �novelista de raza�, a saber: �agudeza para ahondar en el alma humana y descubrir sus pasiones, facultad de desdoblamiento... y un estilo personal que hace que una p�gina de [un] autor sea f�cilmente reconocible por un lector de m�nima cultura entre otras mil�. Ahormadas en la esforzada conquista de esta �ltima -que empez� a vislumbrar, seg�n propia confesi�n, con la redacci�n de El camino (1950)-, sostienen las dos primeras la coherente terquedad con que Miguel Delibes ha afirmado, una y otra vez, al correr de los a�os, su condici�n de novelista de personajes, de afanoso forjador de �tipos vivos� de cuyo aliento vital -su pasi�n, su paisaje- se informa, enhebrada en tiempo, la historia, y surgen, por ley de rigurosa necesidad, los modos y maneras de un discurso narrativo cuyas modulaciones ha advertido siempre respetuosamente sometidas a la alta jerarqu�a art�stica del personaje. Desde su siempre afirmada convicci�n de que la tarea del novelista no es otra que la de �descifrar al hombre� a trav�s de la palabra, ahondando en su verdad esencial para acertar �con su �ltima diferencia�, y de que s�lo �viviendo a su lado�, estando cerca del hombre, siendo con �l se hace posible esa labor de �ntimo desentra�amiento con que el escritor aspira a ofrecer -alumbrando un peque�o pedazo de mundo- una visi�n �del mundo todo, de la vida toda�, la novela de Miguel Delibes ha hecho de este firme anclaje, a lo largo de cincuenta a�os, una segura carta de marear que le ha guiado siempre en la exploraci�n de nuevos caminos narrativos. Afianzada progresivamente su voz m�s personal ya a lo largo de la d�cada de los cincuenta, al comp�s de un creciente compromiso cr�tico con la contextura problem�tica del presente, la permanente raigambre �tica de su novela le ha permitido desplegar, con madurez y dominio crecientes, un abanico de posibilidades discursivas cuya oportunidad hist�rica las ha mostrado al servicio de una clara voluntad representativa, regida por la voluntad de acercamiento cordial al vivir y padecer de sus personajes, y que evita los modos tradicionales del narrador omnisciente para acompasarse piadosa, cr�tica o ir�nicamente al vaiv�n de unas conciencias en permanente b�squeda de una acogedora morada vital. Conciencias cuya interioridad -as� sea manejando la primera o la tercera persona narrativas- se modela y se objetiva en la palabra, en el lenguaje, que deviene, en la novela de Delibes, sutil y muy preciso objeto de manipulaci�n art�stica, celebrado como espejo en que se mira, no s�lo la pasi�n del personaje, sino tambi�n el empe�o moral del escritor. No fue banal, en este sentido, que en su d�a, dos novelas cercanas en el tiempo como Cinco horas con Mario (1966) y Par�bola del n�ufrago (1969) acogiesen lo que era el talante decididamente renovador de su discurso narrativo, tan llamativo en su momento, al amparo de lo que en ellas se conten�a de reflexi�n acerca del don de la palabra. La significaci�n socio-hist�rica, pol�tica o moral que desde ella irradiaba en ambos casos, germinaba en suelo abonado por la fe en la palabra, en el lenguaje, como superior y dram�tica manifestaci�n de la conciencia de ser hombre, aqu� cercenado instrumento de conocimiento y comunicaci�n y, con ello, trasunto de unas miradas y unas vidas embotadas en su b�squeda de la autenticidad y la plenitud. En 1966, el desmesurado soliloquio de la viuda Carmen Sotillo ante el cad�ver del marido escenificaba el acuciante rito expiatorio de una mujer cuya vida, en su peque�ez, flu�a a borbotones por la torrentera desordenada de la memoria, en busca del cauce de un interlocutor imposible; la inevitable mudez de quien nunca pudo ni supo ser su espejo -�que es lo que yo digo, si las palabras no se las dices a alguien no son nada, botarate, como ruidos, a ver, o como garabatos, t� dir�s... y conversaciones serias, lo que se dice conversaciones serias, bien pocas hemos tenido�- prolongaba, redoblada en esas cinco horas de desahogo inaplazable, la radical incomprensi�n que alimentaba la soledad compartida por dos seres cuyo simb�lico antagonismo -la estrecha memez peque�o burguesa y reaccionaria de Carmen; la severidad de los postulados ideol�gicos, �ticos y morales del intelectual progresista Mario, ahogado bajo el peso, ha se�alado el propio Delibes, del no poder decir, de �tener que callar todo lo que pensaba�, replegado en pertinaz silencio frente al muro que el monodi�logo de Carmen reconstruye en su privado parloteo dolorido- se descubr�a confluyendo, ir�nicamente, en una misma asfixia, mutuamente ignorada: la sed de verdadera interlocuci�n. La sed que nutre, tres a�os despu�s, el delirante relato que da forma a la desasosegante par�bola del n�ufrago Jacinto San Jos�, probo empleado de una siniestra empresa deshumanizada que traduce los modos de una sociedad hiperburocratizada y degradante; pac�fica v�ctima de un mundo totalitario y abyecto del que ha sido proscrito -as� los recursos formales que explotan los segmentos narrados en tercera persona- el don cordial de la palabra, haciendo de ella instrumento de confusi�n, embrutecimiento y sumisi�n. Acuciado por esta pavorosa certeza, promotor del ingenuo movimiento. �Por la Mudez a la Paz�, y fracasado inventor de un nuevo y absurdo lenguaje sincopado, el contracto, s�lo en sus momentos de desbocado soliloquio ante el espejo reencuentra Jacinto San Jos�, en soledad, su condici�n pisoteada de hombre que interpela libremente a su conciencia y se interroga sobre el sentido del vivir, pues -se dir�- �no es lo mismo callar que hablar sin que a uno le comprendan, que parecer� lo mismo pero no es lo mismo, ya que el hombre no es un animal racional, o si lo es... sobre esta cualidad predomina la condici�n de animal parlante�. El postrer pu�etazo desesperado con que Jacinto rompe definitivamente el espejo es la antesala de su irreversible metamorfosis en alegre y saltar�n borrego: el escalofriante balido que sale de su boca, cerrando la novela, despide sin remedio al hombre que Jacinto fue, y sigui� siendo, mientras persisti� su conciencia del miedo a perder aquello que el novelista Miguel Delibes ha porfiado por preservar y engrandecer a trav�s de sus hombres, sus paisajes y sus pasiones: el don de la palabra. La escritura de Delibes Por Jordi Gracia Entre 1950 y 1966, a Miguel Delibes se le deben dos restituciones a trav�s de dos novelas ejemplares. El camino es la primera y Cinco horas con Mario es la segunda. La primera restituci�n es la de la integridad de la lengua y la segunda la de la raz�n derrotada. Quiz� ni el propio Delibes se dio cuenta de lo que hab�a hecho con la primera de ellas, en la asfixia dogm�tica y fascista de la posguerra. Dio la mejor muestra de una escritura novelesca desintoxicada del lenguaje del tiempo, de la adulteraci�n viscosa de la verdad convertida en consigna y parafernalia verbosa. Se limit� a registrar con el lenguaje de un ni�o la experiencia �ntima, cotidiana y dolida, como si lo m�s urgente de todo fuese restituir la honradez al lenguaje, la integridad a las palabras: que cada cosa nombrase lo que debe, y fuese de la manera m�s precisa posible. Sin farfollas ni rimbombancias, sin frases ahuecadas ni latiguillos cultos y falsos. Cuando le mand� el manuscrito de la novela a su editor en Barcelona, Jos� Verg�s, de Destino, apenas repar� en lo novedoso que era ese lenguaje de la transparencia y la humildad, de la propiedad idiom�tica contra lo que Josep Pla, otro catal�n, llamaba fumisteria, humo, ret�rica. Pero con el manuscrito de su otra gran novela, Cinco horas con Mario, las cosas fueron de manera distinta. Se lo mand� a Verg�s en 1965 con todas las precauciones y cautelas, con mucho miedo al contenido pol�tico y a la posible respuesta del r�gimen. La lleg� a mandar �l mismo a la censura, cuando el propio editor no lo hubiese hecho por creerlo innecesario. La sublevaci�n interior que hab�a en El camino era sutil, ling��stica, �tica -una raz�n moral-, mientras que la que hab�a puesto en esa otra impresionante novela que es Cinco horas con Mario, ten�a otro soporte: era una rebeld�a con raz�n ideol�gica. Con esa novela quer�a descubrir las peores razones de una victoria ofensiva, humillante y vejatoria con los vencidos. Y lo que dec�a era muy simple, y tambi�n muy ofensivo, humillante y vejatorio para la Espa�a de Franco: contra lo que quiso el poder, la raz�n hab�a estado con los vencidos. Miguel Delibes, del periodismo a la novela Por Dar�o Villanueva Catedr�tico de Teor�a de la Literatura y Literatura Comparada, de la Universidad de Santiago de Compostela M�s de medio siglo contempla la carrera literaria de aquel joven veintea�ero, periodista, dibujante y profesor, que obtuvo uno de los primeros premios Eugenio Nadal en 1947 y que, cincuenta a�os m�s tarde, luego de recibir los m�s importantes reconocimientos a su ingente labor, merece por segunda vez el Premio Nacional, que ya obtuviera en 1955 con Diario de un cazador, concedido ahora a su novela hist�rica El hereje, que trata de los convent�culos religiosos renovadores de la Valladolid de mediados del XVI. Son, en conjunto, veinte novelas y varios libros de relatos los que le han permitido a Miguel Delibes estar presente en todos los momentos significativos de la novela espa�ola posterior a la guerra civil. El escritor vallisoletano se mantuvo siempre al margen de grupos y capillas literarias, favorecido por esa indiferencia hacia lo contingente que desde una ciudad no metropolitana se puede dignamente mantener, pero vivificado por el hilo umbilical que desde un principio represent� para �l el comercio literario con su editor de Barcelona Jos� Verg�s cuyo testimonio est� en el volumen de su correspondencia entre 1948 y 1986 recientemente aparecido. Esa independencia brilla tambi�n en otra de las facetas sin las que tampoco se podr�a comprender al Miguel Delibes escritor: su actividad period�stica en el diario El Norte de Castilla donde lo fue casi todo antes que director. El periodismo aporta de por s�, al margen de desde donde se ejerza, una curiosidad global, el pulso de la actualidad contempor�nea que luego demanda una prosa expresiva y eficaz a la vez, modelo no desde�able para la buena escritura literaria (y baste mencionar aqu� el caso de Gabriel Garc�a M�rquez). En 1965 alcanz� gran notoriedad una novela de Truman Capote, In Cold Blood, enseguida considerada como una obra maestra del llamado new journalism. Se trata, como es bien sabido, de la laboriosa reconstrucci�n por parte del autor, doblado en reportero y detective, de todos los detalles que rodearon el asesinato de la familia Clutter, de Halcomb, Kansas, cometido realmente el 15 de noviembre de 1959. Mas semejantes relaciones entre periodismo y ficci�n no son, sin embargo, novedosas. Al margen de las circunstancias profesionales de escritores y periodistas, f�cilmente entrecruzables, en ambos medios se da una relaci�n semejante en lo b�sico entre escritura, realidad y narraci�n. En nuestros a�os cincuenta, cuando el neorrealismo evolucion� hacia un realismo de denuncia social, est� cumplidamente demostrada la voluntad de los novelistas por testimoniar la realidad cotidiana que los peri�dicos, sometidos con rigor a la censura previa, no estaban en condiciones de difundir. El propio Miguel Delibes, director de El Norte de Castilla en los tiempos dif�ciles, de lo que ha dejado testimonio en su libro de 1985 La censura de prensa en los a�os 40 (y otros ensayos), ha contado c�mo le prohibieron dar la noticia de que un vag�n cargado de naranjas hab�a descarrilado y volcado en Venta de Ba�os, acaso porque el Estado totalitario no pod�a consentir que trascendiera un fracaso puntual en la circulaci�n ferroviaria por si de este modo se pudiese poner en solfa su eficacia y control total de las situaciones. Aparte de esa proximidad obligada del periodista frente a una realidad compleja y cambiante a un ritmo que se ha ido incrementado vertiginosamente a lo largo del �ltimo siglo, el oficio del novelista puede beneficiarse tambi�n de determinadas exigencias formales que escribir en los diarios impone. En primer lugar aparece la de garantizar la narratividad que el lector demanda y nuestros novelistas redescubrieron como una exigencia inexcusable tras las excesos del experimentalismo en los a�os sesenta y setenta sobre los que Delibes tuvo siempre una idea muy clara y precisa. Y complementariamente, el requisito de un estilo directo, no ret�rico, perfectamente compatible con la eminencia de la escritura literaria y no meramente fungible. Miguel Delibes es una persona que cree en el di�logo y lo practica cabalmente. La forma de sus novelas, y su humanismo, son b�sicamente dialog�sticos, y gracias a sus conversaciones con periodistas amigos, luego recogidas en libros como los de Leo Hickey (1968), C�sar Alonso de los R�os (1971; 1993) o Ram�n Garc�a Dom�nguez (1985), podemos conocer mejor su personalidad as� como sus ideas pol�ticas y literarias. Por ejemplo, saber que el periodismo le �empuj� a buscar el lado humano de la noticia� y que escribiendo para El Norte de Castilla aprendi� que �hab�a que decir lo m�s posible con el menor n�mero de palabras posibles� (C�sar Alonso de los R�os, 1993: 59-60). En varios de sus textos m�s personales Delibes confiesa que su primeros pinitos como novelista surgieron de �tal estado de virginidad literaria que entend�a que la literatura deb�a ser engolada, grandilocuente�, y que solo a ra�z de su triunfo en el Nadal -confiesa- �llego al convencimiento de que, abandonando la ret�rica y escribiendo como hablo, tal vez pueda mejorar la cosa�. As� fue, ciertamente, gracias al modelo de sobriedad, exactitud y elegancia que Delibes encuentra en la prosa del mercantilista Joaqu�n Garrigues como Stendhal lo hab�a hecho en el c�digo civil franc�s, y gracias tambi�n a las exigencias de la escritura period�stica. En La sombra del cipr�s es alargada cabe encontrar p�rrafos como este: �La ciudad, ebria de luna, era un bello producto de contrastes. Brotaba de la tierra dibujada en claroscuros ofensivos. Era un espect�culo fosforescente y p�lido, con algo de endeble, de exinanido y de nost�lgico�. Nada extra�o, pues, que tres a�os m�s tarde, en el primer p�rrafo de El camino cuya edici�n facsimilar del manuscrito nos es por fortuna accesible, el escritor tache el adjetivo ineluctable para sustituirlo de su pu�o y letra por el m�s com�n de inevitable. En fin, el propio novelista ha admitido el tratamiento period�stico que dio al episodio de cerrilismo rural narrado en El tesoro (1985) a partir de los hechos reales que vivi� su hijo arque�logo, y las virtudes narrativas del reportaje, potenciadas sobremanera por las de una elaboraci�n propiamente novel�stica de los personajes y de su decoro o verosimilitud ling��stica, lucen de nuevo en El disputado voto del se�or Cayo (1978), el libro que Delibes dedic� a nuestra transici�n democr�tica. Pero lo mismo se puede detectar desde mucho antes, si comparamos las cr�nicas reunidas en Un novelista descubre Am�rica (Chile en el ojo ajeno), relato del viaje que Delibes realiza en 1955, y los avatares de Lorenzo, el protagonista de Diario de un cazador (1955), ahora en trance de buscarse una nueva vida en el pa�s austral, lo que constituye la sustancia de Diario de un emigrante (1958). El oportuno cotejo habla de c�mo la objetividad period�stica con que Delibes narra y describe en sus cr�nicas se trasmuta en un discurso rebosante de expresividad cuando es su personaje el que, con sus palabras, hace lo propio. Los personajes de Delibes: Las sucesivas m�scaras del escritor. Por Marisa Sotelo V�zquez Universidad de Barcelona. �Pas� la vida disfraz�ndome de otros, imaginando, ingenuamente, que este juego de m�scaras ampliaba mi existencia, facilitaba nuevos horizontes, hac�a aqu�lla m�s rica y variada. Disfrazarse era el juego m�gico del hombre, que se entregaba fruitivamente a la creaci�n sin advertir cu�nto de su propia sustancia se le iba en cada desdoblamiento. La vida, en realidad, no se ampliaba con los disfraces, antes al contrario, dejaba de vivirse, se convert�a en una entelequia cuya �nica realidad era el cambio sucesivo de personajes.� De los ingredientes que se conjugan en la creaci�n de una novela Miguel Delibes ha resaltado siempre la importancia medular del personaje: �crear tipos vivos, he ah� el principal deber del novelista�. Y aunque la historia, la f�rmula y el tono son tambi�n elementos decisivos en la morfolog�a narrativa del escritor vallisoletano, tal como �l mismo ha comentado en m�ltiples art�culos, entrevistas y conferencias, todos esos elementos, en �ltima instancia, deben plegarse forzosamente a las exigencias del personaje. La importancia que Delibes concede al personaje arranca de la concepci�n unamuniana del desdoblamiento del autor en sus criaturas de ficci�n, expuesta en Tres novelas ejemplares y un pr�logo. Por ello ha escrito: �el novelista aut�ntico tiene dentro de s� no un personaje, sino cientos de personajes. De aqu� que lo primero que el novelista debe observar es su interior. En este sentido, toda novela, todo protagonista de novela lleva dentro de s� mucho de la vida del autor. Vivir es un constante determinarse entre diversas alternativas. Mas, ante las cuartillas v�rgenes, el novelista debe tener la imaginaci�n suficiente para recular y rehacer su vida conforme otro itinerario que anteriormente desde��. Por aqu� concluiremos que por encima de la potencia imaginativa y el don de la observaci�n, debe contar el novelista con la facultad de desdoblamiento: no soy as� pero pude ser as��. Desdoblamiento existencial que enfatiza la importancia del componente autobiogr�fico en la creaci�n de los personajes novelescos. Idea en torno a la que articul� Miguel Delibes su discurso de recepci�n del Premio Miguel de Cervantes el 25 de abril de 1994, cuando tras constatar que ya ten�a la misma edad que el viejo contable de Cecilio Rubes, en Mi idolatrado hijo Sis� y, tras ponerse por tanto en la piel de uno de sus personajes de ficci�n, reflexionaba: �si la vida siempre es breve, trat�ndose de un narrador, es decir de un creador de otras vidas, se abrevia todav�a m�s, ya que �ste antes que su personal aventura, se enajena para vivir las de sus personajes. Encarnado en unos entes ficticios, [...] transcurre la existencia del narrador invent�ndose otros �yos�, [...] son seres inexistentes, de pura invenci�n, m�s el escritor se esfuerza por hacerlos parecer reales [...]. El problema del creador en ese momento es hacerlos pasar por vivos a los ojos del lector y de ah� su desaz�n por identificarse con ellos. En una palabra, el desdoblamiento del narrador le conduce a asumir unas vidas distintas a la suya pero lo hace con tanta unci�n, que su verdadera existencia se diluye y deja en cierta medida de tener sentido para �l�. Desde estas premisas cabe preguntarse qu� ha ido dejando de s� mismo Miguel Delibes en la psicolog�a de sus personajes desde que en 1948 obtuviera el Premio Nadal con La sombra del cipr�s es alargada hasta su �ltima y espl�ndida novela, El hereje, en 1998, cincuenta a�os despu�s. Si repasamos con atenci�n las sucesivas novelas y cuentos que integran su fecunda producci�n narrativa es f�cil apercibirse de cu�nto hay de autobiogr�fico en los personajes de las mismas, y hasta qu� punto estos encarnan posibilidades latentes de la vida del escritor. La tristeza, la angustia y el sentimiento de desasimiento que experimenta el hombre ante la muerte, encarnado con modulaciones de distinta intensidad en Pedro, el adolescente protagonista de La sombra del cipr�s es alargada; en la soledad radical de Eloy, el viejo funcionario jubilado, como verdadero comp�s de espera ante la muerte en La hoja roja (1959); en el horror ante la muerte de Senderines, el ni�o protagonista de La mortaja (1970). Y de nuevo el mismo sentimiento de miedo a la muerte disfrazado de falso hero�smo y arrebatos m�sticos en Gervasio Garc�a de la Lastra, protagonista de 377A, madera de h�roe (1987), por citar algunos de los personajes m�s emblem�ticas, aunque la obsesi�n por la muerte aparece siempre en todas las novelas de manera m�s o menos tangencial, pues el autor ha confesado que desde muy ni�o hab�a sido una constante en su naturaleza, un sentimiento casi obsesivo. Y junto a la muerte otro de los ejes autobiogr�ficos vertebradores de toda la narrativa delibiana es el amor a la Naturaleza, la defensa incansable del medio natural, la b�squeda de la armon�a entre el hombre y la naturaleza, el paisaje, que podr�a muy bien resumirse en la frase de Ortega, �dime en el paisaje en el que vives y te dir� quien eres�. Desde El camino (1950), en la que Daniel, �el Mochuelo�, intuye a sus once a�os que su verdadero camino est� en la aldea del valle junto a sus amigos, sus gentes y sus p�jaros, el sentimiento de la naturaleza se ha ido convirtiendo en algo visceral, instintivo, para muchos de los seres que pueblan el universo narrativo del autor castellano, sobre todo en las novelas de ambientaci�n rural. As� la sabidur�a natural e instintiva que tiene una clara dimensi�n simb�lica en el Nini, protagonista de Las ratas, relato solanesco de 1962, en plena campa�a de defensa de la despoblaci�n de Tierra de Campos. El mismo tema reaparece en los relatos de Viejas historias de Castilla la Vieja (1964), y con m�s o menos intensidad en Las guerras de nuestros antepasados (1975), El disputado voto del se�or Cayo (1978) o el drama rural de Los santos inocentes (1981), donde el inocente Azar�as asesina al se�orito Iv�n porque ha dado muerte a su milana. Y junto a la naturaleza, la pasi�n por la caza, por la vida al aire libre tan delibiana en tipos como Lorenzo, protagonista de los Diarios (cazador, emigrante y jubilado). En todos estos personajes Delibes ha ido dejando parte del amor a la naturaleza que no est� re�ido con su afici�n a la caza, as� como sus tempranas preocupaciones ecol�gicas, tal como se puso de manifiesto en el discurso de ingreso en la Real Academia de la Lengua, �El sentido del progreso desde mi obra� (1975), en el que defend�a un equilibrio entre la naturaleza y el progreso, apelando a que �el hombre, nos guste o no, tiene sus ra�ces en la naturaleza y al desarraigarlo con el se�uelo de la t�cnica, lo hemos despojado de su esencia�. Y desde la dimensi�n existencial del principio pasando por su preocupaci�n constante por la naturaleza la narrativa de Delibes desemboca necesariamente en la problem�tica social con obras tan significativas como Cinco horas con Mario (1966), verdadero aldabonazo en la conciencia literaria de la �poca. El conflicto de mentalidades expuesto �nicamente a trav�s de la voz de Carmen, en cinco horas de soliloquio frente al cad�ver de su marido difunto, da pie a un certero an�lisis de las carencias afectivas y la falta de comunicaci�n de la pareja protagonista a la par que reconstruye magistralmente las contradicciones y ramploner�a de la clase media espa�ola. La preocupaci�n por la justicia social, la tolerancia y la libertad, que hab�an acompa�ado desde siempre al autor, afloran en el discurso torrencial, acumulativo y acusatorio de Carmen, y nos permiten conocer tanto el pensamiento de ella como de rebote y de manera indirecta el pensamiento de Mario. A esta novela, cuyo valor indiscutible en la renovaci�n del panorama narrativo de postguerra la cr�tica ha se�alado un�nimemente, le sigue Par�bola del n�ufrago (1969), verdadera par�bola de la degradaci�n progresiva hasta la aniquilaci�n del individuo bajo la presi�n de un sistema totalitario. Relato aleg�rico, trascrito con un lenguaje desarticulado, que desempe�a una funci�n relevante en la interpretaci�n de la novela, cuya gestaci�n arranca de la experiencia viajera de Delibes por Checoslovaquia, poco antes de la invasi�n rusa en la primavera de 1968. Preocupaci�n social y c�vica que se evidencia tambi�n en m�ltiples art�culos que vieron la luz por aquellos a�os en la revista Triunfo, y que tiene su punto de arranque en la denuncia de la injusticia, de los abusos del poder frente al individuo que Delibes ya hab�a subrayado en Las ratas, y a la que vuelve en Los santos inocentes, con el relato de la opresi�n de unos pobres campesinos bajo el despotismo feudal de los amos. Y por �ltimo, El hereje (1998), ambientad en las luchas religiosas del siglo XVI, recoge y sintetiza todas las preocupaciones del autor, su insobornable sentido �tico, sin f�ciles manique�smos, su fidelidad a los principios y a las ideas firmemente asentadas, el amor a la naturaleza, el sentimiento de la muerte, la tolerancia, y el respeto a las razones del otro. Siempre en un castellano rico, vivo, preciso y aut�ntico con el que aspira a levantar acta de las preocupaciones de las gentes y los pueblos castellanos de su tiempo, porque Delibes es un escritor con territorio. Todas estas caracter�sticas hacen del autor un dign�simo heredero del arte cervantino en lo que �ste tiene de sensibilidad afectiva, realismo y piadosa iron�a. Delibes y el mito del buen salvaje. Por Marcos Maurel Siempre se hace dif�cil hablar de un autor que ha alcanzado el marchamo de cl�sico vivo, de imprescindible. Si �ste adem�s atesora una obra tan amplia como s�lida, la dificultad aumenta. Y es que los narradores de mayor calidad no s�lo producen obras descollantes, que aqu� ser�an El camino, Las ratas, Diario de un cazador, Cinco horas con Mario o Los santos inocentes, sino que acompa�an a �stas de una serie de novelas en apariencia m�s modestas, o menos ambiciosas si se quiere, pero que definen, matizan y coadyuvan con las mayores para generar un universo ficcional completo en su coherencia. Son esas novelas no tan renombradas, quiz�s algo injustificadamente, las que tambi�n merecen atenci�n porque encierran no poca significaci�n e iluminan en sus tramas el pensamiento y el sentimiento de su creador. Por eso me he decidido a hablarles de Desi Sanjos�, protagonista femenina de La hoja roja (1959), deliciosa novela menor de Miguel Delibes. Con este personaje, Delibes llev� a cabo una rotunda y cordial actualizaci�n del mito del buen salvaje. Salida del pueblo con 18 a�os, analfabeta y algo cerril, la muchacha pasar� a servir en casa el viudo Eloy (otro personaje espl�ndido), estricto y algo esperp�ntico funcionario del Ayuntamiento de la �peque�a ciudad� que sirve de escenario a la acci�n. Desi no alberga en su interior un gramo de maldad. Bruta y decente, honrada y creyente a su manera (no acaba de entender los misterios de la religi�n), trabajadora y comprensiva, enternecedora en su simpleza y en su amor incondicional por el farruco Picaza, un mozo de su pueblo con el que nuestra hero�na planea casarse y que acabar� perdi�ndose de la manera m�s absurda, Desi resume en su existencia la experiencia vital de muchas j�venes de su �poca, muchachas que abandonaban su pueblo natal en los primeros a�os 50 para ser chicas de servicio en las capitales. Delibes derrocha ir�nica ternura al dibujar a sus protagonistas. Su precisa y aparentemente sencilla lengua literaria nunca se permite caer en el burdo patetismo (tan f�cil este riesgo al encarar el tema de la soledad abisal del viejo Eloy) o en lo sentimental�n. Todo sucede en esta novela (hasta el desangelado pero feliz a su manera final) sin aspavientos ni pirotecnias. El autor se esfuerza, y m�s que logra, retratar unas vidas cotidianas mediocres y anodinas, para lo que recurre a la constante repetici�n de acciones, parlamentos y sentimientos de los personajes, es decir, un uso abierto y muy sabio del leitmotiv. Por ejemplo, Eloy, de 70 a�os, al iniciar la novela sabe que le queda poco tiempo de vida. De un acertad�simo s�mil se servir� el autor para acentuar esa sensaci�n de inminencia de la muerte que se apodera del anciano. Me refiero a esa hoja roja que da t�tulo a la novela y que no es m�s que el aviso que en los librillos de papel de fumar ponen los fabricantes para que el consumidor sepa que s�lo le quedan cinco hojas, que eso se acaba. Delibes pone en boca de su personaje esta comparaci�n hasta diez veces. Con estas y otras recurrencias, en reflexiones y temas, logra el autor que la costumbrista representaci�n de la chata vida en una ciudad provinciana se convierta en un espejo vital para cualquier lector. Pero si entra�able es el jubilado Eloy, m�s lo es nuestra chacha Desi. Su aciago destino, por estar enamorada del Picaza, sus sentimientos transparentes, su vasta sinceridad, su inocente bondad la convierten en un personaje tan dif�cil de resolver literariamente como agradecido. A su vez, la peripecia vital de la muchacha, le sirve al autor para ilustrar lo que fueron los usos amorosos de la posguerra espa�ola (tomo prestada esta frase del t�tulo del excelente ensayo que publicara Carmen Mart�n Gaite). No se pierdan a los quintos ante el escaparate de don Leo, ni los forcejeos de Desi por desasirse del pulpo Picaza. Aqu� leo una cr�tica indirecta de los usos y costumbres de una Espa�a gris, pazguata y todav�a doliente. Desi, con su sana jovialidad, con sus ilusiones de matrimonio y sus peque�os tesoros, con su primario discernimiento es un personaje muy humano, de los que solo pueden salir de la pluma de un escritor que sepa de la inteligencia y de la compasi�n, como sab�a otro Miguel: Miguel de Cervantes. De eso nos habla esta novela de Miguel Delibes, de que el ser humano necesita del calor de los dem�s, de que necesita comunicarse para sentirse vivo, de que la soledad es la enfermedad incurable del alma, de que todos tendremos el mismo final. Los diarios de Miguel Delibes: Un personaje y una m�cara. Por Adolfo Sotelo V�zquez Catedr�tico de Historia de la Literatura Espa�ola de la Universidad de Barcelona. Tras obtener el Premio Nadal 1947 con La sombra del cipr�s es alargada y confirmar su oficio novel�stico con la peque�a obra maestra que es El camino (1950), Delibes abri� un fil�n de su obra en el que hay una buena dosis de componente autobiogr�fico. Esta veta, anterior a la publicaci�n de Las ratas (1962) y de Cinco horas con Mario (1966), est� formada por dos diarios con id�ntico protagonista, el bedel de la Escuela de Comercio de Valladolid, Lorenzo, ejemplo supremo de personaje primitivo, bonach�n y emprendedor, de honda dignidad y hombr�a, que en la primera novela, Diario de un cazador (1955), narraba sus estrecheces y sus afanes, su cotidianidad anodina y vulgar, solamente oreada por las emociones del ojeo y el vehemente entusiasmo por la perdiz roja en las campestre excursi�n dominguera con la escopeta al hombro, y, en la segunda, Diario de un emigrante (1958), se enfrentaba, en compa��a de Anita, su mujer, al desarraigo de la emigraci�n con la vana y malograda pretensi�n de atar los perros con longanizas. Desde entonces Delibes, que no ha abandonado nunca su querencia por el diario -El �ltimo coto (1992) es un buen ejemplo- ni por el mundo de la caza o �el gusto durante unos d�as de ser paleol�tico� -seg�n la afortunada imagen del maestro Ortega y Gasset-, hab�a, sin embargo, postergado a Lorenzo, el bedel cazador, personaje con el que el novelista m�s y mejor se ha identificado. Para 1995, en Diario de un jubilado, retorna un personaje y una m�scara con la misma autenticidad y an�loga franqueza coloquial, tejidas en ese utillaje narrativo que se ha revelado como algo propio (nunca menor) del arte novel�stico de Delibes, reafirmado con nuevas obras maestras como Los santos inocentes (1981) o 377A, madera de h�roe (1987). El regreso de Lorenzo es deslumbrante. El gran novelista vallisoletano con una potencia y una frescura ling��stica que s�lo poseen los creadores de fuste, sigue empe�ado en lo que es una constante de su quehacer: �rescatar para los hombres que vengan detr�s, el lenguaje que se empleaba en Castilla en la segunda mitad del siglo XX� (El Pa�s, 11-II-1979). Mientras el habla de la peque�a burgues�a provinciana nutr�a Cinco horas con Mario, el lenguaje rural se adue�aba de Las guerras de nuestros antepasados (1975) o la contraposici�n entre el habla precisa y campesina y el lenguaje cheli articulaba El disputado voto del se�or Cayo (1978), Delibes hab�a conseguido plasmar la jerga popular barriobajera en Diario de un cazador y -como �l mismo le confes� a C�sar Alonso de los R�os- captar �la insensible aprehensi�n por parte de Lorenzo de los chilenismos que menospreciaba en un principio� en Diario de un emigrante. Diario de un jubilado nos devuelve a Lorenzo que habla como hablaba, incorporando usos l�xicos y giros sint�cticos que se le han pegado, como se le ha pegado el consumismo y la ingravidez del fin de siglo que vive ya en su jubilaci�n. Responsable de esta prodigiosa plasmaci�n art�stica del habla com�n de Lorenzo, con sus modismos, muletillas y frases hechas es, sin duda, la forma narrativa, el discurso elegido, el diario, que permite, adem�s, el protagonismo del lenguaje, como el propio Delibes reconoci� al prologar en 1965 el tomo segundo de sus O.C., donde se inclu�an los Diarios. Al registrar cotidianamente los sucesos, Lorenzo, su innata capacidad de observaci�n, su popular y riqu�simo empleo del castellano, no quedan sujetos a ning�n subterfugio artificioso de la configuraci�n del relato, que podr�a responder a la actitud del artista, pero en modo alguno a la del protagonista, y puede as� explayar su conocida locuacidad. Charlataner�a que, al paso de los a�os, se ha tornado m�s permeable al escrutinio de lo que le rodea. Y aqu�, surge el otro gran acierto de Diario de un jubilado: el nuevo entorno del personaje, cuya narraci�n nos permite asistir a escenas y conversaciones que alcanzan cimas muy altas en la narrativa espa�ola de todas las �pocas, con el aditamento de que el lector se ve implicado en esa �recuperaci�n ling��stica� gracias a los gui�os y complicidades de Lorenzo. La historia que se dibuja en el transcurso de quince meses de este diario est� articulada en torno a tres n�cleos tem�ticos. La vida matrimonial del jubilado Lorenzo y su mujer Ana, convertidos en escribidores de cartas para los concursos televisivos, mientras Lorencito, el hijo ya casado, se ha independizado, y Sonia, la hija, vive con un maromo con el que se acabar� casando en Mallorca, ante la exclusiva asistencia de su padre. Este aspecto tem�tico se confunde con el segundo: la apremiante sexualidad de Lorenzo que le lleva a caer en manos de unos hampones y que desencadenar� la moment�nea separaci�n conyugal, subsanada por la bondad habitual de Anita. Mediante estos n�cleos tem�ticos el Diario da cuenta de los viejos amigos y conocidos de Lorenzo, el Tochano, el Partenio y el estremecedor personaje (una criatura que, en verdad, s�lo puede esculpir Delibes) de Melecio. Todos, con la excepci�n de este �ltimo, andan empe�ados en el fragor mercantilista de los nuevos moldes sociales. Todos, salvo Melecio y Lorenzo en su decisi�n final, se ven arrebatados por el clima de prosaica y degradada moralidad en la que viven. De estos motivos argumentales se desprende, como es pertinente en la �tica-est�tica de Delibes, una mirada ir�nica y sat�rica hacia las formas sociales, materialistas e insustanciales de la vida espa�ola de finales del siglo XX. El nuevo �mbito del jubilado est� determinado por su trabajo como asistente de don Tadeo Piera. No quiero decir con ello que el ambiente familiar y el c�rculo de amigos que Lorenzo conserva de sus tiempos de bedel y cazador sea irrelevante, pero la m�xima novedad y el m�ximo acierto del �ltimo Diario es la recreaci�n narrativa y ling��stica, matizada y sabiamente graduada, alegre y desenfadada, divertida e inmisericorde del mundo de don Tadeo Piera, el poeta provinciano, enclenque y homosexual, del que el protagonista se convierte en confidente. No se crea, sin embargo, que Delibes ha optado exclusivamente por la recuperaci�n de las confidencias del cotidiano pegar la hebra de Lorenzo y su jefe, sino que con una intensidad que recuerda al mejor Gald�s nos da noticia del singular universo que componen don Tadeo, do�a Hero�na, do�a Asunci�n y do�a Cuca, hermanas del mediocre poeta provinciano, acuciado por su homosexualidad y por sus deseos de obtener el Premio Nobel. Estas escenas, narrativizadas desde la perspectiva y la voz de Lorenzo constituyen las mejores p�ginas de la novela y un acierto m�s del novelista en su dilatada recreaci�n de la peque�ez abrumadora de la vida de una ciudad provinciana. Lorenzo ya no goza con el pelotazo de una perdiz en la ladera del Sinova, ni siente el expr�s de Galicia cuando no se puede dormir, pero conserva una manera de decir fet�n y una mirada aguda y perspicaz que Miguel Delibes ha hecho de nuevo veros�mil, porque, en el fondo, este jubilado, como don Eloy N��ez, el protagonista de La hoja roja (1959), o el Mochuelo, Mario D�ez Collado, el Azar�as o Pac�fico P�rez, son pedacitos de un universo creativo que tiene en la honestidad el primer fundamento de su suficiencia est�tica. Cada vez que se intente recomponer esta larga dinast�a de criaturas que componen la personalidad del maestro castellano, Lorenzo ser�, es, m�s que un personaje, una m�scara que con naturalidad y como presagiaba Delibes en 1965 ha envejecido con �l. Delibes y el cinemat�grafo Por Guzm�n Urrero Pe�a En su libro Miguel Delibes: La imagen escrita (1993), citado en la bibliograf�a de esta muestra, Ram�n Garc�a Dom�nguez completa un magn�fico escrutinio de los v�nculos existentes entre Miguel Delibes y el s�ptimo arte. De �l nos serviremos para enriquecer m�s de un p�rrafo a lo largo de este perfil. Para empezar, anotemos una certeza, y es que a buen seguro, la cinefilia juvenil es uno de los primeros escalones de esta experiencia, que luego desciende a gestos en la gran pantalla. Con la agresiva exigencia de emociones que aparentan los ni�os, al peque�o Miguel, profundamente atra�do por lecturas folletinescas, las peripecias m�s �picas le deb�an de parecer veros�miles en las proyecciones dominicales organizadas en su colegio, y tambi�n en los programas dobles de salas como el Cine Hispania y el Teatro Pradera. Posteriormente, en la redacci�n de El Norte de Castilla, ese inter�s sobrevivi�, pues el g�nero que con m�s asiduidad cultiv� en sus inicios es la rese�a cinematogr�fica. Es m�s: cuando Delibes fue nombrado director de esta prestigiosa instituci�n period�stica, propici� la puesta en marcha de un cine forum, af�n a tantos otros que alimentaron los estudios sobre el mundo audiovisual en la Espa�a de la d�cada de los sesenta. Estas reuniones comenzaron el 2 de febrero de 1966, y el largometraje que se exhibi� ese d�a es, como dicen los castizos, todo un cl�sico: Ciudadano Kane, de Orson Welles. Oportunamente, Welles ya era conocido en persona por muchos castellanos como Delibes, pues hab�a rodado su filme Mister Arkadin en varias ciudades de la regi�n. Por cierto: m�s de una an�cdota puede relatar el escritor al respecto de dicho rodaje. En 1963, la actriz y realizadora Ana Mariscal estren� su pel�cula El camino, una producci�n de la compa��a Bosco Films cuyo argumento proced�a de la novela hom�nima. El gui�n, firmado por Jos� Zamit y la directora, respetaba la esencia literaria, y el reparto, contaba con int�rpretes tan solventes como Julia Caba Alba, Mary Delgado, Maruchi Fresno, Joaqu�n Roa, Antonio Casas, Jos� Orjas y Mar�a Isbert. En definitiva, toda una garant�a de dignidad art�stica. Retrato de familia (1976), basada en la novela Mi idolatrado hijo Sis� y dirigida por Antonio Gim�nez-Rico, se beneficiaba de la excelente fotograf�a de Jos� Luis Alcaine y de la partitura escrita por el m�sico Carmelo Bernaola. Tambi�n en este caso el conjunto de actores seleccionado prestaba verosimilitud al relato f�lmico. Entre esos actores cabe mencionar a Antonio Ferrandis, Amparo Soler Leal, M�nica Randall y un jovenc�simo Miguel Bos�. Tras el �xito de La guerra de pap� (1977), inspirada en El pr�ncipe destronado y muy eficazmente dirigida por Antonio Mercero, lleg� a las pantallas uno de los mejores t�tulos del cine espa�ol de la �poca, Funci�n de noche (1981). De dif�cil catalogaci�n gen�rica, el filme viene a ser, entre otras cosas, el di�logo descarnado que comparten dos actores, Daniel Dicenta y Lola Herrera, con el fin de explorar sin contemplaciones las causas m�s hondas de su fracaso matrimonial. El roce de este documento con la obra de Delibes viene dado por el hecho de que Herrera protagonizaba por las mismas fechas la adaptaci�n teatral de Cinco horas con Mario, de la cual se ofrecen fragmentos en el metraje. Sin duda, el ejercicio de sinceridad que se plantea la actriz en la pel�cula guarda relaci�n, y m�s de un punto de contacto, con el mon�logo de su personaje en la narraci�n delibeana. Probablemente sea Los santos inocentes (1984), dirigida por Mario Camus, la versi�n cinematogr�fica m�s conocida y generosamente galardonada de un texto de don Miguel. Escrita con finura por el novelista Antonio Larreta junto a Manuel Matji y el propio Camus, esta pel�cula basaba su fuerza mayor en las interpretaciones, todas ellas admirables por su matiz realista. Y pese a la eminencia de los dos actores principales, Alfredo Landa y Francisco Rabal, hay que festejar el trabajo de otros miembros del reparto, como Terele P�vez, Juan Diego, Maribel Mart�n, Agust�n Gonz�lez, Agata Lys -muy lejos de los papeles fr�volos en que se hab�a encasillado- y la veterana Mary Carrillo. Por buscada coincidencia, y acaso por afinidad personal, Rabal volvi� a ingresar en el mundo del escritor dos a�os despu�s, encarnando al sabio personaje central de El disputado voto del se�or Cayo (1986), una agradable producci�n realizada por Antonio Gim�nez-Rico a partir de la novela hom�nima. Curiosamente, tambi�n interven�a como protagonista Juan Luis Galiardo, a quien pudimos ver, mucho m�s joven, en El camino. Como es de imaginar en un arte tan sujeto a las circunstancias, no siempre el cine ha logrado hacer justicia a las invenciones del autor castellano. Tras el decepcionante estreno de El tesoro (1988), de Antonio Mercero, lleg� a las pantallas otra versi�n destemplada, La sombra del cipr�s es alargada (1990), de Luis Alcoriza, protagonizada por Emilio Guti�rrez Caba y Fiorella Faltoyano. Tampoco conquistaron el favor popular Las ratas (1996), de Gim�nez-Rico, y Una pareja perfecta (1998), basada en la novela Diario de un jubilado y con el cineasta Francesc Betri� al otro lado de la c�mara. En un terreno m�s anecd�tico, cabe mencionar la participaci�n de Miguel Delibes en el proceso de doblaje al castellano de la superproducci�n Doctor Zhivago, de David Lean, y asimismo como guionista de dos documentales filmados para ser exhibidos luego por la peque�a pantalla: Tierras de Valladolid (1966), de C�sar Ardav�n, y Valladolid y Castilla (1981), de Adolfo Dofour. La impaciente escritura televisiva es, por cierto, el medio por el que se llevaron a cabo los libretos de la serie El camino (1977), de Josefina Molina, y de dos episodios inspirados en la narrativa delibeana, En una noche as� (1968), de Cayetano Luca de Tena, y La mortaja (1974), de Jos� Antonio P�ramo. Cuando muchos admiradores de esta dimensi�n cinematogr�fica del escritor aguardan el estreno de una versi�n de El hereje, hemos de concluir estas l�neas con la certeza de que casi todo el repertorio que venimos indicando hace justicia al panorama literario en que se inspira. Sin necesidad de establecer un nexo directo entre todas estas pel�culas, parece claro que el decoro en los guiones, una serie arm�nica de interpretaciones y la personalidad de los realizadores son los tres factores que han contribuido a esa traducci�n tan feliz como elogiable. Delibes y la caricatura Por Guzm�n Urrero Pe�a A poco que se lo proponga, el lector curioso tendr� ocasi�n de ampliar noticias en torno a un fen�meno singular: la formidable habilidad pl�stica de ciertos escritores. Si ahora, animados por este fen�meno, repasamos dicha confluencia de intereses, comprobaremos que entre nuestros hallazgos figuran, sin ir m�s lejos, los chistes gr�ficos de Miguel Mihura, aquellos inefables garabatos de Ram�n G�mez de la Serna y las caricaturas de Miguel Delibes. En el caso de este �ltimo, la pr�ctica del dibujo sat�rico acarrea otras dos pasiones: el deporte y, sobre todo, la cinefilia. V�ase ahora el porqu�. El joven escritor hace su debut profesional en El Norte de Castilla, ocupando la plaza de caricaturista desde el 10 de octubre de 1941. El periodista Ram�n Garc�a Dom�nguez, colaborador de la misma cabecera y amigo del novelista castellano, precisa que el 14 de octubre de ese mismo a�o Delibes publica sus primeros dibujos: dos vi�etas de asunto futbol�stico. A�adamos aqu� otro dato que proviene de la misma fuente: tras obtener el carn� de periodista, accede al puesto de redactor del peri�dico el 9 de febrero de 1944, y es entonces cuando da a conocer sus primeras rese�as cinematogr�ficas, ilustradas con caricaturas de los actores mencionados en ellas. El reci�n estrenado cr�tico firma esos esbozos con el seud�nimo de Max. Por elementales razones, las caricaturas que realiz� en El Norte de Castilla figuran en el cat�logo delibeano como una simple curiosidad biogr�fica. No obstante, permiten detallar alg�n que otro parentesco marginal. Con ese fin, viene al caso identificar los principales antecedentes de Delibes en estos dominios de la s�tira cinematogr�fica. En el �mbito estaodunidense, la p�gina m�s popular de caricaturas hollywoodenses fue Seein� Stars, vendida a distintos peri�dicos por el King Features Syndicate. Alternando chistes, noticias, retratos realistas y cotilleos, Seein� Stars se dio a conocer en 1933 y mantuvo la fidelidad de sus lectores hasta comienzos de los cincuenta. Su dibujante, Frederic �Feg� Murray, combinaba -al igual que Delibes, pero con menor seriedad- la ilustraci�n y el comentario escrito. En Espa�a, la caricatura de asunto cinematogr�fico fue cultivada por la misma �poca en revistas como Cinegramas y atrajo sobremanera a los colaboradores de Madrid C�mico, Guti�rrez y Buen Humor. Es m�s: hubo caricaturistas que llegaron a especializarse en ciertos m�rgenes del negocio del espect�culo. As�, Fernando G�mez-Pamo del Fresno, apodado �Fresno�, insist�a en abocetar a los grandes de la escena dentro de una sencillez inimitable. Este gusto por los rostros teatrales tiene su explicaci�n, y es que Fresno fue actor en las compa��as de Lola Membrives, Irene L�pez Heredia, Margarita Xirgu y Mar�a Guerrero. Ni que decir tiene que la lista de caricaturistas espa�oles, nutrida y prolongada en el tiempo, requerir�a una menci�n m�s consistente. Ahora bien, atendiendo al perfil de Delibes dentro de este gremio del humor gr�fico, la menci�n de artistas no parece tan necesaria, pese a lo mucho que pueda fascinar aquella generaci�n de caricatos que hizo suya La Codorniz. Aunque eficaz y entrenado, el trazo del joven dibujante era, en 1944, inferior a su aptitud period�stica. De ah� que sus retratos del c�mico Groucho Marx o del gal�n Alfredo Mayo resulten hoy m�s interesantes como indicios de esa inclinaci�n por el celuloide que tan admirablemente supo expresar por escrito. CRONOLOG�A (http://cvc.cervantes.es/actcult/delibes/cronologia/) Aun admitiendo los l�mites de toda abstracci�n biogr�fica, un compendio peregrino de virtudes literarias y humanas no quedar�a lejos, en su pormenor, de la trayectoria vital de Miguel Delibes. Ordenada de acuerdo con el calendario, esta senda dibuja dos estrategias contradictorias: el paulatino retiro en el sosiego campestre y la beligerancia �literaria y tambi�n social� frente a las injusticias m�s comunes del siglo. Con raz�n esa dualidad permite admirar al personaje en su m�s hondo sentido, paralelamente a los gozos que suministra su obra. 1920-1939 Se despliega aqu� un ciclo formativo, que principia con un curso de dibujo en la vallisoletana Escuela de Artes y Oficios, luego se interrumpe en medio de los horrores de la guerra civil, y al fin queda coronado con el ingreso del escritor en la Escuela de Comercio de su ciudad natal. 1940-1959 Al tiempo que adquiere formaci�n en dos disciplinas complementarias, Derecho y Comercio, Delibes se procura un porvenir despejado en El Norte de Castilla. Al fin, podr� simultanear dos actividades: la de periodista y la de catedr�tico en la Escuela de Comercio. Gracias a ese respaldo profesional, puede escribir una novela, La sombra del cipr�s es alargada, con la cual consigue el premio Nadal. En lo sucesivo, su carrera literaria ambiciona una plaza cada vez m�s alta en las letras hisp�nicas. 1960-1979 Consolidado su prestigio entre la cr�tica y el p�blico, el novelista entrega a la imprenta obras como Las ratas, donde figura esa cr�tica social que Delibes ya hab�a intentado desarrollar en las p�ginas de El Norte de Castilla. Por otro lado, es elegido miembro de la Real Academia de la Lengua por la misma �poca en que una enfermedad le arrebata a su esposa. 1980-2004 A pocos autores les depara el destino la ocasi�n de formar parte de un repertorio que cabr�a denominar cl�sico. Delibes obtiene esa gloria en vida, y de hecho, as� lo demuestran entregas magistrales como Los santos inocentes y El hereje. Sin duda, cuando recibe el Premio Pr�ncipe de Asturias de las Letras, el escritor es ya uno de los m�s importantes referentes de la literatura en lengua espa�ola. 1920 Miguel Delibes viene al mundo en Valladolid el 17 de octubre de 1920. Es el tercero de ocho hermanos. Su padre, Adolfo Delibes, es catedr�tico en la Escuela de Comercio. El abuelo paterno del reci�n nacido lleva por nombre Fr�d�ric Delibes. Se trata de un t�cnico franc�s que hab�a llegado a Espa�a con el prop�sito de tender la v�a f�rrea Alar del Rey-Santander. Aunque el amor estaba fuera de este prop�sito, Fr�d�ric qued� prendado de la abuela de Miguel en Molledo-Portol�n, y all� es donde contrajeron matrimonio. �La generaci�n de mi abuelo -dice Delibes- todav�a era francesa. Mi abuelo, Federico Delibes, vino a Espa�a a tender el ferrocarril desde Reinosa hasta Santander, y en un tramo donde hay un t�nel muy largo, que es el de Molledo-Portol�n, se conoce que se distrajo demasiado tiempo, y all� conoci� a mi abuela, se enamor�, le dio tiempo a casarse, y ya nunca m�s regres� a Francia, porque se encontraba aqu� muy a gusto. Y aqu� muri�. (...) De aquel matrimonio de mis abuelos nacieron tres hijos, dos varones y una muchacha, y lo que han podido multiplicarse estos tres hijos es la cantidad exacta de Delibes que hay en el pa�s� (�Miguel Delibes. Un castellano de tierra adentro�, entrevista por Joaqu�n Soler Serrano, Escritores a fondo. Entrevistas con las grandes figuras literarias de nuestro tiempo, Barcelona, Editorial Planeta, 1986, pp. 17-18). Procedente de Molledo-Portol�n, el padre de Delibes cre� una nueva familia con una joven burgalesa a quien conoci� en Valladolid. Como ya qued� dicho, ocupaba una c�tedra, concretamente de Derecho Mercantil, �y no se cas� joven, sino talludito. Quiz� porque entendi� la vida, o tal vez porque la entendi� de manera distinta que yo. [...] (Se cas�) a los cuarenta y pico de a�os, pero as� y todo tuvo ocho hijos. De manera que podemos pensar que si se casa a los veintitr�s, hubiera llenado Espa�a de peque�os Delibes� (�Miguel Delibes. Un castellano de tierra adentro�, op. cit., p. 18). 1925 Se ve que don Adolfo procura animar a su reto�o en la pr�ctica deportiva. �A mi padre -escribe Delibes- se le adivinaba la ascendencia europea en su afici�n al aire libre. No es que fuera un sportman, como se dec�a a comienzos de siglo del se�orito ocioso dado a los deportes, pero s� un hombre que con cualquier motivo buscaba el contacto con el campo. Este hecho era raro en Espa�a, no s�lo a finales del siglo XIX sino en el primer cuarto del siglo XX� (Mi vida al aire libre. Memorias deportivas de un hombre sedentario, Barcelona, Ediciones Destino, 1989, p. 9). 1930 Luego de adquirir una formaci�n primaria en el aula de las Hermanas Carmelitas de Valladolid, estudia para ser bachiller en Colegio de Lourdes, regido por los Hermanos de las Escuelas Cristianas. �Tuve una infancia normal, dentro de lo que cabe -dice el escritor-. Quiero decir que form� parte de una familia numerosa y relativamente estable, y he dicho �en lo que cabe� porque, en realidad, viv� una infancia muy alegre en un aspecto, pero con accesos de melancol�a m�s o menos acentuados. Esto lo vio bien un profesor, un fraile (...) que hizo mi semblanza y dec�a: Miguel tiene la mirada l�nguida y un poco tristona y sin embargo es el m�s alegre y juguet�n del grupo. Otra caracter�stica de mi infancia -que hoy no lo es- fue mi afici�n a los deportes; concretamente a la caza, en compa��a de mi padre, al f�tbol y a la bicicleta� (Entrevista registrada en v�deo, Serie Autores espa�oles contempor�neos, Centro de las Letras Espa�olas, Ministerio de Cultura, 1987). 1936 Animado por su progenitor, sigue un curso de modelado y dibujo en la vallisoletana Escuela de Artes y Oficios. El estallido de la guerra civil coincide con su nuevo proyecto formativo: el ingreso en la Escuela de Comercio. 1938 Tras dos a�os de estudio de Peritaje Mercantil, el rumbo que toma el conflicto b�lico le obliga a tomar una decisi�n trascendental. �Mi juventud -dice Delibes- se vio amargada por el m�s terrible de los acontecimientos que han ocurrido en Espa�a en los �ltimos cincuenta a�os; es decir, por la guerra civil. Yo no ten�a m�s que quince a�os. Era un ni�o ya mayorcito cuando estall�, pero aquella guerra se prolongaba... y como no quer�a que me alistaran, tuve que alistarme yo. Hube de anticiparme para poder elegir �arma�. De esta forma pude ir con mis amigos a la Marina� (Entrevista registrada en v�deo, op. cit.). A bordo del crucero Canarias, el marinero voluntario Delibes se convierte en testigo del enfrentamiento fratricida desde alta mar. �Lo que a m� verdaderamente me estremece en una guerra -dice- es la idea del cuerpo a cuerpo, de apuntar y disparar contra otro hombre o de saltar sobre �l con la bayoneta calada. Y por aquella atracci�n que los hombres de tierra adentro sentimos por el mar (nosotros, acostumbrados a vivir en un mar de surcos), nos alistamos todos en la Marina. Esto ocurr�a en el a�o 1938, y a�n tuve, por lo tanto, la oportunidad de vivir un a�o de aquella terrible guerra civil� (�Miguel Delibes. Un castellano de tierra adentro�, op. cit., p. 25). 1940 En medio de la confusi�n de la posguerra, Delibes ha de tomar nuevas decisiones en torno a su futuro profesional. Si bien su m�xima pasi�n es el estudio de la Naturaleza, comprende que ese conocimiento de poco sirve a la hora de lograr un buen sueldo: �No conoc�a una carrera donde se estudiasen los animales y las plantas -entonces esto de las carreras estaba poco especializado-, as� que oper� por exclusi�n. Adem�s, mi padre me dijo: �Elige una carrera que pueda estudiarse en Valladolid, puesto que sois ocho hermanos y no pod�is ir cada uno a un sitio. No hay dinero para eso�. Entonces empec� a excluir: la de Medicina, dado que me daba cierto respeto; la de Letras, que entonces me parec�a carente de porvenir... y al cabo, quedaron dos carreras que no me gustaban nada, pero que pod�a llegar a ejercer de alguna manera. Eran Derecho y Comercio. Termin� ambas en unos a�os: en Comercio alcanc� el tercer grado -la Intendencia mercantil-, y en el caso de Derecho, llegu� a cursar las asignaturas de doctorado, si bien nunca present� una tesis doctoral� (Entrevista registrada en v�deo, op. cit.). 1941 Aprovechando su talento como dibujante, consigue un valioso desarrollo profesional en El Norte de Castilla, peri�dico del cual es caricaturista a partir del 10 de octubre de 1941. En el terreno sentimental, le cabe un anecd�tico inicio: �Cuando la bicicleta -escribe- se me revel� como un veh�culo eficaz, de amplias posibilidades, cuya autonom�a depend�a de la energ�a de mis piernas, fue el d�a que me enamor�. Dos seres enamorados, separados y sin dinero, lo ten�an en realidad muy dif�cil en 1941. Yo veraneaba en Molledo-Portol�n (Santander) y �ngeles, mi novia, en Sedano (Burgos), a cien kil�metros de distancia. �C�mo reunirnos? (...) As� que pens� en la bicicleta como transporte adecuado que no ocasionaba otro gasto que el de mis m�sculos� (Mi vida al aire libre. Memorias deportivas de un hombre sedentario, op. cit., p. 75). 1942 La publicaci�n de su primer art�culo en El Norte de Castilla, seg�n detalla Garc�a Dom�nguez, es en septiembre de este a�o. Lleva por t�tulo �El deporte de la caza mayor�. Asimismo, oposita a una plaza en el Banco Castellano, donde trabajar� durante medio a�o. 1943 A tono con otras operaciones de la dictadura, el Tribunal de Represi�n contra la Masoner�a y el Comunismo depura a varios periodistas de El Norte de Castilla. No es extra�a dicha operaci�n si se tiene en cuenta que el peri�dico �ten�a un tinte liberal de izquierdas bastante acusado. Fue sometido a depuraci�n y echaron a Francisco de Coss�o, quien lo capitaneaba, y a otros tres redactores. En este momento es cuando se produce mi indecisi�n, porque mi padre me aconseja que me meta en el peri�dico, y lo mismo hace el gerente [...] Me fui a Madrid, e hice un curso acelerado que hab�a para quienes estaban en un peri�dico y a�n no ten�an carn�. De golpe y porrazo, me vi como redactor de El Norte de Castilla cuando nunca lo hab�a pretendido� (Entrevista registrada en v�deo, op. cit.). 1944 Su primer cometido como redactor del diario vallisoletano es la redacci�n de cr�ticas de cine. 1945 �Por entonces, ya ten�a a medias la preparaci�n para la c�tedra de Derecho Mercantil. A los dos a�os de estar en el peri�dico, oposit� a esa c�tedra (...) y me concedieron la plaza en Valladolid, en la Escuela de Comercio, de manera que pude simultanear las dos actividades: la de periodista en El Norte de Castilla y la de catedr�tico en la Escuela de Comercio� (Entrevista registrada en v�deo, op. cit.). Curiosamente, al tiempo que en julio obtiene la mentada c�tedra, atesora otro regalo del destino, pues uno de los textos que ha de memorizar para la prueba, magn�ficamente escrito por don Joaqu�n Garrigues, propicia su vocaci�n literaria. 1946 Alternando la ense�anza y la pr�ctica period�stica, Delibes concibe un futuro apacible que le permite, por fin, fundar una familia junto a su novia �ngeles de Castro, con quien se casa el 23 de abril. 1947 Nace el 12 de febrero el primer hijo de los Delibes: Miguel. 1948 �En estos a�os de penuria y de dificultades -dice Delibes- se ilumin� mi horizonte con una carrera verdaderamente vocacional. Aunque hasta entonces no se me hab�a ocurrido pensar que la tuviese, advert� que ten�a una vocaci�n est�tica. Desde que le� a don Joaqu�n Garrigues me di cuenta de que me atra�a la escritura. Y este fue el primer chispazo vocacional, al margen del dibujo, que era una actitud espont�nea [...] Segu� esa vocaci�n escribiendo una novela [La sombra del cipr�s es alargada], envi�ndola al premio Nadal y consigui�ndolo en [el 6 de enero de] 1948. Ah� es donde empiezan todas mis vicisitudes como escritor� (Entrevista registrada en v�deo, op. cit.). En abril, sale al mercado dicha novela, poco despu�s de que nazca la hija del escritor debutante, �ngeles. 1949 Su segunda novela, A�n es de d�a, queda maltrecha tras pasar por el l�piz rojo del censor. Con el fin de ilustrar a sus alumnos en la Escuela de Comercio, escribe una S�ntesis de Historia de Espa�a, pero el libro de texto disgusta a las autoridades y s�lo va a ser empleado durante un curso. Desde luego, no ser� �sta la �nica fricci�n de Miguel Delibes con la burocracia del r�gimen. Viene al mundo su hijo Germ�n. 1950 El camino, su tercera novela, vigoriza la posici�n del escritor en el mundillo de las letras espa�olas. Nace su hija Elisa. 1952 La carrera de Miguel Delibes toma un rumbo favorable cuando es nombrado secretario de la Escuela de Comercio y subdirector de El Norte de Castilla. 1953 Poco antes de publicar Mi idolatrado hijo Sis�, env�a la siguiente carta a su editor, Jos� Verg�s: �Valladolid, 9 de marzo de 1953. Querido amigo; recibo su carta y, con esta fecha, escribo a P�rez Embid para que se active la resoluci�n de mi libro en censura. Estoy de acuerdo con usted. El camino, a m�, me parece mucho mejor que Mi idolatrado hijo Sis�, e incluso le parecer� mejor a la cr�tica, pero la gente pide m�s novel�n, m�s asunto y m�s problemas, raz�n por la que creo que Sis� tendr� mejor venta� (Miguel Delibes, Josep Verg�s, Correspondencia, 1948-1986, Barcelona, Ediciones Destino, 2002, p. 102). En paralelo a este trayecto intelectual, Delibes fortalece dos aficiones de pareja importancia, la caza y la pesca. �Yo me engolosin� con la pesca de mar -escribe- al mismo tiempo que con la de trucha, sobre 1953. Y hasta recuerdo que en mi primer lance con cucharilla desde la punta del espol�n, en Suances, tuve la fortuna de enganchar una lubina de raci�n. Me hab�an dicho que la lubina era la trucha de mar y entraba a la cucharilla con la misma voracidad que �sta. El primer intento pareci� confirmar esta afirmaci�n, pero lo curioso es que aunque repet� el lanzamiento centenares de veces aquel verano, cambiando el color y el tama�o del artilugio, desde tierra y a la cacea, las lubinas no volvieron a sentirse estimuladas. No volv� a agarrar una lubina con cucharilla. En lo sucesivo, pesqu� a fondo, en la r�a, con ca�a larga, cebo vivo y carrete grande, de mar� (Mi vida al aire libre. Memorias deportivas de un hombre sedentario, Barcelona, Ediciones Destino, 1989, p. 132). 1954 Sale de imprenta La partida. 1955 Su novela Diario de un cazador, publicada este mismo a�o, obtiene el Premio Nacional de Literatura. Recibe una generosa invitaci�n del C�rculo de Periodistas de Chile con el fin de que visite dicho pa�s. Ser� �ste el primero de varios viajes al extranjero, que luego han de tener una oportuna traducci�n literaria en forma de libro. Adolfo Delibes, padre del escritor, muere el d�a 5 de agosto. 1956 Llega a manos de los lectores el libro de viajes Un novelista descubre Am�rica (Chile en el ojo ajeno). Nace Juan, el quinto de sus hijos. 1957 Siestas con viento sur, una excelente colect�nea de relatos, sale a la venta en mayo y recibe el Premio Fastenrath. Al tiempo que crece la difusi�n internacional de la obra de Delibes, tambi�n estrecha los lazos de amistad con su editor, Verg�s, quien le escribe las siguientes l�neas el 2 de noviembre de 1957: �Con la velocidad habitual en nuestros correos, lleg� hace un par de d�as tu Diario de un emigrante. Lo he le�do de un par de tirones y al terminarlo esta noche me ha parecido o�r pasar el expreso de Galicia. Realmente ese Lorenzo es todo un tipo humano y, al encontrarlo de nuevo, parece que reanudes la conversaci�n con un viejo amigo. Veo que el hombre habla ahora m�s fuerte que antes, seguramente como consecuencia del matrimonio, pero su candorosa personalidad es tan irresistible como en El [diario de un] cazador� (Miguel Delibes, Josep Verg�s, Correspondencia, 1948-1986, Barcelona, Ediciones Destino, 2002, p. 161). 1958 Diario de un emigrante ya ocupa los estantes de las librer�as. Si bien se trata de una secuela de Diario de un cazador, el nivel de calidad estil�stica no ha sufrido menoscabo alguno con respecto a ese precedente. Ocupa el puesto de director en El Norte de Castilla. 1959 Una beca de la Fundaci�n March le permite completar su nueva novela, La hoja roja. En Par�s, participa en el Congreso por la Libertad de la Cultura. 1960 Seg�n indica Garc�a Dom�nguez, Delibes lanza este a�o los 150 ejemplares de Castilla, un volumen de cr�nicas rurales con grabados de Jaume Pla. En 1964, esas p�ginas disfrutar�n de una edici�n convencional, esta vez bajo el r�tulo Viejas historias de Castilla la Vieja. El hogar de los Delibes acoge a un nuevo v�stago, Adolfo. 1961 Publica Por esos mundos: Sudam�rica con escala en las Canarias, una cr�nica viajera que abarca la geograf�a anunciada en su t�tulo. 1962 Sale de imprenta la primera edici�n de Las ratas, novela que merece el Premio de la Cr�tica y consigue prolongar -y acaso ampliar, por v�a narrativa- la cr�tica social que Delibes hab�a plasmado previamente en las p�ginas de El Norte de Castilla. Lamentablemente, el escritor ya no pod�a acometer ese prop�sito en forma de art�culos, dado que la censura hizo cuanto pudo para silenciar esa denuncia period�stica de la mala situaci�n del campo castellano. La actriz y realizadora Ana Mariscal, embarcada en un singular proyecto de cine neorrealista �a la espa�ola�, adapta a la gran pantalla la novela El camino. Con ello se inaugura un ciclo de versiones de la literatura delibesiana en el que cabe hallar t�tulos tan significativos para el cine ib�rico como Retrato de familia (1976), de Antonio Gim�nez-Rico; La guerra de pap� (1977), de Antonio Mercero; Los santos inocentes (1984), de Mario Camus; El disputado voto del se�or Cayo (1986), de Gim�nez-Rico; El tesoro (1988), de Mercero; La sombra del cipr�s es alargada (1990), de Luis Alcoriza; Las ratas (1996), de Gim�nez-Rico, y Una pareja perfecta (1998), de Francesc Betri�. Fallece la madre del escritor, Mar�a Seti�n. Nace el s�ptimo de los hijos de Delibes: una ni�a a la que llamar�n, por coincidencia literaria, Camino. 1963 El pulso que el director de El Norte de Castilla mantiene con las autoridades acaba forzando su dimisi�n. Este hecho tiene una lectura obvia, ratificando su postura a favor de la libertad de prensa. La caza de la perdiz roja y Europa, parada y fonda son los dos nuevos t�tulos del escritor que llegan al mercado este a�o. El primero incluye hermosas fotograf�as de Oriol Maspons; el segundo resume las impresiones del viajero Delibes por Alemania, Francia y Portugal. 1964 Dos nuevas entregas del narrador salen a la venta: Viejas historias de Castilla la Vieja y El libro de la caza menor. Asimismo, Verg�s lanza el primer tomo de la Obra completa de Delibes. Una vez m�s, sale al extranjero, en este caso para permanecer durante medio a�o en los Estados Unidos, ejerciendo como profesor visitante en el Departamento de Lenguas y Literaturas Extranjeras de la Universidad de Maryland. 1965 Llega a las pantallas la superproducci�n Doctor Zhivago, de David Lean, rodada en buena parte en escenarios espa�oles. Confirmando su inclinaci�n cin�fila, participa Delibes en el doblaje al espa�ol de dicha pel�cula, o mejor dicho en �la versi�n definitiva de unos di�logos, burdamente traducidos, del ingl�s. (...) La Metro, productora del filme, me facilitaba el n�mero de s�labas y yo hab�a de ce�irme a �l� (He dicho, Barcelona, Editorial Destino, 1996, p. 155). El escritor inaugura un proyecto muy querido: el Aula de Cultura de El Norte de Castilla. El primer conferenciante es el fil�sofo Juli�n Mar�as. 1966 El 2 de agosto, el editor Verg�s le env�a una carta elogiosa: �He recibido tu novela Cinco horas con Mario -escribe- y he le�do el libro de una tirada. Con esto queda expresado el inter�s que me ha suscitado. Ni por un momento he encontrado el mon�logo fatigoso, repetido o falto de inter�s o autenticidad. Es, a mi entender, una peque�a pieza maestra de observaci�n psicol�gica femenina y el retrato de una sociedad y unas ideas que por desgracia y verg�enza nuestra son muy reales� (Miguel Delibes, Josep Verg�s, Correspondencia, 1948-1986, Barcelona, Ediciones Destino, 2002, p. 278). Adem�s de Cinco horas con Mario, el p�blico lector disfruta este a�o del libro de viajes USA y yo y del segundo tomo de la Obra completa. 1968 En La primavera de Praga, Delibes recoge sus experiencias en Checoslovaquia, y consigna el impulso aperturista que indica el t�tulo del volumen. Un impulso que, por cierto, fue violentamente malogrado por culpa de la caracter�stica intolerancia de las autoridades sovi�ticas. Adem�s del tercer volumen de la Obra completa, da a conocer una colecci�n de art�culos que lleva por t�tulo Vivir al d�a. 1969 Sale a la venta Par�bola del n�ufrago. 1970 Es �ste un a�o rico en ediciones para Miguel Delibes. Dejando aparte la cuarta entrega de la Obra completa, el escritor publica una serie de cr�nicas de caza, Con la escopeta al hombro; otro volumen de relatos, titulado La mortaja; y una miscel�nea destinada al p�blico m�s joven, Mi mundo y el mundo. 1972 Revelando una faceta de diarista nada desde�able, el escritor entrega a la imprenta las anotaciones que componen Un a�o de mi vida. Al igual que ocurre con el contenido de los vol�menes Vivir al d�a y Con la escopeta al hombro, estas p�ginas ya han aparecido previamente en la prensa. Asimismo, resume la situaci�n del sector cineg�tico en la monograf�a La caza en Espa�a. Entre l�neas, esta obra da a entender la visi�n que de la ecolog�a tiene Delibes. �Sin duda -escribe- el amor por la naturaleza y la proclividad al aire libre nos viene a los Delibes por l�nea paterna, tal vez de la Gascu�a. Yo asum� esta inclinaci�n para llenar mis ocios, pero mis hijos hicieron de ella medio de vida: cuatro bi�logos y un arque�logo salieron de una camada de siete hermanos� (Mi vida al aire libre. Memorias deportivas de un hombre sedentario, op. cit., p. 37). 1973 La Real Academia de la Lengua lo elige miembro el 1 de febrero para que ocupe el sill�n e min�scula. Publica la novela El pr�ncipe destronado. 1974 �ngeles, la esposa de Miguel Delibes, fallece prematuramente el 22 de noviembre. Su ausencia va a significar una gran tragedia en la vida del escritor, quien queda sumido en el desconsuelo. 1975 Cumpliendo con el protocolo acad�mico, Delibes lee el 25 de mayo el discurso de ingreso, titulado El sentido del progreso desde mi obra. En buena medida, se trata de un alegato ecologista, muy hermosamente escrito. �Es un gran honor -dice- lo que ha hecho la Academia conmigo. Es un gran honor distinguirme y llevarme a la instituci�n, es un inestimable honor, pero en mi discurso de ingreso ya advert� que yo me consideraba tanto humano como literariamente poco acad�mico, por lo menos en el sentido tradicional que damos a este t�rmino (...) Por otro lado, pienso que mi labor dentro de la Academia podr� ser m�s bien escasa (...) pero �ltimamente parece que he encontrado una manera de colaborar con ellos en el sentido de que advierto en la �ltima edici�n del diccionario muchas definiciones defectuosas, y muchas omisiones graves en lo que se refiere a la vida de la naturaleza y de los p�jaros� (�Miguel Delibes. Un castellano de tierra adentro�, op. cit., p. 26). Los comercios de librer�a ya disponen de la nueva novela de don Miguel, Las guerras de nuestros antepasados, y del tomo quinto de su Obra completa. 1976 Con el muy significativo t�tulo de SOS. El sentido del progreso desde mi obra, los lectores pueden disfrutar del discurso de ingreso en la Academia, acompa�ado por otros dos ensayos del mismo jaez. 1977 Salen a la venta dos vol�menes que resumen la pasi�n cineg�tica y pescadora del novelista: Aventuras, venturas y desventuras de un cazador a rabo y Mis amigas las truchas. 1978 Publica la novela El disputado voto del se�or Cayo. Dado el contenido de esta obra, no est� de m�s recordar que Delibes lleva d�cadas denunciando la situaci�n de sus paisanos que se dedican a los oficios del campo. As�, escribe por estas fechas lo siguiente: �La escasa ilustraci�n del hombre de campo en Castilla, sus condiciones de vida, siempre estrechas y, a menudo, insuficientes, le hicieron caer, desde antiguo, bajo la arbitrariedad del cacique. En Castilla la Vieja, tierra de minifundios, se ha ido debilitando, sin embargo, la instituci�n caciquil, en el �ltimo medio siglo, hasta desaparecer del todo en no pocas circunscripciones. Mas el bracero, el modesto colono, el aparcero, siguen alentando bajo un vago sentimiento de desamparo, de temor, que los inclinan a situarse espont�neamente bajo la protecci�n del poderoso o del que consideran tal� (�Sumisi�n�, en Castilla, lo castellano y los castellanos, fotograf�as de Alberto Vi�als, Barcelona, Editorial Planeta, 1979, p. 69). 1979 Con direcci�n de Josefina Molina y protagonizada por Lola Herrera, se estrena la versi�n dramatizada de Cinco horas con Mario. El �xito de p�blico y cr�tica convertir� a esta representaci�n en uno de los grandes acontecimientos del moderno teatro espa�ol. La excelente antolog�a Castilla, lo castellano y los castellanos, citada pocas l�neas m�s arriba, llega hasta los lectores con introducciones del propio escritor a cada una de sus secciones 1980 Recibe el homenaje del VII Congreso Nacional de Libreros, organizado en Valladolid. El afecto que le demuestra dicho gremio no es casual, tanto por lo mucho que aprecian los lectores la obra delibeana como por el modo en que el escritor suele elogiar a los buenos comerciantes del ramo. 1981 El diario cineg�tico Las perdices del domingo y la magistral novela Los santos inocentes, obra cumbre de la producci�n de Delibes, centran la atenci�n de comentaristas y admiradores. 1982 La bibliograf�a delibeana se enriquece con tres nuevos vol�menes: Dos viajes en autom�vil, Tres p�jaros de cuenta y El otro f�tbol. El escritor vallisoletano y su colega Gonzalo Torrente Ballester reciben el 21 de abril el Premio Pr�ncipe de Asturias de las Letras. 1983 Investido Doctor Honoris Causa por la Universidad de Valladolid, completa las glorias de este a�o con una nueva entrega novelesca, Cartas de amor de un sexagenario voluptuoso. 1984 Reconociendo los m�ritos de su paisano, los responsables de la Junta de Castilla y Le�n le otorgan el Premio de las Letras. 1985 Publica la novela El tesoro y el ensayo La censura de prensa en los a�os 40 (y otros ensayos). Es nombrado por el Gobierno franc�s Chevalier de l�Ordre des Arts et des Lettres. 1986 Nuevos honores van sucedi�ndose en la agenda del escritor: desde el 6 de septiembre es ya Hijo Predilecto de la Ciudad de Valladolid. Reiterando su inter�s por la esencia castellana y las inquietudes m�s acuciantes de la regi�n, da a conocer el libro Castilla habla. 1987 Publica una nueva novela, 377a, madera de h�roe, que coincide en las librer�as con el texto de la versi�n teatral de La hoja roja. Es investido Doctor Honoris Causa por la Universidad Complutense de Madrid. 1988 Atento como siempre a los ni�os lectores, les dedica el libro Mi querida bicicleta. 1989 Publica Mi vida al aire libre. Memorias deportivas de un hombre sedentario y asiste al �xito de la versi�n teatral de Las guerras de nuestros antepasados. 1990 Otro volumen miscel�neo, Pegar la hebra, se a�ade a la biblioteca delibeana. Como tributo de admiraci�n de los lectores alemanes, es investido Doctor Honoris Causa por la Universidad de El Sarre. 1991 Inevitablemente, los lectores de la nueva novela de Delibes, Se�ora de rojo sobre fondo gris, advierten que, aun en medio de la ficci�n, sobrevuela sus p�ginas la memoria de �ngeles, la esposa del escritor. Por decisi�n del Ministerio de Cultura, Delibes recibe el Premio Nacional de las Letras Espa�olas. Asimismo, protagoniza el curso El autor y su obra, que dirige Jos� Jim�nez Lozano en los Cursos de Verano de El Escorial. Por otra parte, el V Congreso de Literatura Espa�ola Contempor�nea, celebrado en las aulas de la Universidad de M�laga, tambi�n centra toda su atenci�n en el escritor. En este caso, la actividad congresual es coordinada por Crist�bal Cuevas Garc�a. 1992 El Centro de las Letras Espa�olas organiza en Madrid un encuentro con el novelista, motivado por la reciente concesi�n del Premio Nacional de las Letras Espa�olas. 1993 A�o �ste de reconocimientos p�blicos, cumplidos y homenajes, que incluye citas como la concesi�n de la Medalla de Oro de la Provincia de Valladolid, a la cual sigue un ciclo de conferencias, una exposici�n conmemorativa y, ya en el costado cinematogr�fico, un ciclo sobre las adaptaciones de la obra delibeana en la Semana Internacional de Cine de Valladolid. Dichas proyecciones concluyen con la entrega de la Espiga de Oro a Delibes, quien de ese modo recibe el m�ximo premio de tan prestigioso certamen. La cosa no acaba ah�, pues la Universidad de Valladolid da el nombre de Miguel Delibes a su nuevo campus, y ya en diciembre, el escritor recibe la noticia de que se le ha concedido el Premio Cervantes. 1994 El rey Juan Carlos I entrega a don Miguel el Premio Cervantes. Con ocasi�n de este acontecimiento, se publica un volumen colectivo, Miguel Delibes, Premio Miguel de Cervantes 1993, en el que toman la palabra el escritor y sus amigos y los m�s destacados analistas de su obra. 1995 Recuperando al personaje central de Diario de un cazador y Diario de un emigrante, Delibes da forma a su nueva entrega novelesca, Diario de un jubilado. 1996 La colect�nea He dicho sale al mercado pocos meses despu�s de que la Universidad de Alcal� de Henares celebre los m�ritos del novelista durante su investidura como Doctor Honoris Causa. 1997 La Asociaci�n de la Prensa de Valladolid crea el Premio de Periodismo Miguel Delibes. 1998 Al tiempo que aparece su admirable novela El hereje, el destino le depara una contrapartida cruel: una dolencia cancer�gena. 1999 Gracias a El hereje, obtiene el Premio Nacional de Narrativa. Asimismo, le es concedida la Medalla de Oro del Trabajo. 2000 Aunque sus paisanos le homenajean y procuran alegrar su �nimo con una lectura p�blica de El hereje durante la Feria del Libro de Valladolid, el escritor confiesa a su amigo C�sar Alonso de los R�os las penas que le afligen una vez superada la enfermedad: �Yo puse fin a El hereje el mismo d�a que me diagnosticaron un c�ncer. Esto fue en mayo de 1998. Pens� que acababa de cerrar mi carrera, es decir, que dentro de la contrariedad, la declaraci�n de la enfermedad al concluir El hereje hab�a sido oportuna. La operaci�n -que en realidad fueron tres- termin� en 1999. �Qu� hab�a ocurrido? La cirug�a ha progresado, y al despedirme, el doctor me dijo: �Delibes, no le he operado a usted, le he curado� y, en efecto doy por buenas sus palabras. El c�ncer ha pasado a la historia. Es una an�cdota en mi vida. Pero �qued� todo como estaba? Evidentemente no. Los trastornos, las molestias, los dolores que acompa�an a las funciones m�s elementales del cuerpo humano en un lento proceso de adaptaci�n se prolongan ya demasiado. De momento, he tenido que cambiar de vida, aislarme. Pero ya no he vuelto a ser el que era. No puedo escribir. No me atrevo a afrontar una entrevista mano a mano. Mi pesimismo, con el que ya nac�, ha ido en aumento. Me ha confirmado que la vida es corta, que da poco y que, en general, salvo momentos fugaces, es poco agradable. Viudo desde 1974, la soporto gracias a la compa��a de mis hijos y mis nietos, con muchos de los cuales ya se puede hablar de todo. Solo, mi situaci�n hubiera sido irresistible� (Entrevistado por C�sar Alonso de los R�os, El Semanal, 2 de abril de 2000, s. p.). 2001 Lee el discurso que sirve de colof�n al Segundo Congreso de la Lengua Espa�ola. En sus palabras queda de manifiesto su inter�s por la oralidad: �Debo confesar una limitaci�n: siempre he escrito de o�do, con la regla y el estilo de aquellos a quienes previamente he escuchado para luego cederles la palabra. Si los comentaristas literarios han dicho que soy antes que nada creador de personajes, son estos personajes los que ponen voz a mi literatura. No en vano, he pasado m�s de seis d�cadas siguiendo el rastro de las palabras y expresiones ajenas, para intentar encontrar las m�as propias. Y a estas alturas puedo decir que, en buena medida, una manera de ser es una manera de hablar� (Discurso de clausura del II Congreso de la Lengua Espa�ola, Valladolid, 19 de octubre de 2001). El D�a Mundial del Teatro es festejado en Valladolid con una Trilog�a teatral Delibes, integrada por las celebradas adaptaciones esc�nicas de La hoja roja, Cinco horas con Mario y Las guerras de nuestros antepasados. 2002 Para los estudiosos del escritor supone todo un acontecimiento la publicaci�n de su Correspondencia con el editor Jos� Verg�s, fechada entre 1948 y 1986. 2003 Se reeditan varios de sus relatos en el volumen Tres p�jaros de cuenta y tres cuentos olvidados.